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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (23 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Franco había nacido en Pontito en 1934. En aquel tiempo era un pueblo de unas quinientas almas, situado en las colinas de Castelvecchio, en la provincia de Pistoia, a unos sesenta kilómetros al oeste de Florencia. Como todos los pueblos de las colinas de la Toscana, tenía historia y contaba con gran abundancia de tumbas etruscas; y su agricultura, basada en los cultivos en terrazas, sobre todo de olivo y viña, se remontaba a más de dos mil años atrás. Sus edificios de piedra, sus calles tortuosas y empinadas, sólo transitables a pie o en burro, no habían cambiado en siglos, ni tampoco la sencilla y tranquila vida de sus habitantes. En sus mejores épocas, el pueblo estuvo dominado por la torre de su vieja iglesia, y la casa de Franco estaba cerca de la iglesia; de hecho, cuando era niño casi podía tocar el tejado del templo si se inclinaba hacia adelante desde la ventana de su dormitorio. Un tanto aislados y endogámicos, los aldeanos casi formaban una única gran familia: los Magnani, los Papi, los Vanucci, los Tamburi, los Sarpi, todos estaban emparentados. La mayor eminencia del pueblo fue Lazzaro Papi, un estudioso de la Revolución Francesa que vivió en la segunda mitad del siglo
XVIII
; hay un monumento erigido en su honor en la plaza central.

Aislado, inmutable, firme en sus tradiciones, Pontito era una ciudadela contra el flujo del cambio y el tiempo. La tierra era fértil, los habitantes laboriosos; sus granjas y huertos les mantenían sin lujos pero sin penurias. La vida transcurría tranquila y serena para Franco y para todos los aldeanos, hasta que estalló la guerra.

Entonces llegaron los horrores y problemas de todo tipo. El padre de Franco murió en un accidente, en 1942, y al año siguiente entraron los nazis, que se apoderaron del pueblo y expulsaron a sus habitantes. Cuando los aldeanos regresaron, muchas de sus casas estaban destruidas. La vida ya nunca volvió a ser la misma. El pueblo había sido expoliado, los campos y las huertas estaban destrozados, y, quizá lo más importante, el antiguo sistema de vida y las costumbres se habían visto alterados. Pontito realizó un esfuerzo e intentó recuperarse valerosamente después de la guerra, pero jamás lo consiguió del todo. Desde entonces vivió un lento declinar. Sus huertas y campos, su economía agraria, nunca se recobraron del todo; dejó de ser económicamente autosuficiente, y los jóvenes, hombres y mujeres, tuvieron que emigrar. Aquel pueblo antaño próspero, que tenía quinientos habitantes antes de la guerra, ahora sólo contaba con setenta, todos ancianos o jubilados. Ya no había niños, y muy pocos adultos trabajaban. La aldea antaño vital estaba despoblada y agonizante.

Todos los cuadros de Franco representan Pontito y su vida en el pueblo antes de 1943; todos son recuerdos de su infancia, del lugar donde vivió y jugó y creció antes de que mataran a su padre, antes de que llegaran los alemanes, antes de la ocupación del pueblo y la ruina de sus campos.

Franco vivió en Pontito hasta cumplir los doce años, en 1946, cuando fue a la escuela de Lucca. En 1949 asistió a la de Montepulciano como aprendiz de ebanista. Ya destacaba por su memoria «fotográfica» incluso antes de todo eso (al igual que su madre y una de sus hermanas, aunque en menor grado): era capaz de recordar una página tras leerla una sola vez, o la lectura de la Biblia en la iglesia tras oírla una sola vez; era capaz de recordar todas las inscripciones de las lápidas del cementerio; era capaz de recordar (y sumar) largas listas de cifras de un solo vistazo. Pero fue en Lucca, lejos de su hogar por primera vez, y con una enorme añoranza, cuando comenzó a experimentar otro tipo de memoria: imágenes que surgían repentinamente en su cabeza, imágenes de gran resonancia e intensidad personal, que le provocaban un intenso dolor o placer. Estas imágenes eran muy distintas de la memoria «habitual» que le había distinguido hasta entonces; eran involuntarias y repentinas, como un destello, imperativas: casi alucinatorias por su sonido, su consistencia, su olor y su sensación táctil. Este nuevo tipo de memoria era, por encima de todo, experiencial o autobiográfica, pues cada imagen llevaba consigo el propio contexto y el propio afecto personal. Cada imagen era una escena retrospectiva de su vida. «Echaba de menos Pontito desesperadamente», me dijo su hermana. «“Veía” la iglesia, la calle, los campos… aunque entonces todavía no sentía el impulso de dibujar.»

Franco regresó a Pontito en 1953, tras cuatro años como aprendiz, pero se encontró con que en el pueblo, ya en declive, no había trabajo suficiente para un carpintero. Incapaz de ganarse la vida en Pontito, ni de seguir su oficio, se trasladó a Rapallo, donde trabajó como cocinero, aunque seguía insatisfecho y soñaba con una vida diferente, con lugares remotos. A principios de los sesenta —tenía por entonces veinticinco años— decidió, un poco por impulso, un poco por razonamiento, dejar su trabajo, ver mundo, trabajar de cocinero en un crucero. Y mientras se estaba preparando para ello (sabiendo, quizá, que jamás regresaría), escribió una autobiografía, aunque la arrojó al mar en cuanto embarcó. La necesidad de recordar, de construirse una imagen de su infancia, era claramente muy fuerte en él en ese momento; pero todavía no había encontrado el medio de hacerlo. De modo que zarpó. Navegó de un lugar a otro entre el Caribe y Europa y llegó a conocer bien Haití, las Antillas y las Bahamas; de hecho, en 1963 y 1964 pasó ca— torce meses en Nassau. Durante esa época dice que «olvidó» Pontito, que casi nunca le venían pensamientos de su pueblo.

En 1965, cuando tenía treinta y un años, tomó una decisión trascendental: no regresaría a Italia, ni tampoco a Pon— tito; se establecería en Estados Unidos, en San Francisco. La decisión era difícil y dolorosa. Suponía una separación, quizá irrevocable, de todo lo que le había sido más valioso y querido: su país, su idioma, su pueblo, su familia, las costumbres y tradiciones que habían mantenido unida a su gente durante cientos de años. Pero prometía, o parecía prometer, libertad y quizá riqueza, una nueva vida en un nuevo país, la libertad de ser él mismo, de ser independiente, tal como la había saboreado a bordo del crucero. (Su padre, de joven, también había ido a Estados Unidos y había tenido un negocio durante años, pero la nostalgia le hizo regresar a Pontito.)

Esa dolorosa decisión fue acompañada de una extraña enfermedad, que finalmente le llevó a un sanatorio. No está nada claro en qué consistió la enfermedad. Hubo una crisis de decisión, y esperanza, y miedo, pero también fiebre alta, pérdida de peso, delirio, quizá convulsiones; hubo indicios de tuberculosis, de psicosis, de alguna enfermedad neurológica. Nunca llegó a resolverse qué había ocurrido, y la naturaleza de la enfermedad sigue siendo un misterio. Lo que está claro es que en el momento más grave de su enfermedad, con el cerebro quizá estimulado por la excitación y la fiebre, Franco comenzó a tener, todas las noches, unos vividos y obsesivos sueños. Cada noche soñaba con Pontito, no con su familia, no con actividades ni sucesos, sino con las calles, las casas, la mampostería, las piedras, sueños realistas hasta el mínimo detalle, de una precisión que iba más allá de sus recuerdos conscientes. Durante esos sueños le poseía una intensa y extraña excitación: tenía la sensación de que algo acababa de ocurrir, o estaba a punto de ocurrir; una sensación de inmensa, premonitoria y enigmática importancia, acompañada de una nostalgia agridulce, insaciable y anhelante. Y cuando despertaba le parecía que no estaba despierto del todo, pues los sueños todavía estaban presentes en su ojo interior, pintándose a sí mismos en las sábanas y el techo y las paredes que le rodeaban, o se erguían sobre el suelo, como modelos tridimensionales exquisitamente precisos en cada detalle.

En el hospital, con todas aquellas imágenes oníricas abriéndose paso en su conciencia y su voluntad, se apoderó de él una nueva sensación, la de que estaba siendo «llamado». Aunque su capacidad para evocar imágenes siempre había sido grande, nunca las había visto con tal intensidad: imágenes que quedaban suspendidas en el aire como apariciones y le prometían una «reapropiación» de Pontito. Ahora parecían decirle: «Píntanos. Haznos reales.»

¿Qué sucedió (Franco nunca ha dejado de preguntárselo) durante aquellos días y noches en el hospital, en aquella época de crisis, delirio, fiebre y convulsiones? ¿Sucumbió a la tensión de tener que decidir, sufrió una escisión «freudiana» del yo y se convirtió a partir de entonces en un histérico hipermnésico? («Los histéricos sufren principalmente reminiscencias», escribió Freud.) ¿Acaso una parte escindida de él buscaba ofrecer en forma de recuerdos o fantasías lo que había cercenado de sí misma, aquello a lo que ya no podía volver en la realidad? ¿Evocaba aquellos sueños, aquellas imágenes de la memoria, en respuesta a una necesidad emocional profunda? ¿O se abrían paso a la fuerza mediante algún bombardeo extraño y fisiológico del cerebro, un proceso en el que él (como persona) no intervenía, pero que no podía evitar y ante el que no podía reaccionar? Franco tomó en consideración todas estas posibles explicaciones de tipo «médico», pero las rechazó (nunca permitió que fueran debidamente exploradas), y en lugar de eso buscó explicaciones más espirituales.
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Le había sido otorgado un don, un destino, y era su deber obedecerlo, no cuestionarlo. Así pues, con este espíritu religioso Franco, tras una breve lucha, aceptó sus visiones, y ahora se dedicaba a convertirlas en palpable realidad.

Aunque hasta entonces había pintado o dibujado muy poco, sintió que podía tomar un pincel o un lápiz y trazar los perfiles que flotaban tan claramente en el aire o se proyectaban ante él sobre las paredes blancas de su habitación. Por encima de todo, en aquellas primeras noches de crisis, le venían imágenes de la casa donde había nacido, imágenes de una belleza extrema, aunque con un aspecto también amenazante.

El primer cuadro que Franco hizo de Pontito fue de su casa, un cuadro que, a pesar de su falta de preparación, estaba hecho con una sorprendente seguridad del trazo y con una extraña y misteriosa fuerza emocional. El propio Franco se quedó asombrado ante aquel cuadro, en especial por el hecho de ser capaz de pintar, de poder expresarse de aquella manera nueva y maravillosa. Incluso ahora, un cuarto de siglo después, sigue asombrado. «Fantástico», dice. «Fantástico. ¿Cómo pude hacerlo? ¿Y cómo podía tener ese don sin saberlo?» De vez en cuando, de pequeño, había imaginado que de mayor se convertía en artista, aunque no era más que una simple fantasía, y nunca había hecho más que jugar con un lápiz o un pincel, bosquejar un barco que aparecía en una postal, o una escena caribeña. También le daba miedo ese poder que ahora tenía, un poder que se adueñaba de él y le dominaba, pero que quizá podría controlar, dándole voz. Y la expresividad de sus cuadros, su estilo, estuvo ahí desde el principio, incluso —o sobre todo— en los primeros cuadros que pintó. «Los dos primeros cuadros son muy distintos de los últimos», me dijo su amigo Bob Miller. «Hay algo ominoso en ellos, puedes ver que va a ocurrir algo profundo y lleno de significado.»

Que Franco no había comenzado a pensar obsesivamente en Pontito —ni a soñar día y noche con Pontito— hasta esa época queda corroborado por su cuñado, que no le había visto entre 1961 y 1987. «En el 61 Franco hablaba de todo», me dijo. «No estaba obsesionado, era normal. Pero cuando le vi en 1987 estaba poseído. Constantemente tenía visiones de Pontito, y no hablaba de otra cosa.»

Miller dice: «Sus cuadros comenzaron en este período de crisis. Estaba en el hospital, a punto de sufrir un colapso nervioso, y los cuadros parecieron ser una especie de solución, de cura. A veces dice: “Tengo estos recuerdos, tengo estos sueños, no puedo seguir adelante”, pero parece seguir adelante muy bien. Es difícil tener una conversación normal con él, de todos modos, todo es “Pontito, Pontito, Pontito”. Es como si tuviera una construcción en tres dimensiones, una maqueta de Pontito que pudiera ensamblar: mueve la cabeza para “ver” los diferentes aspectos del modelo. Parecía pensar que ese tipo de “visión” era normal, y sólo a finales de los setenta, cuando Gigi, un amigo, volvió con unas fotos de Pontito, se dio cuenta por primera vez de lo extraordinarias que eran sus visiones… Todo es fresco, vivaz, como si acabara de recordarlo. No es una forma fija, de repertorio, en absoluto. Él recuerda escenas, las representa, las revive. De manera que es un recuerdo muy concreto, muy particular, que se organiza en historias y escenas, un recuerdo de quién dijo qué y cuándo.» Uno a veces piensa que hay algo teatral en los cuadros y que, en cierta medida, el propio Franco los ve de ese modo.

Lo que se había anunciado en los sueños nocturnos se profundizó e intensificó en la mente de Franco. Comenzó a tener «visiones» de Pontito durante el día, visiones emocionalmente abrumadoras, pero de una cualidad minuciosa y tridimensional que compara a holografías. Estas visiones pueden presentarse en cualquier momento, cuando está comiendo o bebiendo, dando un paseo, duchándose. Para él no hay duda de su realidad. Quizá está hablando con alguien tranquilamente, y de pronto se inclina hacia adelante, la mirada fija y los ojos desorbitados, embobado: una aparición de Pontito se alza ante él. «Muchos de los cuadros de Franco», escribe Michael Pearce (en un fascinante análisis que apareció en el
Exploratorium Quarterly
coincidiendo con la exposición), «comienzan con lo que él describe como un flash de la memoria, cuando una escena concreta se introduce de pronto en su cabeza. A menudo siente una gran imperiosidad de trasladar la escena al papel inmediatamente, y se sabe que ha salido de un bar a mitad de tomar una copa a fin de empezar un esbozo… Al parecer, el flash que le viene a Franco de la escena no es una visión estática, fotográfica… Puede explorar la zona y “verla” en varias direcciones. Para hacerlo, debe reorientar físicamente su cuerpo, girando a la derecha para imaginar lo que estaría a la derecha en la escena de Pontito, a la izquierda para “ver” lo que habría a ese lado… los ojos escrutando en la distancia como si pudiera ver los edificios de piedra, los arcos y las calles.»

Dichas apariciones no son sólo visuales. Franco oye las campanas de la iglesia («como si estuviera allí»); puede tocar la pared del cementerio; y, sobre todo, percibe el olor de lo que ve: la hiedra del muro de la iglesia, la mezcla de olores de incienso, moho y humedad y, entreverados con ellos, los tenues aromas de los bosquecillos de nogales y olivos que crecían alrededor de Pontito en su juventud. Vista, oído, tacto, olfato, a veces son casi inseparables para Franco, y lo que le llega es como las complejas y cenestésicas experiencias de su infancia: «la percepción instantánea de situaciones totales», las denominó una vez el psiquiatra Harry Stack Sullivan.

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