Un antropólogo en Marte (20 page)

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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: Un antropólogo en Marte
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El episodio más interesante fue su reacción al tomo paralelo de Maudeslay, que se halla en una vitrina de cristal especial … Le condujimos a la vitrina de cristal, que estaba cerrada, y le pedimos que nos dijera qué había en ella. Fue incapaz de decir nada acerca del tomo, excepto que le parecía que la parte más cercana a él era un asa … A continuación le pedimos al guarda del museo (anteriormente ya habíamos quedado de acuerdo con él) que abriera la vitrina, y a S. B. se le permitió tocar el torno. El resultado fue asombroso … Recorrió el torno ávidamente con los dedos, apretando los ojos. A continuación retrocedió un poco, abrió los ojos y dijo: «Ahora que lo he tocado puedo verlo.»

Lo mismo le pasó a Virgil con el gorila. Este espectacular ejemplo de cómo el tocar hace que sea posible ver explicaba algo que siempre me había dejado perplejo. Desde la operación, Virgil había comenzado a comprar soldados de juguete, coches de juguete, animales de juguete, miniaturas de edificios famosos —todo un mundo liliputiense—, y pasaba horas con ellos. No era simple infantilismo ni ganas de jugar lo que le había llevado a tales pasatiempos. Al tocarlos y verlos simultáneamente, podía forjarse una relación importantísima; podía preparase para ver el mundo real aprendiendo primeramente con ese mundo de juguete. La disparidad de escala no importaba, no más de lo que le había importado a S. B., quien instantáneamente era capaz de decir la hora que marcaba un gran reloj de pared porque la relacionaba con la que sabía al tacto en su reloj de bolsillo.

A la hora de almorzar, fuimos a un restaurante de pescado, y mientras comíamos de vez en cuando yo le lanzaba miradas furtivas a Virgil. Observé que comenzaba a comer como lo haría alguien con la vista normal, ensartando con precisión los segmentos de tomate que había en su ensalada. A continuación, mientras proseguía, su puntería empeoró: su tenedor empezó a no acertar con sus objetivos, y a flotar indeciso en el aire. Finalmente, incapaz de «ver» ni de comprender lo que había en su plato, abandonó todo esfuerzo y comenzó a utilizar las manos, a comer como solía hacerlo antes, como lo hace un ciego. Amy ya me había hablado de tales recaídas y las había descrito en su diario. Regresiones parecidas habían ocurrido, por ejemplo, con su manera de afeitarse, pues comenzaba con un espejo, haciéndolo con ayuda de la vista, con tensa concentración. A continuación los movimientos de la cuchilla se volvían más lentos, y comenzaba a escrutar indeciso la cara que estaba en el espejo, o intentaba confirmar mediante el tacto lo que veía a medias. Finalmente apartaba la mirada del espejo, o cerraba los ojos, o apagaba la luz, y finalizaba su labor al tacto.

Nos sorprendió muy poco que Virgil pasara por períodos de aguda fatiga visual posteriores a un constante esfuerzo o uso de la vista; todos nosotros pasamos por ello si le exigimos mucho a nuestra vista. A veces le ocurre a mi propio sistema visual si, por ejemplo, miro sin parar un electroencefalograma durante tres horas: comienzo a pasar cosas por alto en los gráficos, y veo deslumbrantes imágenes persistentes de los garabatos allí donde miro —las paredes, el techo, todo el campo visual—, y en ese momento tengo que detenerme y hacer otra cosa, o, mejor aún, cerrar los ojos durante una hora. Y el sistema visual de Virgil, comparado con uno normal, debía de estar en una fase inestable en extremo.

Menos fáciles de comprender, y quizá más alarmantes y peligrosos, eran los largos períodos de «borrosidad» —vista o gnosis deteriorada— que duraban horas o incluso días, surgiendo espontáneamente, sin razón obvia. Bob Wasserman se quedó muy desconcertado por las descripciones que Virgil y Amy hicieron de tales fluctuaciones; había practicado la oftalmología durante veinticinco años y había eliminado muchas cataratas, pero nunca se había encontrado con fluctuaciones de ese tipo.

Después de comer fuimos todos al consultorio del doctor Hamlin, quien había tomado detalladas fotografías de la retina después de la operación, y Bob, al examinar el ojo (con una oftalmoscopia directa e indirecta) y compararlo con las fotografías, no veía trazas de ninguna complicación postoperatoria. (Una prueba especial —la angiografía con fluoresceína— mostraba un cierto grado de edema macular quístico, pero eso no habría hecho que las rápidas fluctuaciones fueran tan grandes.) Puesto que al parecer esas fluctuaciones no tenían causa local u ocular, Bob se preguntó si detrás de ello no habría alguna causa médica —nos había sorprendido, tan pronto como conocimos a Virgil, comprobar que su estado de salud no parecía muy bueno— o si podían representar una reacción
nerviosa
del sistema visual cerebral a las condiciones de sobrecarga sensorial o cognitiva. Para las personas de vista normal no supone ningún esfuerzo construir formas, límites, objetos y escenas a partir de sensaciones puramente visuales; han estado realizando dichas construcciones visuales, elaborando un mundo visual, desde el momento de su nacimiento, y sin ningún esfuerzo han desarrollado un vasto aparato cognitivo para hacerlo. (Normalmente, la mitad de la corteza cerebral se dedica al proceso visual.) Pero en el caso de Virgil dichas facultades cognitivas, subdesarrolladas, eran rudimentarias; era muy fácil que las partes visual-cognitivas de su cerebro se hubieran visto desbordadas.

En todos los animales, los sistemas cerebrales pueden responder a una estimulación excesiva, a una estimulación que supera un punto crítico, con un repentino cierre.
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Tales reacciones no tienen nada que ver con los individuos o sus motivaciones. Son puramente locales y fisiológicas y pueden ocurrir incluso en zonas aisladas de la corteza cerebral: son una defensa biológica contra la sobrecarga nerviosa.

Sin embargo, los procesos perceptivo-cognitivos, al tiempo que fisiológicos, son también personales —no es un mundo lo que uno percibe o construye, sino
el propio
mundo—, y conducen y están vinculados a un yo perceptivo, a una voluntad, una orientación y un estilo propio. Este yo perceptivo puede desmoronarse si se desmoronan los sistemas perceptivos, alterando la orientación de la mismísima identidad del individuo. Si esto ocurre, un individuo no sólo se queda ciego, sino que deja de comportarse como un ser visual, no comunica ningún cambio en su estado interior, y es completamente inconsciente de si ve o no. Dicho estado de ceguera psíquica total (conocido como el síndrome de Anton) puede ocurrir si las partes visuales del cerebro han sufrido un daño importante, por ejemplo a causa de una apoplejía. Pero a Virgil parecía ocurrirle lo mismo. En dichas ocasiones, por ejemplo, él podía hablar de «ver» mientras que de hecho parecía ciego y no mostraba ningún comportamiento visual. Uno se veía obligado a preguntarse si toda la base de la percepción visual y la identidad, en el caso de Virgil, era todavía tan débil que bajo condiciones de sobrecarga o agotamiento podía sucumbir no sólo a una ceguera puramente física, sino a una ceguera psíquica total como la de Anton.

Un tipo muy distinto de cierre visual —una retirada— parecía asociarse a situaciones de gran tensión o conflicto emocional. Y Virgil quizá no había vivido una época de mayor tensión: acababan de operarle, acaba de casarse; el tranquilo discurrir de su vida de ciego y de soltero había quedado hecho trizas; estaba sometido a la tremenda presión de lo que se esperaba de él; y el hecho de ver era en sí mismo confuso, agotador. Estas presiones se habían incrementado a medida que se acercaba el día de su boda, especialmente con la llegada de su familia a la ciudad; su familia no se había opuesto a la operación, pero ahora insistían en que de hecho estaba ciego. Todo esto quedaba documentado en el diario de Amy:

9 de octubre: Hemos ido a decorar la iglesia para la boda. La visión de Virgil es muy borrosa. No distingue gran cosa. Es como si su vista cayera en picado. Virgil vuelve a actuar como si estuviera «ciego»… Tengo que guiarle a todas partes.

10 de octubre: La familia de Virgil llega hoy. Su vista parece haberse tomado unas vacaciones… ¡Es como si volviera a estar ciego! Ha llegado la familia. No podían creer que fuera incapaz de ver. Cada vez que él decía que veía algo ellos decían: «Ah, te imaginas que es así.» Le trataban como si estuviese totalmente ciego: le guiaban a todas partes, le daban todo lo que quería… Estoy muy nerviosa, y Virgil ha perdido la vista… Quiero estar segura de que estamos haciendo lo correcto.

11 de octubre: Día de la boda. Virgil está muy tranquilo… visión un poco más clara, pero todavía borrosa… Pudo verme llegando al altar, pero todavía de manera muy borrosa… La boda ha sido bonita. Banquete en casa de mamá. Virgil rodeado por su familia. Todavía no pueden aceptar que ve, aunque tampoco consiga ver gran cosa. Esta noche se ha despedido de su familia. Ha empezado a ver más claro en cuanto se han ido.

En estos episodios, Virgil fue tratado por su familia como un ciego, su identidad fue negada o socavada, y él reaccionó sumisamente, actuando e incluso convirtiéndose en ciego, en una renuncia o regresión de parte de su ego, hasta llegar a un aplastante y aniquilador rechazo de su identidad. Tal regresión había que considerarla motivada, aunque de manera inconsciente: una inhibición sobre una base «funcional». De este modo parecía haber dos formas distintas de «comportamiento de ciego», dos modos de «ser ciego»: uno sería el colapso del proceso e identidad visuales sobre una base orgánica (un trastorno neuropsicológico, en la jerga neurológica), y el otro un colapso o inhibición de la identidad visual sobre una base funcional (un trastorno psiconeurótico), aunque no menos real para él. Dada la extrema debilidad orgánica de su visión —la inestabilidad de sus sistemas visuales y de la identidad visual en ese momento—, a veces era muy difícil saber qué estaba ocurriendo, distinguir entre lo «fisiológico» y lo «psicológico». Su visión era tan marginal, tan cercana al límite, que la sobrecarga nerviosa o el conflicto de identidad podían empujarle a traspasarlo.
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Marius von Senden en su clásico libro
Space and Sight
(1932), analizaba todos los casos publicados en un período de trescientos años y concluía que todo adulto que acababa de recuperar la vista llegaba tarde o temprano a una «crisis de motivación», y que no todos los pacientes la superaban. Nos habla de un paciente que se sentía tan amenazado por la visión (para él, ver habría significado abandonar el asilo para ciegos y la novia que tenía allí) que amenazó con arrancarse los ojos; pero cita numerosos casos de pacientes que «se comportan como ciegos» o «se niegan a ver» tras la operación, y de otros que, medrosos ante lo que pueda implicar la visión, se negaban a operarse (uno de estos casos, titulado «L’Aveugle qui refuse de voir», se publicó en fecha tan temprana como 1771). Tanto Gregory como Valvo se refieren a los peligros emocionales de forzar un nuevo sentido, en cómo tras la euforia inicial puede aparecer una devastadora (e incluso letal) depresión.

Precisamente una depresión así padeció el paciente de Gregory: la época que S. B. pasó en el hospital estuvo llena de excitación y progresos en el plano perceptivo. Pero la promesa acabó frustrándose. Seis meses después de la operación, Gregory escribía:

Nos formamos la sólida impresión de que su vista le era totalmente decepcionante. Le permitía hacer un poco más… pero quedó claro que las oportunidades que se le ofrecían eran menos de las que había imaginado… En gran medida todavía tenía que vivir como un ciego, y a veces ni siquiera se molestaba en dar la luz por la noche… Dejó de llevarse bien con sus vecinos, que le consideraban «raro», y sus compañeros de trabajo [que antes le admiraban] le gastaban bromas o se metían con él por su incapacidad de leer.

Su depresión se agudizó, se puso enfermo, y dos años después de su operación S. B. murió. Siempre había tenido una salud de hierro, y en otro tiempo había disfrutado de la vida; sólo tenía cincuenta y cuatro años.

Valvo nos presenta seis casos ejemplares, y una profunda discusión de los sentimientos y el comportamiento de personas que, ciegas desde la infancia, se encuentran con que tienen que enfrentarse con el «don» de la vista y con la necesidad de renunciar a un mundo, a una identidad, y abrazar otro.
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Uno de los principales conflictos de Virgil, que comparten todas las personas que acaban de recuperar la vista, era la incómoda relación entre vista y tacto, el hecho de no saber si mirar o tocar. Eso fue obvio en Virgil desde el día de la operación, y muy evidente el día que le vimos, cuando apenas podía apartar las manos del tablero de formas, anhelaba tocar los animales y ya no ensartaba la comida. Su vocabulario, toda su sensibilidad, su imagen del mundo, se expresaban en términos táctiles —o cuando menos no visuales—. Era, o había sido hasta su operación, una persona para la que el tacto había sido fundamental.

Ha quedado perfectamente probado que en personas congénitamente sordas (especialmente si tienen un don innato para hablar por signos) parte de las zonas auditivas del cerebro se han reasignado para desempeñar una función visual. También ha quedado perfectamente probado que en los ciegos que leen Braille el dedo índice lector posee una representación excepcionalmente grande en las zonas de la corteza cerebral destinadas a la elaboración táctil. Y uno sospecharía que las zonas táctiles (y auditivas) de la corteza se agrandan en los ciegos y pueden incluso ampliarse a lo que es normalmente la corteza visual. En ausencia de estimulación visual, la corteza visual que queda puede estar enormemente subdesarrollada. Parece probable que tal diferenciación del desarrollo cerebral siguiera a la pérdida precoz de un sentido y al reforzamiento de los demás.

Si ése era el caso de Virgil, ¿qué podía ocurrir si la función visual se hiciera de pronto posible, si fuera exigida? Uno podría esperar, desde luego,
cierto
aprendizaje visual, cierto desarrollo de nuevas vías en las partes visuales del cerebro. Nunca ha existido documentación del despertar de la actividad en la corteza visual de un adulto, y esperábamos realizar algunas exploraciones mediante tomografía por emisión de positrones de la corteza visual de Virgil para mostrar lo que sucedía mientras aprendía a ver. ¿Pero cómo sería este aprendizaje, esta activación? ¿Sería como la de un bebé cuando aprende a ver por primera vez? (Ésa fue la primera idea de Amy.) Pero las personas que recuperan la vista no están en la misma línea de partida, neurológicamente hablando, que los bebés, cuya corteza cerebral es equipotencial: igualmente adaptada a cualquier forma de percepción. La corteza de un adulto con ceguera precoz, como era Virgil, se ha adaptado extraordinariamente a organizar percepciones en el tiempo y no en el espacio.
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