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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (3 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—Tiene una declaración a las dos, una llamada interurbana relacionada con el caso Norfolk-Southern a las tres, una conferencia en la Academia de Ciencias Forenses sobre heridas de bala a las cuatro, y una reunión a las cinco con el detective Ring de la policía estatal —dijo Rose, leyendo la lista.

No me gustaba la forma tan arrolladora que tenía Ring de hacerse cargo de los casos. Cuando había aparecido el segundo torso, se había metido en la investigación y se había comportado como si pensara que sabía más que el FBI.

—Lo de Ring puedo saltármelo —dije secamente.

Mi secretaria se me quedó mirando un buen rato; en la habitación de al lado, en la sala de autopsias, se oía el ruido de las esponjas y el agua.

—Cancelaré la cita con él y así podrá ver a Jon en su lugar. —Me observó por encima de las gafas como una severa directora de colegio—. Luego descanse; es una orden. Mañana no venga, doctora Scarpetta. Que no la vea yo aparecer por la puerta.

Empecé a protestar, pero ella me interrumpió.

—No se le ocurra discutir —prosiguió con firmeza—. Necesita un día o un fin de semana largo para cuidar de su salud mental. No se lo diría si no lo creyera.

Estaba en lo cierto; en cuanto pensé en tener un día para mí sola, me animé.

—No hay nada en la agenda que no pueda cambiar de hora —añadió—. Además... —sonrió—, estamos en medio de un pequeño veranillo de san Martín y por lo visto va a hacer un tiempo maravilloso; el cielo tiene un color azul impresionante y las temperaturas rondan los veinticinco grados; las hojas están en su mejor momento, el amarillo de los álamos es casi perfecto y los arces parece que ardan. Eso sin contar con que estamos en Halloween. Puede tallar una cara en una calabaza.

Saqué de mi taquilla el traje de chaqueta y los zapatos y dije:

—Deberías haber sido abogada.

2

E
l día siguiente hizo exactamente el tiempo que había pronosticado Rose y me desperté ilusionada. Cuando abrieron las tiendas fui a comprar golosinas para Halloween y comida para la cena, y luego me trasladé en coche hasta la otra punta de la calle Hull, donde estaba mi centro de jardinería favorito. Las plantas de verano que tenía alrededor de la casa se habían marchitado hacía tiempo y no soportaba ver los tallos secos en los tiestos. Después de comer, saqué al porche delantero bolsas de tierra abonada, cajas de plantas y una regadera.

Abrí la puerta para oír a Mozart, que sonaba dentro de la casa, y me puse a plantar pensamientos en su nuevo macizo de buena tierra. El pan estaba fermentando, el estofado casero hervía a fuego lento sobre el fogón y yo notaba el olor a ajo, vino y tierra fértil mientras trabajaba. Pete iba a venir a cenar, y repartiríamos chocolatinas entre los pequeños y aterradores vecinos. El mundo fue un buen lugar en el que vivir hasta las cuatro menos veinticinco en que se puso a sonar el busca que llevaba en la cadera.

—¡Maldita sea! —exclamé cuando vi el número del servicio de contestación automática.

Entré apresuradamente en casa, me lavé las manos y cogí el teléfono. El servicio me facilitó el número del detective Grigg, de la jefatura de policía del condado de Sussex, y llamé inmediatamente.

—Grigg —respondió un hombre con voz profunda.

—Soy la doctora Scarpetta —dije mirando melancólicamente por las ventanas las grandes macetas de terracota del porche y los hibiscos muertos que había en ellas.

—Ah, qué bien. Gracias por responder a mi llamada tan rápidamente. Le hablo desde aquí con un teléfono celular; no voy a darle detalles.

Hablaba con el ritmo del antiguo Sur y se tomaba las cosas con calma.

—¿Desde dónde exactamente? —pregunté.

—Vertedero de basuras Atlantic, Reeves Road, junto a la calle 460 Este. Han tropezado con algo a lo que imagino que querrá echar una ojeada.

—¿Es la misma clase de cosas que han aparecido en lugares semejantes? —pregunté crípticamente mientras parecía que el día se empezaba a ensombrecer.

—Me temo que ésa es la pinta que tiene —respondió.

—Ahora mismo salgo. Dígame cómo puedo llegar hasta ahí.

Llevaba un pantalón caqui sucio y una camiseta del FBI que me había regalado mi sobrina Lucy, y no tenía tiempo para cambiarme. Si no recogía el cadáver antes de que se hiciera de noche, tendría que quedarse donde estaba hasta la mañana siguiente, lo cual era algo inaceptable. Cogí mi maletín médico y salí corriendo por la puerta, dejando la tierra, las coles y los geranios esparcidos por el porche. Mi Mercedes negro tenía poca gasolina, como no podía ser de otra manera. Me detuve en una estación de servicio de Amoco, llené el depósito yo misma y luego me puse en camino.

El viaje era de una hora, pero me di prisa. La declinante luz del sol lanzaba destellos blancos sobre el envés de las hojas, y las hileras de maíz estaban marrones en granjas y huertos. Los campos eran agitados mares verdes de soja y había cabras pastando libremente en patios de casas. Por todas partes se inclinaban pararrayos chillones con bolas de colores, y yo no dejaba de preguntarme qué mentiroso vendedor habría caído allí como una tormenta y habría jugado con el miedo predicando la llegada de más.

Pronto aparecieron ante mis ojos los silos en los que Grigg me había dicho que me fijara. Tomé Reeves Road, pasé por delante de unas diminutas casas de ladrillo y unos campings para caravanas en los que había camionetas y perros sin collar. Se veían vallas publicitarias con anuncios de Mountain Dew y Virginia Diner. Crucé unas vías de tren, dando sacudidas, y de las ruedas salió como un humo rojizo; más adelante había unas águilas ratoneras picoteando animales que habían sido demasiado lentos, lo cual me pareció un presagio morboso.

En la entrada del vertedero de basuras Atlantic aminoré la marcha, detuve el coche y contemplé un árido paisaje lunar en el que estaba poniéndose el sol como un planeta en llamas. Los camiones de la basura, blancos y brillantes por el cromo pulimentado, avanzaban lentamente por la cima de una creciente montaña de desperdicios. Las excavadoras amarillas parecían escorpiones atacando. Me quedé mirando una nube de polvo que se alejaba del vertedero a gran velocidad. Cuando llegó a donde yo estaba, vi que se trataba de un Ford Explorer rojo y sucio conducido por un joven que se sentía en aquel sitio como en su casa.

—¿Puedo ayudarle en algo, señora? —me preguntó con el lento acento del Sur. Parecía nervioso y preocupado.

—Soy la doctora Kay Scarpetta —respondí, mostrando la insignia de latón que llevaba en una pequeña funda negra y que siempre sacaba cuando iba a investigar a lugares en los que no conocía a nadie.

Examinó mi credencial y luego me observó con sus oscuros ojos. Estaba sudando bajo su camisa vaquera y tenía el pelo húmedo en la nuca y en las sienes.

—Me han dicho que iba a venir un forense y que tenía que esperarle —me explicó.

—Bueno, pues yo soy la forense —respondí con amabilidad.

—Por supuesto, señora. No era mi intención... —No acabó la frase, pues apartó la vista y se fijó en mi Mercedes, que estaba cubierto con un polvo tan fino y persistente que nada podía evitar que entrara—. Sugiero que deje el coche aquí y venga conmigo —añadió.

Alcé la mirada hacia el vertedero y me fijé en las excavadoras que había en la cima, con sus agresivos cucharones y palas inmóviles. En el lugar donde habían ocurrido los hechos me esperaban dos coches de policía camuflados y una ambulancia; los agentes, figuras de pequeño tamaño, estaban reunidos cerca de la puerta posterior de un camión más pequeño que los demás. Junto a él había alguien dando golpes en el suelo con un palo; yo estaba cada vez más impaciente por ver el cadáver.

—De acuerdo —dije.

Aparqué el coche y cogí del maletero el maletín y la ropa que me ponía cuando iba a investigar al lugar del crimen. El joven me observó en silencio y con curiosidad cuando me senté en el asiento del conductor del coche con la puerta abierta de par en par y me calcé las botas de goma, desgastadas y deslucidas después de tantos años de recorrer bosques y vadear ríos en busca de personas asesinadas y ahogadas. Me puse una camisa vaquera grande y descolorida que le había birlado a Tony, mi ex marido, durante un matrimonio que ya no parecía real. Luego subí al Explorer, me puse unos guantes y me colgué una mascarilla quirúrgica del cuello.

—La comprendo perfectamente —dijo mi conductor—. El olor es bastante desagradable, se lo aseguro.

—Lo que me preocupa no es el olor sino los microorganismos —le expliqué.

—Quizá yo también debería llevar una de esas cosas —comentó con inquietud.

—Sería mejor que no se acercara mucho para evitarse problemas.

Al ver que no respondía nada, tuve la seguridad de que ya se había acercado. Mirar era una tentación tan grande que poca gente se resistía a ella, sobre todo cuando se trataba de casos espantosos.

—No sabe usted cuánto lamento lo del polvo —dijo mientras avanzábamos por entre las enmarañadas varas de oro que había en la orilla de un pequeño estanque cortafuegos poblado de patos—. Como verá, hemos puesto una capa de neumáticos de desecho por todas partes para mantenerlo todo en su sitio. Los riega un barrendero, pero no parece que sirva de mucho. —Hizo una pausa, tímidamente, y luego prosiguió—: Aquí traemos tres mil toneladas de basura cada día.

—¿De dónde? —pregunté.

—De la zona comprendida entre Littleton, Carolina del Norte, y Chicago.

—¿Y de Boston no? —pregunté, pues se creía que los cuatro primeros casos habían ocurrido en una ciudad tan lejana como ésa.

—No, señora. —Hizo un gesto de negación—. Aunque puede que lo hagamos un día de éstos. Aquí la tonelada es mucho más barata, sólo cuesta veinticinco dólares, mientras que en Nueva Jersey cuesta sesenta y nueve y en Nueva York ochenta. Además, nosotros reciclamos, comprobamos si hay residuos peligrosos y sacamos gas metano de la basura en descomposición.

—¿Cuántas horas trabajan?

—Tenemos abierto las veinticuatro horas del día los siete días de la semana —respondió con orgullo.

—¿Y tienen alguna manera de saber de dónde vienen los camiones?

—Un sistema por satélite que emplea un mapa cuadriculado. Al menos podemos decirle qué camiones han descargado basura durante determinado período de tiempo en la zona en que ha aparecido el cadáver.

Cruzamos chapoteando un profundo charco junto al que había unos camiones y pasamos balanceándonos por delante de un túnel de lavado automático en el que se limpiaban los vehículos antes de que regresaran a las carreteras y autopistas de la vida.

—Es la primera vez que nos ocurre algo así —comentó el joven—. En cambio en el vertedero de Shoosmith han encontrado trozos de cadáveres. Al menos eso es lo que se rumorea.

Me lanzó un mirada, suponiendo que yo sabría si tal rumor era cierto, pero no le confirmé lo que acababa de decirme. Mientras el Explorer chapoteaba por el barro sembrado de neumáticos de desecho, fue entrando en el vehículo el acre hedor de la basura en descomposición. Yo tenía toda la atención puesta en el pequeño camión que llevaba observando desde que había llegado a aquel lugar, y mis pensamientos corrían a toda velocidad por un millar de caminos diferentes.

—A todo esto, me llamo Keith Pleasants. —El joven se limpió una mano en el pantalón y me la tendió—. Encantado.

Mi mano enguantada estrechó la suya en una posición incómoda. Unos hombres que tenían la nariz tapada con pañuelos y trapos nos vieron acercarnos; eran cuatro y estaban reunidos junto a la parte posterior del vehículo que yo había estado observando. Ahora podía ver que se trataba de una empacadora hidráulica de las que se utilizaban para vaciar contenedores y comprimir basura. En las puertas tenía pintado el rótulo TRANSPORTES COLÉ, S. A.

—El hombre que está hurgando en la basura es el detective de Sussex —me dijo Pleasants.

Parecía mayor en mangas de camisa y con un revólver a la cintura. Tuve la sensación de que lo había visto en otra parte.

—¿Es Grigg? —pregunté, refiriéndome al detective con el que había hablado por teléfono.

—Exacto. —El sudor le caía por la cara; su nerviosismo iba en aumento—. ¿Sabe una cosa? Nunca me he relacionado con la jefatura de policía; ni siquiera me han puesto una multa por exceso de velocidad.

Aminoramos la marcha y nos detuvimos; yo apenas podía ver en medio de aquella tolvanera. Pleasants cogió la manilla de su puerta.

—Espere un momento —le dije.

Mientras aguardaba a que el polvo se posara, miré por el parabrisas para obtener una vista de conjunto, tal como hacía siempre que me acercaba al lugar en el que se había cometido un crimen. El cucharón de la excavadora estaba inmóvil en el aire y la empacadora, que se encontraba debajo, se hallaba casi llena. La actividad y el ruido de los motores diesel continuaban por todo el vertedero; el trabajo sólo se había detenido en aquel punto. Observé durante un momento unos potentes camiones blancos que subían con gran estruendo por la montaña de basura, mientras las apisonadoras nivelaban el suelo con sus rodillos y las excavadoras hincaban sus dientes en la basura y la recogían violentamente.

El cadáver iba a ser transportado en ambulancia; los sanitarios, que estaban dentro del vehículo con el aire acondicionado, me observaban por las polvorientas ventanas, esperando a ver qué hacía. Cuando vieron que me colocaba la mascarilla quirúrgica sobre la nariz y la boca y que abría la puerta, ellos también bajaron. Las puertas se cerraron de golpe. El detective salió inmediatamente a mi encuentro.

—Soy el detective Grigg, de la jefatura de policía de Sussex —dijo—. Soy el que la ha llamado antes.

—¿Lleva aquí fuera desde entonces? —le pregunté.

—Sí, señora, desde que se nos comunicó la noticia a las trece horas aproximadamente. No me he movido de aquí para asegurarme de que nadie tocaba nada.

—Perdone —me dijo uno de los sanitarios—. ¿Va a necesitarnos ahora mismo?

—Quizá dentro de un cuarto de hora. Ya irá alguien a avisarles —respondí. Los sanitarios se apresuraron a regresar a la ambulancia—. Voy a necesitar algo de espacio aquí —indiqué a los demás.

Se oyó el crujido de los pasos cuando se quitaron de en medio y dejaron al descubierto lo que habían estado vigilando y mirando con ojos desorbitados. La carne tenía una palidez poco natural bajo la declinante luz del otoño, y el torso era un horrible muñón que se había precipitado de un cucharón lleno de basura y había caído de espaldas. Pensé que era de raza caucásica, aunque no estaba segura. Los gusanos que infestaban la zona genital me impedían determinar a simple vista de qué sexo era; ni siquiera podía decir con certeza si la víctima había llegado ya a la pubertad o no. Tenía una cantidad anormalmente baja de grasa en el cuerpo, de modo que las costillas sobresalían bajo los planos pechos, que tanto podían ser de mujer como no serlo.

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