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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

Un avión sin ella (8 page)

BOOK: Un avión sin ella
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El primero concernía a su propia nieta, Malvina. Por aquel entonces no tenía más que seis años, era una niña llena de vida, criada como una reina en una burbuja privilegiada. Por supuesto, la defunción accidental de sus padres, tal vez también de su hermana pequeña, iba a serle difícil de superar. Pero bien rodeada por un ejército de psicólogos, por su familia, se habría recuperado, se habría rehecho.

Como todo el mundo.

Salvo que ella era el único testigo ocular. El único ser todavía con vida en haber frecuentado a Lyse-Rose en Turquía durante los dos primeros meses de su vida. Tal vez los dos únicos…

¿Una niña de seis años es capaz de reconocer a un lactante? ¿De reconocerlo con seguridad? ¿De diferenciarlo de otro?

La pregunta merece ser planteada…

Frente a las afirmaciones de los abuelos Vitral, Malvina era la única baza por parte de los Carville, la única persona capaz de identificar a Lyse-Rose. Léonce de Carville debería haberla protegido, no hacerla testificar, mandar a paseo a los polis, tenía medios para ello, no pedirle nada, dejarla tranquila, llevarla al campo a descansar, enviarla lejos de la tormenta a un internado para niños ricos con puericultoras solícitas, críos felices, un gran jardín con toda clase de animales. En lugar de eso, expuso a Malvina, le hizo testificar, diez veces, cien veces, delante de docenas de abogados, de policías, de expertos. Durante semanas, fue de bufetes a juzgados, de salas de espera a salas de audiencia, flanqueada por tipos siniestros de traje y corbata y por gorilas, para protegerla de los periodistas.

Malvina, sistemáticamente, delante de todas las personas mayores que le presentaban repetía lo mismo: .

«Sí, ese bebé es mi hermana pequeña.» .

«La reconozco, es Lyse-Rose.» .

Su abuelo ni siquiera tenía necesidad de obligarla. Estaba segura de ello, ya no le cabía duda, no podía equivocarse.

Eran sus ropas lo que le mostraban, su rostro el que reconocía, su llanto el que oía. Estaba dispuesta a jurar, ante el juez, sobre la Biblia, sobre su muñeca. Desde sus seis años de altura, ¡podía incluso plantarles cara a los abuelos Vitral!

Desde entonces, he visto crecer a Malvina; bueno, crecer es mucho decir. digamos que he visto envejecer a Malvina hasta llegar a adolescente, a adulta. He visto penetrar en ella progresivamente una locura furiosa.

Me da miedo, es verdad; creo que el lugar apropiado para ella estaría en un hospital psiquiátrico, vigilada muy de cerca; pero me siento obligado a reconocer una cosa: no es culpa suya en lo que se ha convertido. Su abuelo, Léonce de Carville, es el único responsable. Sabía lo que hacía. Instrumentalizó deliberadamente a su nieta. Sacrificó su salud mental, sin tener en cuenta todos los consejos de los médicos ni las súplicas de su propia mujer.

Lo peor es que eso no le sirvió de nada, ¡de nada!

Pues Léonce de Carville cometió otro error, tal vez todavía más burdo que el primero.

Capítulo 9

2 de octubre de 1998, 09.43

Lylie no se había movido desde hacía media hora. Estaba sentada en la barandilla de mármol de la explanada de los Inválidos. El frescor de la piedra le subía por las piernas, pero no le molestaba demasiado. Hacía un tiempo seco. Frente a ella, la cúpula de los Inválidos apenas se distinguía del cielo blanco, casi monocromo.

Indiferentes a los aguijonazos del aire, una docena de tipos en patines se entrenaban justo delante de ella, armando un gran jaleo.

El
spot
de los Inválidos, si bien es conocido por los habituales, no es el más popular de París. Los turistas se congregan antes en el Trocadéro, delante del Palacio Real, en la plaza del Hôtel-de-Ville, en la plaza de la Bastilla. Los espectadores eran raros allí. Y no todos los días se colaba entre ellos una chica tan guapa como Lylie. Una chica tan guapa que se quedaba durante tanto tiempo mirándolos. Desafiando el clima, el frío del mármol bajo las nalgas.

¿Qué buscaba? ¿Echar un polvo?

Ante la duda, los patinadores daban lo mejor de sí mismos. La explanada de los Inválidos se frecuenta sobre todo para practicar velocidad, eslalon, salto. Habían colocado pequeños conos de plástico de color naranja, en dos hileras, y encadenaban duelos en cien metros. Como en una versión moderna de los torneos medievales, donde el más rápido, el último en pie, ganaría como trofeo el corazón de la bella dama.

A Lylie le gustaban la velocidad de los patinadores, los gritos, las risas. El alboroto la ayudaba a mantener la calma dentro de sí. No era fácil. Todo se agolpaba. Volvía a pensar en la libreta de Grand-Duc. ¿Había hecho bien en confiársela a Marc? ¿La leería? Sí, por supuesto. Pero ¿la comprendería? Marc tenía una relación complicada con Crédule Grand-Duc, no como con un padre sustituto, no, nada que ver con eso, pero, de todas formas, había sido todos esos años una de las escasas presencias masculinas en su vida. Marc tenía sus certezas también, su instinto, como él mismo decía. Sus convicciones. ¿Estaba preparado para asumir una verdad. una verdad diferente?

Rumiaba esas cuestiones desde hacía un largo rato. No había salida.

Enfrente de ella, un patinador de eslalon mayor que los demás, de unos cuarenta años de edad tal vez, ya casi entrecano, no le quitaba ojo. Había ganado todos sus eslálones contra los demás participantes con gran ventaja. Había tirado su cazadora de cuero y no desperdiciaba ocasión de contonear su torso musculoso bajo la camiseta. Paseaba su mirada negra y penetrante por el conjunto de la explanada, como un ave rapaz, para acabar sistemáticamente posando su mirada en los ojos azules de Lylie. Todo en él recordaba a un ave de presa, de su elegancia al danzar alrededor de los conos de plástico a su rostro fino y afilado.

Lylie ni siquiera se había fijado en él, ni lo había diferenciado de los demás patinadores. Estaba pensando en el regalo para Marc, esa puesta en escena macabra.

¿Serviría para algo?

Unas lágrimas le empezaban a brotar en el rabillo de sus ojos. No tenía elección, necesitaba costara lo que costase alejar a Marc, por unas horas, por unos días, dejarlo fuera de todo aquello, protegerlo. Luego, cuando todo hubiese terminado, tal vez reuniera el valor de confesarle todo. Marc la quería tanto. A ella. ¿A quién, exactamente?

Sonrió.

Su Lylie, su libélula. Dios mío, habría dado cualquier cosa por tener un nombre normal, banal. ¡Un solo nombre!

El patinador rozó a Lylie. Ésta se sobresaltó y salió de golpe de su letargo. No pudo contener una sonrisa. El hombre rapaz, a pesar del clima, debían de estar a menos de diez grados, había hecho volar su camiseta. Danzaba delante de ella, sobre sus piernas demasiado grandes, ceñido en su vaquero. Con el torso desnudo.

Un cuerpo perfecto. Depilado. Musculoso.

Miraba ahora sin ninguna contención el cuerpo de ella, como para sopesar sus cualidades y sus defectos. Parecía haberse convertido en un pájaro. Su danza nupcial, dominada al milímetro, se desarrollaba sin ambigüedad. ¿Cuántas veces la había practicado? ¿Cuántas jóvenes habían caído en sus garras?

¿Todas?

Lylie sostuvo su mirada unos segundos, escudriñó ella también la anatomía del seductor. Casi indiferente. Estaba acostumbrada, su bonito cuerpo espigado no dejaba a los hombres indiferentes. Se sorprendía, no obstante, de que la pudiesen mirar, de que la pudiesen desear. Se sentía transparente…

Se volcó de nuevo en sus pensamientos. No debía compadecerse por su suerte. En lo inmediato, lo importante no era su apellido o su apodo. Le era necesario actuar con rapidez, y debía hacerlo sola.

Estaba decidida. Ahora que se había enterado de la verdad, la terrible verdad, ya no tenía elección, debía asumirlo.

Estaba todo tan reciente. El día anterior. Su vida había dado un vuelco desde entonces. Todo se había acelerado, pero fue antes cuando había cometido lo irreparable. Desde ese momento, estaba atrapada en una espiral, ya no tenía elección, continuar o quedar destrozada…

El depredador no cejaba en su empeño. Describía amplios círculos con el compás que le servía de extremidades inferiores, sin mover nunca ni un centímetro la cabeza, orientada definitivamente hacia Lylie.

Ella tenía la mirada perdida. Volvía a pensar en Marc. Atrapado en ese bar.

Cazado por ella. Todavía quince minutitos más. Luego, sin duda, trataría de llamarla. Cogió el bolso de mano y apagó su teléfono móvil. Debía permanecer invisible, ilocalizable, al menos por el momento. Marc se opondría a su proyecto. Trataría de protegerla, no vería los riesgos, el peligro.

Lo conocía bien, llamaría a aquello un asesinato.

Un asesinato…

Como una bandada de golondrinas en el instante que sigue a una detonación, la docena de patinadores se alejó de repente hacia los Inválidos, obedeciendo las órdenes del jefe de las sienes plateadas, cansado u ofendido por el fracaso de su actuación. Los conos de plástico de color naranja, las cazadoras, las camisetas, todo desapareció de inmediato, dejando atrás el asfalto gris y virgen.

Un asesinato…

Lylie rió nerviosamente.

Después de todo, sí, bien se podía llamar a aquello así. Un asesinato.

Un crimen de sangre imprescindible.

Matar.

Matar a un monstruo para ser capaz de vivir de nuevo.

De sobrevivir al menos.

Capítulo 10

2 de octubre de 1998, 09.45

Marc levantó los ojos.

Reloj de Martini: 09.45.

Madre mía, aquello no avanzaba. Crecía en él un sentimiento extraño. Ese regalo de Lylie que Mariam había guardado en su caja, esa caja de cerillas. era una trampa. Un pretexto. Un señuelo. Esa interminable hora de espera no tenía por finalidad más que permitir a Lylie irse, salvarse, esconderse.

¿Por qué?

No le gustaba la idea. Como si cada minuto lo alejase un poco más de ella. Bajó, no obstante, la mirada hacia el cuaderno. Adivinaba la continuación del relato, ese segundo error de Léonce de Carville. Había sido nuevamente testigo directo de ello, un testigo llorón, por lo que le habían contado; si la versión de Grand-Duc era fiel a la de la leyenda de la calle Pocholle, iba a disfrutar con lo que leería a continuación.

Diario de Crédule Grand-Duc

Léonce de Carville pensaba que el dinero lo solucionaba todo.

El caso, por su parte, se estancaba, aunque el Ministerio de Justicia había exigido, de acuerdo con el juez Le Drian, que todo estaría solucionado antes de que la pequeña superviviente del milagro cumpliera los seis meses.

Seis meses.

Era demasiado tiempo para Léonce de Carville.

No obstante, todos sus abogados le aseguraban que bastaba con contemporizar; la duda iba a acabar dándoles ventaja, controlaban las redes correctas, todos caerían de su lado uno a uno, incluso los medios, incluso los policías, incluso Vatelier. Sin pruebas, el caso se volvería una riña de expertos. La decisión final del juez Le Drian estaba asegurada. Los Vitral no tenían ningún peso, no poseían ninguna experiencia, no disponían de ningún apoyo. Pero Léonce de Carville era sin duda menos sereno, menos contenido, menos indiferente de lo que aparentaba. Decidió solucionar el asunto solo, de una vez por todas, de la forma en la que siempre había dirigido su empresa.

Como un jefe. Por instinto.

Descolgó su teléfono hacia el mediodía del 17 de febrero de 1981; tuvo, de todas formas, el reflejo de no confiar esa tarea a su secretaria y se citó con los Vitral para el día siguiente por la mañana. Bueno, no con los Vitral, concretamente con Pierre. De nuevo un burdo error por su parte. Nicole me lo contó todo, más tarde, hasta el más mínimo detalle. Con júbilo.

Al día siguiente por la mañana, en Dieppe, los vecinos de la calle Pocholle vieron, estupefactos, aparcar un Mercedes casi más largo que la fachada de la casa delante de la verja de los Vitral. Carville entró, disfrazado de providencia, como en las películas, con un maletín negro en la mano.

Era una caricatura de sí mismo.

—Señor Vitral, ¿sería posible que conversase a solas con usted?

Pierre Vitral dudó. No su mujer. La pregunta, de hecho, se dirigía a ella. Ésta no tuvo reparo en responderle: .

—No, señor de Carville, eso no va a ser posible.

Nicole Vitral tenía al pequeño Marc en sus brazos. No lo soltó, estrechándolo contra sí más fuerte todavía. Continuó: .

—Aunque me vaya a la cocina, señor de Carville, seguiría oyéndolo todo. Nuestra casa es pequeña. Aunque me vaya a casa de los vecinos, lo oiría de todas formas. Aquí se oye todo. Así son las cosas. Las paredes no son gruesas. No se pueden tener secretos. A lo mejor es porque, además, no queremos tenerlos.

Marc, en sus brazos, lloriqueaba un poco. Se puso cómoda en una silla para sentarlo en su regazo, para mostrar que no se movería.

Léonce de Carville no pareció demasiado impresionado por la parrafada.

—Como quiera —continuó con su sonrisa de feria—, no me extenderé mucho. Lo que he de proponerles cabe en pocas palabras.

Avanzó un poco en la habitación, mirando fugazmente a la pequeña tele encendida en el rincón con una serie americana cualquiera. El salón era minúsculo, doce metros cuadrados como mucho, todavía amueblado con formica naranja como en los años setenta. Carville estaba de pie a menos de dos metros de los Vitral.

—Señor Vitral, seamos francos el uno con el otro. Nadie sabrá nunca quién ha sobrevivido a ese accidente de avión. ¿Quién está viva? ¿Lyse-Rose o Émilie? Nunca habrá ninguna prueba auténtica, usted estará siempre seguro de que se trata de Émilie, al igual que yo seguiré convencido de que es Lyse-Rose la que se ha salvado. Pase lo que pase, persistiremos en nuestras certezas. Es humano.

Hasta ahí, los Vitral asintieron.

—Ni siquiera un juez —continuó Carville—, ni siquiera un jurado sabrá nada. Estará obligado a tomar una decisión, pero nunca sabremos si era la correcta. Será a cara o cruz. Señor Vitral, ¿piensa verdaderamente que uno se juega el porvenir de un niño a cara o cruz?

Ni sí ni no, los Vitral esperaban lo siguiente. Unas risas estúpidas salían del aparato de televisión. Nicole se acercó a la pantalla, quitó el sonido y luego volvió a sentarse.

—Voy a hablarle con franqueza, señor Vitral, también a la señora Vitral; me he informado sobre ustedes. Ustedes han hecho sin duda lo mismo conmigo.

A Nicole Vitral le gustaba cada vez menos su sonrisa satisfecha.

—Han criado a sus hijos con dignidad. Todo el mundo lo dice. Lo que no siempre les ha resultado fácil. Me he enterado de lo de su hijo mayor, Nicolas, del accidente de ciclomotor hace cuatro años. Me he enterado también de lo de su espalda, Pierre, de lo de sus pulmones, Nicole. Me imagino que con un oficio como el suyo. Bueno, quiero decir, hace mucho tiempo que deberían haber encontrado otra cosa. Para ustedes. Para su nieto.

Ya estábamos. Nicole estrechó a Marc demasiado fuerte, lloró un poco.

—¿A dónde quiere llegar, señor de Carville? —preguntó Pierre Vitral.

—Estoy seguro de que ya lo han entendido. No somos enemigos. Nada más lejos. Por el interés de nuestra Libélula debemos ser todo lo contrario, hay que unir nuestras fuerzas.

Nicole Vitral se levantó de manera brusca. Carville ni siquiera se dio cuenta, aferrado al hilo de sus ideas. Peor aún, de sus convicciones. Continuó: .

—Hablemos con franqueza: estoy seguro de que han soñado con ofrecerles a sus hijos, a sus nietos, auténticos estudios. auténticas vacaciones. Todo lo que desean. Todo lo que se merecen. Una verdadera oportunidad en la vida. Y una verdadera oportunidad tiene un precio. Todo tiene un precio.

Carville se estaba yendo a pique. Era incapaz de percatarse. Los Vitral callaban, espantados.

—Pierre, Nicole. Ignoro si nuestra Libélula es mi nieta o la suya, pero me comprometo a darle todo lo que pueda querer, a satisfacer su más mínimo deseo. Me comprometo, lo juro, a hacerla la chica más feliz del mundo. Voy a ir incluso más lejos: tengo en alta estima a su familia, se lo he dicho, me comprometo a ayudarlos financieramente, a ayudarlos para criar a Marc, su otro nieto. Soy consciente de que este drama es muchísimo más difícil de soportar para ustedes que para mí, que les va a obligar a trabajar todavía durante años para poder alimentar a una boca más…

Nicole Vitral se acercó a su marido. Su rabia crecía. Léonce de Carville hizo un silencio, bueno, vaciló un momento, y se lanzó: .

—Pierre, Nicole, acepten renunciar a sus derechos sobre la niña, sobre Lylie. Reconozcan que se llama Lyse-Rose, Lyse-Rose de Carville. Y me comprometo a velar por ustedes, por Marc. Verán a Lylie tanto como quieran, nada cambiará, seguirán siendo como sus abuelos…

La mirada de Carville se volvió suplicante, casi humana.

—Se lo suplico, acepten. Piensen en su futuro. En el futuro de Lylie…

Nicole Vitral iba a intervenir, pero Pierre respondió primero, sorprendentemente tranquilo: .

—Señor de Carville, prefiero no contestarle. Émilie no está en venta, ni Marc, ni nadie de aquí. Uno no puede comprarlo todo, señor de Carville. ¿Ni siquiera el accidente de su hijo le ha hecho comprender eso?

Léonce de Carville, sorprendido, levantó con violencia la voz. Tenía por regla no ponerse nunca a la defensiva. Marc chilló en brazos de su abuela. Toda la calle Pocholle debió de oírlo.

—¡No, señor Vitral! No me venga con moralinas: ¿cree tal vez que para mí no es humillante venir hasta aquí a hacerle esta propuesta? Vengo a ofrecerles una oportunidad única de salir adelante, y no es ni siquiera capaz de aceptarla. La dignidad, eso sí que es bonito…

—¡Váyase!

Carville no se movió.

—¡Váyase, ahora! Y no se olvide su maletín. ¿Cuánto dinero hay dentro? ¿En cuánto valora a Émilie? ¿En cien mil francos? Un bonito coche. ¿En trescientos mil, un bungaló con vistas al mar del Norte, para nuestra vejez?

—Quinientos mil francos, señor Vitral. Más después de la decisión del juez, si lo desean.

—¡Váyase a la mierda!

—Se están equivocando. Están perdiéndolo todo. Perdiéndolo todo por culpa de su orgullo. Saben tan bien como yo que no tienen ninguna posibilidad en la decisión que va a ser tomada. Mantengo a docenas de abogados que se tutean con los expertos, los policías encargados de la investigación. Conozco personalmente a la mitad de los jueces del juzgado de primera instancia de París. Ese mundo no es el suyo. El juego está amañado, señor Vitral, y usted lo sabe bien. Lo sabe desde siempre. El bebé del milagro del avión se llamará Lyse-Rose, ya está escrito, es así. No he venido como un enemigo, señor Vitral, no estaba obligado a hacerlo. Sólo he venido para equilibrar las oportunidades de la mejor manera que sé.

Marc chillaba en brazos de Nicole.

—¡Váyase a la mierda!

Carville recogió el maletín, se acercó a la puerta.

—Gracias, señor Vitral. Al menos he aliviado mi conciencia. ¡Y no me habrá costado un céntimo!

Salió.

Nicole Vitral estrechó con fuerza al pequeño Marc. Lloraba sobre su cabello. Lloraba porque sabía que Carville no mentía. Todo lo que había dicho era verdad; los Vitral conocían esa fatalidad, trataban con ella muy a menudo. Con dignidad. Pero era consciente de que no tenían ninguna posibilidad de ganar. Pierre Vitral echó una ojeada a su alrededor por el salón. Se quedó un largo instante mirando la tele muda. Pensaba que su espalda no le hacía sufrir en ese momento, que sufría por otra cosa, y que los dolores no se suman, se superponen, y eso es una gran suerte.

Pierre Vitral observó una última vez la pequeña pantalla del televisor. Por fin, un destello de resistencia se aferró a su mirada. Masculló, casi para él solo: .

—No, no ganará, señor Carville.

Si me permiten informarles de mi análisis en frío, años después de que ocurriera el episodio, Carville cometió un burdo error aquella mañana: despertar la ira de los Vitral. Sin eso, sin duda habría ganado su juicio con toda discreción. Los Vitral habrían puesto el grito en el cielo ante la indiferencia general.

El Mercedes todavía no había dejado la isla de Pollet cuando Pierre Vitral sacaba un periódico de una balda atestada del armario.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó su mujer.

—Pelear. Machacarlo…

—¿Cómo? Ya lo has oído, tiene razón…

—No. No, Nicole. Émilie tiene todavía una oportunidad. Se ha olvidado de un detalle. Todo su discurso era verdad antes, antes de Libélula, antes de que Pascal y Stéphanie se desvaneciesen en el cielo. Pero ¡ahora ya no! ¡Nosotros también, si queremos, somos importantes, Nicole! Se interesan por nosotros. Se habla de nosotros en los periódicos, en la radio…

Se volvió hacia la esquina de la habitación.

—En la tele también se habla de nosotros. Carville no debe de ver la tele, él no lo sabe. Hoy en día es tan importante como el dinero, la tele, los periódicos…

—¿Qué. qué es lo que vas a hacer?

Pierre Vitral subrayó un número de teléfono en el periódico.

—Voy a empezar por
L’Est Républicain
. Son los que conocen mejor el tema. Nicole, ¿te acuerdas de esa periodista que redacta las crónicas?

—Menudas crónicas, ¡apenas cinco líneas la semana pasada!

—Razón de más. ¿Puedes encontrarme su nombre?

Nicole Vitral dejó a Marc en una silla, justo delante de la tele. Sacó un archivador colocado sobre la mesa del salón en el que conservaba todos los artículos de periódico que hablaban de la catástrofe del monte Terrible. Eso le llevó algunos segundos: .

—¡Lucile Moraud!

—Vale. No tenemos nada que perder. Ya veremos…

Pierre Vitral cogió el teléfono y marcó el número de la centralita del periódico.

—¿El periódico
L’Est Républicain
.? Hola, soy Pierre Vitral, el abuelo de la niña del milagro de la catástrofe del monte Terrible. Sí, Libélula. Quisiera hablar con una de sus periodistas, Lucile Moraud, tengo cosas que contarle acerca del caso, cosas importantes…

Pierre Vitral percibió enseguida cómo se ajetreaban al otro lado del teléfono. Menos de un minuto más tarde, una voz sorprendentemente grave para ser de mujer, un poco ahogada, le hizo sentir un escalofrío en la espalda: .

—¿Pierre Vitral? Soy Lucile Moraud. Dice que tiene algo nuevo. ¿Va en serio?

—Léonce de Carville está saliendo de mi casa. Me acaba de ofrecer quinientos mil francos para que olvidemos el caso.

Los tres segundos de silencio que siguieron a Pierre Vitral le parecieron interminables. La voz ronca de fumadora de la periodista rompió de nuevo el silencio, haciendo que se sobresaltara: .

—¿Tiene testigos?

—Todo el barrio…

—Madre mía. No se mueva, no hable con nadie más, vamos a arreglárnoslas, ¡le enviamos a alguien!

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