Es probable que en breve me mude a otra ciudad. Probablemente a San Francisco, aunque también puede que vuelva a Italia para siempre … Desde que murió mi mujer, la situación se me ha hecho muy difícil. No estoy seguro de lo que debo hacer … Tengo que vender la casa, buscar una nueva y otro trabajo en San Francisco, o en el futuro regresar a Pontito. De modo que eso será el final de los recuerdos de Pontito… ¡pero no el final de mi vida! Comenzaré un recuerdo nuevo.
Me sorprendió la manera en que equiparaba regresar a Pontito con el final de sus recuerdos, de su identidad, el final de su singular reminiscencia y de su arte. Ahora se comprendía por qué había saboteado todas las ocasiones anteriores de regresar. ¿Podría el cuento de hadas, el mito, sobrevivir a la realidad?
En marzo de 1989, en Florencia, di una conferencia sobre Franco y su arte. A Franco comenzaron a lloverle las invitaciones: para conceder entrevistas, para enviar diapositivas, para que autorizara una exposición, y, sobre todo, para regresar a Pontito. Pescia, la ciudad más grande próxima a Pontito, organizó una exposición de sus cuadros, que debía celebrarse en septiembre de 1990. Su antiguo conflicto interior quedó magnificado por esa noticia exterior; un estado de excitación y ambivalencia fue creciendo en su interior. Finalmente, ese verano, decidió ir.
Había proyectado ir andando desde Pescia: subir hasta Pontito por la tortuosa carretera, llevando a la espalda una cruz de madera que había construido y que colocaría en la vieja iglesia de Pontito. Estaría solo, completamente solo, en esa peregrinación sagrada. Se detendría junto a una fuente, una antigua fuente de agua fresca, justo a la entrada de Pontito, y pondría la cara en el chorro de agua. Quizá después de beber el agua, pensó, se tendería en el suelo y moriría. O quizá, purificado, volvería a nacer, volvería a entrar en Pontito. Nadie reconocería a ese extranjero entrecano, hasta que un perro viejo, el perro que había conocido de niño, ahora ya tan viejo que apenas se movería (el perro, de hecho, tendría la misma edad que el propio Franco), reconociéndole, le lamería cariñosamente, y a continuación, acabada su espera, menearía la cola y moriría. Resultaba curioso oírle esta elaborada fantasía a Franco, una fantasía con elementos de Sófocles y Homero, sin olvidar el Nuevo Testamento, a pesar de que nunca había leído ni oído hablar de Sófocles ni Homero.
De hecho, su regreso no tuvo nada que ver con lo que acabo de describir.
Me telefoneó poseído por el pánico la noche antes de su vuelo. Innumerables pensamientos, deseos y miedos colisionaban en su interior: ¿debía ir o no? Constantemente cambiaba de opinión. Puesto que su arte se basaba en la fantasía y la nostalgia, en una memoria no contaminada por la puesta al día, le aterraba lo que perdería si regresaba a Pontito. Le escuché atentamente, como un psicoanalista, sin ofrecerle ninguna solución. «Tiene que decidir
usted
», dije finalmente. Esa misma noche tomó el avión.
Había pensado en ir a conocer al Papa para que le bendijera la cruz antes de llevarla a cuestas a Pontito. Pero el Papa estaba lejos, en África. Tampoco era posible el vía crucis hasta Pontito. Le comunicaron que el alcalde de Pescia y otras autoridades estaban esperándole en Pontito, y le llevaron al pueblo en coche, a toda velocidad.
Una vez acabada la ceremonia, Franco dio un paseo en solitario, dirigiéndose al hogar de su infancia. Su primera impresión: «Dios mío, la casa era tan pequeña que tuve que acurrucarme para mirar por la ventana. Vi cambios en el exterior, pero para mí siempre será igual.» Mientras recorría el pueblo, le pareció extrañamente silencioso, desierto, «como si todo el mundo se hubiera ido, como el pueblo de mis cuadros». Por unos momentos saboreó la sensación de estar reviviendo las escenas de su memoria, y a continuación tuvo una sensación de dolorosa pérdida: «Echaba de menos las gallinas, el sonido de las herraduras de los burros. Era como un sueño. Todo el mundo se había ido. Antes se oía mucho ruido: niños por todas partes, mujeres, las herraduras de los burros. Todo había desaparecido.» Nadie le saludó, nadie le reconoció, no vio a nadie por las calles durante su primer paseo. No vio cortinas en las ventanas ni ropa tendida, no oyó los sonidos de la vida salir de las casas vacías y con los postigos cerrados. Sólo se encontró con gatos medio salvajes escabulléndose por los callejones. En su interior creció la impresión de que Pontito estaba, de hecho, muerto, y de que él mismo era un espíritu que regresaba a una ciudad fantasma.
Caminó sin rumbo más allá de las casas, donde la tierra en un tiempo había sido fértil, todo campos y huertas bien cuidados. Por todas partes la tierra estaba seca y agrietada; no había sino abandono, y sólo florecían las malas hierbas. Le pareció que no sólo Pontito, sino toda la civilización, estaba en ruinas. Pensó en sus propias visiones apocalípticas: «Algún día Pontito estará contaminado, cubierto de maleza. Habrá guerra nuclear. Así que lo pondré en el espacio, para conservarlo por toda la eternidad.»
Pero entonces, al salir el sol, la absoluta belleza de la escena le hizo contener el aliento: «No puedo creerlo, es tan hermoso». Allí, alzándose terraza a terraza en la montaña, estaba Pontito, su Pontito, todo verde y oro, la torre de la iglesia en la cúspide resplandeciendo ahora al sol de la mañana:
su
iglesia, completamente inmutable. «Subí a la torre. Toqué las piedras. Me pareció que tenían mil años de antigüedad. Todos los colores distintos: el cobre, el verde.» Al tocar las piedras, al acariciarlas, Franco se sintió parte de aquella tierra, comenzó a pensar de nuevo que Pontito era real. Las piedras siempre habían desempeñado un papel crucial en sus cuadros; las había retratado con la mayor exactitud: cada sombra, cada color, cada convexidad o grieta, meditada y delineada con cariño. Las piedras de Franco poseen una cualidad extraordinariamente táctil o cinestésica. En ese momento, mientras las tocaba, la realidad de su «regreso a casa» comenzó a imponerse en su interior, y por primera vez durante su visita Franco comenzó a alegrarse. Las piedras, al menos, no habían cambiado. Ni tampoco la iglesia, los edificios o las calles. Su tacto, al menos, era el mismo de siempre. Y ahora los aldeanos, muchos de ellos parientes suyos, salían de sus casas, le saludaban emocionados, le bombardeaban a preguntas. Todos estaban orgullosos de él: «Hemos visto tus cuadros, hemos oído hablar de ti… ¿ahora vuelves con nosotros?» Y comenzó a sentirse como el hijo pródigo. Ése, dijo después, fue uno de los momentos culminantes de su viaje: «Cuando era niño, en Pontito, pensaba: Un día creceré. Haré algo, seré alguien, por mi madre. Ya verá la gente de Pontito. Cuando murió mi padre, no tenía zapatos, todos estaban rotos. Yo me avergonzaba. Nos despreciaban.»
Su fantasía infantil se estaba convirtiendo en realidad: Franco había hecho algo, era alguien, y ahora la gente —no sólo la gente de Norteamérica o Italia, sino su propia gente, los habitantes de Pontito— le amaba y le admiraba. Un tierno sentimiento hacia la gente —«mi gente»— se apoderó de él. Ellos no podían recordar el pasado del mismo modo que él: sus recuerdos carecían del poder de los de , o habían sido puestos al día, borrando el pasado. Eso era evidente siempre que hablaba con ellos. Franco, por tanto, sería su archivo, su memoria: «Les devolví la memoria a aquellas personas.» Y más tarde le dijo al alcalde: «Voy a construir una galería de arte, un pequeño museo, algo para hacer que la gente vuelva a este pueblo.»
En apariencia, regresar a Pontito no fue una experiencia tan intensa como había esperado —no había habido revelaciones místicas, ni éxtasis en las alturas—, pero tampoco había caído muerto por beber agua envenenada ni de un infarto, cosas que le habían parecido probables. Fue al marcharse cuando realmente sintió el impacto.
De vuelta en San Francisco, entró en una crisis. Primero, le sobrevino una abrumadora confusión perceptiva: le parecía ver dos imágenes de Pontito —dos «noticiarios», como decía él— proyectándose simultáneamente en su cabeza, y la más reciente, la nueva, tendía a ocultar la vieja. No podía hacer nada para detener este conflicto de percepciones, y cuando intentaba pintar Pontito se encontraba con que ya no sabía qué hacer: «Me siento confuso. Veo dos imágenes al mismo tiempo», me dijo. «Pensé que pintaría Pontito como era, pero lo “veo” como es ahora. Creí volverme loco. ¿Qué podía hacer? Quizá nunca volvería a pintar Pontito. Me asusté. Dios mío, y ahora… ¿comenzar todo otra vez?… Me costó diez días recuperar el Pontito de siempre.»
Las imágenes alucinatoriamente vividas del nuevo Pon— tito tardaron diez días en desaparecer, en dejar de competir con el viejo Pontito; diez días para que se resolviera el conflicto meramente perceptivo; y, en cuanto a sus emociones, eran tan confusas que apenas se atrevía a pensar en ellas. En ese momento, casi desesperado, decía: «Ojalá no hubiera vuelto. Trabajo mejor con mi fantasía. Ahora no puedo trabajar.» Tardó un mes en volver a dibujar Pontito. Los nuevos dibujos y pinturas, de apenas unos centímetros cuadrados, eran inusualmente tiernos e íntimos: esquinas, un rincón donde podría sentarse un muchacho, rincones donde él se había sentado y soñado de niño. Aquellas pequeñas escenas, aunque no contenían figuras humanas, poseían una atmósfera intensamente humana, como si sus ocupantes acabaran de marcharse o estuvieran a punto de llegar, y eran muy distintas de las escenas idealizadas aunque despobladas que pintaba antes.
Al reflexionar sobre su experiencia, a Franco le pareció agradable y agotadora, pues en las tres semanas que estuvo allí tuvo que hacer frente a muchos compromisos y no tuvo tiempo para sí mismo: en Pontito le habían seguido y entrevistado cada día y no había tenido tiempo de hacer ningún esbozo ni de pensar. Sentía la necesidad de volver por segunda vez, de enfrentarse a asuntos más profundos, de pasar un tiempo solo en Pontito.
En marzo de 1991 hubo una segunda exposición de los cuadros de Franco en Italia —ésta en el Palazzo Medici-Riccardi de Florencia—, y acompañé a Franco a la exposición. Se quedó desconcertado ante el espléndido entorno, al ver sus cuadros en inmensas salas palaciegas. «Me siento como un intruso», dijo. «Éste no es sitio para mis cuadros.» Él y sus cuadros, opina, están arraigados en la montañosa campiña toscana; se siente incómodo en la cosmopolita grandeza de Florencia.
A la mañana siguiente, Franco y yo salimos para Pontito; por primera vez, veremos su pueblo juntos. Pasamos el Duomo y el Baptisterio del centro de Florencia, pasamos junto al viejo hospital infantil de los Inocentes, atravesamos en coche el barrio antiguo, milagrosamente conservado, cuidado y desierto ahora, casi al amanecer de un domingo. Franco, a mi lado, está ensimismado, absorto en sus pensamientos.
Dejamos atrás la carretera que lleva a Pistoia y ponemos rumbo a Montecatini, flanqueados por laderas moteadas de antiguas aldeas. «En el fondo de la mente de todo artista hay una especie de modelo o estilo arquitectónico», escribió G. K. Chesterton. «Es algo parecido al paisaje de los sueños; el tipo de mundo que desearía construir o por el cual desearía deambular; la extraña flora y fauna de su propio planeta secreto.» Para Auden, este paisaje era piedra caliza y minas de plomo; para Franco, es este antiguo e inmutable paisaje toscano.
Una señal que advierte a los motoristas del peligro de nieve me impulsa a preguntarle a Franco si alguna vez nevó en Pontito, o si alguna vez ha pintado Pontito blanqueado por la nieve. Sí, había nieve, dice, y en una ocasión comenzó un cuadro con nieve, pero casi todos sus cuadros eran de Pontito
in primavera.
Cuando llegamos a Pescia, a la falda de la montaña, debajo de Pontito, Franco reconoce las gentes y los lugares: la tienda donde compraba los lápices de colores hace cuarenta años; un bar subterráneo. Pocas cosas han cambiado en esta villa donde el tiempo transcurre con lentitud. Reconoce al que era cartero en los años cuarenta: se abrazan en medio de la calle. Todo el mundo le da la bienvenida; en todas partes hay sonrisas para el hijo pródigo que vuelve a casa una vez más. Vamos al ayuntamiento, donde a Franco le rindieron honores en su primera visita. Ahora se honra a un profeta en su tierra. Eso le complace, esta fama local; éste es su sitio, del mismo modo que Florencia no lo es.
A partir de Pescia la carretera es estrecha y empinada. Serpenteamos en segunda después de casi acabar en la cuneta en la primera curva, pasado Pietrabuona, ciudad que recibe el nombre de su magnífica piedra, con su iglesia y antiguos edificios encaramados en su colina más alta. Pasamos junto a sus colinas en terraza, tenuemente iluminadas, con los retorcidos olivos y viñas sobre ellas; esas terrazas son antiguas, datan de la época etrusca. Rodeamos muchas pequeñas aldeas: San Quirico, Castelvecchio, Stiappa. Finalmente doblamos otra curva y por primera vez distinguimos Pontito. «¡Dios mío, mírelo!», exclama Franco en voz baja. «¡Jesús! Veo mi casa. No, no la veo… Mire toda esta maleza, malas hierbas por todas partes. Antes había cerezos, perales, frutales. Castaños, grano, maíz, lentejas.» Me cuenta cómo, siendo un muchacho desgarbado y patilargo, iba a grandes zancadas de un pueblo a otro. Mientras nos aproximamos a Pontito se le humedecen los ojos. Observa intensamente y murmura para sí mismo mientras lo abarca todo con la mirada. «Éste es el puente, el arroyo donde hacíamos la colada. Sendero abajo, las mujeres caminaban con cestos sobre sus cabezas.»
Detenemos el coche, Franco se apea de un salto, viendo y recordando más detalles continuamente. Asociada a la memoria puramente topográfica, también se da una cultural. Me cuenta cómo los aldeanos recogían cáñamo y lo sumergían en el arroyo durante un año, anclado por rocas, y después lo sacaban para secarlo y convertirlo en tejido para sábanas y toallas, y en sacos para las castañas: una completa industria local, una tradición ahora casi olvidada, excepto por Franco. De pronto, indignado ante la nueva maleza que oscurece el sendero, la arranca en poderosas brazadas. Enfadado ante algún edificio nuevo, me dice con detalles exactos cómo era antes ese paisaje: «Allí había una roca, el agua discurría por allí.» No hay duda de que cada piedra, cada centímetro, está grabado en su memoria.
—Come sta?
—Mientras subimos la empinada calle empedrada, Franco saluda a un corpulento anciano con un abrigo verde. («Su padre nos daba caramelos.») Franco tiene una memoria épica, pero lo trivial y lo significativo, lo personal y lo mítico, se mezclan indiscriminadamente. Se detiene ante la casa donde nació su madre.