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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (10 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—Estás olvidándote de su mayor motivación, de su mayor demonio —dijo Benton.

—¿A qué te refieres?

—A ti. Cree que tiene que demostrarte lo que vale, Kay.

—No tiene razones para pensar eso. —Sus palabras me habían herido—. No quiero tener la sensación de que yo soy el motivo por el que se juega la vida haciendo todas esas cosas peligrosas que cree que tiene que hacer.

—No estamos hablando de culpa —puntualizó levantándose de la mesa—. Estamos hablando de la naturaleza humana. Lucy te adora. Eres la única figura materna digna que ha tenido en la vida. Quiere ser como tú y cree que la gente la compara contigo, lo cual es una carga muy pesada de llevar. Ella quiere que tú también la admires, Kay.

—¡Pero si la admiro, por amor de Dios! —Yo también me levanté, y empezamos a recoger los platos—. Has conseguido que me preocupe de verdad.

Benton empezó a enjuagar la vajilla y yo me puse a cargar el lavaplatos.

—Quizá deberías preocuparte. —Me lanzó una mirada y añadió—: Te diré una cosa: Lucy es una de esas perfeccionistas que no hace caso a nadie. Aparte de ti, ella es el ser humano más testarudo con el que me he topado.

—Muchas gracias, hombre.

Sonrió y me abrazó, sin preocuparse de que tenía las manos mojadas.

—¿Podemos sentarnos y hablar un rato? —me preguntó con su cara y su cuerpo cerca de mí—. Luego tengo que irme.

—¿Y después de eso?

—Voy a hablar con Pete por la mañana; por la tarde me llega otro caso. De Arizona. Sé que es domingo, pero es urgente. —Siguió hablando mientras llevábamos el vino al salón—. Se trata de una chica de doce años a la que secuestraron cuando volvía a casa de la escuela. Se deshicieron de su cadáver en el desierto de Sonora —me explicó—. Creemos que el asesino ya ha matado a otras tres chicas.

—Resulta difícil sentirse muy optimista, ¿verdad? —dije amargamente cuando nos sentamos en el sofá—. Es el cuento de nunca acabar.

—Pues sí —respondió él—. Y me temo que no acabará nunca, al menos mientras haya gente en este planeta. ¿Qué vas a hacer durante lo que queda de semana?

—Papeleo.

A un lado de mi salón había unas puertas deslizantes de cristal; detrás de ellas se veían las casas de los vecinos, a oscuras, y una luna llena como de oro con unas nubes casi transparentes que flotaban sin rumbo.

—¿Por qué estás tan enfadada conmigo?

Lo había dicho con voz dulce, pero haciéndome notar su dolor.

—No lo sé.

No quería mirarle.

—Sí que lo sabes. —Me cogió de la mano y empezó a deslizar el pulgar por ella—. Me encantan tus manos. Parecen de pianista, sólo que las tienes más fuertes, como si lo que haces fuera un arte.

—Lo es —me limité a decir. Benton hablaba a menudo de mis manos—. Creo que eres un fetichista. Deberías estar preocupado, como especialista en perfiles psicológicos que eres.

Se echó a reír y me besó los nudillos y los dedos como solía hacer.

—Te aseguro que tus manos no son el único fetiche que tengo.

—Benton. —Lo miré—. Estoy enfadada contigo porque estás echando a perder mi vida.

Se quedó muy quieto. Estaba sorprendido. Me levanté del sofá y me puse a andar de un lado a otro.

—Tenía mi vida organizada tal como quería —dije. Cada vez estaba más alterada—. Estoy construyendo un centro forense nuevo y, en efecto, he sido inteligente con mi dinero; he hecho las suficientes inversiones inteligentes como para permitirme esto. —Señalé toda la habitación con la mano—. Esta casa es mía; la proyecté yo misma. Todo estaba en el lugar que le correspondía hasta que tú...

—¿Estaba? —Me miraba intensamente, y en su voz se advertía que estaba herido y enfadado—. ¿Preferías la situación de cuando yo estaba casado y siempre nos sentíamos fatal, de cuando teníamos un lío y mentíamos a todo el mundo?

—¡Por supuesto que no! —exclamé—. Me gusta que mi vida sea mía, eso es todo.

—Tu problema es que tienes miedo a los compromisos. De eso se trata. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? Creo que deberías hablar con alguien. En serio. Quizá con la doctora Zenner. Sois amigas, y sé que confías en ella.

—No soy yo quien necesita un psiquiatra. —Me arrepentí de haber dicho aquello en cuanto las palabras salieron de mi boca. El se levantó enfadado, como si quisiera marcharse. Ni siquiera eran las nueve—. Dios, no tengo ni la edad ni el ánimo para esto —mascullé—. Lo siento, Benton. No tenía derecho a decirte eso. Por favor, vuelve a sentarte.

En lugar de hacerlo, se quedó delante de las puertas deslizantes de cristal, de espaldas a mí.

—No es mi intención hacerte daño, Kay —dijo—. No vengo por aquí para ver cómo puedo joderte mejor la vida, ¿sabes? Siento una admiración enorme por todo lo que haces. Lo único que deseo es que me permitas entrar un poco más en tu vida.

—Lo sé. Lo siento. Por favor, no te vayas.

Parpadeando para contener las lágrimas, me senté y me puse a mirar las vigas del techo y las marcas visibles de la llana en el enlucido. Mirara donde mirase, veía detalles míos. Cerré los ojos por un momento y las lágrimas me resbalaron por las mejillas. No me las sequé. Benton, que sabía cuándo no debía tocarme y también cuándo no debía hablar, se sentó a mi lado en silencio.

—Soy una mujer de edad madura y costumbres arraigadas —dije con voz temblorosa—. No puedo remediarlo. Todo lo que tengo es lo que he construido. No tengo hijos, no aguanto a mi hermana y ella tampoco me aguanta a mí. Me pasé toda la infancia con mi padre moribundo en la cama; murió cuando yo tenía doce años. Mi madre es una mujer imposible y ahora está muñéndose de enfisema. No puedo ser lo que tú quieres que sea; no puedo ser la esposa ideal. Ni siquiera sé qué demonios es eso. Sólo sé ser yo misma; ir a un psiquiatra no va a cambiar nada.

Él me dijo:

—Y yo estoy enamorado de ti y quiero casarme contigo. Y tampoco parece que pueda remediarlo. —No respondí. Él añadió—: Pensaba que tú estabas enamorada de mí. —Yo seguía sin poder hablar—. Al menos antes lo estabas —prosiguió. El dolor se había adueñado de su voz—. Me marcho.

Hizo ademán de levantarse, pero le puse una mano sobre el brazo.

—Así no. —Lo miré—. No me hagas esto.

—¿A ti? —exclamó con incredulidad.

Bajé la intensidad de las luces hasta casi apagarlas y la luna se convirtió en una moneda bruñida sobre un cielo negro, despejado y salpicado de estrellas. Fui por más vino y encendí la chimenea; él no dejó de observarme en ningún momento.

—Siéntate más cerca de mí.

Así lo hizo, y esta vez fui yo quien le cogí a él de las manos.

—Ten paciencia, Benton. No me apremies —dije—. Por favor. No soy como Connie, ni como otras personas.

—No te pido que lo seas —respondió—. No quiero que lo seas. Yo tampoco soy como otras personas. Conocemos lo que vemos. Otras personas no podrían entenderlo. Sería incapaz de hablar con Connie sobre cómo pasan para mí los días. Sin embargo, contigo sí puedo hablar.

Me besó dulcemente, y seguimos adelante, tocándonos la cara y la lengua y desvistiéndonos con agilidad, haciendo lo que mejor habíamos sabido hacer en el pasado. Me recogió en su boca y en sus manos, y nos quedamos en el sofá hasta la madrugada, hasta que la luz de la luna se volvió fría y tenue. Cuando cogió el coche y se fue, recorrí toda mi casa con el vino, inquieta, deambulando con la música puesta, que salía suavemente por los altavoces de todas las habitaciones. Fui a parar a mi despacho, donde estuve muy dispersa.

Empecé a repasar revistas y a arrancar artículos que tenía que archivar. Luego me puse a trabajar en un artículo que me había comprometido a escribir. Pero no estaba de humor para hacer nada de eso, así que opté por mirar el correo electrónico para ver si Lucy había dejado aviso de cuándo podía llegar a Richmond. AOL me anunció que tenía correo; cuando miré en mi buzón, tuve la sensación de que me habían propinado un golpe. «Muerteadoc» me aguardaba como un perverso desconocido.

Su mensaje, que estaba en letra minúscula y no tenía ninguna puntuación excepto los espacios, rezaba: «te crees muy lista». Abrí el archivo que había adjuntado, y una vez más vi en la pantalla de mi ordenador cómo se dibujaban unas imágenes en color y aparecía una fila de pies y manos sobre una mesa tapada con algo que se parecía a la tela azulada que ya conocía. Me quedé un rato con la mirada clavada en el ordenador, preguntándome por qué aquella persona estaba haciéndome aquello. Luego agarré el teléfono, confiando en que acabara de cometer un enorme error.

—¡Pete! —exclamé al oír que cogía el teléfono.

—¿Eh? ¿Qué pasa? —soltó mientras se espabilaba.

Le conté lo que había ocurrido.

—Pero si son las tres de la mañana, joder. ¿Es que no duermes nunca? —Parecía contento, y me imaginé que pensaba que no le habría llamado si Benton hubiera estado todavía en mi casa—. ¿Te encuentras bien? —preguntó entonces.

—Escucha. Tiene las manos con las palmas hacia arriba —respondí—. La fotografía la sacaron de cerca. Veo muchos detalles.

—¿Qué clase de detalles? ¿Tiene un tatuaje o algo así?

—Detalles de arrugas —dije.

Neils Vander era el jefe de la sección de huellas dactilares, un hombre de edad avanzada con el pelo escaso y desordenado y una enorme bata de laboratorio con manchas púrpuras y negras de ninhidrina y polvos secantes. Siempre andaba ocupado y con prisas, y pertenecía a la estirpe elegante de Virginia. Durante todos los años que nos habíamos tratado, nunca me había llamado por mi nombre de pila ni había hecho referencia a nada personal respecto a mi persona. Sin embargo, tenía su propia manera de mostrar que me profesaba afecto; a veces dejaba un dónut sobre mi escritorio por la mañana, y otras, en verano, unos tomates de su huerto.

Tenía unos ojos de lince con los que podía emparejar de una sola mirada curvas y espirales de diferentes huellas, y además era el experto de la casa en definición de imagen. De hecho, se había formado en la NASA. A lo largo de los años él y yo habíamos sacado multitud de caras de fotografías desenfocadas, recuperado escritos inexistentes, interpretado impresiones y restaurado cosas totalmente destruidas. La idea era muy sencilla, pero no resultaba fácil llevarla a cabo.

Un sistema de tratamiento de imagen de alta resolución puede ver doscientas cincuenta y seis tonalidades de gris, mientras que el ojo humano sólo es capaz de diferenciar treinta y dos, como mucho. Por lo tanto, se podía meter algo en un ordenador mediante un escáner para que viera lo que nosotros no éramos capaces de ver. Cabía la posibilidad de que «muerteadoc» me hubiera enviado más información de la que se imaginaba. Nuestro primer cometido aquella mañana era comparar la fotografía que me habían mandado por AOL con una del torso sacada en el depósito de cadáveres.

—Voy a ponerle más gris ahí-dijo Vander mientras pulsaba las teclas del ordenador—. Y ahora voy a ladear un poco esto.

—Así está mejor —comenté asintiendo.

Estábamos sentados el uno junto al otro, inclinados junto a un monitor de diecinueve pulgadas. A nuestro lado teníamos un escáner con las dos fotografías y un vídeo que nos estaba facilitando sus imágenes por ordenador.

—Un poco más. —La pantalla volvió a teñirse de gris—. Voy a darle otro empujoncito.

Estiró el brazo sobre el escáner y cambió una de las fotografías de posición. Luego puso otro filtro en el objetivo de la cámara.

—No sé —dije sin dejar de mirar—. Creo que antes era más fácil de ver. ¿Y si la mueves un poco más hacia la derecha? —añadí, como si estuviera colgando un cuadro en la pared.

—Así está mejor. Pero todavía hay muchas interferencias al fondo que hay que eliminar.

—Ojalá tuviéramos los originales. ¿Cuál es la resolución radiométrica de este aparato? —pregunté, refiriéndome a la capacidad del sistema para diferenciar tonalidades de gris.

—Mucho mayor que la que tenía antes. Creo que desde que empezamos a trabajar con él hemos doblado el número de píxeles que se pueden digitalizar.

Los píxeles, como los puntos de una matriz de puntos, son los elementos más pequeños de una imagen que se pueden ver; son como moléculas, como los puntos de color que forman una pintura impresionista.

—Recibimos algunas subvenciones. Un día de éstos quiero que pasemos a la formación de imágenes con rayos ultravioletas. No te imaginas lo que podría hacer con cianoacrilato.

Luego habló del Super Glue, que reaccionaba con componentes del sudor humano y era excelente para sacar huellas dactilares difíciles de ver a simple vista.

—Bueno, a ver si hay suerte —dije, porque el dinero siempre escaseaba, fuera quien fuese el encargado de concederlo.

Tras cambiar de nuevo la fotografía de posición, colocó un filtro azul sobre el objetivo de la cámara y dilató los píxeles más claros para hacer más luminosa la imagen. Luego realzó los detalles horizontales y eliminó los verticales. Ahora había dos torsos situados el uno junto al otro. Aparecieron sombras, y los detalles más repugnantes se vieron nítidos y contrastados.

—Se pueden ver los extremos de los huesos —indiqué—. La pierna izquierda fue cortada en la parte proximal con respecto al trocánter menor. La pierna derecha —añadí acercando un dedo a la pantalla—, un par de centímetros más abajo, justo por el cuerpo del hueso.

—Ojalá pudiera corregir el ángulo de la cámara, la desviación de la perspectiva —murmuró, hablando consigo mismo, que era algo que hacía a menudo—. Pero no conozco las medidas de nada. Es una lástima que la persona que hizo esto no adjuntara una bonita regla a modo de escala.

—Entonces empezaría a inquietarme de verdad la persona a la que estamos buscando —comenté.

—Lo que nos faltaba, un asesino que es como nosotros. —Definió los bordes y cambió una vez más las fotografías de posición—. Vamos a ver qué pasa si pongo una encima de otra.

El resultado de la superposición fue asombroso: los extremos de los huesos e incluso la carne desgarrada del cuello cortado eran idénticos.

—Esto es suficiente para mí —afirmé.

—Yo creo que está clarísimo —dijo él, asintiendo—. Vamos a imprimirlo.

Hizo clic con el ratón y la impresora láser se puso en funcionamiento emitiendo un zumbido. Vander quitó las fotografías del escáner, puso en su lugar la de los pies y las manos y la movió hasta dejarla perfectamente centrada. Cuando empezó a ampliar las imágenes, el espectáculo fue haciéndose cada vez más grotesco. La sangre manchaba la sábana de un vivo color rojo, como si acabara de ser derramada. El asesino se había esmerado en colocar los pies juntos, como un par de zapatos, y una mano al lado de la otra, como un par de guantes.

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