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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (30 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Creo que sí, más altos que yo, un poco más viejos, un poco más delgados también.

Que se utilizara a sí mismo como medida complicaba las cosas, pero más o menos su testimonio resultaba fiable.

—¿Alguno de ellos llevaba un casco de moto, si no puesto, colgado del brazo?

Se pasó un minuto pensando y luego dijo con toda determinación:

—No.

—Está bien, puedes marcharte a casa. Gracias por todo, tu colaboración ha sido muy valiosa.

Salió tan contento de sí mismo como un héroe puede estarlo. Fernández Bernal me miró con ironía:

—A lo mejor Coronas quiere ficharlo para el cuerpo, ¿no?

—Pobre tipo, daba casi pena.

—Pero nos ha venido bien. ¿Por qué no te vas a descansar? No creo que los invitados estén aún en tu casa.

—Espero que no. Si están, los echaré.

—Tómatelo con calma, Petra.

—Gracias, Bernal, os agradezco que me hayáis llamado.

—¡Pero si estamos encantados, un muerto que nos quitas de encima!

Y un muerto más que caía sobre mí. Coronas también estaría encantado cuando se enterara.

Regresé a casa y vi con alarma que aún había luz en el salón. Eran las cinco de la mañana. No podía creer que ninguno de mis invitados fuera tan inconveniente como para seguir en la fiesta. Abrí la puerta y vi a Garzón, solo y medio tumbado en el sofá. Desde la considerable distancia a la que estábamos, pude oler su tufo de alcohol, y todavía llevaba un vaso de whisky en la mano. Sólo su consabida resistencia a la bebida hacía posible que su voz y su modo de hablar fueran completamente normales.

—¡Vaya, veo que se ha disuelto la reunión!

—Hola, inspectora.

—¿Qué, cómo ha acabado la fiesta?

—¿Sabe cómo acabó el rosario de la aurora?

—Mal.

—Pues esto, mucho peor.

Me senté frente a él y me serví dos dedos de whisky. Estaba derrumbado y con cara de entierro.

—¿Qué ha pasado?

—Vino la Guardia Urbana.

—¡No joda!

—De verdad. Los llamaron unos vecinos estirados que tiene usted en la casa de al lado. ¡Total, para una fiesta que da, tampoco era para ponerse así! Porque no creo que usted dé fiestas todos los sábados, ¿no?

—¿Y qué dijeron?

—Que dejáramos de armar tanto follón. Pero Yolanda se identificó como guardia urbana y cambiaron de actitud. Los invitamos a un trozo de pastel y se quedaron un rato. Nos pidieron disculpas. Pero cuando se fueron ya no fue igual, nos sabía mal seguir con el baile y bajamos el volumen.

—Bueno, pues entonces no ha pasado nada terrible.

—No. Lo del rosario de la aurora lo digo por mí.

—¿Por usted?

—Mi hijo hizo un aparte para hablar conmigo y... en fin, ¿qué quiere que le cuente? No se guardó nada en el tintero. Me puso a parir.

—¿Puede explicarse mejor?

—Dijo que no había sabido comprenderlo, que no lo aceptaba como era, con su homosexualidad y sus sentimientos. Dijo que me avergonzaba de él, que no me veía capaz de superar mis prejuicios.

—¿Y usted qué le contestó?

—No podía contestarle nada porque llevaba razón. Dijo también que nuestra relación sería siempre superficial.

—¡Joder, Fermín, me deja de una pieza!

—Ya. Pero ¿qué vamos a hacerle?, las cosas son como son. Me pidió que hoy no los acompañara al aeropuerto. Ya ve.

—¿No intentó usted quitarle hierro al asunto?

Se tragó todo el whisky y me miró con la cara más lúcida que le he visto jamás. No estaba borracho en absoluto, debía de tener uno de esos días en los que el alcohol te proporciona clarividencia absoluta.

—Petra, ¿sabe qué le digo? Ser voluntarioso está muy bien, pero ¿a qué jugamos? Porque yo, cuando me quedo solo en la intimidad, no puedo dejar de pensar lo que pienso. Es posible disimular, pero alguien que me conozca bien se dará cuenta de que estoy mintiendo. Puedo intentar cambiar de opinión, y lo he intentado, se lo aseguro, pero no lo he conseguido. Lo máximo a lo que puedo comprometerme es a seguir intentándolo.

—¿Por qué no le ha dicho eso mismo a su hijo?

—No era el momento. Además, estaba cabreado, lo que ha hecho mi hijo es una provocación. Vale que sea homosexual, vale que en Nueva York lleve la vida que le dé la gana, pero ¿era necesario que se presentara aquí con «el sonrisas»? Podría haber tenido un poco más de sensibilidad.

—No haré comentarios sobre eso. Oiga, ¿a qué hora sale su avión?

—A las diez de la mañana, creo.

—Lo que vamos a hacer es darnos una ducha, cambiarnos de ropa y desayunar. Luego nos vamos al aeropuerto y los despedimos allí.

—¿Sin ninguna explicación?

—Exacto.

—¿Y sin dormir?

—Tenemos todo el día para dormir, es domingo.

—Vale, pero usted me contará por qué se ha largado a comisaría.

—Ésa era mi intención.

—De acuerdo, pero primero nos acabamos el whisky que ha quedado en la botella.

El whisky ya no me apetecía, pero me lo tomé a grandes sorbos mientras Garzón agotaba el suyo muy poco a poco. Estuve todo el rato deseando preguntarle si Ricard y Yolanda se habían ido juntos de la fiesta, pero logré contenerme, de modo que quedara más o menos intacta mi dignidad.

Pusimos en práctica el plan y, tras la ducha reparadora y un café casi tóxico, incluso parecíamos dos seres humanos dispuestos a comenzar la jornada dominical. De camino al aeropuerto le conté a Garzón las importantes novedades en el caso, que tuvieron la virtud de trastornarlo y no hacerle pensar en nada más. Perfecto, así la despedida de su hijo no estaría tan cargada de tensiones.

Alfonso Garzón se quedó de una pieza al vernos, pero ¡loados fueran los cielos!, sonrió. Tuvimos tiempo de tomar un café los cuatro juntos y charlar, en especial sobre la fiesta de la noche anterior, sobre los divertidísimos invitados, sobre el buen ambiente que había reinado. Pasó el tiempo a toda velocidad y llegó la despedida propiamente dicha. Padre e hijo se dieron uno de esos abrazos masculinos que implican una cierta distancia y mucha virilidad. Después, el subinspector tuvo que pasar por el trauma de que «el sonrisas» le diera dos besos sonoros como si fuera un suegro amistoso. Consiguió superar la prueba con bastante naturalidad. Por último nos dijimos adiós.

De vuelta a casa iba yo conduciendo y el subinspector se mantenía en silencio. Por fin le oí decir en voz bastante baja:

—Gracias, Petra. Esta despedida ha resultado menos dura que la anterior.

—Ha sido un placer.

—Ahora recogeré mis cosas y por fin la dejaré en paz.

—Eso también será un placer —contesté riendo.

Y así lo hizo. Entre ambos limpiamos los restos de la fiesta y, al acabar, él metió sus cosas en la maleta. Apareció en el salón preparado para la marcha, y puso cara de máxima trascendencia:

—Inspectora... no sé cómo agradecerle...

—Oiga, Garzón, el lunes lo quiero como un clavo en comisaría a las ocho en punto. Nos esperan duras jornadas. Estamos metidos en un Cristo de mucho cuidado, y Coronas no debe de andar contento.

—Descuide. Sólo quería decirle que he estado muy a gusto en su casa, y que echaré de menos sus jaboncillos y lociones de maricón.

—Ya le regalaré unos cuantos el día de su cumpleaños.

Al quedarme sola di una vuelta por toda la casa. Me parecía mentira tanta tranquilidad. Tenía varios mensajes de Ricard en el contestador automático, y lo llamé.

—¿Ya se ha ido definitivamente tu colega?

—Hace un rato.

—¡Menos mal! ¿Nos vemos esta tarde?

—No me he acostado aún, necesito dormir.

—Entonces te llamo después. Ya que estás sola otra vez, podríamos empezar a hacer planes concretos.

—¿Sobre qué?

—Planes para que pierdas para siempre tu soledad.

—¡Ah!, sí, bien, hablaremos.

—Noto muy poco entusiasmo.

—¡Estoy tan cansada!

—Es verdad, cariño, perdóname. Luego te llamo.

Era extraño que me fastidiara tanto el hecho de que alguien me llamara «cariño». No sabía por qué. Me remitía a una domesticidad llena de agradables tazas de té compartidas, pero también de rutinas absurdas, de pequeñas trifulcas, de nimias obligaciones diarias.

Debería haberme metido en la cama inmediatamente, pero quería gozar un poco de la paz que por fin se respiraba en mi casa. Era una mañana fresca y soleada. Preparé más café y, mientras lo tomaba, puse un Nocturno de Chopin. No pensaría en el caso, no pensaría en Garzón, no pensaría en Ricard, no pensaría en mí misma ni en mis deseos o reacciones. Me dejé llevar por aquella música rara, inspirada, de una hermosura salvaje, como siempre la belleza lo es.

11

Se nos acumulaba el trabajo, de modo que lo dividimos con cierta equidad. Yolanda, que volvió a la acción, fue la encargada de comprobar si las llaves del muerto abrían el apartamento fantasma de la calle Princesa. Garzón llevó a Genoveva, a quien, como supe más tarde, aquel día le tocaba cocinar lentejas, hasta el depósito de cadáveres para la identificación, y yo acudí a la tintorería con el resguardo del muerto.

Le advertí a la encargada de la tienda que era policía para evitar malos entendidos. La advertencia los evitó, pero provocó la consabida alarma general y un montón de miradas furtivas. Con un nerviosismo que ralentizaba cada uno de sus movimientos, la mujer consultó el ordenador, hasta las panaderías te sirven ahora una barra con previa consulta informática, y un rato después volvió con una americana perfectamente planchada dentro de una bolsa de plástico. No quise apresurarla ni romper su rutina para no alterarla más de lo que estaba.

—Dígame el nombre de este señor.

—Arcadio Flores, ése fue el nombre que dejó.

—¿Figura su dirección?

—Sólo el teléfono.

—Está bien, démelo.

—¿Ha hecho algo malo?

—¿Por qué pregunta eso?

—Como es usted policía...

—Podría haber preguntado si le ha pasado algo a él.

Se puso blanca como algunas de las ropas que circulaban por allí y pensé inmediatamente que debería haberme mordido la lengua antes de hacer un comentario que sólo había conseguido sumirla en la desazón que todo el rato yo había intentado impedir.

—Le aseguro que yo... lo dije porque... no sé.

—A este hombre lo han matado.

La coloración de su cara pasó al rojo intenso. Empezó a lagrimear. Una planchadora que miraba de reojo vino a socorrerla. No habían hablado, pero ya sabía quién era yo.

—Eulalia, no te agobies, tranquila, por favor.

Maldije mil veces la situación que había creado de la manera más tonta, pero ya no tenía remedio. La tal Eulalia había empezado a llorar a moco tendido.

—Eulalia, le ruego que se calme. ¿Venía por aquí con frecuencia este señor?

—Sí, algunas veces —logró farfullar—. Siempre traía americanas de buena calidad y después del invierno algún gabán.

—¿Hablaba con usted?

Se sonó ruidosamente. Su compañera le daba golpecitos en la espalda como si hubiera perdido a un ser amado.

—Un día me dijo que estaba muy guapa. Había ido a la peluquería y él se dio cuenta, pero aparte de eso...

—¿Lo vio en alguna ocasión acompañado de otra persona?

—No, siempre venía solo.

De repente titubeó y me miró por entre las rendijas encarnadas en que se habían convertido sus ojos.

—Le decía si había hecho algo malo porque un día nos dejó una chaqueta con un billete de cien euros en el bolsillo y ni siquiera se dio cuenta. Se lo tuvimos que dar nosotras y nos regaló veinte euros por nuestra honradez, para que fuéramos al bar, así lo dijo él. Entonces pensé que quien no le da mucha importancia al dinero seguramente es porque no le cuesta ganarlo, ¿no le parece?

—Eso está bien pensado, sí.

Le di las gracias y me llevé la americana, pero cuando iba a salir oí la voz doliente de la sensible Eulalia:

—Inspectora, son seis cuarenta del lavado en seco. Se lo pido porque a mí el jefe me las va a reclamar.

Regresé sobre mis pasos para pagarle y pensé en la gran verdad que había dicho sobre la correlación entre la importancia del dinero y la dificultad para ganarlo. Arcadio Flores debía de manejar cierta cantidad de pasta si iba sembrando sus bolsillos de billetes y ni siquiera lo recordaba.

En comisaría, Yolanda y Garzón me esperaban sorprendidos por mi tardanza. Pasé el número de teléfono a nuestros servicios y nos pusimos a esperar tomando café.

—¿Ha tenido alguna dificultad, inspectora?

—Las propias de la psicología humana. ¿Y ustedes?

—Una de las llaves del difunto abrió el apartamento a la perfección —respondió Yolanda.

—Deja de llamarle el difunto, nosotros empleamos la víctima o el muerto, el fiambre si estamos de buen humor. Bien, espero que otra llave abra la puerta de la dirección que nos den los de la compañía telefónica. Ahorraremos en derribos de puertas. ¿Y usted, Fermín?

—La tal Genoveva es todo un carácter.

—Me lo imagino, se pasó todo el rato preocupada por sus lentejas.

—No sólo eso, sino que cuando vio al fiambre, hoy estoy de buen humor, no se impresionó lo más mínimo, como suele suceder. Le pegó una mirada tranquila y dijo: «Éste es el tipo, que Dios lo tenga en la gloria si la gloria existe en algún lado.»

—Las mujeres del pueblo llano no se asustan por nada, sobre todo si regentan un bar. ¿Hay informe de balística?

—Todavía no.

—Y bien, ¿qué les parece?, que un presunto asesino aparezca frito no es como para ponerse a cantar de alegría.

—No. Si pudiéramos pescar a esos dos tipos que están siempre presentes en el lugar del crimen...

—Me da la impresión de que no son más que clase de tropa. Aquí estamos apuntando hacia arriba, recuerden.

—Yo me siento como apuntando en una caseta de feria, donde hay muchas dianas a la vez.

—¡Que no cunda el pánico, Garzón! La casa de la víctima, ya ven que yo no estoy de tan buen humor, tiene que darnos pistas definitivas, porque de lo contrario...

—De lo contrario, ¿qué? —preguntó una intrigada Yolanda, que asistía a la conversación como a una película de Hitchcock.

—De lo contrario el comisario nos echará del caso, y para ti será un poco pronto, ¿no, Yolanda?, acabando de entrar en el cuerpo... Oiga, Fermín ¿por qué no va a reclamar esa dirección?

—Ya iré yo —se ofreció la flamante policía.

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