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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (11 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—Debería haberlas puesto con las palmas hacia abajo —dijo Vander—. Me pregunto por qué no lo habrá hecho.

Sirviéndose de la filtración espacial para conservar los detalles, empezó a eliminar interferencias como las de la sangre y la textura del mantel azul.

—¿Puedes obtener detalles de las arrugas? —pregunté, acercándome tanto que pude notar el penetrante olor de la loción que empleaba para después del afeitado.

—Creo que sí-respondió.

De pronto su tono de voz se había animado, pues no había nada que le gustara más que leer los jeroglíficos de los dedos y los pies. Tras aquella apariencia amable y distraída había un hombre que había enviado a miles de personas a la cárcel y a docenas a la silla eléctrica. Amplió la fotografía y asignó colores arbitrarios a diversas intensidades de gris para que pudiéramos verlas mejor. Los pulgares eran pequeños y de color claro, como pergamino viejo. Se veían arrugas.

—Con los otros dedos no va a haber manera —me explicó con los ojos clavados en la pantalla, como si estuviera hipnotizado—. Están demasiado doblados como para que pueda verlos. Sin embargo, los pulgares se ven estupendamente. Vamos a guardarlo. —Hizo clic en el menú y archivó la imagen en el disco duro del ordenador—. Necesito tiempo para trabajar en esto. —Era su forma de decirme que me marchara, de modo que aparté la silla—. Si saco algo, lo pasaré inmediatamente por el SAIHD.

Se refería al Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares, capaz de comparar huellas desconocidas y difíciles de ver a simple vista con los millones que figuraban en un banco de datos.

—Eso sería fabuloso —dije—. Yo voy a ponerme a buscar en el SSPEH.

Me lanzó una mirada de curiosidad, porque el Sistema de Seguimiento de Pistas y Evaluación de Homicidios era una base de datos que mantenían conjuntamente la policía estatal y el FBI. Era el lugar donde teníamos que empezar a investigar si considerábamos que el caso era local.

—Aunque tenemos razones para creer que los otros casos no han ocurrido aquí —le expliqué—, opino que deberíamos buscar en todas partes, incluso en las bases de datos de Virginia.

Vander seguía mirando fijamente la pantalla y haciendo modificaciones.

—Mientras no tenga que rellenar los impresos —respondió.

A ambos lados del pasillo había más cajas de cartón blanco marcadas con la etiqueta PRUEBAS, apiladas hasta el techo. Los científicos pasaban por delante de ellas, abstraídos y con prisa, llevando en la mano papeles y muestras con los que se podía mandar a alguien a juicio por asesinato. Nos saludamos sin reducir el paso y me dirigí al laboratorio de fibras y residuos, que era un lugar grande y tranquilo. Allí había más científicos con batas blancas inclinados sobre microscopios y trabajando detrás de sus escritorios; en unas encimeras negras había unos bultos misteriosos colocados de cualquier manera y envueltos en papel marrón.

Aaron Koss se encontraba delante de una lámpara de rayos ultravioleta que arrojaba una luz de color rojo y púrpura, examinando una platina con un microscopio para ver qué le indicaban las longitudes de onda larga reflejadas.

—Buenos días —saludé.

—Lo mismo digo —respondió él con una sonrisa.

Koss, moreno y atractivo, parecía demasiado joven para ser experto en explosivos, pinturas, residuos y fibras microscópicas. Aquella mañana llevaba unos vaqueros desgastados y zapatillas de deporte.

—Ya veo que no tienes que ir a los tribunales —dije, pues era algo que por lo general se podía saber por la forma en que iba vestida la gente.

—No, estoy de suerte —respondió—. A que vienes a preguntar por tus fibras...

—Andaba por aquí y se me ha ocurrido entrar —dije.

Yo era conocida por las visitas que hacía para preguntar por las pruebas. Casi todos los científicos soportaban pacientemente mi insistencia y al final me la agradecían. Era consciente de que estaba apremiándoles puesto que el número de casos que tenían entre manos ya era abrumador, pero si se estaba asesinando y desmembrando a gente, era preciso analizar las pruebas inmediatamente.

—Bueno —dijo, volviendo a sonreír—, gracias a ti me he librado de investigar a nuestro fabricante de bombas.

—No ha habido suerte en ese caso —supuse.

—Anoche puso otra. En la 1—195 Norte, cerca de Laburnum, delante mismo de Operaciones Especiales, ya sabes, donde antes estaba la comisaría n.° 3. Parece mentira.

—Esperemos que sólo sigan volando señales de tráfico —dije.

—Esperemos. —Se apartó de la lámpara de rayos ultravioleta y se puso muy serio—. Esto es lo que he obtenido hasta el momento con lo que me entregaste. Fibras de restos de tela incrustadas en el hueso, pelo e indicios de que tenía sangre pegada.

—¿El pelo es suyo? —pregunté perpleja, porque no le había entregado los largos cabellos canosos de la víctima. No era su especialidad.

—Los que he visto por el microscopio no me han parecido humanos —respondió—. Puede que pertenezcan a dos tipos diferentes de animal. Los he enviado a Roanoke.

En el estado sólo había un experto en cabello, el cual trabajaba en los laboratorios forenses de la zona oeste.

—¿Y qué me dices de los indicios? —pregunté.

—Me parece que son restos del vertedero. Pero quiero examinarlos con el microscopio electrónico. Lo que tengo ahora bajo los rayos ultravioleta son las fibras —prosiguió—. En realidad son fragmentos; les he dado un baño ultrasónico con agua destilada para quitarles la sangre. ¿Quieres echarles una ojeada?

Me dejó sitio para que mirara con el microscopio y noté que olía a colonia Obsession. Sonreí sin poder evitarlo pues me acordé de cuando tenía su edad y aún me quedaban fuerzas para acicalarme. En la platina había colocados tres fragmentos que emitían una luz fluorescente como las de los tubos de neón. La tela era blanca o blancuzca, y en uno de los fragmentos brillaba algo parecido a unas partículas irisadas de oro.

—¿Qué demonios es eso? —pregunté, alzando la vista para mirarle.

—Por el estereoscopio parece sintética —respondió—. Tienen el diámetro regular, algo lógico si han salido de una tobera para hilar y no son naturales e irregulares, por ejemplo como el algodón.

—¿Y las partículas fluorescentes? —pregunté sin dejar de mirar.

—Eso es lo más interesante —indicó—. Aunque tengo que hacer más pruebas, a primera vista parece pintura.

Hice una pausa para imaginármela.

—¿De qué clase? —quise saber.

—No es plana y delgada como la de los automóviles sino arenosa, más granular. Parece de un color claro, como el de la cáscara de huevo. Creo que es estructural.

—¿Son los únicos fragmentos y fibras que has mirado?

—Acabo de empezar. —Se acercó a otra encimera y sacó un taburete—. Los he examinado todos con rayos ultravioleta y diría que aproximadamente el cincuenta por ciento tiene el tejido empapado de esa sustancia que parece pintura. Aunque no sé con absoluta seguridad de qué tela se trata, sí puedo decir que todas las muestras que me has entregado son del mismo tipo y probablemente de la misma procedencia.

Koss colocó una platina en el portaobjetos de un microscopio de luz polarizada, que al igual que las gafas Ray-Ban reducía el brillo y dividía la luz en ondas diferentes con valores de índice de refracción distintos, lo cual nos iba a permitir obtener otra pista más para reconocer el tejido.

—Bien —dijo, enfocando y mirando sin pestañear por los oculares—. Éste es el fragmento más grande de los recogidos; es del tamaño de una moneda de diez centavos aproximadamente. Tiene dos lados.

Se apartó, y pude ver unas fibras similares a cabellos rubios con manchitas rosas y verdes a lo largo de la parte central.

—Es muy semejante al poliéster —me explicó Koss—. Las manchitas son deslustrantes de los que se utilizan en confección para que el tejido no resulte brillante. También creo que tiene algo de rayón mezclado. Basándonos en todo esto, la conclusión lógica sería que se trata de una tela muy común que puede utilizarse para hacer prácticamente de todo, desde blusas a cubrecamas. Pero tenemos un enorme problema.

Tras abrir el frasco del disolvente líquido que se utilizaba para los exámenes de poca duración, cogió unas pinzas, quitó la platina de protección y dio cuidadosamente media vuelta al fragmento. Luego dejó caer unas gotas de xileno, volvió a poner la platina de protección y me hizo una seña para que me acercara más.

—¿Qué ves? —preguntó, orgulloso de sí mismo.

—Algo grisáceo y sólido. No es el mismo tejido que el del otro lado. —Lo miré sorprendida—. ¿Esta tela tiene forro?

—Es una especie de termoplástico. Probablemente tereftalato de polietileno.

—¿Para qué se utiliza? —quise saber.

—Sobre todo para botellas de refrescos y películas. Y para plásticos de burbuja para embalaje.

Lo miré fijamente, desconcertada, pues no veía la relación que aquellos productos podían tener con el caso.

—¿Y para qué más?

Se quedó pensativo.

—Para materiales de refuerzo. A veces, como en el caso de las botellas, se puede reciclar y usar para hacer fibras para alfombras, relleno de fibra, madera plástica, etcétera. Se puede hacer prácticamente de todo con él.

—Pero no tela para ropa.

Hizo un gesto de negación y respondió con seguridad:

—No, en absoluto. La tela de la que estamos hablando es bastante común; se trata de una mezcla tosca de poliéster forrado con un material tipo plástico. Desde luego no se parece a ninguna clase de ropa que yo conozca. Además, da la impresión de que está empapada de pintura.

—Gracias, Aaron —dije—. Esto lo cambia todo.

Cuando regresé a mi despacho, me sorprendió y molestó ver a Percy Ring sentado en una silla delante de mi escritorio, hojeando un cuaderno de notas.

—Tenía que ir a Richmond para una entrevista en Canal 12 —me explicó inocentemente—, así que se me ha ocurrido venir a verte. También quieren hablar contigo —añadió con una sonrisa. No le contesté, pero mi silencio fue lo suficientemente explícito cuando tomé asiento—. No pensaba que te prestaras a la entrevista, de modo que eso es lo que les he dicho —prosiguió con la afabilidad y despreocupación que le caracterizaban.

—Bueno, ¿qué has dicho exactamente esta vez?

Mi tono de voz no era agradable. La sonrisa se desvaneció de sus labios y su mirada se endureció.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Eres tú el investigador. Averígualo.

Mi mirada era tan dura como la suya, pero él se encogió de hombros.

—He dicho lo habitual. Sólo la información básica sobre el caso y las semejanzas que guarda con los otros.

—Detective Ring, quiero dejar esto bien claro una vez más —dije sin hacer ningún intento por ocultar el desdén que sentía por él—. Este caso no es necesariamente como los demás, y no deberíamos estar comentándolo con los medios de comunicación.

—Bueno, al parecer tenemos diferentes puntos de vista al respecto, doctora Scarpetta. —Con su traje de color oscuro y sus tirantes y su corbata de cachemira, tenía todo el aspecto de una persona elegante y digna de confianza. En ese momento me acordé de lo que Benton me había dicho acerca de las ambiciones y relaciones que tenía, y la idea de que aquel idiota engreído pudiera algún día dirigir la policía del estado o ser elegido miembro del Congreso se me hizo insoportable—. Creo que la gente tiene derecho a saber si hay un psicópata por ahí suelto.

—Eso es lo que dijiste por televisión. —Mi irritación iba en aumento—. Que hay un psicópata por ahí suelto...

—No recuerdo las palabras exactas que utilicé. La verdadera razón por la que he venido es que me gustaría saber cuándo voy a recibir una copia del informe de la autopsia.

—Está todavía pendiente.

—Lo necesito lo antes posible. —Me miró a los ojos y añadió—: El fiscal del estado quiere saber qué ocurre.

No podía creerme lo que acababa de oír. Ring no podía hablar con el fiscal del estado a menos que hubiera un sospechoso.

—¡Pero qué estás diciendo! —exclamé.

—Estoy investigando a Keith Pleasants. —Yo no daba crédito a mis oídos—. Hay muchos indicios —prosiguió—, y el menos importante no es el de que casualmente estuviera conduciendo la excavadora cuando apareció el torso. El no suele manejar ese tipo de vehículos, pero resulta que en ese preciso momento se encontraba en el asiento del conductor.

—En mi opinión eso no le convierte en sospechoso, sino más bien en una víctima. Si es él el asesino —continué—, lo lógico sería que evitara encontrarse a menos de cien kilómetros del vertedero cuando apareciese el cadáver.

—A los psicópatas les gusta estar justo en el lugar de los hechos. Fantasean con la posibilidad de estar presentes en el momento en que se descubre el cadáver. Es algo que les encanta, como le ocurría a ese conductor de ambulancias que asesinaba mujeres y se deshacía de ellas en la zona donde trabajaba. Cuando llegaba la hora de entrar de servicio llamaba al 911, de manera que acababa siendo él quien respondía. —Además de tener un título de psicólogo, seguro que había asistido a una conferencia sobre perfiles psicológicos de criminales. Lo sabía todo—. Keith vive con su madre, a quien creo que no soporta —prosiguió, alisándose la corbata—. Lo tuvo de mayor. El cuida de ella.

—Entonces su madre sigue viva y sabemos dónde encontrarla —dije.

—En efecto. Pero eso no significa que no haya descargado su agresividad contra otra pobre anciana. Además, no te lo vas creer, pero cuando iba al instituto trabajó en la carnicería de un supermercado. Era el ayudante del carnicero. —En lugar de decirle que en mi opinión no se había utilizado una sierra de carnicero en el último caso, dejé que siguiera hablando—. Nunca ha sido una persona sociable, lo cual concuerda nuevamente con el perfil del asesino. —Ring siguió tejiendo su fantástica red—. Además, entre los empleados del vertedero circula el rumor de que es homosexual.

—¿Y en qué se basa ese rumor?

—En que no queda con mujeres ni parece interesado en el tema cuando los demás hacen comentarios o bromas sobre ellas. Ya sabes cómo son las cosas cuando se juntan unos cuantos brutos.

—¿Cómo es la casa en la que vive?

Estaba pensando en la fotografía que me habían enviado por correo electrónico.

—Es un edificio de dos pisos, tres dormitorios, una cocina y un salón. Son de clase media, aunque cada vez pasan más estrecheces. Puede que antes, cuando estaba su padre, vivieran bastante bien.

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