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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (5 page)

BOOK: Un día de cólera
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Tales son, en resumen, los recuerdos más recientes y los amargos pensamientos que esta mañana, camino de su destino rutinario en la Junta Superior de Artillería, acompañan al capitán Luis Daoiz; ignorante de que, antes de acabar el día, un cúmulo de azares y coincidencias —de los que ni siquiera él mismo será consciente— van a inscribir su nombre, para siempre, en la historia de su siglo y de su patria. Y mientras el todavía oscuro oficial camina por la acera izquierda de la calle de San Bernardo, observando con preocupación los grupos de gente que se forman a trechos y se dirigen hacia la puerta del Sol, se pregunta, inquieto, qué estará haciendo a esas horas Pedro Velarde.

Como cada mañana antes de acudir a su destino en la junta de Artillería, el capitán Pedro Velarde y Santillán, santanderino de nacimiento, veintiocho años de edad —la mitad de ellos vistiendo uniforme, pues ingresó como cadete a los catorce—, da un rodeo, y en vez de ir directamente de su casa en la calle Jacometrezo a la de San Bernardo, toma la corredera de San Pablo y pasa por la calle del Escorial. Hoy lleva en el bolsillo una carta para su novia —Concha, con la que tiene promesa de matrimonio—, que enviará más tarde a Correos. Sin embargo, al pasar bajo cierto balcón de un cuarto piso de la calle del Escorial, donde una mujer enlutada y aún hermosa riega las macetas, Velarde, también como cada mañana, se quita el sombrero y saluda mientras ella permanece inmóvil, observándolo desde arriba hasta que dobla la esquina y se aleja. Esa mujer, cuyo nombre quedará registrado en la letra menuda de la jornada que hoy comienza, es y será para siempre un misterio en la biografía de Velarde. Se llama María Beano, es madre de cuatro hijos aún menores, varón y tres hembras, y viuda de un capitán de artillería. Vive, según declararán más tarde los vecinos,
«exenta de sospechas desfavorables»
con su modesta pensión de viudedad. Pero cada mañana, sin faltar un solo día, el oficial pasa ante su balcón, y cada tarde la visita en su casa.

Pedro Velarde viste la casaca verde de estado mayor de Artillería en vez de la azul común. Mide cinco pies y dos pulgadas, es delgado y de facciones atractivas. Se trata de un oficial inquieto, ambicioso, inteligente, con seria formación científica y prestigio entre sus compañeros, que ha desempeñado trabajos técnicos de relevancia, estudios sobre artillería y comisiones diplomáticas importantes; aunque, salvo una intervención casi testimonial en la guerra con Portugal, carece de experiencia en combate, y en el apartado valor de su hoja de servicios figuran las palabras
no experimentado
. Pero conoce bien a los franceses. Por mandato del hoy caído ministro Godoy figuró en la comisión enviada para cumplimentar a Murat cuando la entrada de los imperiales en España. Eso le proporcionó un conocimiento exacto de la situación, reforzado con el trato en Madrid, por razones de su cargo de secretario de la Junta Superior del arma, con el duque de Berg y su plana mayor, en especial con el comandante de la artillería francesa, general La Riboisière, y sus ayudantes. De ese modo, observando desde tan privilegiada posición las intenciones francesas, Velarde, con sentimientos idénticos a los de su amigo Luis Daoiz, ha visto trocarse la antigua admiración casi fraternal que, de artillero a artillero, sentía por Napoleón Bonaparte, en el rencor de quien sabe a su patria indefensa en manos de un tirano y sus ejércitos.

En la esquina de San Bernardo, Velarde se detiene a observar de lejos a cuatro soldados franceses que desayunan en torno a la mesa, puesta en la puerta, de una fonda. Por su uniforme deduce que pertenecen a la 3.
a
división de infantería, repartida entre Chamartín y Fuencarral, con elementos del 9.
o
regimiento provisional instalados en aquel barrio. Los soldados son muy jóvenes, y no llevan otras armas que las bayonetas en sus fundas del correaje: muchachos de apenas diecinueve años que la despiadada conscripción imperial, ávida de sangre joven para las guerras de Europa, arranca de sus casas y sus familias; pero invasores, a fin de cuentas. Madrid está lleno de ellos, alojados en cuarteles, posadas y viviendas particulares; y sus actitudes van desde las de quienes se comportan con la timidez de viajeros en lugar desconocido, esforzándose para pronunciar algunas palabras en lengua local y sonreír corteses a las mujeres, hasta la arrogancia de quienes actúan como lo que son: tropas en lugar conquistado sin disparar un solo tiro. Los del mesón llevan las casacas desabrochadas; y uno, acostumbrado sin duda a climas septentrionales, está en mangas de camisa, disfrutando de los rayos de sol tibio que calientan aquel ángulo de la calle. Ríen en voz alta, bromeando con la moza que los atiende. Tienen aspecto de bisoños, confirma Velarde. Con el grueso de sus ejércitos empleado en duras campañas europeas, Napoleón no cree necesario enviar a España, sometida de antemano y donde no espera sobresaltos, más que algunas unidades de élite acompañadas de gente sin experiencia y reclutas de las levas de 1807 y 1808, estos últimos con apenas dos meses de servicio. En Madrid, sin embargo, hay fuerzas de calidad suficiente para asegurar el trabajo de Murat. De los diez mil franceses que ocupan la ciudad y los veinte mil apostados en las afueras, una cuarta parte son tropas fogueadas y con excelentes oficiales, y cada división tiene al menos un batallón experimentado —los de Westfalia, Irlanda y Prusia— que la encuadra y da consistencia. Sin contar los granaderos, marinos y jinetes de la Guardia Imperial y los dos mil dragones y coraceros acampados en el Buen Retiro, la Casa de Campo y los Carabancheles.

—Cochinos gabachos —dice una voz junto a Velarde.

El capitán se vuelve hacia el hombre que está a su lado. Es un zapatero de viejo, con el mandil puesto, que acaba de retirar las tablas de la puerta de su covacha, en el zaguán del edificio que hace esquina.

—Mírelos —añade el zapatero—. Como si estuvieran en su casa.

Velarde lo observa. Debe de rondar los cincuenta años, calvo, el pelo ralo y los ojos claros y acuosos, que destilan desprecio. Mira a los franceses como si deseara que el edificio se desplomara sobre sus cabezas.

—¿Qué tiene contra ellos? —le pregunta Velarde.

La expresión del otro se transforma. Sin duda se ha acercado al oficial, desvelándole su pensamiento, porque el uniforme español le daba confianza. Ahora parece a punto de retroceder un paso mientras lo observa, suspicaz.

—Tengo lo que tengo que tener —dice al fin entre dientes, hosco.

Velarde, pese al malhumor que lo atenaza desde hace días, no puede evitar una sonrisa.

—¿Y por qué no va y se lo dice?

El zapatero lo estudia con recelo, de arriba abajo, deteniéndose en las charreteras de capitán y las bombas de artillería en el cuello de la casaca de estado mayor. De parte de quién estará este militar hijo de mala madre, parece preguntarse.

—Quizá lo haga —murmura.

Velarde asiente, distraído, y no dice más. Aún permanece unos instantes junto al zapatero, contemplando a los de la fonda. Luego, sin despedirse, camina calle arriba.

—Cobardes —oye decir a su espalda, e intuye que eso no va por los franceses. Entonces gira sobre sus talones. El zapatero sigue en la esquina, los brazos en jarras, mirándolo.

—¿Qué ha dicho? —pregunta Velarde, que siente agolpársele la sangre en la cara.

El otro desvía la mirada y se mueve hacia la protección del zaguán, sin responder, asustado de sus propias palabras. El capitán abre la boca para insultarlo. Maquinalmente ha puesto una mano en la empuñadura del sable, y lucha con la tentación de castigar la insolencia. Al fin se impone el buen sentido, aprieta los dientes y permanece inmóvil, sin decir nada, hecho un laberinto de furia, hasta que el zapatero agacha la cabeza y desaparece en su covacha. Velarde vuelve la espalda y se aleja descompuesto, a largas zancadas.

Vestido con sombrero a la inglesa, frac solapado y chaleco ombliguero, el literato e ingeniero retirado de la Armada José Mor de Fuentes pasea por la calle Mayor, paraguas bajo el brazo. Se encuentra en Madrid con cartas de recomendación del duque de Frías, pretendiendo la dirección del canal de Aragón, su tierra. Como muchos ociosos, acaba de pasar por la administración de Correos en busca de noticias de los reyes retenidos en Bayona; pero nadie sabe nada. Así que tras tomar un refrigerio en un café de la carrera de San Jerónimo, decide echar un vistazo por la parte de Palacio. La gente con la que se cruza parece agitada, dirigiéndose en grupos hacia la puerta del Sol. Un platero, al que encuentra abriendo la tienda, le pregunta si es cierto que se prevén disturbios.

—No será gran cosa —responde Mor de Fuentes muy tranquilo—. Ya sabe: pueblo ladrador, poco mordedor.

Los joyeros de la puerta de Guadalajara no parecen compartir esa tranquilidad: muchas platerías permanecen cerradas, y otras tienen a los dueños fuera, mirando inquietos el ir y venir. Por la plaza Mayor y San Miguel hay grupos de verduleras y mujeres cesta al brazo que parlotean en agitados corros, mientras de los barrios bajos de Lavapiés y la Paloma suben rachas de gente brava, achulada, montando bulla y pidiendo hígados de gabacho para desayunar. Eso no incomoda a Mor de Fuentes —él mismo tiene sus gotas de fantasioso y un punto de fanfarrón—, sino que lo divierte. En una corta memoria o bosquejillo de su vida que publicará años más tarde, al referirse a la jornada que hoy comienza, mencionará un plan de defensa de España que él mismo habría propuesto a la Junta, patrióticas conversaciones con el capitán de artillería Pedro Velarde, e incluso un par de intentos por tomar hoy las armas contra los franceses: armas de las que durante todo el día —y no por falta de ocasiones en Madrid— se mantendrá bien lejos.

—¿Adónde va usted, Mor de Fuentes, si hay un alboroto tan grande?

El aragonés se quita el sombrero. En la esquina de los Consejos acaba de encontrarse con la condesa de Giraldeli, dama de Palacio a la que conoce.

—Lo del alboroto ya lo veo. Pero dudo que vaya a más.

—¿Sí?… Pues en Palacio se quieren llevar los franceses al infante don Francisco.

—Qué me dice usted.

—Como lo oye, Mor.

La de Giraldeli se marcha, azorada y llena de congoja, y el literato aprieta el paso hacia el arco de Palacio. Hoy se encuentra allí de servicio uno de sus conocidos, el capitán de Guardias Españolas Manuel Jáuregui, del que pretende obtener información. La jornada se presenta interesante, piensa. Y quizá vindicativa. Los gritos que se profieren contra Francia, los afrancesados y amigos de Godoy, suscitan en Mor de Fuentes un placer secreto y añadido. Su ambición artística —acaba de publicar la tercera edición de su mediocre
Serafina
—y los círculos de amistades literarias en que se mueve, con Cienfuegos y los otros, lo llevan a detestar con toda su alma a Leandro Fernández de Moratín, protegido del depuesto Príncipe de la Paz. A Mor de Fuentes lo mortifica, y mucho, que el público de los teatros rinda, a modo de recua o piara, servil acatamiento a los apartes, palabrillas sueltas, sosería mojigata y gustos del Ingenio de Ingenios y otras extranjerías, junto al que a todos los demás —Mor de Fuentes incluido— se les toma por enanillos ajenos al talento, a la prosa y al verso castellanos. Por eso el aragonés se complace con los gritos que, mezclados con los que alientan contra los franceses, aluden a Godoy y a la gente de polaina, Moratín incluido. Aprovechando el barullo, a Mor de Fuentes no le disgustaría que al nuevo Molière, mimado de las musas, le dieran hoy un buen escarmiento.

Cuando Blas Molina Soriano, cerrajero de profesión, llega a la plaza de Palacio, sólo queda un carruaje de los tres que aguardaban ante la puerta del Príncipe. Los otros se alejan por la calle del Tesoro. Al lado del que sigue inmóvil y vacío se ve poca gente, a excepción del cochero y el postillón: tres mujeres con toquillas sobre los hombros y capazos de la compra, y cinco vecinos. Hay algunos curiosos más en la amplia explanada, observando a distancia. Para averiguar quién ocupa los carruajes, Molina se recoge la capa de pardomonte y corre detrás, aunque no logra alcanzarlos.

—¿Quién va en aquellos coches? —pregunta cuando vuelve.

—La reina de Etruria —responde una de las mujeres, alta y bien parecida.

Todavía sin aliento, el cerrajero se queda con la boca abierta.

—¿Está usted segura?

—Claro que sí. La he visto salir con sus niños, acompañada por un ministro, o un general… Alguien con sombrero de muchas plumas, que le daba el brazo. Subió deprisa y se fue en un suspiro… ¿Verdad, comadre?

Otra mujer asiente, confirmándolo:

—Se tapaba con una mantilla. Pero que se me pegue el puchero si no era María Luisa en persona.

—¿Ha salido alguien más?

—No, que yo sepa. Dicen que se va también el infantito don Francisco de Paula, la criatura. Pero sólo hemos visto a la hermana.

Sombrío, lleno de funestos presentimientos, Molina se dirige al cochero.

—¿Para quién es el carruaje?

El otro, sentado en su pescante, encoge los hombros sin responder. Escamadísimo, Molina mira alrededor. Aparte los centinelas de la puerta —hoy toca Guardias Españolas en la del Príncipe y Walonas en el Tesoro—, no se ve escolta ninguna. Es inimaginable un traslado de esa importancia sin tomar precauciones, se dice. Aunque tal vez lo que pretenden es no llamar la atención.

—¿Han venido gabachos? —pregunta a uno de los curiosos.

—No he visto ninguno. Sólo un centinela allá lejos, en San Nicolás.

Pensativo, Molina se rasca el mentón que esta mañana no tuvo tiempo de afeitar. San Nicolás, junto a la iglesia de ese nombre, es el acuartelamiento más cercano de franceses, y es raro que estén así de tranquilos. O que lo parezcan. Él acaba de pasar por la puerta del Sol, y allí tampoco hay rastro de ellos, aunque el sitio está lleno de vecinos que andan calientes. Nadie, sin embargo, frente a Palacio. Los coches que han partido y ese otro dispuesto y vacío no auguran nada bueno. Un clarín de alarma resuena en sus adentros.

—Nos la están endiñando —concluye— hasta la bola.

Sus palabras hacen volver la cabeza a José Mor de Fuentes. El literato aragonés se encuentra por allí tras venir paseando desde el arco de Palacio. No le han dejado ver a su amigo el capitán Jáuregui. Blas Molina lo conoce de vista, pues hace dos semanas arregló la cerradura de su casa.

—Y nosotros, aquí —le comenta Molina, exasperado—. Cuatro gatos y sin armas.

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