Su madre, su tía y varios profesores fueron fundamentales, pero también, en ese viaje hacia la superficie, resultó crucial la lenta evolución que muestran muchos autistas; el autismo, al ser un trastorno del desarrollo, tiende a resultar menos extremo cuando el individuo se hace mayor y puede aprender a arreglárselas mejor.
Temple había anhelado tener amigos en la escuela, y habría sido total y acérrimamente leal a un posible amigo (durante dos o tres años tuvo un amigo imaginario), pero había algo en su manera de hablar, en su manera de actuar, que parecía alejar a los demás, de modo que, al tiempo que admiraban su inteligencia, la rechazaban a la hora de formar parte de su comunidad. «No podía imaginar qué estaba haciendo mal. Tenía una rara falta de conciencia de ser distinta. Nunca llegué a entender por qué no encajaba.» Entre los demás chavales ocurría algo veloz, sutil, que cambiaba constantemente: un intercambio de significados, un compromiso, una velocidad de comprensión tan extraordinaria que a veces se preguntaba si eran telepáticos. Ella ahora es consciente de la existencia de esas señales sociales. Puede inferirlas, dice, pero no percibirlas, no puede participar directamente en esa mágica comunicación, ni concebir los estados de ánimo caleidoscópicos multiformes que hay detrás. Siendo intelectualmente consciente de sus carencias, hace lo que puede para compensarlas, conjugando un inmenso esfuerzo intelectual y una gran capacidad de cálculo a la hora de abordar asuntos que otros comprenden con impensable facilidad. Por ello a menudo se siente excluida, una extraña.
Cuando tenía quince años le ocurrió algo crucial. Vio una rampa de sujeción utilizada para retener al ganado y se sintió fascinada. Un profesor de ciencias se tomó su fijación en serio, en lugar de mofarse, y le sugirió que se construyera una. Partiendo de aquí, y tras consideraciones particulares sobre los animales y la maquinaria de granja, llegó a infundirle un interés general por la biología y la ciencia en general. Y Temple, todavía bastante anormal en su comprensión del lenguaje social ordinario —todavía confundía alusiones, presuposiciones, ironías, metáforas, chistes—, encontró que el lenguaje de la ciencia y la tecnología le proporcionaba un gran alivio. Era mucho más claro, más explícito, mucho menos dependiente de suposiciones implícitas. El lenguaje técnico le resultaba tan fácil como difícil el lenguaje social, y eso le proporcionó un acceso a la ciencia.
Pero aunque solucionó algunas cosas, concentrando gran parte de su energía emocional e intelectual en la ciencia, prosiguieron otras tensiones, otras angustias —incluso sufrimientos—. Con la llegada de la adolescencia, Temple comenzó a enfrentarse a la idea de que jamás podría llevar una vida «normal», ni disfrutar de las satisfacciones «normales» —amor y amistad, diversión y vida social— que llevaba aparejadas. El comprender todo esto puede resultar, en esta fase de la vida, devastador para los jóvenes autistas con talento, y ha sido causa de depresión en algunos e incluso motivo de suicidio en más de uno. Temple se enfrentó a ello en parte con renuncia y dedicación: sería célibe, decidió, y haría de la ciencia toda su vida.
La adolescencia también le enseñó que no sólo el equilibrio de su estado emocional, sino el de todo su ser, mental y físico, era precario y podía romperse fácilmente mediante ciertos estímulos sensoriales, la tensión, el agotamiento o los conflictos.
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Las turbulencias hormonales de la adolescencia, en particular, sembraron su vida de altibajos. Pero en esa época turbulenta también había pasión, intensidad; y sólo cuando acabó la universidad y comenzó su vida profesional, dijo, consiguió calmarse. De hecho, le pareció que tenía que hacerlo; de otro modo su cuerpo se destruiría a sí mismo. En ese momento comenzó a tomar pequeñas dosis de imipramina, una sustancia que se comercializa como antidepresivo. En su libro, Temple habla de los pros y los contras de ello:
Han desaparecido las búsquedas frenéticas del significado básico de la vida. Ya no tengo fijaciones, puesto que ya nada me impulsa a ello. Durante los últimos cuatro años he escrito muy pocas entradas en mi diario, pues el antidepresivo me ha arrancado gran parte de mi ardor. Con la pasión amortiguada, mi carrera profesional y … mis asuntos van bien. Puesto que estoy más relajada, me llevo mejor con la gente, y los problemas de salud relacionados con el estrés, como la colitis, han desaparecido. Sin embargo, si me hubieran prescrito ese medicamento al principio de la veintena, quizá no habría conseguido todo lo que he logrado. Los «nervios» y las fijaciones me motivaron enormemente, aunque al final acabaron destrozando mi cuerpo con problemas de salud relacionados con el estrés.
Al leer esto me acordé de lo que Robert Lowell me dijo en relación con sus ingestiones de litio para su trastorno maníaco-depresivo: «Me siento mucho “mejor”, en cierto modo, más sereno, más estable… pero mi poesía ha perdido mucha fuerza.» También Temple es muy consciente del coste de estar calmada, pero cree que, en este momento de su vida, vale la pena pagarlo. Sin embargo, a veces echa de menos las emociones, los frenesíes, que antaño experimentó.
La otra cara de un desarrollo muy retrasado puede ser una continua capacidad para desarrollar talentos y percepciones sociales a lo largo de toda la vida, y los últimos veinte años han sido años de continuo desarrollo para Temple. Me contaron que hace diez años, cuando empezó a dar conferencias, parecía no dirigirse a la audiencia —no establecía contacto visual con ellos, y de hecho podía estar mirando en otra dirección—, con lo que no podían hacerle preguntas tras su exposición. Ahora pasa el 90 por ciento de su tiempo de viaje, dando conferencias por todo el mundo, a veces sobre el autismo, otras sobre comportamiento animal. En las conferencias, su estilo se ha vuelto mucho más fluido, tiene más contacto visual con el público, e incluso es capaz de añadir digresiones humorísticas e improvisaciones; ella responde —y si hace falta, elude— las preguntas fácilmente. En su vida social también parece haberse desarrollado, hasta el punto de que en los últimos tiempos, me contó Temple, ha sido capaz de disfrutar pasando el rato con dos o tres amigos. Pero llegar a una verdadera amistad, apreciar a los demás por su otredad, por su propia inteligencia, puede ser lo más difícil de lograr para un autista. Uta Frith, en
Autism and Asperger Syndrome,
escribe: «Los individuos con el síndrome de Asperger … no parecen poseer facilidad para mantener relaciones personales a dos, mientras que las interacciones sociales de rutina son algo que está perfectamente a su alcance.» Su colega Peter Hobson menciona a un autista incapaz de comprender el significado de «amigo». Y sin embargo, mientras la escuchaba, me parecía que Temple, rebasados ya los cuarenta, había comprendido al menos algo de la naturaleza de la amistad.
Llevábamos dos horas caminando y hablando, y acabamos nuestra visita a la granja de la universidad e hicimos una pausa para almorzar. Me pareció que a Temple la hacía feliz dejar de hablar, dejar de pensar durante un rato; yo la había obligado a realizar un examen de sí misma de una intensidad tremenda (aunque no era distinto del examen de si misma a que se obliga diariamente, luchando como siempre para comprender y vivir el autismo en un mundo no autista). Mientras hablábamos, su «normalidad» se iba revelando cada vez más como una especie de fachada, aunque una fachada espléndida y brillante, tras la cual ella permanecía, en algunos aspectos, «ajena» y distante, tan desconectada como siempre. «Con quien siento verdadera afinidad es con Data», dijo mientras regresábamos a la granja. Temple es una fan de «Star Trek», igual que yo, y su personaje favorito es Data, un androide a quien, a pesar de su falta de emoción, el ser humano despierta una gran curiosidad y cierta melancolía. Observa el comportamiento humano con minuciosidad, y a veces lo imita, pero anhela, sobre todo,
ser
humano. Existe una sorprendente cantidad de autistas que se identifican con Data, o con su predecesor, Mr. Spock.
Éste fue el caso de los B., la familia autista que visité en California: el hijo mayor, al igual que los padres, padecía el síndrome de Asperger, y el más pequeño un autismo clásico. La primera vez que llegué a su casa, el ambiente era tan «normal» que me pregunté si me habían informado mal, o si quizá me había equivocado de casa, pues no había nada obviamente «autista» en ellos. Sólo después de llevar allí un buen rato observé la desgastada cama elástica, donde a toda la familia le gustaba a veces saltar batiendo los brazos; la enorme biblioteca de ciencia ficción;
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las extrañas tiras cómicas pegadas en la pared del cuarto de baño; y las instrucciones ridiculamente explícitas, pegadas en las paredes de la cocina —para cocinar, poner la mesa, fregar los platos— que sugieren que todo ello debe llevarse a cabo de una manera fija, rutinaria (esto, me enteré más tarde, era una broma privada autista). En cierto momento, la señora B. dijo de sí misma que «bordeaba la normalidad», pero dejó claro lo que significaba ese «bordear»: «Conocemos
las
reglas y convenciones de lo “normal”, pero no entras verdaderamente en ello: actúas normalmente, aprendes las reglas, las obedeces, pero…»
—Aprendes a imitar el comportamiento humano —intervino su marido—. Todavía no comprendo qué hay detrás de las convenciones sociales. Observas la fachada, pero…
Los B., por tanto, habían conseguido erigir una fachada de normalidad que les resultaba necesaria en su vida profesional, para poder conducir un coche (pues vivían en las afueras), a la hora de llevar a un hijo a una escuela normal, etcétera. Pero no se hacían ilusiones respecto a sí mismos. Reconocían su propio autismo, como en la universidad cada uno de los dos había reconocido el autismo del otro, con una sensación de tal afinidad y alegría que fue inevitable que se casaran. «Fue como si hiciese un millón de años que nos conociéramos», dijo la señora B. Aunque eran muy conscientes de los muchos problemas de su autismo, sentían respeto por su diferencia, incluso experimentaban cierto orgullo. De hecho, en algunos autistas esta idea de una diferencia radical e inerradicable es tan profunda que les lleva a verse a sí mismos, medio en broma, como miembros de otra especie («Nos pusieron juntos en el transportador», les gusta decir a los B.), y a comprender que el autismo, aunque puede ser considerado una condición de interés médico, un síndrome patológico, debe considerarse también toda una manera de ser, una identidad totalmente distinta que necesita ser consciente (y estar orgullosa) de sí misma.
Temple sostiene opiniones parecidas: es muy consciente (no sólo intelectualmente, sino por deducción) de lo que se está perdiendo en esta vida, aunque también es igualmente (y directamente) consciente de sus potenciales: su concentración, su profundidad de pensamiento, su decisión, su tenacidad; su incapacidad para fingir, su franqueza, su honestidad. Temple sospecha —y yo también llegué a sospecharlo cada vez más— que estos potenciales, el aspecto positivo de su autismo, van parejos a los negativos. Y sin embargo hay veces en que ella necesita olvidar que es autista, sentirse en comunión con tos demás, no ajena, no distinta.
Tras pasar toda la mañana entre ganado vacuno, y como teníamos planeado visitar por la tarde un matadero (o «planta productora de carne» en el eufemismo industrial), sentimos cierta aversión por la carne, y tomamos una comida mexicana de arroz y frijoles. Después del almuerzo fuimos al aeropuerto, tomamos un pequeño avión, y al llegar condujimos hasta la fábrica. Temple estaba orgullosa de su proyecto y quería enseñármelo. Esas plantas están cerradas al público y mantienen un alto grado de seguridad. Temple había proyectado las instalaciones un par de años antes y todavía tenía la bata y la chapa de identificación con el distintivo de la planta. Pero yo era un problema: ¿qué iba a hacer conmigo? Temple había pensado en ello por la mañana y había seleccionado de su colección de cascos uno de sanitario de color amarillo fuerte. Me lo entregó diciendo: «Eso servirá. Le está bien. Hace juego con sus pantalones y la camisa caqui. Tiene el mismo aspecto que un técnico sanitario.» (Me sonrojé; nadie me había dicho eso antes.) «Ahora todo lo único que tiene que hacer es comportarse como si lo fuera, pensar como si lo fuera.» Yo me quedé asombrado, pues se suele decir que los autistas no practican juegos de fingimiento, y me encontraba con que Temple, de manera muy deliberada, y sin la menor vacilación, estaba decidida a poner en práctica un subterfugio y a hacerme entrar clandestinamente en la planta.
Entramos sin problemas. Temple condujo hasta la verja de entrada con un sublime aire de seguridad en sí misma, saludó jovialmente al guarda, y la dejaron entrar con la misma jovialidad. «No se quite el casco», me dijo mientras aparcábamos. «Llévelo puesto todo el rato. Ahora es un técnico sanitario.»
Nos detuvimos para asomamos por encima de la valla que encierra al ganado, en el exterior del enorme edificio, y a continuación seguimos el sendero que recorren las reses cuando emprenden su último viaje, subiendo y subiendo una rampa en curva que conduce a la planta principal: «La escalera al cielo», lo llamó Temple. De nuevo me quedé desconcertado. Se dice que los autistas tienen dificultades con la metáfora, y que jamás utilizan la ironía. Pero al observar la expresión seria y sincera de Temple no estuve seguro de si aquello, para ella, era una metáfora o una ironía. Ella había oído la frase, y quizá le pareció literalmente cierta. Cuenta en su autobiografía algo parecido: siendo adolescente, tomó un símbolo al pie de la letra al oír al pastor citar a Juan, 10, 9 —«Yo soy la puerta; si uno entra por mí, se salvará»—, y el pastor añadió: «Ante cada uno de vosotros se abre una puerta al cielo. Abridla y os salvaréis.» Temple escribe:
Al igual que para muchos otros niños autistas, para mí todo era literal. Mi mente se centró en una cosa. La puerta. Una puerta que se abre al cielo … Tenía que encontrar aquella puerta … La puerta del armario, la puerta del cuarto de baño, la puerta principal, la puerta del establo: todo era escudriñado y rechazado en mi búsqueda de la puerta. Entonces, un día … observé que se estaba construyendo un anexo a nuestro dormitorio … Un pequeño andamio sobresalía del edificio y me subí a él. ¡Y ahí estaba la puerta! Era una pequeña puerta de madera que se abría al tejado … Me inundó una sensación de alivio … Una sensación de amor y felicidad … ¡La había encontrado! La puerta a mi cielo.