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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (4 page)

BOOK: Un día de cólera
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Navaja aparte, tampoco el contenido del otro bolsillo de la sotana sosiega el talante del joven clérigo, que repite una y otra vez, de memoria, uno de sus más infames párrafos:
«La conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones por la nueva de los Napoleones, muy enérgicos»
. La furia de don Ignacio sería mayor si supiera —como se averiguará tiempo después— que el autor del escrito no es ningún oficial retirado, como afirma el título, sino el abate José Marchena, personaje complejo y famoso en los círculos ilustrados españoles: un ex clérigo renegado de religión y patria, al que paga Francia. Antiguo jacobino y conocido de Marat, Robespierre y madame de Staël, temido hasta por los afrancesados mismos, Marchena pone su talento oportunista, su ácida prosa y su abundante bilis al servicio de la propaganda imperial. Y en estos turbulentos días madrileños, frente a unas clases superiores recelosas o indecisas y a un pueblo indignado hasta la exasperación, la letra impresa, con su cascada de pasquines, libelos, folletos y periódicos leídos en cafés, colmados, botillerías y mercados para un auditorio inculto y a menudo analfabeto, también es eficaz arma de guerra, tanto en manos de Napoleón y el duque de Berg —que ha instalado su propia imprenta en el palacio Grimaldi— como en las de la Junta de Gobierno, los partidarios de Fernando VII y este mismo, desde Bayona.

—Ya está aquí don Ignacio.

—Buenos días, hijos míos.

—¡Viva el rey Fernando!

—Que sí, hombre, que sí. Que viva y que Dios lo bendiga. Pero estémonos tranquilos, a ver qué pasa.

El grupo de foncarraleros —capas de bayetón, bastones de nudos en las manos jóvenes y recias, monteras arriscadas y sombreros de alas caídas— aguarda a su presbítero junto a la fuente de la Mariblanca. Falta poco para que la aguja del Buen Suceso señale las ocho, y en la puerta del Sol hay un millar de personas. Pese a que el ambiente se carga, las actitudes son pacíficas. Circulan rumores disparatados: desde que Fernando VII está a punto de llegar a Madrid, liberado al fin, hasta que, para engañar a los franceses, va a casarse con una hermana de Bonaparte. No faltan mujeres que van y vienen atizando los corrillos, forasteros y gente de diversos barrios de Madrid, aunque predomina lo popular: chisperos del Barquillo, manolos del Rastro y Lavapiés, empleados, menestrales, aprendices, bajos funcionarios, mozos de cuerda, criados y mendigos. Se ven pocos caballeros bien vestidos y ninguna señora que acredite el tratamiento: la gente acomodada, desafecta a los sobresaltos, permanece en casa. También hay unos pocos estudiantes y algunos niños, casi todos pilluelos de la calle. Muchos vecinos de la plaza y las calles adyacentes están asomados a portales, balcones y ventanas. No hay militares a la vista, ni franceses ni españoles, excepto los centinelas de la puerta de Correos y un oficial en el balcón enrejado del edificio. De corrillo a corrillo circulan peregrinos rumores y exageraciones.

—¿Se sabe ya algo de Bayona?

—Todavía nada. Pero dicen que el rey Fernando se ha escapado a Inglaterra.

—Ni hablar. Es a Zaragoza a donde se dirige.

—No diga usted barbaridades.

—¿Barbaridades?… Lo sé de buena tinta. Tengo un cuñado conserje en los Consejos.

A lo lejos, entre la gente, don Ignacio alcanza a distinguir a otro sacerdote con sotana y tonsura. Ellos dos, concluye, deben de ser los únicos clérigos presentes en la puerta del Sol a estas horas. Eso lo hace sonreír: incluso dos son demasiados, habida cuenta de la calculadísima ambigüedad que la Iglesia española despliega en esta crisis de la patria. Si nobles e ilustrados, opuestos unos a los franceses y partidarios de ellos otros, coinciden en despreciar los arrebatos y la ignorancia del pueblo, también la Iglesia mantiene, desde la guerra con la Convención, un cuidadoso nadar entre dos aguas, combinando el recelo al contagio de las ideas revolucionarias con su tradicional habilidad —estos días puesta a prueba— para estar con el poder constituido, sea el que fuere. En las últimas semanas, los obispos multiplican exhortaciones a la calma y a la obediencia, temerosos de una anarquía que los asusta más que la invasión francesa. Salvo algunos acérrimos patriotas o fanáticos que ven al diablo bajo cada águila imperial, el episcopado español y gran parte de los clérigos y religiosos están dispuestos a rociar con agua bendita a cualquiera que respete los bienes eclesiásticos, favorezca el culto y garantice el orden público. Ciertos obispos de buen olfato se ponen ya sin disimulo al servicio de los nuevos amos franceses, justificando sus intenciones con piruetas teológicas. Y sólo más adelante, cuando la insurrección general se confirme en toda España como un huracán de sangre, ajustes de cuentas y brutalidad, la mayoría de los obispos se irá declarando del lado de la rebelión, los párrocos predicarán desde sus púlpitos la lucha contra los franceses, y podrá escribir el poeta Bernardo López García, simplificando el asunto para la posteridad:

¡Guerra!, gritó ante el altar

el sacerdote con ira.

¡Guerra; repitió la lira

con indómito cantar.

En cualquier caso —futuros poemas y mitos patrióticos aparte—, nada de eso puede sospecharlo todavía el joven presbítero don Ignacio. Y menos a tan frescas horas de hoy. Sólo sabe que en un bolsillo de la sotana lleva el arrugado folleto traidor o gabacho, que tanto monta, cuyo tacto le hace hervir la sangre, y en el otro la navaja, por más que procura alejar de su cabeza la palabra
violencia
cada vez que le roza la mente. Y siente un singular calorcillo que linda con el pecado de orgullo —habrá que arreglarlo con un confesor, piensa, cuando todo acabe—. Una sensación grata, picante, completamente nueva, que le hace erguirse, complacido, entre el grupo de feligreses foncarraleros cuando la gente alrededor los mira y susurra: oye, fíjate, a ésos los acaudilla un cura. A fin de cuentas, concluye, si las cosas fuesen hoy por mal camino, nadie podrá decir que todos los clérigos de Madrid estuvieron a salvo tras sus altares y claustros.

Revolotean las aves, sobresaltadas, en torno a las torres y espadañas de la ciudad. Son las ocho en punto, y las campanadas de las iglesias se conciertan con el sonido del tambor de las guardias que se relevan en los cuarteles. A esa misma hora, en su casa de la calle de la Ternera, número 12, el capitán de artillería Luis Daoiz y Torres acaba de vestirse el uniforme y se dispone a acudir a su destino en la Junta de Artillería, situada en la calle de San Bernardo. Oficial de carácter tranquilo, prestigio profesional y extraordinaria competencia, conocedor de las lenguas francesa, inglesa e italiana, inteligente e ilustrado, Daoiz lleva cuatro meses destinado en Madrid. Nacido en Sevilla hace cuarenta y un años, comprometido en fecha reciente con una señorita andaluza de buena familia, el capitán es hombre de aspecto pulcro y agradable, aunque de baja estatura, pues mide menos de cinco pies. Su semblante es moreno claro, usa patillas a la moda, y en los lóbulos de las orejas acaba de colocarse, para salir a la calle, los dos aretes de oro que, por coquetería militar, lleva desde el tiempo en que sirvió como artillero a bordo de navíos de la Armada. Su hoja de veintiún años de servicio, donde el valor figura desde hace tiempo como acreditado, es riguroso reflejo de la historia militar de su patria y de su época: defensas de Ceuta y Orán, campaña del Rosellón contra la República francesa, defensa de Cádiz contra la escuadra del almirante Nelson y dos viajes a América en el navío
San Ildefonso
.

Al coger el sable, a Daoiz le pasa por la mente, como una nube sombría, el recuerdo del desafío de ayer por la tarde en la fonda de Genieys: tres oficiales franceses arrogantes y obtusos, voceando inconveniencias sobre España y los españoles sin caer en la cuenta de que los militares de la mesa vecina comprendían su idioma. De cualquier forma, no quiere pensar en eso. Detesta perder los estribos, él que tiene fama de hombre sereno; pero ayer estuvo a punto de ocurrir. Es difícil no contagiarse del ambiente general. Todos viven con los nervios a flor de piel, la calle anda inquieta, y el día que se presenta por delante no va a ser fácil, tampoco. Así que más vale mantener la cabeza fría, el sentido común en su sitio y el sable en la vaina.

Mientras baja los dos pisos de la escalera, Daoiz piensa en su compañero Pedro Velarde. Hace un par de días, en la última reunión que mantuvieron con el teniente coronel Francisco Novella y otros oficiales amigos en casa de Manuel Almira, oficial de cuenta y razón de artillería, Velarde, contra toda lógica, seguía mostrándose partidario de tomar las armas contra los franceses.

—Son dueños ya de todas las fortalezas en Cataluña y en el Norte —argumentaba exasperado—. Acaparan las provisiones de boca y guerra, cuarteles, hospitales, transportes, caballerías y suministros… Nos imponen una vejación continua, intolerable. Nos tratan como a animales y nos desprecian como a bárbaros.

—Quizá con el tiempo cambien de maneras —apuntó Novella, sin mucha convicción.

—¡Qué van a cambiar ésos! Los conozco bien. No en balde frecuenté en Buitrago a Murat y a sus figurones de estado mayor… ¡Menuda canalla!

—Hay que concederles superioridad, al menos.

—Eso es un mito. La Revolución les borró la teórica, y sólo sus continuas campañas han aumentado su práctica. No tienen más superioridad que su arrogancia.

—Exageras, Pedro —lo contradijo Daoiz—. Son el mejor ejército del mundo. Admitámoslo.

—El mejor ejército del mundo es un español cabreado y con un fusil.

Aquélla fue una de tantas discusiones inútiles e interminables. De nada sirvió recordarle al exaltado Velarde que la conspiración que preparaban los artilleros —diecinueve mil fusiles para empezar, y España en armas— había fracasado, que todo el mundo los dejaba solos, y que el propio Velarde sentenció el proyecto al contarle al general O’Farril los pormenores del plan. Además, ni siquiera está claro lo que pretende el rey Fernando. Para unos ese joven es todo ambigüedad e indecisión; para otros, duda entre una sublevación en su nombre o alborotos calculados en una prudente espera.

—Espera, ¿para qué? —insistía impaciente Velarde, casi a gritos—. Ya no se trata de levantarse por el rey ni por algo parecido. ¡Se trata de nosotros! ¡De nuestra dignidad y nuestra vergüenza!

De nada valieron las razones expuestas, entre otros, por el propio Daoiz. Velarde seguía en sus trece.

—¡Hay que batirse! —repetía—. ¡Batirse, batirse y batirse!

Eso estuvo diciendo una y otra vez, como alienado; y con las mismas palabras, al fin, se levantó y desapareció escaleras abajo, camino de su casa o sabe Dios dónde, mientras los demás se miraban unos a otros, melancólicos, y tras encogerse de hombros se retiraba cada mochuelo a su olivo.

—No hay nada que hacer —fue la despedida del bueno de Almira, moviendo tristemente la cabeza.

Daoiz, con dolor de su corazón, estuvo de acuerdo. Y esta mañana lo sigue estando. Sin embargo, el plan no era malo. Se habían registrado intentos anteriores, como el de José Palafox entre Bayona y Zaragoza, y el propósito de crear en las montañas de Santander un ejército de resistencia formado por tropas ligeras; pero Palafox fue descubierto y tuvo que esconderse —prepara ahora una sublevación en Aragón—, y el otro proyecto acabó en manos del ministro de la Guerra, siendo archivado sin más consideración.

—Hagan el favor de no complicarme la vida —fue el comentario con que el general O’Farril, fiel a su estilo, enterró el asunto.

Pese a todo, a las dificultades y al desinterés de la junta de Gobierno, una tercera conspiración, la de los artilleros, ha seguido adelante hasta hace pocos días. El plan, fraguado con reuniones secretas en la chocolatería del arco de San Ginés, en la Fontana de Oro y en la casa que el escribiente Almira tiene en el 31 de la calle Preciados, nunca pretendió una victoria militar, imposible contra los franceses, sino ser chispa que prendiese una vasta insurrección nacional. Desde hace tiempo, gracias a que el coronel Navarro Falcón favorecía a los conspiradores no dándose por enterado, en el parque de Monteleón se trabajaba secretamente en la fabricación de cartuchos de fusil, balas y metralla para cañones, rehabilitando piezas de artillería y escondiendo la última remesa de fusiles enviada desde Plasencia para evitar que fuese a manos francesas, como las anteriores; aunque en los últimos días, alertado el cuartel general de Murat y con órdenes del Ministerio de la Guerra español para suspender esas actividades, los artilleros trasladaron en secreto el taller de cartuchería a una casa particular. También siguieron manteniendo contactos en casi todos los departamentos militares de España, y convinieron, determinados por Pedro Velarde, puntos de concentración para tropas y futuras milicias, los mandos respectivos, los depósitos de pertrechos y lugares donde serían interceptados los correos franceses y cortadas sus comunicaciones. Pero llevar todo eso a la práctica exigía recursos superiores a los del Cuerpo; por lo que Velarde, siempre impetuoso, decidió por su cuenta y riesgo pedir ayuda a la Junta de Gobierno. Así que, sin consultar con nadie, fue a ver al general O’Farril y le contó el plan.

Mientras cruza la plaza de Santo Domingo en dirección a la calle de San Bernardo, Luis Daoiz revive la angustia con que escuchó a su compañero contar los pormenores de la conversación con el ministro de la Guerra. Velarde venía excitado, ingenuo y exultante, convencido de que había logrado poner al ministro de su parte. Pero mientras refería la entrevista, Daoiz, perspicaz sobre la naturaleza humana, comprendió que la conspiración quedaba sentenciada. Así que, ahorrando reproches que de nada servían, se limitó a escuchar en silencio, tristemente, y a negar con la cabeza cuando el otro hubo terminado.

—Se acabó —dijo.

Velarde se había puesto pálido.

—¿Cómo que se acabó?

—Que se acabó. Olvídalo… Hemos perdido.

—¿Estás loco? —su amigo, impulsivo como siempre, lo agarraba por la manga de la casaca—. ¡O’Farril ha prometido ayudarnos!

—¿Ese?… Tendremos suerte si no nos mete a todos en un castillo.

Daoiz acertó de pleno, y las consecuencias de la indiscreción se hicieron sentir de inmediato: cambios de destino para los artilleros, movimientos tácticos de las tropas imperiales y un retén de franceses dentro del parque de artillería. El recuerdo de la visita del rey Fernando a Monteleón a principios de abril, presentándose cuatro días antes de salir hacia Bayona sin otra escolta que un caballerizo, y las aclamaciones que le dedicaron los artilleros mientras visitaba el recinto, acrecientan ahora la tristeza del capitán. «Sois míos. De vosotros puedo fiarme, porque defenderéis mi corona», llegó a decir el joven rey en voz alta, elogiándolos a él y a sus compañeros. Pero en este primer lunes de mayo, atenazados por las órdenes, la desconfianza o la cautela de sus superiores, los artilleros no son del rey ni de nadie. Ni siquiera pueden confiar unos en otros. El conjurado de mayor graduación es Francisco Novella, que sólo es teniente coronel, y además se encuentra mal de salud; el resto son unos pocos capitanes y tenientes. Tampoco los intentos personales de Daoiz para implicar al cuerpo de Alabarderos, a los Voluntarios del Estado del cuartel de Mejorada y a los Carabineros Reales de la plaza de la Cebada han dado fruto: excepto los Guardias de Corps y algún oficial de rango inferior, nadie fuera del pequeño grupo de amigos osa rebelarse contra la autoridad. Así que, por prudencia, y pese a las reticencias de Pedro Velarde, de Juan Cónsul y de algún otro, los conspiradores han dejado el intento para mejor ocasión. Muy pocos los seguirían, y menos después de las últimas disposiciones que confinan a los militares en sus cuarteles y los privan de munición. No sirve de nada —así se manifestó Daoiz en la última reunión, antes de que Velarde se fuera dando un portazo— hacerse ametrallar como pardillos, con todo el Ejército mirando cruzado de brazos, sin esperanza y sin gloria, o acabar en el calabozo de una prisión militar.

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