Me entregó un libro que contenía algunos de los proyectos que había desarrollado a lo largo de los años —el libro se titulaba
Comportamientos, manejo y proyección de instalaciones para el ganado vacuno
— y yo admiré los complejos y hermosos proyectos que contenía, y la presentación lógica del libro, que comenzaba con diagramas del comportamiento del ganado vacuno, lanar y porcino, y a continuación mostraba proyectos de corrales, pasando a ranchos y comederos cada vez más complejos.
Hablaba bien y con claridad, pero con cierta rapidez y un ímpetu imparable. Una vez empezada una frase o un párrafo, tenía que acabarlos; nada quedaba implícito en el aire.
Plano concebido por Temple con rampa de acceso.
Yo me sentía un tanto agotado, hambriento y sediento —había viajado todo el día y no había almorzado—, y tenía la esperanza de que Temple se diera cuenta y me ofreciera un poco de café. No lo hizo, de modo que, después de una hora, casi desmayándome ante el bombardeo de su conversación incesante, y la necesidad de atender a varias cosas a la vez (no sólo a lo que estaba diciendo, que a menudo me resultaba complejo y ajeno, sino también a sus procesos mentales, al tipo de persona que era), finalmente le pedí un poco de café. No dijo «Lo siento, debería habérselo ofrecido antes», no hubo intermedio ni pausa social. Por contra, inmediatamente me llevó a una cafetera que estaba en secretaría, en el piso de arriba. Me presentó a las secretarias de una manera un tanto brusca, dándome la sensación de alguien que hubiera aprendido a grandes rasgos «cómo comportarse» en tales situaciones sin comprender muy bien cómo se sentían los demás, ni los matices y sutilezas sociales implícitos.
—Hora de cenar algo —anunció Temple de pronto tras haber pasado otra hora en su despacho—. En el Oeste cenamos pronto. —Fuimos a un restaurante cercano, de puertas de batiente y con pistolas y cuernos de ganado en las paredes —ya estaba abarrotado, tal como había dicho Temple, a las cinco de la tarde— y pedimos una comida clásica del Oeste: chuletas y cerveza. Comimos con apetito y hablamos de los aspectos técnicos del trabajo de Temple y de la manera en que ella concibe cada proyecto, cada problema, en su mente. Cuando salimos del restaurante le sugerí dar un paseo, y Temple me llevó a una pradera cerca de la cual discurría una vieja línea de ferrocarril. Refrescaba rápidamente —estábamos a mil quinientos metros de altura— y a la luz de la larga noche los mosquitos zurcían el aire y los grillos cantaban a nuestro alrededor. Encontré cola de caballo (una de mis plantas favoritas) en la zona fangosa donde habían estado los rieles, y eso me entusiasmó. Temple la miró, dijo: «Equisetum», pero no pareció emocionarse con ella, como había hecho yo.
En el avión a Denver yo había estado leyendo un texto extraordinario escrito por una niña normal de nueve años, | de enorme talento: un cuento de hadas que ella había inventado, con una maravillosa concepción mitológica, todo | un mundo de magia, animismo y cosmogonías. Y mientras caminábamos a través de las colas de caballo me pregunté cuál sería la cosmogonía de Temple. ¿Cómo respondería a los mitos, al teatro? ¿Hasta qué punto tenían sentido para ella? Dijo que había leído muchos mitos de pequeña, y que le venía a la mente el de Ícaro en particular: cómo había volado demasiado cerca del sol y cómo sus alas se habían derretido, muriendo tras caer en picado. «Entiendo los mitos de Némesis e Hibris», dijo. Pero los amoríos de los dioses, averigüé, la dejaban indiferente… y perpleja. Lo mismo le pasaba con las obras de Shakespeare. Romeo y Julieta, dijo, la desconcertaban («Jamás he entendido qué pretendían») y con
Hamlet
se perdía en las idas y venidas de la obra. Aunque ella achacaba esos problemas a «dificultades para establecer las secuencias», parecían surgir de su incapacidad para sentir empatía por los personajes, para seguir el intrincado juego de motivos e intenciones. Dijo que podía comprender las emociones «simples, fuertes y universales», pero que le confundían las emociones más complejas y los juegos que practica la gente. «Casi siempre», dijo, «me siento como un antropólogo en Marte.»
Se esforzaba por hacer que su vida fuera sencilla, dijo, y para que todo resultara claro y explícito. Había acumulado una inmensa biblioteca de experiencias a lo largo de los años, prosiguió. Era como una biblioteca de cintas de vídeo que podía reproducir en su mente y visionar en cualquier momento: una serie de documentos del modo de comportarse de la gente en distintas circunstancias. Los reproducía una y otra vez y aprendía, poco a poco, a relacionar lo que veía, a fin de poder predecir cómo actuaría la gente en circunstancias similares. Había complementado su experiencia leyendo constantemente, incluidas revistas de contenido general y el
Wall Street Journal,
todo lo cual incrementaba su conocimiento de la especie. «Se trata estrictamente de un proceso lógico», explicó.
Me contó que en una de las plantas que había proyectado se habían dado repetidas averías de la maquinaria, pero éstas ocurrían solamente cuando un hombre concreto, John, estaba en la sala. Ella «relacionaba» esos incidentes e infería que John debía de estar saboteando el equipo. «Tuve que aprender a ser suspicaz, y tuve que aprenderlo cognitivamente. Fui capaz de sumar dos y dos, pero era incapaz de ver en su cara la expresión de rencor.» Tales incidentes no han sido infrecuentes en su vida: «Hay gente a quien saca de quicio la idea de que yo, una persona autista y anormal, llegue de pronto y proyecte todo el equipo. Ellos quieren el equipamiento, eso sí, pero les molesta no poder construirlo ellos mientras que Tom —un colega ingeniero— y yo podemos hacerlo, y tenemos en la mente ordenadores de cientos de miles de dólares.» Su ingenuidad y credulidad han hecho que al principio Temple fuera objeto de todo tipo de bromas y abusos; este tipo de inocencia o candor, que no surge de la virtud moral, sino de la incapacidad para comprender la simulación y el fingimiento («los innobles mecanismos del mundo», en palabras de Traherne), es casi universal entre los autistas. Pero a lo largo de los años Temple ha aprendido, a su manera indirecta, o sea utilizando su «videoteca», algunos de los cauces por donde discurre este mundo. De hecho ha sido capaz de crear su propia hacienda y de trabajar como asesora
freelance
e ingeniera de instalaciones para animales en todo el mundo. Según un criterio estrictamente profesional, es una triunfadora, aunque es incapaz de «llegar» a otras interacciones humanas —las sociales y sexuales por ejemplo—, «Mi trabajo es mi vida», me dijo varias veces. «No hay mucho más.»
En su voz me pareció detectar dolor, renuncia, decisión y aceptación, todo junto, y éstos eran los sentimientos que resonaban en sus textos. En un artículo escribe:
Yo no encajo en la vida social de mi ciudad o de mi universidad. Casi todos mis contactos sociales son con gente del ramo de la ganadería o con gente interesada en el autismo. Paso casi todas las noches del viernes y el sábado escribiendo artículos y dibujando. Mis intereses son concretos, y mis lecturas recreativas consisten en su mayor parte en publicaciones científicas y ganaderas. Me interesan poco las novelas y sus complicadas relaciones interpersonales, pues soy incapaz de recordar la secuencias de los acontecimientos. Las detalladas descripciones de las nuevas tecnologías de la ciencia ficción o las descripciones de lugares exóticos son mucho más interesantes. Mi vida sería horrible si no tuviera el estímulo de mi carrera.
A primera hora de la mañana siguiente, un sábado, Temple me recogió en el resistente cuatro por cuatro que conduce por todo el Oeste para visitar granjas, ranchos, corrales y plantas de producción de carne. Mientras nos encaminábamos a su casa, la interrogué por el trabajo que había hecho para su doctorado: su tesis trataba sobre el efecto un ambiente más o menos rico en el desarrollo de los cerebros de los cerdos. Me habló de las grandes diferencias que se creaban entre los dos grupos: los sociables y encantadores que se criaban en un ambiente «enriquecido», los hiperexcitables y agresivos (y casi «autistas») que eran por contraste los que se criaban en un ambiente «empobrecido», (Se preguntaba si el empobrecimiento de la experiencia, no sería un factor concomitante en la ilustración del autismo humano.) «Llegué a amar a mis cerdos sociables», dijo. «Les tenía mucho apego. Tanto que me sentía incapaz de matarlos.» Los animales tenían que ser sacrificados al final del experimento para así examinar sus cerebros. Me contó que los cerdos confiaban tanto en ella que le permitieron guiarlos en su último paseo, y que ella los calmó, acariciándolos y hablando con ellos mientras los mataban. Aquellas muertes le dolieron mucho: «Lloré, lloré mucho.»
No bien acabó el relato llegamos a su casa: una casa pequeña de dos plantas, a cierta distancia del campus. El piso de abajo era confortable, con las comodidades usuales —sofá, televisión, cuadros en las paredes—, pero tuve la sensación de que rara vez se utilizaba. Había una inmensa foto color sepia de la granja de su padre en Grandin, Dakota del Norte, tomada en 1880; su otro abuelo, me dijo, había inventado el piloto automático para los aviones. Ella cree que debe su talento en el campo de la agricultura y la ingeniería a esos dos progenitores. En el piso de arriba estaba su estudio, con su máquina de escribir (pero nada de ordenador), absolutamente abarrotado de manuscritos y libros: libros por todas partes, derramándose desde el estudio a cada habitación de la casa. (Mi propia casa fue descrita en una ocasión como «una máquina para trabajar», y yo me formé una impresión un tanto parecida de la de Temple.) En una pared había una gran piel de vaca con una inmensa colección de distintivos y chapas de identidad, de los cientos de congresos en que había participado. Me divirtió ver, una al lado de la otra, una identificación del Instituto Americano de la Carne y otra de la Asociación Americana de Psiquiatría. Temple ha publicado más de cien ensayos, que podemos dividir entre los que tratan del comportamiento animal y control de instalaciones y los que se refieren al tema del autismo. La íntima mezcla de ambos temas quedaba simbolizada por aquellas dos chapas colocadas una al lado de la otra.
Finalmente, sin timidez ni azoro (emociones que desconocía), Temple me enseñó su dormitorio, una austera habitación de paredes blancas con una cama individual, junto a la cual se hallaba un objeto muy grande y de extraño aspecto.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Mi máquina de estrujar —replicó Temple—. Algunas personas la llaman mi máquina de abrazar.
El dispositivo tenía dos lados de madera pesados y oblicuos, quizá de metro por metro veinte, agradablemente forrados de un acolchado grueso y suave. Unos goznes los unían a un tablero inferior largo y estrecho para crear una artesa del tamaño del cuerpo y en forma de V. Había una compleja caja de control a un lado, con tubos para grandes cargas conectados a otro dispositivo, en un armario. Temple también me lo enseñó.
—Es un compresor industrial —dijo—, de los que se utilizan para hinchar neumáticos.
—¿Y qué hace?
—Ejerce una fírme pero cómoda presión en el cuerpo, de los hombros a las rodillas —dijo Temple—. Puede ser una presión constante, variable o pulsátil, como se desee —añadió—. Hay que entrar a cuatro patas (le enseñaré) y poner en marcha el compresor. Tiene todos los controles en la mano, aquí, delante de usted.
Cuando le pregunté por qué iba uno a querer someterse a tal presión, me lo contó. De niña, dijo, anhelaba que la abrazaran, pero al mismo tiempo tenía terror a todo contacto. Cuando la abrazaban, especialmente su tía favorita (aunque enorme), se sentía agobiada, abrumada por la sensación; sentía paz y placer, pero también terror, como si sé la tragaran. Comenzó a soñar con —sólo tenía cinco años— una máquina mágica que podía estrujarla poderosa pero suavemente, como en un abrazo, de una manera que ella dominara y controlara por completo. Años después, siendo adolescente, vio la foto de una rampa de sujeción ideada para sujetar o encerrar becerros y comprendió que era aquello lo que había estado buscando: con una pequeña modificación para el uso humano, podría ser la máquina de sus sueños. Había considerado otros artefactos —por ejemplo trajes inflables, que podían ejercer una presión homogénea en todo el cuerpo—, pero la rampa de sujeción, en su simplicidad, era totalmente irresistible.
Con su mentalidad práctica, pronto convirtió su fantasía en realidad. Los primeros modelos eran rudimentarios y tenían algunos fallos, aunque acabaron evolucionando hacia un sistema cómodo y predecible, capaz de administrar un «abrazo» con los parámetros que ella deseara. Su máquina de estrujar funcionaba exactamente como había esperado, proporcionándole esa sensación de serenidad y placer con que había soñado desde niña. No hubiera sido capaz de soportar los agitados días de universidad sin su máquina de estrujar, dijo. No podía buscar solaz y consuelo en los seres humanos, pero siempre podía buscarlo en la máquina. En la universidad, la máquina, que ella ni exhibía ni ocultaba, guardándola abiertamente en su habitación, provocaba mofa y suspicacia, y los psiquiatras la consideraban una «regresión» o «fijación», algo que había que psicoanalizar y resolver. Con su característica obstinación, tenacidad, resolución y coraje —junto con una completa ausencia de inhibición o vacilación—, Temple hizo caso omiso de todos los comentarios y reacciones y decidió encontrar una «validación» científica de sus sentimientos.