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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (9 page)

BOOK: Un día de cólera
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El capitán se retuerce las manos, desesperado. Sabe que don Antonio tiene razón. Aun así, su juventud y su coraje lo empujan adelante. Con ojos extraviados se despide de su anfitrión, agradeciéndole su hospitalidad y sus finezas. Después reclama de nuevo el caballo y empuña el sable.

—Deje aquí el caballo, envaine eso y venga conmigo —dice don Antonio, tras reflexionar un poco—. A pie tiene más oportunidades que montado.

Y, con sigilo, rogándole que se ponga el capote para disimular lo llamativo del uniforme, el digno consejero conduce a Marbot hasta el jardín, lo hace pasar por una puertecita del muro, bajo la rosaleda, y dando un rodeo por las calles estrechas lo guía él mismo, caminando unos pasos por delante para comprobar que todo está despejado, hasta la esquina de la calle del Reloj, junto al palacio Grimaldi, donde lo deja a salvo en un puesto de guardia francés.

—España es un lugar peligroso —le dice al despedirse con un apretón de manos—. Y hoy, mucho más.

Cinco minutos después, el capitán Marbot entra en el palacio Grimaldi. Hierve el cuartel general de Su Alteza Imperial el gran duque de Berg: hay un jaleo de mil diablos, los salones están llenos de jefes y oficiales, y por todas partes entran y salen batidores con órdenes, en un ambiente de nerviosismo y agitación extrema. En la biblioteca de la planta baja, donde se han arrinconado muebles y libros para dejar espacio libre a mapas y archivos militares, Marbot encuentra a Murat vestido de punta en blanco, botas hannoverianas, dolmán de húsar, alamares, bordados y rizos por todas partes, resplandeciente como de costumbre pero con el ceño fruncido, rodeado de su plana mayor: Moncey, Lefevbre, Harispe, Belliard, ayudantes de campo, edecanes y otros. La flor y la nata. No en vano la República y la guerra han dado al Imperio los generales más competentes, los oficiales más leales y los soldados más valientes de Europa. El propio Murat —sargento en 1792, general de división siete años después— es una espléndida prueba de ello. Sin embargo, aunque eficaz y sobrado de coraje, el gran duque no resulta un prodigio de habilidad diplomática, ni de cortesía.

—¡Ya era hora, Marbot!… ¿Dónde diablos estaba?

El joven capitán se cuadra, balbucea una excusa vaga e ininteligible y luego deja la boca cerrada, ahorrándose explicaciones que en realidad a nadie importan. Al primer vistazo ha advertido que Su Alteza está de un humor de mil diablos.

—¿Alguien sabe dónde se ha metido Friederichs?

El coronel Friederichs, comandante del 1.
er
regimiento de granaderos de la Guardia Imperial, entra en ese instante, casi empujando a Marbot. Viene con sombrero redondo, casaquilla de mañana y ropa de paisano, pues el tumulto lo sorprendió en el baño y no tuvo tiempo de vestirse de uniforme. Trae en una mano el sable de un corneta de cazadores a caballo muerto por el populacho ante la puerta de la casa donde se aloja. Murat aún se enfurece más al escuchar su informe.

—¿Qué hace Grouchy, maldita sea?… ¡Ya tendría que estar trayendo a la caballería desde el Buen Retiro!

—No sabemos dónde está el general Grouchy, Alteza.

—Pues busquen a Privé.

—Tampoco aparece.

—¡Entonces, a Daumesnil!… ¡A quien sea!

El duque de Berg está fuera de sí. Lo que estimaba una represión brutal, rápida y eficaz, se está yendo de las manos. A cada momento entran mensajeros con partes sobre incidentes en la ciudad y franceses atacados por la gente. La lista de bajas propias aumenta sin cesar. Acaba de confirmarse la muerte del hijo del general Legrand —un joven y prometedor teniente de coraceros liquidado por un macetazo en la cabeza, comentan con estupor—, la herida grave del coronel Jacquin, de la Gendarmería Imperial, y también que el general La Riboisière, comandante de Artillería del estado mayor, lo mismo que medio centenar de jefes y oficiales, se encuentra bloqueado por el populacho en su alojamiento, sin poder salir.

—Quiero a los marinos de la Guardia protegiendo esta casa, y a mis cazadores vascos en Santo Domingo. Usted, Friederichs, asegure con sus dos batallones de granaderos y fusileros la plaza de Palacio y la entrada a la Almudena y la Platería… Que la tropa tire sin compasión. Sin perdonar la vida de nadie, sea cual sea la edad o el sexo. ¿Está claro?… De nadie.

Sobre un plano de Madrid extendido en la mesa —español, aprecia el joven Marbot, levantado hace veintitrés años por Tomás López—, Murat repite sus órdenes a los recién llegados. El dispositivo, previsto hace días, consiste en traer a la ciudad a los veinte mil hombres acampados en las afueras; y con los diez mil que ya hay dentro, tomar todas las grandes avenidas y controlar las principales plazas y puntos clave, para evitar el movimiento y las comunicaciones entre un barrio y otro.

—Seis ejes de progresión, ¿comprendido?… Una columna de infantería entrará desde El Pardo por San Bernardino, otra de la Casa de Campo por el puente y la calle de Segovia pasando por Puerta Cerrada, otra por Embajadores y otra por la calle de Atocha… Los dragones, los mamelucos, los cazadores a caballo y los granaderos montados del Buen Retiro avanzarán por la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, mientras la caballería pesada sube con el general Rigaud desde los Carabancheles por la puerta y calle de Toledo… Esas fuerzas irán cortando las avenidas, aislando cuarteles, y confluirán en la plaza Mayor y la puerta del Sol… Si hace falta, para controlar el norte de la ciudad moveremos dos columnas más: el resto de la infantería desde el cuartel del Conde-Duque, y la que está acampada entre Chamartín, Fuencarral y Fuente de la Reina… ¿Me explico? Pues espabilen. Pero antes miren ese reloj, caballeros. Dentro de una hora, o sea, a las once y media, a las doce como mucho, todo tiene que haber terminado. Muévanse. Y usted, Marbot, esté atento. En seguida habrá algo para usted.

—No tengo caballo, Alteza.

—¿Que no tiene qué?… ¡Quítese de mi vista, maldita sea!… ¡Ocúpese de este inútil, Belliard!

Desolado, temeroso de haber caído en desgracia, Marbot se cuadra ante el general Belliard, jefe del estado mayor, quien le ordena que busque inmediatamente un caballo, suyo o de quien sea, o se pegue un tiro. También le manda que distribuya unos cuantos granaderos en torno al palacio Grimaldi, para eliminar a los tiradores enemigos que empiezan a hacer fuego desde azoteas y tejados.

—Disparan mal, mi general —argumenta Marbot, pasándose de listo.

Belliard lo fulmina con la mirada y señala el vidrio roto de una ventana, sobre un charco de sangre en el entarimado del suelo.

—Por mal que lo hagan, nos han herido aquí a dos hombres.

«Hoy no es mi día», piensa Marbot, que se imagina degradado por torpe y bocazas. Para rehabilitarse, emprende con mucho celo la tarea encomendada. Aprovechando la ocasión, pone un piquete bajo su mando personal, ahuyenta con descargas cerradas a los merodeadores y despeja la calle hasta el palacete de don Antonio Hernández. Donde logra por fin, para alivio de su reputación maltrecha, recuperar el caballo.

Mientras el capitán Marbot avanza con su piquete entre la plaza de Doña María de Aragón y la de Santo Domingo, madrileños armados con trabucos, mosquetes y escopetas de caza intentan regresar al Palacio Real o bajar hacia éste desde la puerta del Sol; pero encuentran el camino tomado por los cañones y los granaderos del coronel Friederichs, que destaca avanzadillas en las calles próximas. De modo que esos grupos son ametrallados sin compasión en cuanto aparecen por la Almudena y San Gil, que los cañones imperiales enfilan a lo largo. Muere así Francisco Sánchez Rodríguez, de cincuenta y dos años, oficial de la tienda de coches del maestro Alpedrete, a quien una andanada francesa alcanza de lleno cuando dobla la esquina de la calle del Factor en compañía de los soldados de Voluntarios de Aragón Manuel Agrela y Manuel López Esteba —los dos también caen malheridos y fallecerán días después—, y del cartero José García Somano, que escapa a la descarga pero hallará la muerte media hora más tarde, alcanzado por una bala de mosquete en la plazuela de San Martín. Desde las ventanas altas de Palacio, donde alabarderos y guardias se han aprovisionado de municiones y cerrado las puertas, resueltos a defender el recinto si los franceses intentan meterse dentro, el capitán de Guardias Walonas Alejandro Coupigny ve, impotente, cómo los paisanos son rechazados y corren perseguidos por jinetes polacos venidos del palacio Grimaldi, que los rematan a sablazos.

Los que huyen de las balas francesas se fragmentan en grupos. Muchos recorren la ciudad pidiendo armas a voces, y otros buscan venganza y se quedan por las inmediaciones, en espera de ajustar cuentas. Tal es el caso de Manuel Antolín Ferrer, ayudante del jardinero del real sitio de la Florida, que uniéndose al oficial jubilado de embajadas Nicolás Canal y a otro vecino llamado Miguel Gómez Morales, se enfrenta a navajazos con un piquete de granaderos de la Guardia Imperial en la esquina de la calle del Viento con la del Factor, acometiéndolos desde un portal. De ese modo matan a dos franceses, retirándose después a la azotea de la misma casa, con la mala fortuna de encontrarse en un lugar sin salida. Aunque Canal logra evadirse arrojándose al tejado vecino, Antolín y Gómez Morales son apresados, molidos a culatazos y conducidos a un calabozo. Ambos serán fusilados al día siguiente, de madrugada, en la montaña del Príncipe Pío. Entre esos fusilados se contará también José Lonet Riesco, dueño de una mercería de la plaza de Santo Domingo, que tras pelear junto a Palacio es apresado por un piquete cuando huye, con una pistola descargada en una mano y un cuchillo en la otra, por la calle de la Inquisición.

Más afortunado resulta el notario eclesiástico de reinos Antonio Varea, uno de los pocos individuos de buena posición que hoy luchan en las calles de Madrid. Tras haber acudido a la puerta del Sol en compañía de su tío Claudio Sanz, escribano de cámara, y luego a la explanada de Palacio resuelto a batirse, el notario Varea participa en los enfrentamientos hasta que, persiguiendo a unos franceses en retirada, recibe cerca de los Consejos un balazo de los granaderos de la Guardia. Transportado por su tío y por el oficial de inspección de Milicias don Pedro de la Cámara a su casa de la calle de Toledo, junto a los portales de Paños, logrará refugiarse allí, ser curado y salvar la vida.

Otros tienen menos suerte. Por todo el barrio, exasperados con la matanza hecha en sus camaradas, los imperiales disparan contra quien se acerca y procuran dar caza a los fugitivos. Así es como caen heridos Julián Martín Jiménez, vecino de Aranjuez, y el tejedor vigués de veinticuatro años Pedro Cavano Blanco. Así muere también José Rodríguez, lacayo del consejero de Castilla don Antonio Izquierdo: herido ante la casa de sus amos, en la calle de la Almudena, llama desesperadamente a la puerta; pero antes de que le abran es alcanzado por dos soldados franceses. Uno le asesta un sablazo en la cabeza y otro lo remata de un pistoletazo en el pecho. En la misma calle, a poca distancia de allí, el niño de doce años Manuel Núñez Gascón, que ha estado arrojando piedras e intenta ponerse a salvo perseguido por un francés, es muerto a bayonetazos ante los ojos espantados de su madre, que lo presencia todo desde el balcón.

Al otro lado de la Almudena, refugiado en un portal cercano a los Consejos con su sirviente Olmos, Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica, ve pasar al galope a varios batidores imperiales que vienen de la plaza de Doña María de Aragón. Su preparación militar le permite hacerse una idea aproximada de la situación. La ciudad tiene cinco puertas principales, y todas las avenidas que vienen de éstas confluyen en la puerta del Sol a modo de los radios de una rueda. Madrid no es plaza fortificada, y ninguna resistencia interior es posible si el centro de esa rueda y los radios son controlados por un adversario. El marqués de Malpica sabe dónde acampan las fuerzas enemigas de las afueras —a estas alturas es hora de pensar en los franceses como enemigos— y puede prever sus movimientos para sofocar la insurrección: las puertas de la ciudad y las grandes avenidas serán su primer objetivo. Observando a los grupos de civiles mal armados que corren en desconcierto de un lado para otro, sin preparación ni jefes, el de Malpica concluye que la única forma de oponerse a los franceses es hostigarlos en esas puertas, antes de que sus columnas invadan las calles anchas.

—La caballería, Olmos. Ahí está la clave del asunto… ¿Comprendes?

—No, pero da lo mismo. Usía mande, y punto.

Saliendo del zaguán, Malpica para a un grupo de vecinos que viene en retirada, pues conoce de vista al hombre que los encabeza. Éste, un caballerizo de Palacio, lo reconoce a su vez y se quita la montera. Trae un trabuco, lleva la capa terciada al hombro, y lo acompañan media docena de hombres, un muchacho y una mujer con delantal y un hacha de carnicero en las manos.

—Nos han acribillado, señor marqués. No hay manera de arrimarse a la plaza… Ahora la gente desbaratada lucha donde puede.

—¿Vosotros vais a seguir batiéndoos?

—Eso ni se pregunta.

El de Malpica explica sus intenciones. La caballería, utilísima para disolver motines, será el principal peligro con el que se enfrenten quienes pelean en las calles. Los dos núcleos principales están acuartelados en el Buen Retiro y en los Carabancheles. El Retiro queda lejos, y ahí nada puede hacerse; pero los otros entrarán por la puerta de Toledo. Se trata de organizar una partida dispuesta a estorbarlos allí.

—¿Cuento con vosotros?

Todos asienten, y la mujer del hacha de carnicero llama a voces a otros que corren alejándose de Palacio. Así reúnen a una veintena, entre los que destacan el uniforme amarillo de un dragón de Lusitania que iba a su cuartel y cuatro soldados de Guardias Walonas que han desertado del Tesoro con sus fusiles, descolgándose por las ventanas, y vienen corriendo desde las caballerizas para unirse a los que luchan. El dragón tiene veinticuatro años y se llama Manuel Ruiz García. Los de Guardias Walonas, vestidos con su uniforme azul de vueltas rojas y polainas blancas, son un alsaciano de diecinueve años llamado Franz Weller, un polaco de veintisiete, Lorenz Leleka, y dos húngaros: Gregor Franzmann, de veintisiete años, y Paul Monsak, de treinta y siete. El resto del grupo son jardineros, mozos de las cuadras cercanas, un mancebo de botica, un aguador de quince años de edad que lleva un pañuelo ensangrentado alrededor de la cabeza, un conserje de los Consejos y un manolo de Lavapiés, carpintero de oficio, despechugado y de aire crudo —redecilla en el pelo, chaquetilla de alamares y navaja de dos palmos metida en la faja—, que responde al nombre de Miguel Cubas Saldaña. El manolo, que va en compañía de otro sujeto de aspecto patibulario vestido con capote pardo y calañés, se ofrece con mucho desparpajo a levantar en su barrio, de camino, una buena cuerda de compadres. Así que, tras detenerse junto al palacio de Malpica para que Olmos traiga el refuerzo de tres criados jóvenes, dos carabinas y cuatro escopetas de caza, el marqués, eligiendo las calles menos frecuentadas para evitar a los franceses, dirige a sus voluntarios hacia la puerta de Toledo.

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