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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (28 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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Durante toda la tarde comprobé que el subinspector había hecho muchos progresos en su carrera culinaria desde que nos conocimos. Sabía perfectamente cuánto tiempo deben hervir los huevos para ponerse duros, y troceaba la cebolla con un movimiento de muñeca tan mecánico y reiterado como un tic. Se notaba, además, que disfrutaba mucho con sus nuevas habilidades, e incluso se permitía alguna sugerencia innovadora que no sonaba a herejía, como añadir alcaparras a la mayonesa o sésamo a la ensalada. Nada que ver con la primera comida que había preparado junto a él hacía un montón de años, cuando aún vivía en una pensión. Se lo hice notar y se puso tan orgulloso que temí que se cortara un dedo al exhibirse con más destreza.

—¡Todo ha cambiado, Petra! Usted y yo ya hace lo menos siete años que colaboramos. Nos conocemos muy bien.

—Por eso podemos hacernos daño con lo que decimos, ¿verdad?

—No creo que ni usted ni yo lo pretendamos.

—Puede estar seguro de eso.

Se quitó el delantal que le había prestado e hizo una pirueta eufórica sobre sus talones.

—Pues bien, para celebrar cosas tan hermosas y para que las buenas costumbres no se pierdan, y abusando de la confianza ya que estamos en su casa, ¿no cree que va siendo hora de que nos arreemos un copazo? No todo va a ser «ora et labora», ¿no le parece?

—Ha hablado usted con más discernimiento que el mismísimo san Agustín. Ya sabe dónde está el mueble bar.

Bebimos a la salud de varios santos y de algunos mártires también. Pensé que Garzón le atizaba al alcohol con la intención de doparse para aparecer lo más animado posible en aquel extraño homenaje filial que nos disponíamos a llevar a cabo, pero quizá mis antenas psicológicas estaban demasiado extendidas. Acabamos de preparar las ensaladas y las metimos en la nevera. Tenían una pinta estupenda. El subinspector consultó su reloj.

—¿Cree que todo saldrá bien, Petra?

—Por supuesto que sí. En seguida llegarán los del catering, no se preocupe, suelen cumplir.

—Estaba refiriéndome al caso. Usted sabe que una orden de busca y captura puede tardar meses en dar resultado, si es que lo da.

—Nos encargarán otro caso mientras tanto.

—Eso es lo que me temo, y si nos dan otro caso, éste se quedará sin resolver... ¡y tan cerca del final como estamos! Sus
homeless
se quedarán sin venganza.

—Sin justicia, quiere decir. Pero no desfallezca, volveremos a recurrir a gente que haya visto a Arcadio Flores alguna vez, preguntaremos entre los parroquianos del bar de Genoveva, iremos de nuevo a Cáritas, a otras instituciones de caridad, puesto que sabemos que lo había contratado una institución. Encima ahora tenemos su fotografía, es un paso más. Aún no hemos explotado todos los cartuchos.

Suspiró y observó el techo, luego se tragó el último sorbo de martini que le quedaba en el vaso. Me miró:

—Entonces se supone que la historia tendrá un buen final.

—Tarde o temprano lo atraparemos, le doy mi palabra de honor.

—Me estaba refiriendo a la historia de mi hijo y su novio.

—Oiga, Fermín, ¿por qué no intenta centrar un poco esta conversación?, más que nada por no divagar.

—Perdone, es que me encuentro nervioso, alterado. Esto de la fiesta no sé yo si...

—Venga conmigo, prepararemos la vajilla en el salón. Luego nos arreglaremos un poco.

Me obedeció como un niño que necesitara de guía. Colocamos las copas y los platos en un extremo de la mesa alargada donde iría el bufet. Metí las flores que había comprado en jarrones distribuidos estratégicamente y, por último, encendí un par de enormes velas.

—¿Qué le parece?

—Está muy bonito, pero vaya jaleo para usted.

—Por eso no se preocupe, yo soy una mujer de mundo y estoy habituada a recibir en mi hogar.

—Eso es cierto.

—Voy a cambiarme de ropa y a pintarme los ojos. Usted podría separar los discos que le gustaría oír durante la cena.

—Música clásica, no, ¿eh?

—No, hoy mejor jazz.

Subí a mi habitación y mientras me maquillaba, oí cómo llegaban los del catering a entregar la comida, y cómo Garzón los recibía y les daba las indicaciones pertinentes convertido en un auténtico amo de su hogar. Era una situación extraña que me divirtió y que, en el fondo, resultaba sumamente agradable: alguien que abre la puerta mientras tú haces otra labor, que se ocupa de llevar las riendas en un momento dado. Sí, vivir en compañía presentaba algunas ventajas, ¿quién podía negarlo?

Bajé con un sencillo vestido rojo oscuro y el pelo recogido en la nuca, sin joyas, bien maquillada. Garzón silbó:

—Está usted como un tren.

—Es un piropo anticuado.

—Como un tren de alta velocidad, entonces.

Le sonreí con simpatía y miré su atuendo. Mientras habíamos estado trajinando en la cocina se había quedado en mangas de camisa, pero ahora volvía a lucir americana, chaleco y corbata, con lo que el fantasma de Lucky Luciano tomaba cuerpo otra vez. Me atreví a hacerle una sugerencia estética:

—¿Por qué no se queda sólo con la camisa, como antes?

—¿Estoy mal así?

—Demasiado formal.

—Pero usted se ha puesto muy elegante.

—Siempre es así en las fiestas privadas, las mujeres vamos elegantes mientras los hombres escogen un
look
más despreocupado.

—No lo sabía. Pues me quito la corbata y en paz.

—Espere, quítese también la chaqueta y déjese puesto el chaleco. Le prestaré un fular. No, mejor una bufanda ligera, tengo una de cheviot que le irá perfecta. Estará igualito que Georges Brassens.

—¿Seguro?, ¿no pareceré un cantaor de flamenco?

—¡No, no, qué va!, tendrá un aspecto... ¡moderno!, ésa es la palabra.

—Bueno, todo sea por la modernidad.

Con la bufanda descuidadamente caída a ambos lados de la pechera, más parecía un
chansonnier
de cabaret que un cantaor de tablao, pero como no estaba segura de que le complaciera la analogía, me limité a decirle que lucía una pinta estupenda.

—¡Tengo un hambre, inspectora!, ¿puedo picar un canapé?

—¡Ni se le ocurra!

A las nueve en punto llamaron al timbre. Hice votos mentales para que no fuera Ricard, no podría haber vuelto a soportar la tensión que se creaba al reunirse nuestro curioso triángulo. Mis plegarias fueron oídas porque se trataba del juez García Mouriños. Su voz atronadora invadió la casa por completo.

—¡Petra Delicado, la montaña hacia la que Mahoma se ve obligado a ir!

—Mahoma tampoco ha venido demasiado últimamente.

—¡Cosas del trabajo, qué le voy a contar! Pero es una vergüenza que sólo nos veamos por temas profesionales.

—Lleva usted mucha razón. Como ya no me invita al cine ni me propone que nos casemos...

—¡Hasta el propio Mahoma se hubiera cansado de recibir tantas calabazas! ¿Tiene algo de beber?

—Lo tengo todo. Sólo pida y será complacido.

El subinspector hizo su aparición. El juez le espetó:

—¡Hombre, Fermín, qué elegante! Hoy tienes un aire a lo Maurice Chevalier que te sienta muy bien.

—¡Vaya por Dios!, ¡un poco pasado de moda el tal Chevalier!

—Nada de eso, es un clásico. Cuando uno se muere y no deja de recordársele, pasa a ser un clásico, ya sabes cómo va eso.

—Para clásico hubiera preferido vestirme de romano.

García Mouriños soltó unas carcajadas de las que suelen resonar en el proscenio.

—¡Ah, este hombre siempre está protestando! ¿Ha visto usted a alguien que proteste más, inspectora?

—Vive Dios que no.

—¡Estupendo, juez, ve dándole razones a mi jefa!

—Todos estos recibimientos en plan
Bienvenido, mister Marshall
están muy bien, pero ¿es que nadie va a servirme un dedito de whisky?

Por la familiaridad con la que Garzón y el juez se trataban, pude comprender que aún debían de salir «en pandilla» con las hermanas Enárquez. Cuando estaba sirviéndole el whisky volvieron a llamar. Eran las propias hermanas Enárquez, a las que acogí con auténtica alegría. Nos abrazamos, nos besuqueamos en el mejor estilo social-femenino y me encantó comprobar que no habían perdido ni un ápice de su
glamour
. Vistosas, emperifolladas y cuidadas hasta en el más nimio detalle, seguían siendo un ejemplo palmario de cómo se puede vivir con eterna ilusión. Mercedes dio una vuelta apreciativa por la sala:

—¡Qué casa tan coqueta, Petra! Ya sabía que no tendrías los ceniceros a tope de colillas y revistas caídas por el suelo como los policías de las películas, pero un gusto tan exquisito se sale de lo común.

Lamenté que Ricard no estuviera presente para oír aquel comentario.

—No te fíes, lo de las películas es verdad, pero como os esperaba, todas las revistas están debajo de la cama y las colillas las he tirado por la ventana.

Beatriz se quedó mirando a Garzón:

—Fermín, ¿de qué estás vestido hoy?

El subinspector me miró con cara de odio. Dijo resignadamente:

—La idea era tener un
look
informal.

—¡Pues lo has conseguido! Más que informal, yo diría que es incluso un
look
...

Buscó la palabra sin encontrarla. García Mouriños se la brindó encantado:

—¿Deforme?

El pobre subinspector tuvo que aguantar las risas generales, si bien yo intenté moderar las mías porque empezaba a sentirme culpable. Por fortuna, en aquel momento llegó Ricard. Nunca olvidaré la expresión de su cara cuando vio a mis invitados en todo su esplendor. En seguida me lanzó una mirada irónica. Fui presentándoselos y empezó a darse cuenta de que, si bien el aspecto de todos ellos podía parecer pintoresco y su edad era algo más que mediana, se mantenían en perfecta forma verbal y su sentido del humor no permitía descanso. Aun así, cuando estaba haciendo de anfitriona en el rincón de las bebidas, se me acercó para susurrarme muy divertido:

—¿De dónde has sacado a toda esta panda? ¡Son la hostia!

Le mandé callar y servir las bebidas para que tuviera algo que hacer. La reunión se formalizó un poco y bebimos charlando en pequeños corros. Garzón me dijo al oído:

—¿Y mi puto hijo, no puede llegar puntual como todo el mundo?

—¿Quiere procurar no estar tan nervioso? Es una fiesta, no un juicio, no hace falta llegar con absoluta puntualidad, incluso es más distinguido hacerse esperar un poco.

—¡Usted y sus conocimientos de sociedad! Me ha hecho ponerme esta facha innoble y ahora todo el mundo se cachondea de mí.

—Por favor, Fermín, nadie se ha cachondeado de usted. Simplemente tiene un aspecto distinto del de siempre y eso llama la atención. Es normal.

Renegó aún por lo bajo ¿De verdad tenía tan mala apariencia? Yo lo encontraba mucho mejor que con su traje funerario, pero tantos comentarios habían acabado por hacer que me sintiera responsable. Encima, empecé a sufrir también por el retraso de su hijo. Por supuesto, como todo sufrimiento precoz, fue por completo inútil. Diez minutos después y entre disculpas de todo tipo, el hijo de Garzón y el americano hicieron su aparición. Observé al novio con mucho cuidado. Era alto, bien parecido, vestido con elegancia. El pendiente que orlaba su oreja representaba la anécdota irrelevante en un aspecto general muy poco llamativo, muy correcto. Sí era cierto que se reía continuamente, pero esa característica alegre en el trato social era más propia de su nacionalidad que de su tendencia a trivialidad alguna. Realmente, Garzón no tenía motivo para quejarse, aquel hombre distaba mucho de ser una «loca» que pudiera llamar la atención. Como parecía ya inevitable, Alfonso Garzón comentó el aspecto de su padre:

—¡Caramba, papá, te encuentro cambiado!

Garzón apretó las mandíbulas y yo le pedí a Dios que el comentario fuera clemente.

—Estás...

—¿Hecho un adefesio?

—Al contrario, te encuentro moderno. Moderno es lo que iba a decir.

Le pegué una mirada de triunfo a mi ayudante y me alejé en busca de dos copas con aire de éxito total.

Estando las hermanas Enárquez entre los invitados, no cabía temer que el encanto de la fiesta decayera. Rápidamente, tanto Mercedes como Beatriz me ayudaron a hacer de anfitrionas y se pasearon ofreciendo canapés y preocupándose de que los vasos permanecieran bien llenos. Y no sólo eso, sino algo de mucha más importancia para mí: procuraron que en ningún momento languideciera la conversación. En seguida me di cuenta de que no tenía nada de qué recelar: la fiesta prometía ser un éxito. Sólo seguía inquietándome el merluzo de Garzón, que se mostraba serio y callado como un penitente y de vez en cuando lanzaba miradas lastimeras hacia su hijo y el acompañante.

Al cabo de un rato llamaron al timbre.

—¿Esperamos a alguien más? —dije sinceramente y no por resultar graciosa. Garzón me miró con alarma.

—Debe de ser Yolanda, inspectora. ¿No me diga que se le había olvidado que estaba invitada? Yo iré a abrir.

Me eché a reír con una risa tonta que sí pretendía hacer gracia esta vez. Era cierto, me había olvidado por completo.

—Soy despistada, pero tanto...

Mentiría si dijera que la entrada de Yolanda no me impresionó. Sin uniforme ni tejanos, vestida con un traje negro muy corto, medias negras, largos pendientes, el pelo suelto y sedoso y los ojos muy maquillados, estaba espléndida. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que era en realidad: una mujer muy joven llena de seducción y de belleza. Le sonreí y fui hacia ella:

—¡Yolanda!, ¿cómo te encuentras?

—Mucho mejor, inspectora. Hasta se me han borrado un poco las marcas de la cara.

—Llámame Petra, por favor, hoy no estamos trabajando.

El silencio que se produjo en toda la sala era de admiración. Detrás de Yolanda venía Garzón, que se comportaba como un padre orgulloso.

—Para nuevo
look
, el que ahora estamos viendo. ¿Se ha fijado, inspectora?

—Desde luego que sí, está preciosa.

El subinspector no le concedió tiempo a la chica ni para decir buenas noches. Se lanzó en seguida a contar su proeza: cómo una muchacha de su edad, desafiando el peligro, pedía el ingreso en la Policía Nacional a pesar de la mala experiencia vivida. Lo hizo de un modo tan enfático y reiterativo que más que un padre orgulloso empezó a parecerme un mercader de esclavos que intentaba vender la joya de su caravana. Logró que Yolanda se sintiera embarazada por la situación.

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