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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (12 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—¿Qué ha sido de su padre?

—Se fue de casa antes de que él naciera.

—¿Tiene hermanos o hermanas? —quise saber.

—Son ya bastante mayorcitos. Me parece que él fue una sorpresa. Sospecho que el señor Pleasants no es su padre, lo cual explicaría que hubiera desaparecido antes de que naciese Keith.

—¿Y en qué se basa esa sospecha? —pregunté con mordacidad.

—En una intuición.

—Ya.

—Viven en un lugar apartado, a unos quince kilómetros del vertedero, en tierra de labranza —añadió—. Tienen un patio bastante grande y un garaje separado de la casa. —Cruzó las piernas e hizo una pausa, como si lo que fuera a decir a continuación fuera importante—. Hay muchas herramientas y una gran mesa de trabajo. Keith dice que es bastante mañoso y que utiliza el garaje cuando hay que reparar cosas en la casa. Vi una sierra colgada de un tablero de herramientas y un machete, que según dice utiliza para cortar kudzus y hierbajos.

Se quitó la chaqueta y se la puso cuidadosamente sobre el regazo mientras continuaba repasando la vida de Keith Pleasants.

—Ya veo que has tenido acceso a muchos sitios sin necesidad de autorización judicial —comenté, interrumpiéndole.

—Pleasants se mostró dispuesto a ayudar —respondió perplejo—. Pasemos ahora a lo que tiene en la cabeza. —Se dio un golpecito en la suya—. En primer lugar, es listo, muy listo; tiene libros, revistas y periódicos por todas partes. Y fíjate en esto: ha grabado en vídeo la información que han dado en las noticias sobre este caso y ha recortado artículos de periódico.

—Es probable que eso mismo lo esté haciendo la mayoría de las personas que trabajan en el vertedero —le recordé.

Pero Ring no tenía interés en nada de lo que yo pudiera decir.

—Lee todo tipo de novelas policíacas y de misterio:
El silencio de los corderos, Dragón rojo
, Tom Clancy, Ann Rule...

Volví a interrumpirle. Ya no podía seguir escuchándole.

—Acabas de darme la típica lista de libros que se leen en Estados Unidos. No puedo decirte cómo has de llevar tu investigación, pero permíteme que intente convencerte de que obres de acuerdo con las pruebas...

—Estoy actuando de acuerdo con ellas —afirmó, interrumpiéndome a su vez—. Eso es precisamente lo que estoy haciendo.

—Eso es precisamente lo que no estás haciendo. Ni siquiera sabes lo que es una prueba. No has recibido ni un solo informe del centro forense ni de los laboratorios. No has recibido un perfil psicológico del FBI. ¿Has hablado al menos con Pete o con Grigg?

—No hay manera de que nos veamos. —Se levantó y se puso la chaqueta—. Necesito esos informes. —Parecía una orden—. El fiscal del estado va a llamarte. A todo esto, ¿cómo está Lucy?

—No sabía que os conocierais —respondí fríamente.

—Asistí a una de sus clases hará un par de meses. Habló de la RIAIC (Red de Inteligencia Artificial para la Investigación Criminal). —Cogí una pila de certificados de defunción que acababan de llegar y empecé a darles el visto bueno—. Luego nos llevó al centro del ERR para una demostración de rebotica —añadió desde la puerta—. ¿Está saliendo con alguien? —Yo no tenía nada que decirle al respecto—. Ya sé que vive con otra agente, con una mujer, pero sólo son compañeras de habitación, ¿no?

Estaba claro lo que quería decir. Me quedé de piedra y alcé la vista, pero él ya se había ido, silbando. Cogí un montón de documentos, llena de rabia, pero cuando me disponía a levantarme del escritorio entró Rose.

—Por mí puede dejar sus zapatos debajo de mi cama cuando lo desee —comentó. Acababa de cruzarse con Ring.

—¡Por favor! —No podía soportarlo—. Pensaba que eras una mujer inteligente, Rose.

—Creo que necesita una taza de té caliente, doctora.

—Es posible —respondí, soltando un suspiro.

—Pero antes tenemos otro asunto que resolver —dijo con la eficiencia que le caracterizaba—. ¿Conoce a un hombre llamado Keith Pleasants?

—¿Qué ocurre?

Por un momento me quedé bloqueada.

—Se encuentra en el vestíbulo —respondió—. Está muy alterado y dice que no va a marcharse hasta que la vea. Iba a llamar a los de seguridad, pero he pensado que antes debía asegurarme...

Al ver la expresión de mi cara, se calló de repente.

—Oh, ¡Dios mío! —exclamé consternada—. ¿Se han visto él y Ring?

—No tengo ni idea —me aseguró. Estaba realmente perpleja—. ¿Ocurre algo?

—Ocurre de todo.

Suspiré y dejé caer los documentos sobre mi mesa.

—¿Entonces quiere que llame a los de seguridad o no?

—No —respondí, y pasé rápidamente por delante de ella.

Avancé decidida por el pasillo y doblé la esquina para salir al vestíbulo, el cual nunca había sido un lugar acogedor pese a todos mis esfuerzos. Por muchos muebles o grabados de buen gusto que se pusieran en él, era imposible disfrazar las terribles verdades por las que acudía la gente a aquel centro. Al igual que Keith Pleasants, la gente permanecía sentada inexpresivamente en un sofá tapizado de color azul que tenía que resultar discreto y tranquilizador, y se quedaba mirando al vacío o lloraba desconsolada.

Abrí la puerta de golpe y él se levantó de un salto con los ojos inyectados en sangre y prácticamente se abalanzó sobre mí. No hubiera sabido decir si estaba furioso o aterrado. Por un instante pensé que iba a agarrarme o a pegarme, pero dejó caer las manos torpemente y me miró echando fuego por los ojos y con el rostro crispado.

—¡No tiene ningún derecho a decir semejantes cosas sobre mí! —exclamó con los puños apretados y dando rienda suelta a su indignación—. ¡Usted no me conoce! ¡No sabe nada sobre mí!

—Calma, Keith —dije tranquilamente aunque con autoridad.

Le indiqué que volviese a sentarse y acerqué una silla para ponerme frente a él. Estaba temblando, respiraba trabajosamente y tenía la expresión dolida y los ojos llenos de lágrimas furiosas.

—Sólo ha hablado conmigo una vez. —Me señaló violentamente con un dedo—. Una maldita vez y ya se pone a decir cosas —añadió con voz trémula—. Voy a perder mi trabajo.

Se tapó la boca con un puño y apartó la mirada, haciendo un esfuerzo por dominarse.

—Para empezar —dije—, yo no he dicho ni una sola palabra a nadie sobre usted. —Me lanzó una mirada—. No tengo ni idea de qué está hablando. —Tenía los ojos fijos en él. La confianza y el sosiego que mostraba al hablar estaban haciéndole dudar—. Desearía que me lo explicara.

Me escrutaba con expresión indecisa; en sus ojos oscilaban las mentiras que le habían hecho creer sobre mi persona.

—¿No ha hablado con el detective Ring sobre mí? —preguntó.

Contuve mi furia.

—No.

—Esta mañana ha venido a casa cuando mamá estaba todavía en la cama —dijo con voz entrecortada—. Ha empezado a interrogarme como si fuera un asesino o algo parecido, y luego me ha dicho que los resultados de las investigaciones que usted ha realizado apuntan directamente a mí, y que más vale que confiese.

—¿Resultados? ¿Qué resultados? —pregunté con creciente repugnancia.

—Unas fibras que según usted pueden pertenecer a la ropa que llevaba el día que estuvimos hablando. Usted dice que mi talla coincide con la que cree que tiene la persona que descuartizó el cadáver. El detective me ha dicho que por la presión ejercida con la sierra usted ha averiguado que la persona que lo ha hecho tiene más o menos la misma fuerza que yo. También me ha dicho que usted está pidiendo todo tipo de cosas para poder hacerme una serie de pruebas, como la del ADN. Y que piensa que me porté de forma extraña cuando la llevé al lugar de los hechos...

Le interrumpí.

—Dios mío, Keith. En mi vida había oído tantas tonterías. Bastaría que dijera una sola de esas cosas para que me despidieran por incompetente.

—¡Eso además! —saltó nuevamente con los ojos encendidos—. ¡El detective ha estado hablando con todas las personas con las que trabajo y ahora todo el mundo se está preguntando si no seré una especie de destripador! Lo sé por la forma que tienen de mirarme.

Se deshizo en lágrimas en el preciso momento en que se abrían las puertas y entraban varios agentes de la policía estatal. Sin hacernos caso, pasaron zumbando al interior del edificio para dirigirse al depósito de cadáveres, donde Fielding estaba trabajando en el cadáver de una persona que había sido atropellada por un coche. Pleasants estaba demasiado afectado como para que pudiera seguir hablando con él sobre aquel tema. Además estaba tan indignada con Ring que no sabía qué más decir.

—¿Tiene abogado? —le pregunté.

Hizo un gesto de negación.

—Creo que le convendría llamar a uno.

—No conozco ninguno.

—Puedo decirle los nombres de varios.

Wingo abrió en ese momento la puerta y se sorprendió de ver a Pleasants llorando en el sofá.

—Eh... ¿Doctora Scarpetta? —dijo—. El doctor Fielding desea saber si ya puede entregar los efectos personales a la funeraria.

Me acerqué a él porque no quería que Pleasants se alterara aún más por culpa de nuestro trabajo.

—Los agentes acaban de bajar —dije en voz baja—. Si no piden los efectos personales, entonces sí, entregadlos a la funeraria. —Wingo tenía la mirada clavada en Pleasants, como si lo conociera de algo—. Escucha, dale los nombres y los números de teléfono de Jameson y Higgins. —Éstos eran dos magníficos abogados que trabajaban en la ciudad y a los que consideraba amigos míos—. Luego acompaña al señor Pleasants a la puerta. —Wingo seguía mirándole fijamente, como si se hubiera quedado fascinado con él—. ¿Wingo?

Le lancé una mirada interrogativa.

—Sí, doctora —respondió, volviéndose hacia mí.

Pasé por delante de él y me dirigí abajo. Tenía que hablar con Benton, aunque quizá debía hacerlo antes con Pete. En el ascensor pensé en si debía llamar a Sussex para prevenir al fiscal del estado contra Ring. Mientras me pasaba todo esto por la cabeza, sentí una tremenda lástima por Pleasants. Tenía miedo por él. Por descabellado que pareciera, sabía que podían acabar acusándole de asesinato.

Cuando llegué al depósito de cadáveres, Fielding y los policías estaban mirando a la persona atropellada en la mesa uno. No estaban haciendo las habituales chanzas porque la víctima era una niña de nueve años, hija de un concejal de la ciudad. Un vehículo se había salido bruscamente de la calzada a gran velocidad cuando ella se dirigía a la parada del autobús a primera hora de la mañana. No había marcas de derrape, por lo que cabía deducir que el conductor había golpeado a la niña por detrás y ni siquiera había frenado.

—¿Cómo va eso? —pregunté al llegar a la mesa.

—Tenemos un problemón encima —dijo uno de los agentes con expresión grave.

—El padre está que se sube por las paredes —comentó Fielding mientras examinaba con una lupa el cadáver vestido y recogía pruebas indiciarías.

—¿Hay algo de pintura? —pregunté, pues con un desconchado podíamos identificar la marca y el modelo del coche.

—Por el momento no.

Fielding, que era el jefe adjunto del centro forense, estaba de un humor de perros. Detestaba examinar niños. Eché un vistazo a los vaqueros, que estaban desgarrados y manchados de sangre, y a la marca de rejilla que se le había quedado estampada parcialmente en la tela a la altura de las nalgas. El parachoques delantero le había golpeado las corvas, y la cabeza había chocado con el parabrisas. La niña llevaba una pequeña mochila roja en el momento del accidente. Al ver la bolsa de la comida, los libros, los papeles y los bolígrafos que habían sacado de ella, se me encogió el corazón.

—La marca de la rejilla parece bastante alta —comenté.

—Yo también estaba pensando en eso —dijo otro agente—. Es como las que tienen las furgonetas y las caravanas. Aproximadamente a la hora en que ha sucedido el accidente han visto pasar por la zona un Jeep Cherokee negro que iba a gran velocidad.

—Su padre está llamando cada media hora. —Fielding alzó la vista y me miró—. Cree que no ha sido un simple accidente.

—¿Y con eso qué quiere decir exactamente? —pregunté.

—Que es un asunto político —contestó mientras seguía recogiendo fibras y partículas de desechos—. Un homicidio.

—Espero que no —dije alejándome—. Lo que ha ocurrido ya es suficiente desgracia.

Sobre una encimera de acero situada en un rincón apartado del depósito de cadáveres había un calentador eléctrico portátil en el que descarnábamos y desengrasábamos los huesos. El proceso, que resultaba verdaderamente desagradable, requería hervir las partes del cuerpo en una solución de lejía del diez por ciento. La enorme y ruidosa olla de acero y el olor eran espantosos, de ahí que generalmente sólo la usara por las noches y los fines de semana, cuando era poco probable que tuviéramos visitantes.

El día anterior había dejado allí los extremos de los huesos del torso para que hirvieran durante toda la noche. No habían necesitado mucho tiempo. Apagué el calentador y, tras tirar la humeante y maloliente agua por el fregadero, esperé a que se enfriaran lo suficiente para recogerlos. Estaban limpios y blancos, medían unos cinco centímetros de longitud y los cortes y las marcas de sierra eran claramente visibles. Mientras examinaba cuidadosamente cada segmento, me invadió una espantosa sensación de incredulidad. No sabía qué marcas de sierra eran obra del asesino y cuáles eran obra mía.

—Jack —le dije a Fielding—, ¿podrías venir aquí un momento?

Dejó lo que estaba haciendo y se acercó al rincón de la sala en que me encontraba.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Le pasé uno de los huesos.

—¿Sabes qué extremo ha sido cortado con la sierra Stryker?

Fielding frunció el entrecejo y dio varias vueltas al hueso para mirarlo por ambos extremos.

—¿Lo marcaste?

—Para indicar la derecha y la izquierda, pero nada más —respondí—. Debería haberlo hecho. Normalmente está tan claro cuál es cada extremo que no es necesario indicarlo.

—No soy ningún experto, pero aun así diría que todos estos cortes han sido hechos con la misma sierra. —Me devolvió el hueso y lo metí en una bolsa de pruebas que luego precinté—. De todos modos, tienes que llevárselos a David Canter, ¿no?

—Va a enfadarse conmigo cuando se los enseñe —dije.

6

M
i casa era un edificio de piedra situado en las afueras de Windsor Farms, un antiguo barrio de Richmond con calles de nombres ingleses y construcciones de estilo tudor y georgiano que algunos llamarían mansiones. Había luces encendidas en las ventanas cuando pasé; al otro lado de los cristales se veían lámparas araña, muebles elegantes y gente moviéndose o viendo la televisión.

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