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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (11 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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Mis propósitos de ser correcta y morigerada me abandonaron de pronto.

—¡Coño, Garzón!, no va usted a ser tan bestia de ponerlos de patas en la calle...

—No, de eso no soy capaz. Al fin y al cabo, se trata de mi hijo. Lo que voy a hacer es largarme yo.

—¿Largarse, adónde?

—No sé, a una pensión. Les diré que les cedo mi apartamento porque es demasiado pequeño para los tres, y en paz.

—Se lo tomarán a mal, Fermín.

—No, cenaré con ellos algunas noches, los llevaré a visitar la ciudad, pero compartir el mismo techo, ni pensarlo.

—¡Pero es un prejuicio ridículo!

—No lo crea, inspectora. Ya ve que estoy dispuesto a recibirlos, a no organizar ninguna escena ni a mostrarme enfadado. Mi hijo es gay, de acuerdo, no haré comentarios. Pero una cosa es saberlo y otra verlo salir en pijama de la habitación con un tipo, saludarlos por la mañana mientras comparten desayuno charlando de sus cosas, captar que se miran como se miran las parejas y que incluso... me cuesta hasta decirlo, que incluso se dan un besito creyendo que yo estoy distraído.

Me acometieron unas terribles ganas de reír que mantuve bien controladas bajo un gesto neutro. En realidad, lo comprendía, comprendía lo que estaba diciendo, e incluso su discurso, exceptuado lo del besito, me movía a una cierta piedad. Garzón intentaba capear la situación sin comprometer en exceso la idea que de la dignidad propia tenía.

—No haga una tragedia de esto, Fermín.

—Es lo que estoy intentando. Cuando mi hijo me lo anunció por teléfono como si fuera la cosa más natural, así me lo tomé. Y le aseguro que me costó. Él decía todo el rato «mi pareja» y cuando, curioso, le pregunté cómo se llamaba su pareja y me contestó «Alfred», me quedé de una pieza, inspectora. Ya me dirá usted si son maneras de dar una noticia semejante. No se va por el mundo diciendo a los padres que vivimos con «Alfred» como si nada ocurriera.

—A veces el respeto genera miedos y después cada vez es más difícil decirlo. Pero ha encontrado la manera de hacerlo, aunque tarde. Ya verá, cuando esté aquí se lo explicará mejor. Tampoco el teléfono es un buen método para ese tipo de conversaciones.

—En fin, el caso es que viene con ese... americano, y yo me voy.

—¿Dónde se alojará?

—Volveré a mi antigua pensión. Me fastidia muchísimo porque ya estoy hecho a mi intimidad, y una pensión es deprimente. Además está lo económico, la visita me va a salir por una pasta. Tendré que pedirle un adelanto a Coronas: entre el alquiler, la pensión y las veces que los invite por ahí...

—¿Cuántos días se quedarán?

—Una semana.

Tomé mi copa en la mano, contemplé el vino rojo, irisado, consolador. Lo sentí fluir por mis venas con alegre suavidad. El vino es la única bebida que potencia la sensación de amistad, de cobijo, de pertenencia a la misma banda, la misma raza, el mismo corazón. Los alcoholes más fuertes degeneran en sensaciones abruptas. El vino, no, el vino acompasa las almas, las une.

—¿Por qué no se queda en mi casa, Garzón?

Levantó sus ojos de pan recién hecho hacia mí. En sólo un instante pude ver su sorpresa, su alegría, su gratitud.

—No puedo, inspectora, pero se lo agradezco, de verdad.

—¿No puede?, ¿por qué?

—Porque no es correcto, ni tampoco indicado. Usted es mi superior y, encima, una mujer.

—¿Piensa saltar sobre mí con propósitos lúbricos en cuanto me ponga el camisón?

—¡Qué cosas dice, inspectora, por Dios!

—Entonces no veo el motivo para que no acepte. Ahorrará dinero, estará tranquilo y quedará bien delante de su hijo. Dígale que se viene conmigo para trabajar en un caso con más intensidad y concentración.

—Pero usted es muy independiente, la incomodaré.

—Se trata sólo de una semana. Mi casa es un dúplex, como sabe muy bien. Abajo tiene una habitación y un baño para invitados, y yo duermo arriba. Ni siquiera notaré que está usted por allí.

—Pero es que yo...

—¡Basta, no se lo voy a rogar de rodillas!

—Está bien, inspectora, de acuerdo, iré. Pero si cambia de parecer sepa que...

Me esforcé por minimizar su complicado sentido de la cortesía. En fin, ya estaba hecho, algunos acuden a los países pobres como voluntarios de una ONG durante las campañas de vacunación, y yo alojaría una semana a mi subordinado. Algo hay que hacer por el mundo, ahora que las ballenas están en peligro de extinción. Cuando nos despedimos me plantó dos besos que resonaron en toda Barcelona. Esperé que no fuera una de sus costumbres cotidianas antes de irse a dormir.

Aparqué el coche frente a mi casa. Hacía una noche húmeda y negra. Poble Nou estaba desierto. Caminé hacia la puerta sintiendo frío y ganas de llegar. Metí el llavín en la cerradura y noté que una mano se me posaba en el hombro. Hice sin dudar la maniobra que aprendí para estos casos: saqué la pistola del bolso, me volví, empujé al hombre que había en la sombra contra la pared y le planté el cañón en el pecho, atenazándolo con mi peso. Los ojos de asombro de Ricard Crespo brillaron en la oscuridad.

—¡Petra!, ¿qué haces?

El corazón me saltaba en el pecho, respiraba con dificultad.

—Pero, Petra, te he estado esperando. Sólo quería darte una sorpresa.

Me volví de espaldas sin decir una palabra. Abrí la puerta, lo invité a entrar con la cabeza. Encendí la luz, me quité el abrigo y lancé el bolso sobre un sofá.

—Vamos a ver, Ricard, de una vez por todas, entérate. No se le dan este tipo de sorpresas a un policía, ni tampoco se le mandan flores a un policía. Un policía no es una persona normal, ¿comprendes? Lo parece pero no lo es. ¿Me has entendido?

—Sí —dijo muy serio.

Giró sobre sus talones y se dispuso a salir. Me acerqué hacia él, le tomé por el brazo:

—No te vayas, perdona. Lo siento. Me he asustado, eso es todo. Una reacción normal por otra parte, ¿o es que yo no puedo asustarme?

—Acabas de decir que un policía no es una persona normal.

—Bueno, cuando se trata de miedo sí es normal. No te marches, me alegro de verte, en serio.

—Tienes una manera rara de demostrarlo.

—Tengo otra mejor.

Me acerqué a él y lo besé en la boca. Me pareció que olía bien, a medicinas y tabaco, a hombre, a piel, a pasión. Nos derrumbamos sobre el sofá y empezó a susurrarme desesperadamente:

—Petra, no podía dejar de verte, te necesitaba, te quería a mi lado, verte, tocarte, olerte, no podía más...

El aliento de sus palabras me enloqueció y, por segunda vez en la noche, lo atenacé con el peso de mi cuerpo. Luego nos levantamos y tiré de él hacia la escalera, que fuimos subiendo peldaño a peldaño mientras nos sorbíamos el alma mutuamente. La cama se convirtió en el lugar más urgente del mundo. Nos arrancamos la ropa como si quemara. Ni un momento más, ni un momento más sin él, era mi único pensamiento. El momento fue corto, y lo recibí por fin dentro de mí como se recibe la esperada lluvia.

A las cinco de la madrugada, después de haber luchado y dormido y luchado otra vez, me preguntó en voz baja:

—¿Me quedo o me voy?

Sólo la maldita voluntad de permanecer fiel a mis principios me hizo pedirle que se fuera. No se enfadó. Lo vi vestirse en la penumbra. Hizo un ademán de despedida con la mano y dijo sonriendo:

—Adiós, policía.

A la mañana siguiente, Garzón me miró con curiosidad cuando le dije que tenía sueño. No consideraba que nuestra cena del día anterior fuera motivo suficiente para que desde primera hora me hinchara a café intentando despejarme. Cuando llegó Yolanda ya había tomado cuatro tazas. La observé con añoranza. Estaba fresca y rutilante como si acabara de nacer. Pensé que quizá también ella había pasado una noche de amor con aquel novio del que hablaba, pero sin duda su edad la hacía recomponerse sin problemas. Me pregunté si era acertado por mi parte tener un amante a salto de mata, si no me correspondía más una amistad amorosa bien reglamentada o incluso la castidad absoluta. Pero no era yo quien había insuflado tanta pasión y urgencia en aquella relación. Ricard no parecía un tipo moderado y susceptible de controles. El pequeño caos que arrastraba tras de sí me impedía tener una seria conversación sobre cómo y a partir de qué organizar nuestros encuentros. Ese pensamiento me asustó, porque no me gusta jugar a juegos cuyas reglas no he pactado antes. Con un esfuerzo arrastré el santo del cielo a la tierra, porque era semiconsciente de que Yolanda hacía un rato que me estaba hablando. No tenía ni idea de lo que había dicho, y parecía importante, porque de vez en cuando leía fragmentos de un papel que llevaba en la mano. Bien dicen que los asuntos de amor impiden a los guerreros concentrarse en la guerra. Eso mismo le pasó a Marco Antonio, que, encima, no era un simple policía, sino un general romano. Intenté reconducir mi despiste con disimulo.

—Bien, perfecto, será mejor que me haga un resumen de por dónde empezamos.

—Por donde usted diga, los comedores municipales nos quedan más cerca. Luego, si quiere, empezamos por Cáritas.

—Adelante, allá vamos.

No creo que el fingido entusiasmo que mostré lograra convencer a mi menguado equipo, pero al menos lo puso en movimiento. Nuestra activa guardia urbana se encargó de ponerle voz al trayecto. Hablaba sin parar sobre los problemas policiales que presentaba cada una de las zonas por las que pasábamos. A mí su charla me venía bien, podía pensar en mis cosas, revivir los momentos más fogosos de la noche anterior, pero noté cómo Garzón resoplaba discretamente. Peor para él, ahora que le había prometido alojarlo en mi casa lo tenía en mis manos, no creí que me diera la lata con sus protestas.

De nuevo se inició aquella rueda infernal de lugares desoladores. Recorrimos dos comedores de beneficencia sin ningún resultado, pero cuando estábamos en el tercero algo ocurrió. Era ya la hora en que servían el almuerzo, de modo que las mesas estaban preparadas y los hombres y mujeres empezaban a entrar. Yo miraba con una rara sensación las mesas sin manteles, las jarras metálicas de agua, cada una de un color, los trozos de pan dentro de las paneras. Olía a sopa y a café. Era un olor antiguo que recordaba de mi juventud en el colegio. Los nuevos tiempos no habían entrado allí. Garzón y Yolanda comenzaron a mostrar las fotos a los comensales y yo hablaba por cortesía con la trabajadora social que estaba al mando. De pronto, el subinspector se acercó a mí con la cara iluminada por la novedad.

—Inspectora, venga un momento, por favor. Allí hay un hombre que dice reconocer nuestra fotografía.

La trabajadora social preguntó quién era y Garzón señaló a un hombrecillo mayor que nos miraba sonriendo. La mujer torció el gesto.

—¡Huy, Anselmo! Es un habitual. Bebe como un cosaco y está como una cabra. No sé yo si será de fiar lo que les diga. En cualquier caso, no lo interroguen aquí, por favor. Pasen a mi despacho.

Anselmo nos presentó una objeción razonable.

—Pero es que ahora voy a comer. Si hablo con ustedes, me pierdo la comida. Además, no quiero ir al despacho de la directora. Ahí sólo se entra para que te echen broncas.

—¿Y si lo invitamos a comer en un bar?

—¿Con cerveza y carajillo de postre?

—Desde luego.

—Eso ya es otro cantar.

Al levantarse lo miré detenidamente. Era enjuto, menudo, vestido con un cascado anorak, pantalones de pana y zapatillas deportivas. Tenía unos ojillos pícaros y sonrientes, orejas largas y tiesas. Parecía un pequeño y listo ratón de experimento científico de los que siempre encuentran la salida del laberinto. Lo llevamos a un bar cercano donde servían comidas. Creí que era importante que se sintiera relajado y en plena confianza antes de empezar a preguntarle. Pidió el menú. Pensé que, como en las viejas historias de pobres, se lanzaría sobre la comida hasta devorarla por completo, pero sólo picoteaba un poco sobre el plato dejándolo casi intacto con la clásica inapetencia de los alcohólicos. El comportamiento con respecto a la cerveza era, sin embargo, diferente. Vació el primer vaso de un único trago y su cara cambió, adquiriendo un brillo de vida. Paladeó con su boca sin dientes:

—¡Ah, qué buena! En esos comedores del demonio sólo te dan agua para beber. ¿Dónde se ha visto? Un hombre necesita un poco de gasolina, sobre todo en invierno. Luego, claro, sales de allí y te apetece echarte algo al cuerpo. Pero si a mí me dieran un vasito de vino o una cervecita con la comida ya no necesitaría ni una gota en todo el día. ¿Puedo tomarme otra?

Asentí, pero me di cuenta de que si su metabolismo era el de un alcohólico, se emborracharía con poco que bebiera. Debíamos interrogarle deprisa.

—Oiga, Anselmo, ¿cómo se llama el hombre de la foto, quién era, dónde vivía?, cuéntenoslo todo sobre él, todo lo que sepa, hasta los detalles pequeños.

—Es Tomás
el Sabio
, ¡pobre!, yo ya me imaginaba que estaba muerto porque hacía días que no lo veía, pero que lo hayan matado me parece mal, ¿comprenden?, porque yo soy un hombre de orden.

—¿Tomás
el Sabio
?

—Le llamaban así porque era un sabio, un hombre muy instruido que sabía hacer problemas y cuentas, y hasta latín sabía.

—¿Dónde vivía?

—Aquí y allá.

—¿Dónde lo veía usted?

—Pues parábamos juntos en un sitio, pero ya no me acuerdo dónde.

—¿Cómo que no se acuerda?, ¿no paran más o menos siempre en el mismo lugar?

—Sí, parábamos siempre por un descampado de la Sagrera. Oiga, esa cerveza no llega.

La reclamamos al camarero. Observé cómo a aquel pobre hombre le temblaban las manos. Se lanzó sobre el segundo vaso como si fuera su salvación. Tomó impulso para seguir hablando.

—Yo, lo único que le pido a la vida, quiero decir, si alguien me dijera: «Pide lo que quieras», pues pediría tener un barco cargado de arroz.

Nos miramos los tres con la incomprensión pintada en el rostro. Garzón me hizo un pequeño gesto con los ojos para que le dejara intervenir.

—Vamos a ver, Anselmo, estábamos con Tomás
el Sabio
, que al pobre lo han matado. Tienes que ayudarnos para que descubramos quién ha sido y para eso nos tienes que contar todo, todo sobre él.

—Pues Tomás
el Sabio
me hizo un regalo. Era un hombre al que le gustaban los regalos. Y también me invitaba a una cerveza de vez en cuando.

—¿Manejaba dinero?

—Tenía botas nuevas, pero me decía que a él el dinero le daba igual porque el dinero no da la felicidad. Mi madre, aunque ustedes no lo crean, sabía jugar muy bien a los bolos, y siempre jugaba en una bolera de Barcelona que era muy elegante, y llegó a ser campeona de Francia. No de España, ¡de Francia!

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