Después visitamos el Museo de Historia Natural, un edificio de ladrillo rojo eléctrico diseñado por un arquitecto inglés. Margaret instruyó a Stephen: «Échale una buena mirada a este edificio. Estúdialo. Capta el vocabulario de este edificio. Quiero que luego lo dibujes de memoria.» Pero lo que Stephen dibujó después fue algo distinto del Museo de Historia, y mostraba una docena de cúpulas en forma de cebolla, no presentes en el original.
Primero me pregunté si eso era un fallo de su memoria, y le pedí que me dibujara San Basilio de memoria. Lo hizo al instante, un esbozo muy exacto y bello, en dos minutos. Más tarde, ese día, comenzó a dibujar el GUM, un inmenso centro comercial, y lo acabó tranquilamente mientras se tomaba una Coca-Cola en el hotel. Había retenido de memoria incluso los carteles de las tiendas, aunque estuvieran en alfabeto cirílico, incomprensible para él. Estaba claro que no había ningún fallo de memoria.
Margaret y yo intentamos imaginar qué había ocurrido con el Museo de Historia; Stephen estaba distraído cuando se le pidió que lo memorizara (la policía de la Plaza Roja le puso nervioso) y cuando le preguntamos cómo se sentía, sólo dijo: «Todo va bien» (lo cual significaba que no le gustaba). Creo que intentó hacerlo más atractivo coronándolo con cúpulas en forma de cebolla, aunque éstas casaban tan poco con la base que el edificio resultaba bastante inconcebible.
A la mañana siguiente, cuando nos encontramos para desayunar en el comedor del hotel, Stephen me saludó con un atronador «¡Hola, Oliver!», vociferado de modo muy amistoso y cordial, o eso pensé yo. Pero luego no estuve tan seguro: ¿se trataba de un simple automatismo social? El gran neurólogo Kurt Goldstein escribió acerca de otro muchacho autista:
Llega a sentir cariño por algunas personas … Al mismo tiempo, sin embargo, sus respuestas emocionales y sus afectos siguen siendo superficiales y mecánicos. Cuando uno se encuentra con él cada varios meses, le da la bienvenida y le despide con la misma amabilidad impersonal, como si más allá de lo que dura la presencia concreta de ambos no hubiera ningún contacto real … es una presencia sin contenido emocional.
En una tienda Intourist compré un trozo de ámbar. Stephen la miró con indiferencia —no tenía ningún atractivo visual para él—, hasta que lo froté y le mostré cómo se cargaba eléctricamente. Ahora atraía diminutos trozos de papel, de modo que cuando coloqué el ámbar a pocos centímetros de distancia éstos volaron repentinamente hasta el ámbar. Stephen abrió mucho los ojos asombrado: me cogió el ámbar y repitió la electrificación por sí mismo. Pero a continuación su asombro comenzó a desvanecerse. No preguntó qué sucedía ni por qué, y no pareció interesado cuando se lo expliqué. Yo me entusiasmé al ver su sorpresa inicial —nunca le había visto verdaderamente sorprendido—, pero ésta también se desvaneció, desapareció. Y para mí eso resultó bastante descorazonador.
Durante el almuerzo, riendo entre dientes, Stephen dibujó una caricatura de todos los que estábamos en la mesa, donde yo aparecía abanicándome. (Soy sensible al calor y siempre llevo un abanico japonés, que me había visto utilizar a menudo.) Me retrató como si me acobardara ante el impacto del abanico, y a él mismo como un personaje grande, poderoso, al mando: se trataba de una representación simbólica, la primera que le veía hacer.
Viajando y viviendo con Stephen —ahora llevábamos cinco días juntos—, comprendí lo frágil que era psicológicamente, las profundas fluctuaciones de su estado. Había veces en que se mostraba animado e interesado por su entorno y podía realizar brillantes y divertidas imitaciones y caricaturas; y había veces en que regresaba al más profundo autismo y respondía, caso de que lo hiciera, como un autómata, ecolálicamente. Tales fluctuaciones, que generalmente duraban unas pocas horas, raramente días, son comunes en niños con autismo clásico, aunque se ignora su causa. Habían sido mucho peores, me contaron, cuando Stephen era más joven.
Al día siguiente subimos a un tren en el que viajaríamos durante todo el día hasta Leningrado. Margaret había llenado una cesta de provisiones, más que suficientes para nosotros y cualquier otro pasajero que se sentara en nuestro compartimiento. Mientras el tren se ponía en camino, comenzamos a desayunar: habíamos salido del hotel a las cinco de la mañana para coger ese tren tan temprano. Mientras Margaret sacaba la comida de la cesta, Stephen, medio convulsivamente, abalanzó la cabeza hacia ella y empezó a oler todo lo que iba apareciendo ante sus ojos. Me recordó algunos de mis pacientes postencefalíticos y algunas personas con el síndrome de Tourette, en quienes había observado comportamientos olfativos de ese tipo. De pronto comprendí que el mundo olfativo de Stephen podía ser tan vivido como el visual; pero no poseemos el lenguaje, los medios, para transmitir dicho mundo.
Stephen se quedó mirando con cierta vacilación los huevos duros: ¿era posible que jamás hubiera cascado uno? De manera juguetona, cogí uno y lo casqué en mi cabeza; Stephen se quedó encantado y soltó una carcajada. Nunca había visto cascar un huevo duro de esa manera, y me dio un segundo huevo para ver si lo haría otra vez, y entonces, animado por Stephen, casqué uno en su cabeza. Hubo algo espontáneo en ese gesto mío, y creo que Stephen se sintió más a gusto conmigo después de eso, pues le había mostrado lo juguetón y tonto que yo podía llegar a ser.
Tras el desayuno, Stephen y yo practicamos algunos juegos. Se le daba muy bien el veo, veo, y cuando yo le decía: «Veo, veo una cosa que empieza por “c”», él rápidamente recitaba: «Café, cigarrillo, comedor, casa, comida, calcetín, cenicero.» Se le daba muy bien poner las letras que faltaban en palabras incompletas. Y sin embargo, a los dieciséis años, todavía era incapaz de entender que el líquido contenido en recipientes distintos, aunque alcance alturas diferentes, puede ocupar el mismo volumen: un concepto este, el de la constancia del volumen, que, tal como mostró Piaget, casi todos los niños comprenden a los siete años.
El tren atravesó diminutos pueblos de casas de madera e iglesias pintadas: un mundo tolstoiano que no había cambiado en cien años. Mientras Stephen lo observaba todo atentamente, imaginé las miles de imágenes que debía estar captando, construyendo, y que podría transmitir en vívidos dibujos y viñetas, aunque ninguna de ellas, sospeché, conseguía sintetizar alguna impresión general en su mente. Tenía la sensación de que todo el mundo visible fluía a través de Stephen como un río, sin que él le encontrara sentido, ni consiguiera apropiárselo, ni llegara a formar parte de él en lo más mínimo. Que aunque Stephen pudiera retener todo lo que veía, en cierto sentido quedaba retenido como algo externo, sin integrar, y no podía construirse nada a partir de ello, ni modificarlo, ni relacionarlo, ni revisarlo, y no influía ni era influido por ninguna otra cosa. Pensé en su percepción, en su memoria, como algo casi mecánico, como un vasto almacén, biblioteca, o archivo, sin clasificar ni catalogar o reagrupar por asociación, donde, sin embargo, se puede acceder a todo en un instante, como en la memoria de acceso aleatorio de un ordenador. Me encontré comparándolo con una especie de tren, un misil perceptivo, que viajaba a través de la vida tomando nota, consignando lo que veía, pero jamás apropiándoselo, una especie de transmisor de todo lo que pasaba a gran velocidad, aunque él mismo nunca cambiaba ni se nutría de esa experiencia.
A medida que nos aproximábamos a Leningrado, Stephen decidido que era momento de dibujar. «¡Lápiz, Margaret, tesoooro!», dijo. Me divirtió aquel «tesoooro», un margaretismo que había adoptado y que yo no sabía si era automático o más consciente, una parodia humorística. El tren traqueteaba mucho, y yo apenas era capaz de tomar breves notas. Pero Stephen podía perfectamente dibujar, con su velocidad y fluidez de siempre; eso era algo que ya me había asombrado antes, en el avión. (Stephen parecía torpe, pero de pronto daba la impresión de recobrar algunas habilidades motoras, casi instantáneamente, tal como parece ocurrir con algunos autistas. En Amsterdam no había vacilado en recorrer la estrecha pasarela que llevaba hasta una casa flotante, algo que nunca había hecho antes, y eso me recordó a otro joven autista que yo había conocido, quien de pronto recorrió en equilibrio una cuerda floja, con gran pericia y sin miedo, el día después de verlo hacer en el circo.)
Finalmente, tras once horas de lento recorrido —la Rusia rural iba apareciendo lentamente ante nosotros—, llegamos a una importante estación de Leningrado, una estación de un esplendor prerrevolucionario, zarista, ya un tanto desdibujado. Todo el panorama de la ciudad, con sus hermosos y bajos edificios del siglo
XVIII
, podía verse desde las ventanas de nuestro hotel, reluciendo en la blanca noche del norte. Stephen estaba ansioso por verlo a la luz del día, y decidió que lo primero que haría al día siguiente sería dibujarlo. Yo no estaba en la habitación cuando empezó, pero Margaret me contó más tarde que había hecho un interesante inicio en falso. Había un crucero viejo y famoso, el
Aurora
, amarrado en el Neva, y Stephen lo había dibujado desproporcionadamente en relación con los edificios del otro lado. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, dijo: «Volveré a empezar. No es bueno. No funcionará.» Arrancó otra hoja de papel y volvió a empezar.
La flagrante incongruencia inicial entre el barco y los edificios me hizo pensar en otras pequeñas incongruencias de su obra, el hecho de que a veces utilizara perspectivas múltiples en sus dibujos y que éstas no siempre coincidieran perfectamente.
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Ese día fuimos al Monasterio Alexandr Nevski, e inesperadamente nos encontramos en mitad de una boda ortodoxa. El coro lo formaba una turba demacrada y harapienta, conducida por una mujer ciega de brillantes ojos azules. Pero sus voces eran maravillosas, hasta un punto casi intolerable, especialmente la del bajo profundo, que parecía, pensamos Margaret y yo, un escapado del Gulag.
Margaret creía que aquellas voces no afectaban a Stephen, pero yo pensaba lo contrario, que estaba profundamente afectado, lo que nos da una medida de lo difícil que era saber, a veces,
qué
sentía.
El momento culminante de nuestra estancia en Leningrado fue una visita al Hermitage, aunque Stephen tuvo una reacción un tanto infantil ante los increíbles cuadros que hay ahí. «¿Ves que está compuesto por bloques?», dijo Margaret de un Picasso, una mujer con la cabeza inclinada. Stephen simplemente preguntó: «¿Es que le duele algo?
Margaret le dijo a Stephen que observara atentamente
La danza
de Matisse, y Stephen se la quedó mirando, sin mostrar mucho interés, durante unos buenos treinta segundos. Ya de nuevo en Londres, Margaret le sugirió que lo dibujara, y Stephen lo hizo: sin vacilar, con brillantez. Sólo más tarde se observó una curiosa combinación (de nuevo por el señor Williamson): Stephen había utilizado las formas de los bailarines del cuadro del Hermitage, pero les había puesto los colores de otra versión del cuadro (que está en el Museo de Arte Moderno de Nueva York). Resultó que su hermana Annette le había regalado un póster de la
Danza
del MOMA años antes, y Stephen ahora había pintado los colores «americanos» en el cuadro «ruso». Uno podía preguntarse si eso era un lapsus de memoria o una confusión, pero sospecho que Stephen había querido jugar un poco, y había
decidido
darle al cuadro del Hermitage los colores del MOMA, al igual que decidió ponerle al Museo de Historia cúpulas en forma de cebolla (o, si a eso vamos, colocar una chimenea en mi casa, o, en otro dibujo, decorar con un pene el Rockefeller Center Prometheus).
Cansados tras todo un día de patear y dibujar el Hermitage, nos marchamos y regresamos al hotel a tomar el té. Al ver que Stephen necesitaba alguna diversión, Margaret le dijo:
—Ahora
tú
serás el profesor… Y tú, Oliver, el alumno.
Apareció un brillo en los ojos de Stephen.
—¿Cuánto es dos menos uno? —preguntó.
—Uno —dije enseguida.
—¡Bien! ¿Ahora cuántas son veinte menos diez?
Fingí pensarlo un momento, y a continuación dije:
—Diez.
—Eso está muy bien —dijo Stephen—. ¿Y sesenta menos diez?
Reflexioné profundamente, torcí el gesto.
—¿Cuarenta? —dije.
—No —dijo Stephen—. Mal. ¡Piensa!
Intenté ayudarme con los dedos, haciendo que fueran múltiplos de diez.
—Ya lo tengo… cincuenta.
—Bien —dijo Stephen, con una sonrisa de aprobación—. Muy bien. ¿Y cuarenta menos veinte?
Eso era realmente difícil. Lo pensé durante un minuto.
—¿Diez?
—No —dijo Stephen—. ¡Tienes que concentrarte! Pero lo estás haciendo bastante bien —añadió amablemente.
El episodio fue una asombrosa imitación de la lección de aritmética que uno le impartiría a un chico retrasado. La voz de Stephen, sus gestos, imitaron a la perfección los de un profesor bienintencionado pero condescendiente, en concreto (y eso me produjo cierta incomodidad), los míos cuando le hice algunas pruebas en Londres. Él no lo había olvidado. Fue una lección para mí, para todos nosotros, de que jamás debíamos subestimarle. Stephen había disfrutado intercambiando nuestros papeles, y también dibujando la caricatura en la que yo aparecía abanicándome.
El viaje por Rusia fue en muchos aspectos delicioso, excitante; en otros entristecedor, decepcionante, una desilusión. Yo tenía la esperanza de penetrar en el autismo de Stephen, de ver la persona, la mente, que había debajo; pero sólo encontré una simple imitación. Esperaba, quizá de manera sentimental, encontrar en él cierta profundidad de sentimiento; el corazón me había saltado en el pecho al primer «¡Hola, Oliver!», pero eso no había tenido continuidad. Quería que Stephen me apreciara, o al menos que me viera como a una persona distinta, pero aunque su actitud no podía calificarse de poco amistosa, trataba exactamente igual a todo el mundo, y eso se reflejaba en sus buenos modales y su buen humor, indiferentes y automáticos. Yo había deseado cierta interacción; en lugar de ello quizá llegué a comprender ligeramente cómo deben de sentirse los padres de niños autistas cuando se encuentran con un niño que prácticamente no reacciona a nada. También, en cierto sentido, había esperado encontrarme con una persona relativamente normal, con ciertas habilidades y ciertos problemas, pero ahora tenía la sensación de estar ante alguien cuya manera de ser y de pensar era radicalmente distinta de la mía, casi ajena, que actuaba de una manera totalmente propia y que no podía definirse por ninguna de mis propias normas.