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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (13 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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No hubo demasiadas muestras de este repertorio hasta que llegamos a la ciudad y quedamos embotellados por los semáforos. Éstos no molestaban a Bennett —no teníamos prisa—, pero interrumpían la conducción, la melodía cinética, el veloz y fluido discurrir de la acción, con su poder de integrar mente y cerebro. La transición era muy repentina: un minuto, todo era fluidez y acción; al siguiente, todo quedaba interrumpido y era ruido y movimiento. Cuando Bennett conducía con fluidez, uno tenía la sensación no de que el síndrome de Tourette hubiera sido suprimido de algún modo, sino de que el cerebro y la mente funcionaban de manera distinta.

Unos minutos después llegamos a su casa, una casa encantadora y muy peculiar, con un jardín silvestre, encaramada a una colina que daba sobre la ciudad. Los perros de Bennett, que parecían lobos, con unos extraños ojos pálidos, ladraban, meneaban la cola, saltaban hacia nosotros a medida que entrábamos con el coche. Mientras salíamos del coche dijo: «¡Hola, cachorrillos!», con la misma voz acelerada, extraña y aguda que había utilizado para «¡Hi, Patty!» Les hizo unas caricias en la cabeza, en un gesto convulsivo, como un tic: una rápida serie de cinco palmaditas a cada uno, dadas con una meticulosa simetría y sincronía. «Son unos perros magníficos, medio esquimales, medio malamut», dijo. «Me pareció que debía tener dos, para que se hicieran compañía mutuamente. Juegan juntos, duermen juntos, cazan juntos… todo.» Y, pensé yo, reciben sus palmaditas juntos: ¿compró dos perros en parte debido a sus compulsiones simétricas y simetrizadoras? Al oír ladrar a los perros, sus hijos salieron corriendo, dos apuestos adolescentes. Tuve la súbita impresión de que Bennett se pondría a gritar: «¡Hi, chicos!» con su voz touréttica y también les daría unas palmaditas en la cabeza, en sincronía, simétricamente. Pero me los presentó individualmente, Mark y David. Y entonces, cuando entramos en la casa, me presentó a su mujer, Helen, que estaba preparando el té para todos.

Cuando nos sentamos a la mesa, Bennett estuvo permanentemente distraído por sus tics: un compulsivo tocar la pantalla de cristal de la lámpara que había sobre su cabeza. Tenía que dar unos suaves golpecitos en el cristal con las uñas de los dos índices, para producir un agudo chasquido medio musical, o, en ocasiones, una breve salva de chasquidos. Consumía una tercera parte del tiempo con ese tic y esa producción de chasquidos, a los que parecía incapaz de resistirse. ¿Tenía que hacerlo? ¿Tenía que sentarse precisamente ahí?

—Si la lámpara estuviera fuera de su alcance, ¿tendría que seguir produciendo ese chasquido? —le pregunté.

—No —dijo—, depende de dónde estoy. Todo es una cuestión de espacio. Donde estoy ahora, por ejemplo, no siento el impulso de tocar la pared de ladrillo, pero si la tuviera a mi alcance tendría que tocarla quizá cien veces. —Seguí su mirada hasta la pared y vi que estaba llena de marcas de viruela, como la luna, de tanto tocarla y darle puñetazos; y más allá estaba la nevera, mellada y abollada, como si la hubieran alcanzado meteoritos o proyectiles—. Sí —dijo Bennett, siguiendo ahora mi mirada—. Lanzo cosas: la plancha, el rodillo, la sartén, lo que sea, como si de pronto estuviera rabioso. —Asimilé esa información en silencio. Añadía una nueva dimensión (inquietante, violenta) a la imagen que me estaba construyendo, y parecía completamente contradictoria con el hombre afable y tranquilo que tenía ante mí.
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—Si la lámpara le molesta tanto, ¿por qué se sienta cerca de ella? —le pregunté.

—Claro que es una molestia —respondió Bennett—. Pero también es un estímulo. Me gusta sentir el sonido del chasquido. Pero sí, puede llegar a distraerme enormemente. Aquí, en el comedor, no puedo estudiar… tengo que ir a mi despacho, donde la lámpara no está a mi alcance.

La idea de un espacio personal, del yo en relación a otros objetos y otras personas, tiene tendencia a quedar profundamente alterada en el síndrome de Tourette. Conozco a muchas personas con el síndrome de Tourette que no pueden tolerar estar sentados cerca de otras personas en un restaurante, y que pueden sentirse compelidas, si no pueden evitarlo, a alargar el brazo hacia esas personas o a empujarlas. Esta intolerancia puede ser especialmente grave si el «provocador» está detrás del que padece el síndrome. Muchas personas que lo padecen prefieren los rincones por ello, donde están a una distancia «segura» de los demás, y donde no hay nadie detrás de ellos.
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Pueden surgir análogos problemas, ocasionalmente, al conducir; el touréttico puede tener la sensación de que los demás vehículos están «demasiado cerca» o «surgen amenazadores», incluso que repentinamente «vienen zumbando» cuando están a una distancia que una persona que no padece el síndrome juzgaría normal. También, paradójicamente, puede surgir una tendencia a ser «atraídos» por otros vehículos, a desviarse o virar hacia ellos, aunque la conciencia de ello, y una mayor velocidad de reacción, generalmente sirve para evitar cualquier desgracia. (También en pacientes que padecen Parkinson pueden observarse esporádicamente ilusiones e impulsos similares, que brotan de anormalidades en la base nerviosa del espacio personal.)

Otra expresión del síndrome de Tourette de Bennett —muy distinta del repentino tocar impulsivo o compulsivo— es un lento y casi sensual apretar el pie en el suelo para marcar un círculo alrededor de él. «Lo encuentro algo casi instintivo», dijo cuando le pregunté por ello. «Como un perro marcando su territorio. Lo siento en los huesos. Creo que es algo primitivo, prehumano, quizá algo que está en todos nosotros sin que lo sepamos. Pero el síndrome de Tourette “libera” esos comportamientos primitivos.»
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Bennett a veces denomina al síndrome de Tourette «una enfermedad desinhibitoria». Dice que hay pensamientos, no inusuales en sí mismos, que cruzan la mente de cualquiera, pero que normalmente son inhibidos. En su caso, tales pensamientos perseveran en lo más recóndito de la mente, de un modo obsesivo, e irrumpen repentinamente, sin su consentimiento ni intención. De este modo, dice, cuando hace buen tiempo es probable que le apetezca salir a tomar el sol y broncearse. Esta idea estará en un lugar recóndito de la mente mientras visita a sus pacientes en el hospital, y surgirá en frases repentinas e involuntarias. «Puede que la enfermera diga: “El señor Jones tiene un dolor abdominal”, y que yo mire por la ventana y diga: “Rayos bronceadores, rayos bronceadores.” Puede que lo repita quinientas veces esa mañana. La gente que está en el pabellón del hospital debe de oírlo —es imposible que
no
lo oiga—, pero supongo que no hacen caso o no les importa.»

A veces el síndrome de Tourette se manifiesta en pensamientos y ansiedades obsesivas. «Si me preocupa algo», me dijo Bennett mientras estábamos sentados a la mesa, «digamos que por ejemplo oigo una historia sobre un niño que ha resultado herido, tengo que levantarme y dar un golpe— cito a la pared y decir: “Espero que no les ocurra a los míos”.» Pude presenciarlo por mí mismo un par de días más tarde. En televisión las noticias informaban de un niño perdido, lo que le inquietó y alteró. Instantáneamente comenzó a tocar sus gafas (arriba, abajo, izquierda, derecha, arriba, abajo, izquierda, derecha), centrándolas y volviéndolas a centrar con furia. Emitió ruidos de «uhu, uhu», como un búho, y murmuró en voz baja: «David, David, ¿se encuentra bien?» Entonces se precipitó de una habitación a otra para asegurarse. Se hallaba en un estado de ansiedad y preocupación muy intenso; mostraba una alarma inmediata ante la mención de cualquier niño perdido o herido; una inmediata identificación consigo mismo, con sus propios hijos; una inmediata y supersticiosa necesidad de comprobar que todo iba bien.

Después del té, Bennett y yo salimos a dar un paseo, pasamos junto a un pequeño pomar rebosante de manzanas y subimos la colina que daba sobre la ciudad, con los amistosos malamutes brincando a nuestro alrededor. Mientras caminábamos, me contó algo de su vida. No sabía si en su familia había alguien con el síndrome de Tourette: era hijo adoptivo. En él se había iniciado cuando tenía siete años. «Cuando era niño, en Toronto, llevaba gafas, aparatos en los dientes y encima tenía tics», dijo. «Ése fue el golpe de gracia. Me mantenía a distancia. Me convertí en un tipo solitario: daba largos paseos yo solo. Nunca tuve amigos a quienes llamar por teléfono, como Mark: la diferencia entre nosotros es enorme.» Pero ser un solitario y dar largos paseos sin compañía le endureció, le convirtió en un hombre lleno de recursos, le dio un sentido de independencia y autosuficiencia. Siempre tuvo habilidad manual y le gustaba saber cómo estaban hechas las cosas: la manera como se formaban las rocas, como crecían las plantas, como se movían los animales, incluso conocer cómo se equilibraban y se tensaban los músculos, reconocer toda la estructura del organismo humano. Muy pronto decidió que quería ser cirujano.

La anatomía fue algo que le llegó de modo «muy natural», pero encontró la facultad de medicina extremadamente difícil, no sólo debido a sus tics y sus compulsiones de tocar, que se volvieron más complejos con los años, sino a causa de extrañas obsesiones y dificultades que le dificultaban la lectura. «Tenía que leer cada línea muchas veces», dijo. «Tenía que alinear cada párrafo para tener las cuatro esquinas simétricas en mi campo visual.» Además de alinear cada párrafo, y a veces cada línea, se veía asaltado por la necesidad de «equilibrar» sílabas y palabras, por la necesidad de «hacer simétrica» la puntuación en su mente, por la necesidad de comprobar la frecuencia de cada letra, y por la necesidad de repetir palabras o frases o líneas para sí mismo.
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Todo esto le imposibilitaba leer con facilidad y fluidez. Esos problemas todavía le acompañaban y le dificultaban el poder echar un vistazo rápido a un libro, llegar al meollo, disfrutar de la literatura, ya fuera narrativa o poesía. Por otro lado, todo esto le había obligado a leer muy atentamente y a aprenderse los textos de medicina casi de memoria.

Cuando acabó la universidad, se permitió satisfacer su interés por lugares remotos, en particular el Norte: trabajó como generalista en los Territorios del Noroeste y el Yukon, y posteriormente en los rompehielos que rodean el Ártico. Tenía un don para intimar con los demás; se hizo muy amigo de los esquimales con los que trabajaba y se convirtió en una especie de experto en medicina polar. Y cuando se casó, en 1968 —tenía veintiocho años—, viajó con su esposa por todo el mundo y se concedió el deseo que tenía desde niño de escalar el Kilimanjaro.

Durante los últimos diecisiete años ha practicado la medicina en pequeñas y aisladas comunidades al oeste del Canadá; primero, durante doce años, como médico general en una pequeña ciudad. Posteriormente, cinco años atrás, cuando la necesidad de tener montañas, espacios abiertos y disfrutar de la vecindad de los lagos se le hizo más fuerte, se mudó a Branford. («Y aquí me quedaré. No quiero marcharme.») En Branford, me dijo, ha encontrado el «ambiente» adecuado. La gente es cordial pero no excesivamente sociable; guardan cierta distancia. En general tienen buena educación y son corteses. Las escuelas son de gran calidad, hay una universidad municipal,
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hay teatros y librerías —Helen está al frente de una de ellas—, y también existe un fuerte amor por los espacios abiertos. A la gente le gusta mucho cazar y pescar, pero Bennett prefiere ponerse la mochila al hombro y subir montañas o practicar el esquí de fondo.

Cuando Bennett llegó a Branford, pensó que le miraban con cierta suspicacia. «¡Un cirujano que tiene espasmos! ¿Qué hacemos con él? Hasta aquí podíamos llegar». Al principio no tenía pacientes, y no sabía si podría ganarse la vida, pero gradualmente se granjeó el respeto y el afecto de la ciudad. La clientela comenzó a aumentar, y sus colegas, al principio perplejos e incrédulos, pronto acabaron confiando en él y aceptándole y lo integraron plenamente en la comunidad médica. «Pero ya basta», concluyó cuando regresábamos a la casa. Ya era casi de noche, y las luces de Branford centelleaban. «Venga al hospital mañana, tenemos una reunión a las siete y media. A continuación veré a los pacientes ambulatorios y pasaré visita a los ingresados. Y el viernes opero… Puede ayudarme.»

Esa noche dormí profundamente en la habitación que los Bennett tienen en el sótano, pero por la mañana me desperté temprano a causa de un extraño zumbido que se oía en la habitación contigua a la mía: el cuarto de jugar. La puerta de este cuarto tiene paneles de cristal traslúcido. Mientras escrutaba a través de ellos, medio dormido, vi lo que parecía ser una locomotora en movimiento: una rueda grande que zumbaba, girando y girando y emitiendo bocanadas de humo y de cuando en cuando un pitido. Perplejo, abrí la puerta y me asomé. Bennett, desnudo de cintura para arriba, pedaleaba furiosamente en una bicicleta estática mientras fumaba tranquilamente una gran pipa. Tenía delante un libro de patología, abierto, observé, en el capítulo de la neurofibromatosis. Así es como inicia invariablemente sus mañanas: media hora de bicicleta, fumando su pipa favorita, con un libro de patología o cirugía abierto ante él en el capítulo que corresponde a su trabajo de ese día. La pipa, el ejercicio rítmico, le calman. No hay tics, no hay compulsiones, como mucho, un poco de silbato. (En tales ocasiones parece que se imagina que es un tren que cruza las praderas.) Puede leer, calmado de ese modo, sin sus distracciones y obsesiones usuales.

Pero tan pronto como el pedaleo rítmico se detuvo, un frenesí de tics y compulsiones se apoderó de él; comenzó a darse golpecitos en la barriga, que estaba en buena forma, y a murmurar: «Gordo, gordo, gordo… gordo, gordo, gordo… gordo, gordo, gordo», y a continuación, de modo desconcertante: «Gordo y un cuarto de teta» (a veces obviaba la «teta».)

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—No tengo ni idea. Ni tampoco sé de dónde viene
hideous…,
de pronto apareció un día, hace dos años. Desaparecerá algún día, y lo sustituirá otra palabra. Cuando estoy cansado digo
Gideous.
No siempre es posible encontrar sentido a estas palabras; a menudo es sólo el sonido lo que me atrae. Cualquier sonido extraño, cualquier nombre extraño, puede empezar a repetirse, y entonces me quedo enganchado a él durante dos o tres meses. Y de pronto, una mañana, desaparece y hay otro en su lugar.

Conociendo su apetito de palabras y sonidos extraños, los hijos de Bennett siempre buscan nombres «raros», nombres que suenen raros en el oído de un anglohablante, muchos de ellos extranjeros. Examinan atentamente periódicos y libros buscando dichos nombres, escuchan la radio y la televisión, y cuando encuentran un nombre «jugoso», lo añaden a la lista que llevan. Bennett dice de esa lista: «Es casi la cosa más valiosa de esta casa.» Llama a sus palabras «caramelitos para la mente».

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