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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (24 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Al parecer, hay un cambio repentino y profundo en el cerebro de Franco cuando está «inspirado» o «poseído». Ciertamente, la primera vez que vi a Franco dominado por una visión y observé sus ojos desorbitados, sus pupilas dilatas, su atención extática, no pude evitar preguntarme si estaba teniendo algún tipo de ataque psíquico. Dichos ataques psíquicos fueron identificados por primera vez hace un siglo por el gran neurólogo John Hughlings Jackson, quien puso énfasis en las poderosas alucinaciones, el flujo de «reminiscencias» involuntarias, la sensación de revelación, y el extraño y semimístico «estado de ensoñación» que podían ser característicos de ellos. Dichos ataques están asociados a actividades epilépticas en los lóbulos temporales.

En el siglo pasado, Hughlings Jackson, entre otros, sospechó que algunos pacientes que sufrían frecuentes ataques psíquicos podían sufrir extrañas alteraciones de pensamiento y personalidad cuando les sobrevenía ese trastorno. Pero hubo que esperar hasta los años cincuenta y sesenta de nuestro siglo para que este «síndrome de personalidad intercrítica», tal como se le llamó, recibiera una mayor atención. En 1956, el neurólogo francés Henri Gastaut escribió un importante ensayo sobre Van Gogh, en el que afirmaba que Van Gogh no sólo sufría ataques de lóbulo temporal, sino un cambio característico en su personalidad cuando éstos le sobrevenían, que se fue intensificando gradualmente con la edad. En 1961, uno de los neurólogos norteamericanos de más talento, Norman Geschwind, comentó el posible papel de la epilepsia de lóbulo temporal en la vida y textos de Dostoievski, y a principios de los setenta estaba convencido de que en algunas personas que sufrían esa epilepsia (ELT) se daba una peculiar intensificación (aunque también una limitación) de la vida emocional, «un interés cada vez mayor por temas filosóficos, religiosos y cósmicos». En los pacientes se observaba una extraordinaria productividad: la redacción de autobiografías, el emborronamiento de infinitos diarios, el dibujo obsesivo (en los que poseían inclinaciones plásticas) y una sensación general de iluminación, «misión» y «destino», incluso en las personas de poca cultura y «nada intelectuales» que anteriormente no habían mostrado inclinación alguna en esa dirección.

Las primeras publicaciones de Geschwind en relación con la naturaleza e incidencia del síndrome fueron publicadas en 1974 y 1975, en colaboración con su colega Stephen Waxman, y galvanizaron el mundo neurológico. Por primera vez, toda una constelación de síntomas y comportamientos que tradicionalmente apuntaban a la enfermedad mental o a la inspiración eran atribuidos a una causa neurológica específica, en particular (tal como David Bear, otro colega, iba a subrayar) a una «hiperconexión» entre las áreas sensoriales y emocionales del cerebro, resultando en percepciones, recuerdos e imágenes acentuadas y de gran carga emocional. «El cambio de personalidad en la epilepsia de lóbulo temporal», observó Geschwind, «puede que sea la clave más importante que poseemos a la hora de descifrar los sistemas neurológicos que son el fundamento de las fuerzas emocionales que guían el comportamiento.»

Dichos cambios, subrayó Geschwind, no podían considerarse ni negativos ni positivos en sí mismos; lo que importaba era el papel que jugaban en la vida de una persona, y ése podía ser creativo o destructor, favorecer u obstaculizar la adaptación. Geschwind, sin embargo, se interesaba sobre todo por la situación (relativamente poco común) de un uso extraordinariamente creativo del síndrome. «Cuando esta trágica enfermedad visita a un hombre de genio», escribió de Dostoievski, «éste es capaz de extraer de ella una profunda comprensión… una profundización de la respuesta emocional.»
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Era la conjunción de enfermedad o disposición biológica con la creatividad individual lo que por encima de todo entusiasmaba a Geschwind.
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El término bastante árido de «síndrome de personalidad intercrítica» iba a convertirse en el «síndrome de Waxman-Geschwind», o a veces simplemente en el «síndrome de Dostoievski». Tuve que preguntarme si la enfermedad que Franco padeció en 1965, con sus sueños intensamente vividos, el carácter casi epiléptico de sus alucinaciones, sus iluminaciones y transportes místicos, no eran de hecho el inicio de dicho síndrome de Dostoievski.

Hughlings Jackson habla de la «duplicación de la conciencia» que suele tener lugar en dichos ataques. Y así ocurre con Franco: cuando es poseído por una visión, uno de esos sueños despierto, una reminiscencia de Pontito, se ve transportado: en cierto sentido, está allí. Sus recuerdos llegan de pronto, sin anunciarse, con la fuerza de la revelación. Aunque a lo largo de los años ha aprendido hasta cierto punto a controlarlos, a invocarlos o evocarlos —como de hecho aprende a hacer todo artista—, siguen siendo esencialmente involuntarios. Es precisamente esa característica la que Proust considera más valiosa: para él, el recuerdo voluntario es conceptual, convencional y plano; sólo el recuerdo involuntario que surge o se evoca en las profundidades puede transmitir la completa cualidad de la experiencia infantil, en toda su inocencia, asombro y terror.

La duplicación de la conciencia puede ser desconcertante en Franco: la visión de Pontito, del pasado, compite con el aquí y ahora, y en ocasiones puede arrollarlo completamente, hasta el punto de dejar a Franco desorientado, sin saber ya dónde está. Y la duplicación de la conciencia ha conducido a una extraña duplicación de su vida. Franco funciona, vive, trabaja en el San Francisco de hoy en día, pero una gran parte de él —quizá la mayor parte— vive en el pasado, en Pontito. Y con esta acentuación e intensificación de la vida en el pasado ha llegado a cierto empobrecimiento y depreciación de la vida aquí y ahora. Franco apenas sale, apenas viaja, no va al cine ni al teatro; tiene pocas distracciones o aficiones aparte de su arte; antes contaba con muchos amigos, pero los ha perdido a casi todos de tanto hablar interminablemente de Pontito. Trabaja muchas horas de cocinero en North Beach, en San Francisco; pasea todo el día, ausente del mundo, aturdido con Pontito; y todas sus relaciones se han ido difuminando a causa de esa obsesión, excepto quizá la que tiene con su mujer, Ruth, y ello, en gran medida, se debe a que ella comparte su obsesión. De modo que cuando ella abrió la galería en North Beach y la llamó Pontito Gallery, obtuvo matrículas con la palabra «Pontito» para el coche. El coste de la nostalgia y el arte de Franco es que, en el presente, su existencia se ve reducida a la mitad.

El psicoanalista Ernest Schachtel ha escrito que Proust estaba «dispuesto a renunciar a todo lo que la gente normalmente considera una vida plena, a renunciar a la actividad, al disfrute del momento presente, al interés por el futuro, la amistad, el intercambio social» en su «busca del tiempo perdido». Ese tipo de recuerdos que buscaba Proust, y que Franco también busca, son elusivos, huidizos, nocturnos; no pueden competir con la luz plena, el ajetreo de la vida cotidiana, y por ello han de ser invocados, evocados, como sueños, en el silencio y la oscuridad, en una habitación forrada de corcho, o en un estado mental parecido al trance o al ensueño.

Y sin embargo sería empobrecedor y absurdo suponer que la epilepsia de lóbulo temporal, los ataques de «reminiscencia», aun cuando constituyan el impulso definitivo de las visiones de Franco, puedan ser los únicos determinantes de sus recuerdos y su arte. Su carácter, el apego a su madre, su tendencia a la idealización y la nostalgia; la historia real de su vida, incluyendo la súbita pérdida del paraíso de su infancia y de su padre; y, no menos importante, el deseo de conocer, de alcanzar, de representar toda una cultura; todo ello, seguramente, es de igual importancia. Por una singular casualidad, en Franco parecía haberse dado la concurrencia de una aguda necesidad y un estado fisiológico. Pues si su sensación de exilio, pérdida y nostalgia exigían una suerte de mundo, una sustitución del mundo real que había perdido, sus ataques experienciales ahora le proporcionaban lo que necesitaba, un infinito abastecimiento de imágenes del pasado, o, mejor dicho, un «modelo» casi infinitamente detallado, tridimensional, de Pontito, todo un teatro o simulacro que poder recorrer y explorar mentalmente, captando nuevos aspectos, nuevas vistas, allí donde miraba; era claro que todo esto dependía igualmente del poder de su imaginación y de su memoria, un poder prodigioso que existía antes de su enfermedad.

Mientras compilaba todos los sucesos de 1965, me acordé de una reminiscencia epiléptica que había «atacado» (aunque le había sido tremendamente útil) a uno de mis pacientes, la señora O'C., y que le había proporcionado, mientras duró, recuerdos de su pasado olvidados mucho tiempo atrás, recuerdos muy preciados e importantes. Pero en el caso de la señora O'C., la reminiscencia epiléptica se apagaba en pocas semanas, cerrando esa extraña puerta fisiológicamente abierta al pasado, y dejándola, para mejor o para peor, de nuevo en la «normalidad». Para Franco, sin embargo, la reminiscencia no cesaba, sino que, en todo caso, aumentaba en intensidad y volumen, de modo que, a partir de ese momento, nunca volvió a ser realmente «normal». Ese asalto, esa posesión o desposesión, se da en ciertas personas con epilepsia de lóbulo temporal, a veces intensificando (pero más a menudo trastornando o destruyendo) sus vidas. En el caso de Franco —y aquí de nuevo se trata de una singular casualidad— estaba la capacidad, nunca antes intuida, de pintar sus visiones, de transmitir una visión infantil con las facultades de la madurez, y de hacer de su patología, de su nostalgia, un arte.

Una de las hermanas mayores de Franco, Antonietta, que ahora reside en Holanda, recuerda cuando la familia regresó a la casa de Pontito tras la ocupación nazi y lo encontró todo destrozado y cambiado. La madre de Franco quedó profundamente afectada, y también Franco. Aquel niño de diez años huérfano de padre le dijo a su madre: «Reconstruiré Pontito para ti.» Y cuando pintó su primer cuadro —de la casa donde nació— se lo envió a su madre; en cierto sentido cumplía la promesa de reconstruir Pontito para ella.

Franco, y en esto coincide con otras personas, vio siempre a su madre como una figura dotada de un poder peculiar. «Ella tiene el poder de curar a los niños; le enseñó el secreto a mi hermana Caterina», me dijo Franco. «También tiene el poder de echar mal de ojo.» Dicho pensamiento mágico era común en Pontito. Franco siempre mantuvo una estrecha relación con su madre, fue su favorito, y más aún desde la muerte del padre, momento en que parecieron iniciar una suerte de intimidad y proximidad preedípica, casi simbiótica. Franco le enviaba copias de todos sus cuadros, y cuando murió, en 1972, él quedó desolado. A partir de entonces, dijo, «dejé completamente de pintar». Sintió que eso era el fin de su vida, de su arte. No pintó en nueve meses. Luego, cuando se recuperó, sintió la apremiante necesidad de encontrar otra mujer, de casarse, y conoció a su futura mujer, una joven artista americana de origen irlandés. «Cuando conocí a Ruth quería regresar a Italia. Ruth me frenó. Yo decía: “Ahora ya no hay razón para pintar.” Pero Ruth reemplazó a mi madre. De no haber sido por Ruth, no habría pintado más.»

Franco fantaseaba permanentemente con la idea de regresar a Pontito; constantemente hablaba de una «reunión», de «volver a casa», y a veces hablaba como si su madre estuviera aún misteriosamente viva, esperando su regreso. Y aunque tuvo muchas oportunidades de regresar, consiguió sabotearlas todas. «Hay algo que le impide regresar a Pon— tito», dijo Bob Miller. «Una fuerza, un temor…, no sé qué es.» Franco tuvo un disgusto cuando vio fotografías de Pon— tito tomadas a finales de los setenta —la desaparición de los campos de cultivo y las huertas, convertidos ahora en desordenada maleza, le horrorizó— y apenas pudo soportar mirar las fotografías que Susan Schwartzenberg tomó en 1987. Nada de todo aquello era Pontito, el Pontito de su juventud, el Pontito de sus alucinaciones y sus sueños, el que había pintado durante más de veinte años.

Había una ironía y una paradoja en ello: Franco pensaba en Pontito constantemente, lo veía en su fantasía, lo representaba como algo infinitamente deseable, y sin embargo sentía una profunda renuencia a regresar. Pero es precisamente esa paradoja la que constituye el núcleo de la nostalgia, pues la nostalgia es precisamente una fantasía que nunca tiene lugar, que se manifiesta por no poderse llevar a cabo. Y sin embargo dichas fantasías no son sólo vanos ensueños o imaginaciones; apremian para que se lle— ven a cabo, pero de una manera indirecta: mediante el arte. Éstos, al menos, son los términos que D. Geahchan, el psicoanalista francés, ha utilizado. Refiriéndose concretamente al más grande de los nostálgicos, Proust, el psicoanalista David Werman habla de una «cristalización estética de la nostalgia», una nostalgia elevada al nivel de arte y mito.

No hay duda de que Franco es al mismo tiempo víctima y poseedor de una capacidad de creación de imágenes cuyo poder nos resulta difícil de concebir. No tiene libertad para recordar erróneamente, ni tampoco libertad para dejar de recordar. Cae sobre él, día y noche, le guste o no, una reminiscencia de casi intolerable poder y exactitud. «Nadie… ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo», escribe Borges en el relato titulado «Funes el memorioso». Dicha realidad intolerablemente vivida converge también sobre Franco.

Se puede nacer con el talento de una memoria prodigiosa, pero no con una predisposición a recordar; se recuerda sólo tras los cambios y separaciones de la vida: separaciones de gentes, de lugares, de sucesos y situaciones, especialmente si han sido de gran importancia, si han sido profundamente amados u odiados. De este modo, lo que pretendemos es tender un puente, reconciliar o integrar las discontinuidades, las grandes discontinuidades de la vida, mediante el recuerdo, y más allá de esto, mediante el mito y el arte. La discontinuidad y la nostalgia son particularmente profundas si, al crecer, abandonamos o perdemos el lugar donde nacimos o pasamos nuestra infancia, si nos convertimos en expatriados o exiliados, si el lugar o la vida en que fuimos criados ha cambiado hasta quedar irreconocible o destruido. Todos, en definitiva, somos exiliados del pasado. Pero eso es particularmente cierto para Franco, que se considera el único superviviente y la única persona que recuerda un mundo ya perdido para siempre.

Sean cuales sean los dones y las patologías de Franco —su memoria, su don para la pintura, sus ataques (quizá), su nostalgia—, también se ve impulsado, y así ha sido durante todo este tiempo, por un sentimiento y una motivación que trasciende lo personal; por una necesidad cultural de recordar el pasado, de conservar su significado, o de darle un nuevo significado en un mundo que lo ha olvidado. En resumen, vemos en la obra de Franco el arte del exiliado. Gran parte del arte —gran parte de la mitología, de hecho— surge del exilio.
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El exilio (del Paraíso Terrenal, de Sión) es un mito fundamental en la Biblia, quizá en todas las religiones. El exilio, naturalmente —y quizá una suerte de nostalgia, aunque enormemente transformada—, constituye la dinámica central de la vida y la obra de Joyce. Dejó Dublín, para no regresar nunca, cuando era muy joven, pero la imagen de Dublín impregna todo lo que escribió: primero como telón de foro de
Stephen, el héroe, Dublineses
y
Exiliados
, y a continuación en la atmósfera cada vez más mitologizada y universalizada de
Ul
ises
y
Finnegans Wake
. Los recuerdos que Joyce tenía de Dublín eran prodigiosos y se amplificaban y complementaban continuamente mediante una meticulosa investigación; pero era el Dublín de su juventud lo que le inspiraba, lo que había sido de la ciudad posteriormente le interesaba poco. Y lo mismo, de una manera más modesta, ocurre con Franco: Pontito es el telón de foro de todos sus pensamientos, desde los recuerdos más personales y cotidianos hasta el centro de la lucha cósmica entre las eternas fuerzas del bien y del mal.

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