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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

Un avión sin ella (15 page)

BOOK: Un avión sin ella
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A fuerza de dar vueltas a los elementos en mi cabeza, me volvía paranoico. Si Lyse-Rose no había cogido el avión, ¡tal vez era porque estaba muerta antes! ¿Un accidente doméstico? ¿Una enfermedad incurable de nacimiento? ¿Un crimen? Alexandre y Véronique de Carville se habían llevado su secreto con ellos.

Sólo Malvina lo sabía, tal vez. Había enloquecido por ello.

Todas esas hipótesis hicieron carcajearse a Nazim cuando las urdí delante de él, en el café Dez Anj. Ahogaba el bigote en su raki.

—¿Un crimen? ¡Te estás volviendo chiflado, Crédul!

Nazim me volvía a poner los pies en la tierra, entre dos caladas de narguile; sólo creía en indicios materiales, concretos. En lo palpable.

—Después de todo, Crédul, tu cría no se ha quedado encerrada en un calabozo durante tres meses, seguro que ha salido a la calle, lo más probable es que alguien, un transeúnte, un turista, la haya visto, le haya hecho una foto, la haya grabado por casualidad. Nunca se sabe.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé. Tienes pasta. Haz publicar anuncios por palabras, un poco por todos lados en Turquía, en los periódicos, con la foto de la superviviente del milagro, la publicada en
L’Est Républicain
. Ya verás.

¡Nazim tenía razón! Era una idea genial. Bombardeamos la prensa turca con anuncios inequívocos sobre lo que andábamos buscando y sobre lo que ofrecíamos a cambio, una auténtica fortuna en libras turcas.

El 27 de marzo de 1982, me acordaré siempre de esa fecha, por la mañana temprano, una carta me esperaba en mi taquilla en la recepción del hotel Askoc. Un tipo había venido directamente a traérmela. La carta era lacónica. Un nombre: Unal Serkan. Un número de teléfono. Pero, sobre todo, la fotocopia de una fotografía.

Crucé Ayhan Işık Sokak como un loco por en medio de la riada de coches. Nazim me esperaba ya, en el café Dez Anj.

—¿Algún problema, Crédul?

Metí la foto entre sus grandes dedos peludos. Su mirada se quedó petrificada. Observó fijamente la imagen, como yo había hecho unos minutos antes.

Una escena de playa.

En el primer plano, una chica morena, bronceada, muy bien proporcionada, posaba toda sonrisas en un biquini no demasiado sexy. Modelo turco. En segundo plano, se reconocían las colinas de Ceyhan y, rodeadas de vegetación, las paredes del chalet de los Carville.

Entre los dos, en la playa, pocos metros por detrás de la chica en traje de baño, en una manta, al lado de una mujer de la que no se distinguían más que las piernas, había un bebé echado. Un bebé de pocas semanas. Nazim se quedó estupefacto. La foto estuvo a punto de caérsele de las manos.

Ese bebé era Lylie, la libélula, la superviviente del milagro del monte Terrible, sin ninguna duda posible. Mismos ojos, mismo rostro…

Pascal y Stéphanie Vitral, durante su estancia en Turquía, nunca habían ido a Ceyhan, ni siquiera se habían acercado a menos de doscientos kilómetros. No había ninguna duda posible: era la prueba, por fin. ¡Habíamos ganado!

El bebé del milagro de la nieve del monte Terrible era Lyse-Rose de Carville.

Habría llorado de alegría. El gran bigote de Nazim me sonreía, tranquilizador, lo había comprendido también. Feliz como un chiquillo.

2 de octubre de 1998, 11.44
.

Un tono, uno solo. Casi inaudible en el jaleo subterráneo.

No era una llamada entrante, el pitido indicaba que alguien le había dejado un mensaje en el buzón de voz. Una llamada perdida.

Los dedos de Marc temblaron hasta su bolsillo.

Capítulo 20

2 de octubre de 1998, 11.42

Ayla Ozan cortaba mecánicamente la carne de cordero asada que caía en finas láminas sobre el acero inoxidable. Estaba pensando en otra cosa, pero eso no la retrasaba en su trabajo, al contrario, era incluso más eficaz para preparar los kebabs cuando se perdía en sus pensamientos que cuando perdía el tiempo discutiendo, bromeando con los clientes.

La cola empezaba a alargarse, como todos los días a esa hora. Su tiendecita del bulevar Raspail tenía sus clientes habituales.

Ayla no lo mostraba, pero estaba inquieta. Muy inquieta. Desde hacía dos días no tenía noticias de Nazim. ¡Eso no iba con él! La maquinilla seguía haciendo llover la carne. Ayla se imaginaba pasando la máquina de afeitar por la nuca, el cuello, las sienes de Nazim. Le encantaba jugar a las peluqueras para su gigante. La mano de Ayla temblaba un poco; nunca temblaba cuando rapaba a Nazim.

Ayla no era de las que tenían miedo. Lo había visto en otras cuando había huido de Turquía a París con su padre después del golpe de Estado del 12 de septiembre de 1982. En esa época, su padre era uno de los principales responsables del Demokratik Sol Parti, habían escapado por poco de los militares. ¡Treinta mil arrestos en unos días! Casi toda su familia se había visto detrás de los barrotes.

Había llegado a París sin equipaje, sin amigos, sin nada. Tenía treinta y ocho años, casi no hablaba francés, no tenía ningún título.

¡Había sobrevivido! Siempre se sobrevive si de verdad se desea.

Había abierto, en el bulevar Raspail, uno de los primeros kebabs de París. En la época, ningún francés tenía ganas de comer carne asada así, al aire libre, delante de la gente, entre las moscas y la polución de la ciudad. Atendía a los turcos, a los griegos, a los libaneses, a los yugoslavos. Fue así como había conocido a Nazim.

Volvía todos los mediodías. ¡No podía dejar pasar su bigote! Había tardado casi un año, trescientos seis mediodías exactamente, Ayla los había contado, antes de invitarla a comer. en un elegante restaurante turco de la calle de Alésia. Desde entonces, ya no se habían separado, o casi.

Casados, de por vida.

Ayla tuvo un escalofrío a su pesar.

Nunca separados, o casi.

Solo esas malditas estancias en Turquía, con GrandDuc, todo por esa dichosa historia de la niña rica muerta en un accidente de avión. Esa investigación privada de multimillonarios. Cogió tres kebabs envueltos en papel de aluminio ardiendo y gritó: .

—¡Número once! ¡Número doce! ¡Número trece!

Los clientes levantaban la mano, como en el colegio, como en la Seguridad Social. Cada uno su ticket. Ayla no tenía cuatro manos, no podía ir más rápido. Echó una bolsita de patatas congeladas en el aceite hirviendo.

No obstante, creía que esas historias se habían terminado. Con su restaurante, bueno, si se podía llamar a eso un restaurante, había reunido algo de dinero, poco a poco, mediodía tras mediodía. Una bonita suma, al fin y al cabo.

Ya no tenía edad de cargar con los sacos de carne, de quemarse las manos con la fritura. Soñaba con volver a Turquía con Nazim, encontrar a su familia, a sus primos. Tenía casi los recursos para ello, había hecho y rehecho las cuentas, había visto una casita para reformar, en la costa, cerca de Antioquía, un negocio. Allí siempre hacía buen tiempo. ¡A Nazim y a ella todavía les quedaban largos años por vivir! Los mejores.

¿Qué podía estar haciendo ese mendrugo? ¿A qué complicado plan se había dejado arrastrar por Grand-Duc?

Tres nuevos papeles de aluminio. Los envolvió como regalos de plata.

Número catorce. Número quince. Número dieciséis…

«Una última vez —le había dicho Nazim—. ¡Una ultimísima vez!» Estaba otra vez excitadísimo cuando Crédule lo llamó, dos días antes. Nazim tenía los ojos chispeantes, como un crío. A Ayla le gustaba tanto cuando ponía sus ojos de niño. La había cogido entre sus brazos y levantado como una pluma. Nazim era el único que podía hacerlo.

«Vamos a ser ricos, Ayla. ¡Sólo un último asunto que solucionar y vamos a ser ricos!» .

¿Ricos? Ayla pasaba completamente. Ya lo eran, casi lo bastante para la casa de Antioquía.

«¿Un último asunto? ¿Me lo prometes?» .

Las manos de Ayla temblaban. La maquinilla se desviaba de su curso rectilíneo sobre la carne, haciéndola picadillo, una papilla incomestible…

Cuanto más pensaba en ello, más miedo le daba todo lo que pasaba. Ese silencio. Esa ausencia repentina de noticias. Incluso cuando se iba a Turquía, Nazim llamaba todos los días. Crédule tampoco contestaba al teléfono. No había nadie en su casa. Intentaba llamar desde hacía dos días. Sí, cuanto más lo pensaba, menos lograba soportar los minutos que pasaban. Tenía un mal presentimiento. Sin esos últimos clientes, habría corrido como una loca a la calle Butte-aux-Cailles, a casa de Grand-Duc. Eso era lo que pensaba a hacer en cuanto hubiese cerrado el kebab.

Número diecisiete. Número dieciocho…

Era consciente de que su Nazim no era un ángel. Incluso le había confesado actos terribles tras todos esos años, cuando le hacía el amor, cuando le dejaba restregar su bigote en todos los pliegues de su cuerpo, cuando ella se carcajeaba, toda temblorosa porque le hacía cosquillas, con sus pelillos pícaros, en sus pechos, en sus muslos, en su sexo. Luego, cuando él se había corrido, se lo contaba todo. No podía evitarlo. Nunca le había ocultado nada. Conocía los nombres, los lugares, sabía dónde Nazim ocultaba las pruebas. ¡Ella era su seguro de vida! Una investigación de multimillonarios. Más valía tomar precauciones; cuando el dinero cae con demasiada facilidad, incluso durante mucho tiempo, hay necesariamente un día en el que te piden que rindas cuentas.

Era también por eso por lo que quería irse a Antioquía. Para que Nazim dejase todas esas historias allí, en París.

Número diecinueve.

Suspiró. No, Nazim no era ningún santo. Sin ella, era incapaz de tomar las decisiones correctas. De discernir entre el bien y el mal.

Capítulo 21

2 de octubre de 1998, 11.45

El metro se ralentizó al llegar a la estación Place-d’Italie, brillando en la oscuridad con mil destellos artificiales. Marc agarró el teléfono móvil con un nerviosismo casi incontrolable y se lo pegó a la oreja.

«Marc, eres incorregible, te había pedido que no me llamaras, que no trataras de contactar conmigo, que no intentaras buscarme. Te lo había dicho, anteayer tomé una decisión importante. Me ha costado mucho, he dudado, pero la he tomado sola. No comprenderías lo que voy a hacer. No lo aceptarías, más bien. Conozco tus sentimientos, Marc, tus buenos sentimientos. No lo tomo a mal, al contrario, para mí es un cumplido hablar de “tus buenos sentimientos”. Tú sentido moral también. Tu devoción. Sé que estarías dispuesto a aceptarlo todo, a perdonarlo todo, si te lo pidiese. Pero no quiero pedírtelo. No te mentía en mi carta, Marc, cuando te hablaba de un viaje. La gran salida es mañana, el gran viaje sin retorno. Ahora nadie puede detenerlo. Es así. Cuídate. Émilie.» .

Marc se quedó hecho papilla al escuchar el mensaje. Estuvo a punto de mandar con viento fresco el aparato al fondo del vagón. No había cobertura más que de manera intermitente bajo tierra. Una estación de cada dos, y ni siquiera eso.

Lylie lo había llamado…

¡No había cobertura! ¡El colmo! ¡Se había topado con su contestador!

El teléfono se deslizó entre sus manos húmedas, como un trozo de jabón mojado. Estaba temblando. ¿Qué había querido decir Lylie?

«La gran salida es mañana.» .

«El gran viaje sin retorno.» .

«Ahora nadie puede detenerlo.» .

¿Y si.?

A Marc le costaba afrontar semejante hipótesis.

Tan sombría, tan macabra.

¡Lylie, no!

No obstante, cuanto más pensaba en ello, el mensaje entre líneas se manifestaba con mayor claridad.

El gran viaje sin retorno…

Ahora estaba siniestramente seguro.

El avión en miniatura de juguete. La decisión tomada, el día de su dieciocho cumpleaños.

Todo encajaba.

Lylie había decidido acabar con todo, con sus dudas, sus obsesiones, su pasado.

Lylie había decidido poner fin a sus días.

Al día siguiente.

Lylie tiró a la papelera, cerca del lago, el kebab envuelto en papel de aluminio. Casi no lo había tocado. No tenía hambre.

Anduvo un poco, acercándose al agua. Le parecía que el parque Montsouris, supuestamente el más grande de París, era sobre todo el más siniestro. Al menos en octubre. Esa agua fría, triste y sucia, esos árboles desnudos como un ejército de esqueletos, esa vista despejada a la avenida Reille y sus edificios grises de todas las alturas, como un seto de hormigón mal podado…

Los patos residentes se habían marchado desde hacía mucho tiempo, y los amantes de piedra, inmóviles, tiritando sobre su pedestal de mármol, daban la impresión de no tener ganas más que de una cosa: volver a vestirse y largarse ellos también.

Lylie siguió bordeando la avenida del lago. «Es curioso —pensó— cómo los lugares pueden transformarse según tu humor. Como si adivinasen, instintivamente, lo que tienes en la cabeza y te acompañasen.» Como si los árboles hubiesen entendido que estaba mal, y se volviesen entonces discretos, retorcidos, perdiendo sus hojas por solidaridad, por compasión hacia ella. Como si el sol se hubiese escondido también por pudor, avergonzado de brillar sobre un parque por donde vagaba una chica que estaba llorando.

Lylie había apagado de nuevo su teléfono. Unos minutos antes, había cedido y le había devuelto la llamada a Marc, le había dejado tantos mensajes, debía de estar tan preocupado, se lo debía. Se había sentido aliviada, al final, por haberse topado con su contestador. No había tenido que enfrentarse a sus preguntas. Como si la más moderna de las tecnologías, esas ondas que vinculaban los miles de teléfonos inalámbricos, también hubiese percibido, instintivamente, que no deseaba hacer esa llamada.

Lylie volvió hacia la avenida de la Mire y se paró en un banco. Unas risas de niños en el parquecito le hicieron volver la cabeza, a su pesar.

Dos niñas de alrededor de dos años jugaban bajo la supervisión intermitente de su madre, sentada con los ojos clavados en un libro de bolsillo blanco y azul.

Gemelas. Las pequeñas llevaban el mismo pantalón crudo, la misma chaqueta roja abrochada por delante, los mismos Kickers en los pies.

¡Imposible distinguirlas!

No obstante, cada vez que su madre levantaba los ojos, soltaba una recomendación precisa: «Juliette, quédate sentada en el columpio», o: «Anaïs, no empujes a tu hermana encima de la rueda», «Juliette, tírate bien por ese tobogán»…

Las chiquillas iban y venían, pasaban de un juego a otro, se daban la mano, se separaban, como si hiciesen un juego también de ello. ¿Quién era quién? Lylie seguía su ballet con los ojos como se siguen en la calle las manos de un trilero. Perdía la partida en cada ocasión, incapaz al cabo de unos instantes de adivinar quién era Juliette, quién era Anaïs. Su madre se conformaba con levantar la cabeza, ni medio segundo, y nunca se equivocaba: «Anaïs, ¡tu lazo!», «Juliette, ven aquí a que te limpie los mocos»…

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