Un antropólogo en Marte (16 page)

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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Aunque Bennett padecía tics desde los siete años más o menos, no identificó lo que le sucedía como síndrome de Tourette hasta que cumplió los treinta y siete. «Cuando nos casamos, simplemente lo llamaba “costumbre nerviosa"», me dijo Helen. «Nos lo tomábamos a broma. Yo le decía: “Yo dejaré de fumar y tú dejarás los tics.” Pensábamos que
podía
dejarlo si quería. Le preguntabas: “¿Por qué lo haces?” Y él respondía: “No lo sé.” No parecía ser consciente de ello. Luego, en 1977, cuando Mark era un bebé, Carl oyó ese programa, “Raros y rarezas”, por la radio. Se excitó mucho y gritó: “¡Helen, ven a oír esto! ¡Esta gente habla de lo que yo hago!” Se entusiasmó al enterarse de que otras personas tenían su mismo problema. Y para mí fue un alivio, pues siempre me pareció que algo no iba bien. Era una buena cosa poder ponerle una etiqueta. Carl nunca le ha dado importancia, nunca sacaba el tema a relucir, pero ahora que sabíamos de qué se trataba, si los demás preguntaban algo podíamos responder. Sólo en los últimos años ha conocido a otras personas que lo padecen, o ido a reuniones de la Asociación del Síndrome de Tourette.» (El síndrome de Tourette, hasta muy recientemente, era casi desconocido incluso entre la profesión médica y apenas se diagnosticaba; casi todo el mundo se diagnosticaba a sí mismo o eran los amigos y la familia quienes hacían el diagnóstico después de haberlo visto o leído en los medios de comunicación. De hecho, sé de otro médico, un cirujano de Louisiana, a quien se lo diagnosticó uno de sus pacientes que había visto a un touréttico en el show de Phil Donahue. Todavía ahora, nueve de cada diez diagnósticos no los hacen los médicos, sino otras personas que lo han visto en los medios de comunicación. Gran parte del énfasis que éstos ponen se debe a los esfuerzos de la Asociación del Síndrome de Tourette, que sólo constaba de treinta miembros a primeros de los setenta, pero que ahora tiene más de veinte mil.)

Sábado por la mañana; tengo que volver a Nueva York.

—Le llevaré en avión a Calgary si hace buen tiempo —dijo de pronto Bennett la última noche—. ¿Ha volado alguna vez con un touréttico?

Yo había ido en canoa con uno,
[68]
dije, y en coche a campo traviesa con otro, pero volar con uno…

—Le encantará —dijo Bennett—. Será una experiencia nueva. Soy el único cirujano touréttico en todo el mundo que sabe pilotar un avión.

Cuando desperté, al amanecer, comprobé con sentimientos contradictorios que, aunque hacía frío, el tiempo era bueno. Fuimos en coche hasta el pequeño aeropuerto de Branford, un viaje lleno de espasmos y bruscos virajes que me puso bastante nervioso ante la perspectiva de volar. «En el aire es mucho más fácil, pues no hay que ceñirse a la carretera, y no hay que tener las manos en los controles continuamente», dice Bennett. Una vez llegados al aeropuerto, aparca, abre un hangar y señala orgulloso su avión: un Cessna Cardinal pequeño, rojo y blanco, de un solo motor. Lo saca a la pista de despegue y hace sus comprobaciones, vuelve a hacerlas, y luego otra vez antes de calentar el motor. Casi hiela en el aeródromo, y sopla viento del norte. Observo todas sus comprobaciones y recomprobaciones con impaciencia, aunque también con cierta tranquilidad. Si su síndrome de Tourette le hace comprobarlo todo tres o cinco veces, iremos mucho más seguros. Tuve una sensación de seguridad parecida cuando le vi operar, de que su Tourette, en todo caso, le hacía más meticuloso, más exacto, sin sofocar su intuición, su libertad.

Una vez hechas sus comprobaciones, Bennett salta como un artista del trapecio al avión, pone en marcha el motor al tiempo que subo yo, y despega. Mientras ascendemos, el sol se alza sobre las Montañas Rocosas hacia el este e inunda la pequeña cabina con una luz pálida y dorada. Avanzamos hacia picachos de tres mil metros de altura, y Bennett hace sus tics, da leves golpecitos, extiende los brazos, se toca las gafas, el bigote, el techo de la cabina. Tics de poca importancia, de segunda división, pienso, pero ¿y si le da por tics más importantes? ¿Y si le da por hacer piruetas con el avión, por querer avanzar a saltitos, por hacer cabriolas, por rizar el rizo? ¿Y si siente el impulso de saltar fuera y tocar la hélice? Los tourétticos suelen sentirse fascinados por los objetos que giran; le veo lanzándose hacia adelante, medio fuera de la ventanilla, proyectándose compulsivamente hacia la hélice que hay delante de nosotros. Pero sus tics y compulsiones son mínimos, y cuando aparta las manos de los controles el avión avanza como una seda. Gracias a Dios, no hay que seguir una carretera. Si subimos o bajamos o viramos veinte metros, ¿qué importa? Tenemos todo el cielo para jugar.

Bennet, aunque es un estupendo piloto, un aviador nato,
es
como un niño con un juguete. Parte del síndrome de Tourette, al menos, no es más que eso: la liberación de un impulso retozón normalmente inhibido o perdido en el resto de nosotros. No hay duda de que Bennett disfruta con esa libertad, con esa abundancia de espacio; tiene una expresión despreocupada e infantil que rara vez le he visto en tierra. Ahora subimos, nos alzamos sobre las primeras cumbres, la avanzadilla de las Montañas Rocosas. Bajo nosotros hay bosques de alerces amarilleantes. Pasamos a unos trescientos metros de las laderas. Me pregunto si Bennett, de encontrarse solo, se acercaría a las montañas hasta quedar solo a tres metros: los tourétticos a veces son adictos a los afeitados muy apurados. A tres mil metros de altura nos movemos en un pasillo entre cumbres, las montañas brillan al sol de la mañana a nuestra izquierda, se perfilan contra él a nuestra derecha. A tres mil quinientos metros podemos ver toda la anchura de las Rocosas —sólo están a cincuenta kilómetros de aquí— y la inmensa y dorada pradera de Alberta que comienza al este. Cada vez más a menudo, veo pasar el brazo de Bennett por delante de mí, la mano golpeando levemente el parabrisas. «¡Rocas sedimentarias, mire!» Hace un gesto en dirección a la ventanilla. «Se alzaron desde el fondo del mar con una inclinación de setenta u ochenta grados.» Se queda mirando las laderas empinadas de las rocas como si fueran un amigo; se siente intensamente a gusto en estas montañas, en esta tierra. La nieve cubre las laderas sin sol de las montañas, todavía no hay nieve en las que son bañadas por el sol; y al noroeste, en dirección a Banff, vemos glaciares en las montañas. Bennett cambia de posición, vuelve a cambiar, y otra vez más, procurando que las rodillas queden exactamente simétricas bajo los controles del avión.

Al llegar a Alberta —hemos estado volando durante cuarenta minutos—, el río Highwood discurre debajo de nosotros. Volando en dirección norte, iniciamos un suave descenso hacia Calgary, y las últimas laderas declinantes de las Rocosas brillan con la luz de los álamos. Ahora, más abajo, aparecen vastos campos de trigo y alfalfa —granjas, ranchos, fértiles praderas—, pero en todas partes se ve todavía el brillo dorado de los álamos. Más allá del tablero de ajedrez de los campos, las torres de Calgary se alzan abruptamente desde el suelo llano.

De pronto se oye un crepitar en la radio: un inmenso avión de transporte ruso va a aterrizar; la pista de aterrizaje principal, cerrada por labores de mantenimiento, debe abrirse rápidamente. Aparece otro enorme avión, de las fuerzas aéreas de Zambia. A Calgary llegan aviones de todo el mundo para someterse a trabajos especiales de mantenimiento; sus instalaciones, me cuenta Bennett, son de lo mejor de Norteamérica. En mitad de este importante ajetreo, Bennett transmite por radio nuestra posición y datos (un Cardinal de cinco metros de largo, con un piloto que sufre el síndrome de Tourette y su neurólogo) y recibe una respuesta inmediata, tan completa y amable como si fuera un 747. Todos los aviones, todos los pilotos, son iguales en este mundo. Y es un mundo aparte, con su espíritu de cuerpo, su lenguaje, sus códigos, sus mitos y sus maneras. Está claro que Bennett forma parte de ese mundo y es reconocido por el controlador de tráfico y saludado alegremente mientras aterriza.

Sale del avión de una manera veloz y repentina, con un saltito sorprendente que parece un tic —yo le sigo a un paso «normal» y más lento— y comienza a hablar con dos tipos gigantescos que hay en la pista de aterrizaje, Kevin y Chuck, hermanos y pilotos de cuarta generación en las Rocosas. Le conocen bien. «Es uno de los nuestros», me dice Chuck. «Un tipo estupendo. Síndrome de Tourette… ¿qué demonios es eso? Es una buena persona. Y también un piloto condenadamente bueno.»

Bennett charla con los pilotos y entrega su plan de vuelo para el viaje de regreso a Branford. Debe regresar inmediatamente, pues a las once tiene programado dar una conferencia a un grupo de enfermeras, y su tema, por una vez, no es la cirugía, sino el síndrome de Tourette. Llena de gasolina su pequeño avión y lo prepara para el vuelo de regreso. Nos damos un abrazo y nos decimos adiós, y cuando oigo que anuncian mi vuelo para Nueva York me vuelvo para observarle. Bennett camina hacia su avión, lo hace rodar por la pista de aterrizaje principal y despega, deprisa, seguido por un viento de cola. Lo observo durante unos momentos, hasta que desaparece.

VER Y NO VER

A primeros de octubre de 1991 recibí una llamada telefónica de un pastor retirado del Medio Oeste, que me habló del novio de su hija, un hombre de cincuenta años llamado Virgil que era prácticamente ciego de nacimiento. Tenía unas gruesas cataratas y también una retinitis pigmentosa, una enfermedad hereditaria que de una manera lenta pero implacable corroe las retinas. No obstante, su novia, Amy, que se veía obligada a revisarse la vista regularmente a causa de su diabetes, le había llevado hacía poco a ver a su oftalmólogo, el doctor Scott Hamlin, y éste les había dado nuevas esperanzas. El doctor Hamlin, tras escuchar atentamente la historia de su enfermedad, no estaba seguro de que Virgil tuviera retinitis pigmentosa. Era difícil estar seguro en esa fase, pues las retinas ya no podía verse al estar ocultas tras las gruesas cataratas, pero Virgil todavía podía ver luz y oscuridad, la dirección de donde procedía la luz, y la sombra de una mano moviéndose delante de sus ojos, de modo que era obvio que no había destrucción total de la retina. Y la extracción de una catarata era una operación relativamente simple, que se hacía con anestesia local, y de muy escaso riesgo quirúrgico. No había nada que perder… y podía haber mucho que ganar. Amy y Virgil se casarían pronto: ¿no sería fantástico que él pudiera ver, que, tras toda una vida de ceguera, lo primero que viera fuera a su novia, la boda, el pastor, la iglesia? El doctor Hamlin consintió en operar, y el padre de Amy me in— formaba de que la catarata había sido eliminada dos semanas antes de que me escribiera la carta. Y, milagrosamente, la operación había funcionado. Amy, que comenzó a llevar un diario después de la operación —el día que le quitaron los vendajes a Virgil—, escribió en la entrada inicial: «¡Virgil
VE
!… Todo el consultorio en lágrimas, la primera vez que Virgil ve en cuarenta años… ¡La familia de Virgil tan excitada, llorando, no puede creerlo!… ¡Qué milagro tan increíble: ha recuperado la vista!» Pero al día siguiente anotó algunos problemas: «Intenta adaptarse al hecho de poder ver, es duro pasar de la ceguera a la visión. Tiene que pensar más deprisa, todavía no es capaz de confiar en la visión… Como un bebé, tiene que aprender a ver, todo es nuevo, excitante, tiene miedo, está inseguro de lo que significa ver.»

La vida de un neurólogo no es sistemática como la de un científico, pero le proporciona situaciones nuevas e inesperadas que pueden convertirse en ventanas, mirillas, al intrincamiento de la naturaleza, un intrincamiento que uno no podría prever a partir del curso ordinario de la vida. «La naturaleza acostumbra revelar más abiertamente sus misteriosos secretos», escribió William Harvey en el siglo
XVII
, «en los casos en que muestra trazas de comportarse de una manera distinta de la habitual.» Sin duda esa llamada telefónica —relacionada con la recuperación de la vista por parte de un adulto ciego de nacimiento— apuntaba a un caso así. «De hecho», escribe el oftalmólogo Alberto Valvo en
Sight Restoration after Long-Term Blindness,
«el número de casos de este tipo que conocemos a lo largo de los últimos diez siglos no es superior a veinte».

¿Cómo vería un paciente así? ¿Sería «normal» desde el momento en que recuperara la visión? Eso es lo que podría pensarse al principio. Eso es lo que dicta el sentido común, que los ojos se abrirán, caerán las escamas y (en palabras del Nuevo Testamento) el ciego «recibirá» la vista.
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¿Pero podía ser algo tan simple? ¿Acaso la
experiencia
no era necesaria para ver? ¿No tenía uno que aprender a ver? Yo no estaba del todo familiarizado con la literatura sobre el tema, aunque había leído fascinado la apasionante historia del caso narrada en el
Quarter Journal of Psychology,
en 1963, por el psicólogo Richard Gregory (en colaboración con Jean G. Wallace), y sabía que tales casos, reales e hipotéticos, habían llamado la atención de filósofos y psicólogos durante cientos de años. El filósofo del siglo
XVII
William Molyneux, cuya esposa estaba ciega, le propuso la siguiente cuestión a su amigo John Locke: «Imagina a un hombre ciego de nacimiento, y ahora adulto, al que se ha enseñado a distinguir mediante el tacto un cubo de una esfera. Ahora puede ver, ¿pero podría distinguir mediante la vista, antes de tocarlos, cuál es la esfera y cuál el cubo?» Locke reflexiona sobre ello en su
Ensayo sobre el entendimiento humano
(1690), y decide que la respuesta es no. En 1709, al examinar el problema con más detalle y la relación existente entre vista y tacto en
Una nueva teoría de la visión,
George Berkeley concluía que no tenía por qué existir ninguna relación entre el mundo táctil y el mundo de la visión, que una conexión entre ellos sólo podía establecerse sobre la base de la experiencia.

Apenas habían transcurrido veinte años cuando estas consideraciones se pusieron a prueba: en 1728, William Cheselden, un cirujano inglés, eliminó las cataratas de los ojos de un muchacho de trece años, ciego de nacimiento. A pesar de su gran inteligencia y juventud, el muchacho se enfrentó a profundas dificultades con las percepciones visuales más simples. No tenía ni idea de la distancia. No tenía ni idea del espacio ni del tamaño. Y se sentía extrañamente confundido al contemplar un cuadro o un dibujo, ante la
idea
de una representación en dos dimensiones de la realidad. Tal como Berkeley había anticipado, sólo comprendía lo que veía poco a poco, y en la medida en que era capaz de relacionar las experiencias visuales y las táctiles. Lo mismo había ocurrido con muchos otros pacientes en los doscientos cincuenta años transcurridos desde la operación de Cheselden: casi todos habían experimentado la más profunda y lockeana confusión y perplejidad.
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