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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

Un avión sin ella (12 page)

BOOK: Un avión sin ella
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Por fin, Nicole alzó la mirada.

—Sin duda debo de ser estúpida, pero no lo entiendo…

—Le dejo la sortija. Cuídela. Tal vez dentro de tres años, o dentro de diez, a fuerza de frecuentar a Émilie, lo adivinará. Sabrá si es verdaderamente su nieta o no. Una certeza así a veces se impone en uno. Si ése fuera el caso, y si en lo más profundo de usted misma llega a estar convencida de que la nieta que está criando no es de su sangre, creo que se guardará ese secreto para usted…

Resopló, emocionada, y añadió: .

—Y sin duda sería mejor así, para la pequeña al menos. Pero si tal fuese el caso, si tuviese las pruebas, la convicción, con el paso de los años, de que no es su nieta, entonces, el día que cumpla los dieciocho, regálele esta sortija. Nadie más que nosotras dos, ni siquiera ella, sabrá lo que significa. Pero así, tanto para usted como para mí, se habrá hecho justicia…

Nicole Vitral iba a rechazar la oferta, apartar la sortija, gritarle que encontraba esa nueva idea ridícula y malsana, pero Mathilde de Carville no le dio tiempo. Se había dado la vuelta, sin ni siquiera esperar la respuesta. Su largo abrigo oscuro comenzaba ya a fundirse con la noche que caía.

El estuche azul se quedó allí, sobre el mostrador de formica.

Capítulo 16

2 de octubre de 1998, 11.08

Malvina empujó la ventana con la mano envuelta en un trapo. Apretujó el paño en el bolsillo de su chaqueta, lo había limpiado todo con él; ¿quién podría darse cuenta de que faltaba uno en la pila del cajón de la cocina de Grand-Duc?

Orgullosa de sí misma, se deslizó lentamente en el jardincillo para que no se la viese desde la calle. Dejó pasar dos coches, disimulada en la esquina de la casa. Una vez tuvo vía libre, franqueó el pequeño murete de piedra, de apenas un metro de alto. Estaba en la calle. Nadie la había visto. Nadie podría saber nunca que se había introducido en casa de Grand-Duc. A pesar de lo que todo el mundo pensaba, ¡no era tan estúpida! Se volvió. Un último detalle la incomodaba. Desde la acera, mirando bien, se podía ver el cristal de la ventana que había roto, abajo a la derecha, el agujero que le había permitido abrir pasando el brazo. Se encogió de hombros. Tampoco era muy importante.

Avanzó a buen paso por la calle de la Butte-aux-Cailles. No debía quedarse allí. Al descubierto. Marc Vitral podía llegar de un momento a otro.

Tenía una idea para esperar y atrapar a ese cabrón. Avanzó un poco más, luego cogió de su bolsillo una llave de coche y activó el cierre automático. Malvina deslizó sus cuarenta kilos en el pequeño coche. Su vehículo le permitía encontrar sitio más o menos en todo París, incluso a pocas docenas de metros de la casa de Grand-Duc. No era muy discreto, pero Vitral no tenía ninguna forma de conocer ese coche.

Malvina se metió precipitadamente como pudo entre el asiento de delante y los pedales del Rover Mini. A pesar de la estrechez del habitáculo, si se agachaba, un transeúnte de la acera podía creer, de todas formas, que el coche estaba desocupado. Malvina, por el contrario, tanto frente a ella como por el retrovisor, podía controlar toda la calle sin cambiar de posición. ¡El escondite ideal! Si Vitral llegaba por la estación Corvisart, subiría por el final de la calle, sin pasar por delante del Mini; por el contrario, lo vería de lejos. Perfecto.

Se contorsionó y puso en su palma el Mauser L110. Lo dejó al alcance de la mano, justo bajo el asiento del conductor.

Una única cosa incomodaba todavía a Malvina: la calle de la Butte-aux-Cailles estaba demasiado concurrida, sobre todo esa panadería a cincuenta metros, llena de clientes que no dejaban de entrar y de salir; demasiados testigos, pero no estaban muy cerca, al menos a cincuenta metros, tendría tiempo para actuar. Volvió a pensar en las órdenes de su abuela, «Lo observas, lo sigues. Pero no haces nada más, me llamas por teléfono en cuanto lo veas». Malvina no pudo impedir que su mano se deslizase bajo el asiento y tocase el Mauser, como para comprobar que todavía estuviese allí. El contacto del frío metal le dio seguridad. Pensándolo bien, con veinticuatro años, ¿todavía estaba obligada a obedecer a su abuela?

Marc avanzaba casi a ciegas por los interminables pasillos de la estación Montparnasse, intentando a pesar de todo no perder de vista la dirección de la línea 6.

Lylie llevaba la sortija, el zafiro claro, del mismo color de sus ojos.

Nicole se la había regalado, pues, tres días antes, por sus dieciocho años. Su abuela había respetado el contrato. No le había hablado de ello a nadie. Nunca. Ni siquiera a Lylie.

Pero ¡le había regalado la sortija!

Marc sabía a partir de entonces lo que eso significaba, qué terrible confesión representaba para su abuela.

Era necesario que la llamase, era necesario que hablase con ella. Iba a hacerlo, un poco más tarde. Por el momento, lo urgente era encontrar a Lylie. Con la mano libre, mientras seguía andando, pulsó las teclas del teléfono móvil, redactando un corto SMS: .

Lylie. Llámame, joder. Marc
.

Se prometió volver a realizar la operación al cabo de una hora, acribillar a Lylie a mensajes mientras no respondiera.

Pero ¿dónde podía estar? Volvió a pensar en el avión en miniatura de su mochila. ¿Esa idea de irse a la otra punta del mundo iba en serio? Sí. Desde el momento en que cumplió los dieciocho, Lylie tenía los medios financieros para irse a vivir a cualquier rincón del planeta. De quedarse allí durante años.

Mientras zigzagueaba entre los viajeros, Marc se repetía las últimas líneas del relato de Crédule Grand-Duc. La cuenta en el banco de Lylie. El regalo envenenado de Mathilde de Carville. La vieja sabía lo que se hacía. Con el paso de los años, Marc había acabado convenciéndose de que era simplemente el dinero lo que había ahondado esa diferencia entre Lylie y él, lo que explicaba esos sentimientos anormales, esa atracción contra natura que no puede existir entre un chico y una chica vinculados por la sangre de unos mismos padres.

El dinero lo explicaba todo. No obstante, en lo más profundo de su ser, una voz siempre le había sugerido que eso no tenía nada que ver. Tenía desde ahora la prueba de que su abuela, aunque nunca le había revelado nada, ¡pensaba igual que él!

Lylie llevaba la sortija de los Carville.

Su abuela había confesado al regalársela. ¡Lylie no era su hermana! Eran libres.

Marc se sentía transportado por una especie de euforia. Se introdujo suavemente en el tren en dirección a Nation. Empujó a algunos viajeros para colarse hasta el pasillo central del vagón y ganar así un poco de espacio vital, por escaso que fuera, suficiente para poder abrir el cuaderno.

Cinco estaciones antes de Corvisart. A dos pasos de la Butte-aux-Cailles, de la casa de Grand-Duc.

El rato de leer todavía algunas páginas…

Diario de Crédule Grand-Duc

Es aquí cuando entro en escena. ¡Por fin!

CRÉDULE GRAND-DUC, detective privado.

Me he hecho esperar, ¿no? Llego un poco después de la batalla, se lo concedo. Ahí radica mi problema.

Mathilde de Carville apareció en mi despacho, en Belleville, calle de Amandiers, al día siguiente de su encuentro con Nicole Vitral. Daba la impresión de ir disfrazada de negro, de haber puesto todo su dolor en esas ropas. Creo que la entrevista con Nicole Vitral le había pesado enormemente, había tomado la decisión sola, sin hablarle de ello a su marido. Mathilde de Carville se había humillado en el paseo marítimo de Dieppe, pero también había comprendido que sólo ese sacrificio podía hacer doblegarse a Nicole Vitral. Era necesario que Nicole Vitral se sintiese la más fuerte en aquel momento, de lo contrario nunca habría aceptado abrir una cuenta bancaria a nombre de Lylie.

Nunca más, nunca más una humillación semejante, debía de haberse dicho más adelante Mathilde de Carville. Había pagado muy cara la paz de su conciencia, mucho más que un cheque de cien mil francos al año para Lylie. Así que, después de ese encuentro de Dieppe, Mathilde de Carville se quedó helada. Cuando entró en mi despacho, ya no era más que un témpano, negro y bruñido.

Se acercó.

—He oído hablar mucho de usted, señor Grand-Duc…

—¿Ah, sí?

Se presentó y la relacioné vagamente con ese caso del que habían hablado las radios y las teles durante algunas semanas, y en el que, en ese momento, no tenía ningún interés.

—Señor Grand-Duc, sus cualidades son, por lo visto, la discreción, la tenacidad, la paciencia, el rigor. Son las que exijo. El caso que le propongo es sencillo: retomar el conjunto del sumario del accidente del monte Terrible, desde el comienzo, todos los detalles, uno por uno. Y encontrar otros, si es posible.

En esa época, aunque todavía no era más que un detective privado entre docenas de ellos, comenzaba a tener una relativa reputación. Había resuelto uno a uno los pequeños casos que me habían confiado, el golpe de los casinos en la costa y algunos otros. Todavía no había conocido el fracaso, como el boxeador que no gana más que pequeños combates, pero que los gana todos y acaba por creerse invencible. Ignoraba por qué me había elegido precisamente a mí, pero ¿por qué no, después de todo? Daba igual, no iba a dejar pasar la oportunidad.

Mathilde de Carville se acercó aún más. Me quedé sentado, no soy muy alto; a ojo, medía sus buenos cinco centímetros más que yo. Me enderecé de todas formas en mi silla y me hice el importante.

—Es un caso complejo, señora. Un caso que no puede tratarse a la ligera. Un caso que llevará tiempo…

—No he venido aquí para regatear, señor Grand-Duc…

¡Y paf!

Se mantuvo derecha delante de mí, abrumándome con su sombra negra. Demasiado tarde para levantarme…

—Señor Grand-Duc, mi propuesta es la siguiente, la toma o la deja. Estoy convencida de que no me costaría encontrar a otro investigador, pero creo que la aceptará. A partir de hoy recibirá cien mil francos al año, durante dieciocho años, hasta que Lyse-Rose, mi nieta, si está todavía viva, se haga mayor. A finales de septiembre de 1998. El 30 y no el 27, ya que la justicia lo ha querido así…

¡Cien mil francos anuales! ¡Multiplicados por dieciocho! No lograba contar los ceros. Formaban en mi cabeza como un largo collar de perlas. Durante dieciocho años. Una auténtica renta de funcionario para un detective que no tendría ya de «privado» más que el título…

A menos que. Por mucho que llevase este nombre estúpido de «Crédule», necesitaba detalles. Sí, se lo confirmo, por extraño que parezca, «Crédule» es mi auténtico nombre de pila.

—Por una suma así, señora, ¿qué exige exactamente de mí? Si al cabo de dieciocho años no he encontrado nada, ¿se lo reembolso?

¿Pregunta premonitoria? Debería haber desconfiado. Sí, después de todo, me merezco bastante mi nombre, «Crédule». La sombra negra se inclinó más sobre mí, abrumándome un poco más.

—Señor Grand-Duc. Este negocio se basará en mi confianza en usted, únicamente en eso. No tiene ninguna obligación en cuanto al resultado. Pero exijo a cambio que ponga todos los medios posibles para resolverlo. Deseo que nada, ninguna pista, ninguna hipótesis, sea dejada al azar. Tendrá todo el tiempo y todo el dinero que precise. Si en alguna parte existe una prueba de la identidad de la superviviente del monte Terrible, quiero que sea descubierta. Que quede muy claro, señor Grand-Duc, quiero descubrir la verdad, sea la que sea, incluso si no me es favorable.

Una especie de inmenso vértigo empezó a adueñarse de mí.

—Y piensa que una investigación así llevará. ¿dieciocho años?

—Se le pagará durante dieciocho años. Dispondrá, pues, de todos esos años para descubrir la verdad. No exijo de usted que se consagre en exclusiva a este caso. Simplemente le proporciono los medios posibles para llegar hasta el final de la investigación: el tiempo y el dinero.

—Y. ¿y si descubro la verdad en cinco meses?

«Ingenuo», sí, es Ingenuo, no Crédulo, lo que mi madre debería haber elegido como nombre.

—¿No lo entiende, señor Grand-Duc? ¿No he sido clara? Se le pagará durante dieciocho años, pase lo que pase. Se trata de un contrato moral entre nosotros, señor Grand-Duc. Sólo exijo de usted que ponga todos los medios para descubrir la identidad de la superviviente, es todo lo que cuenta para mí.

Se inclinaba todavía más hacia mí, la cruz de madera que colgaba de su cuello se balanceaba por encima de mi nariz. Prosiguió: .

—Señor Grand-Duc, me reservo, por supuesto, el derecho a romper, unilateralmente, en todo momento, este contrato si tuviese la impresión de que no respeta las reglas. Si tuviese la impresión de que se aprovecha de la situación. Pero eso no se producirá, ¿no es así? Me han dicho de usted que es un hombre de palabra…

¡Sin contrato! ¿Se imaginan? ¡Me había topado con una vieja iluminada que no sabía cómo gastarse su fortuna!

Milagro. Una loca. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?

—Habrá que ir a Turquía —dije—. Mucho tiempo…

—Además de sus honorarios anuales, todas sus facturas le serán pagadas…

¿Pasarse de la raya todavía más lejos?

—No. no hablo turco. No lo lograré solo…

—Si es necesario para la investigación, puede, por supuesto, contratar a colaboradores. Sus gastos les serán también reembolsados…

Madre mía…

No había hecho la pregunta en vano, ya tenía en mente trabajar, al menos al principio, a dúo con un tipo con el que había visto mundo en Asia central durante meses, Nazim Ozan, el único tipo en Francia al que conocía que hablase turco, y en quien confiase más o menos.

Mathilde de Carville me extendió un primer cheque, una suma gigantesca para la época, cien mil francos, y abandonó mi despacho de forma tan sombría como había entrado. No me preocupé de la atmósfera glacial que ese reptil frío dejaba tras de sí en la habitación. Me parecía haber ganado el premio gordo de la lotería sin ni siquiera haber jugado: por primera vez, mi nombre y mi apellido casaban armoniosamente.

Crédulo, porque creía en esa investigación, en la suerte que cambia, en el trampolín hacia la fortuna. Gran-Duque, como las comidas y fiestas de marqués que me di durante tres días para celebrar mi suerte. Y que apenas mermaron mis cien mil francos.

Notas de gasto…

¿Cómo habría podido adivinar, en aquel momento, que estaba cayendo en un pozo sin fondo? ¿Que la luz que me atraía entonces me iba a arrastrar hacia la nada?

Un agujero negro.

Un trampolín sobre el vacío.

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