Authors: Ira Levin
El primer piso estaba iluminado. Un miembro que llevaba una bandeja con vasos se cruzó con él y le saludó. Le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
El segundo y tercer piso también estaban iluminados, pero la escalera que conducía al cuarto piso estaba parada, y arriba sólo había oscuridad. Subió por los escalones, hasta el cuarto y quinto piso.
Avanzó a la luz de su linterna por el pasillo del quinto piso —rápido ahora, no lento—, más allá de las puertas que había cruzado con los dos médicos, la mujer que le había llamado «joven hermano» y el hombre con la cicatriz en la mejilla que le había estado observando. Llegó al extremo del pasillo, iluminó con su luz la puerta marcada con el rótulo de «600A Jefe de la División Quimioterapéutica.»
Cruzó la antesala y entró en la oficina de Rey. El enorme escritorio estaba más ordenado que la otra vez: el rozado telecomp, una pila de carpetas, el contenedor de las plumas... y los dos pisapapeles, el inusual cuadrado y el normal redondo. Tomó este último —en él estaba escrito «ARG20400»— y mantuvo por un momento su frío peso metálico en la palma de su mano. Luego volvió a dejarlo, al lado de la foto del sonriente joven Rey ante la cúpula de Uni.
Rodeó el escritorio, abrió el cajón central y rebuscó hasta encontrar una guía de la sección encuadernada en plástico. Examinó la media columna de Jesús y encontró Jesús HL09E6290. Su clasificación era 080A; su residencia, G35, habitación 1744.
Se detuvo por un momento ante la puerta, pues se dio cuenta de pronto de que Lila podía estar también allí, dormitando al lado de Rey, bajo su posesivo brazo extendido. «¡Bien! —pensó—. ¡Que lo oiga todo!» Abrió la puerta, entró, y la cerró suavemente a sus espaldas. Apuntó con su linterna hacia la cama y la encendió.
Rey estaba solo, boca abajo, con los brazos rodeando su canosa cabeza.
Chip se alegró y se entristeció a la vez. Pero sobre todo se alegró. Se lo diría a ella más tarde, iría triunfante a verla y le explicaría todo lo que había descubierto. Encendió la luz, apagó la linterna y se la metió en el bolsillo.
—Rey —llamó.
La cabeza y los brazos envueltos en el pijama no se movieron.
—Rey —llamó de nuevo, y avanzó hasta detenerse al lado de la cama—. Despierta, Jesús HL —dijo.
Rey se volvió de espaldas y se cubrió los ojos con una mano. Sus dedos se entreabrieron y un ojo se asomó entre ellos.
—Quiero hablar contigo —dijo Chip.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Rey—. ¿Qué hora es?
Chip miró el reloj.
—Las 4.50 —dijo.
Rey se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—¿Qué odio ocurre? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
Chip cogió la silla del escritorio, la arrastró hasta los pies de la cama y se sentó. La habitación estaba desordenada, con monos colgando de la tolva, manchas de té en el suelo.
Rey tosió, se cubrió la boca con un puño y tosió de nuevo. Mantuvo el puño junto a su boca y miró a Chip con ojos enrojecidos, el pelo pegado en mechones contra su cráneo.
—Quiero saber cómo son las islas Falkland.
Rey bajó la mano.
—¿Las islas qué? —preguntó.
—Falkland —repitió Chip—. Donde conseguiste las semillas de tabaco y el perfume que le diste a Lila.
—Yo hice el perfume —dijo Rey.
—¿Y las semillas de tabaco también las hiciste tú?
—Me las dio alguien —respondió Rey.
—¿En ARG20400?
Al cabo de un momento Rey asintió.
—¿Dónde las consiguió él?
—No lo sé.
—¿No se lo preguntaste?
—No —dijo Rey—. No lo hice. ¿Por qué no vuelves donde se supone que deberías estar? Podemos hablar de esto mañana por la noche.
—Me quedaré aquí —dijo firmemente Chip—. Me quedaré aquí hasta que oiga la verdad. Tengo un tratamiento a las 8.05. Si no me presento a tiempo, todo habrá terminado..., yo, tú, el grupo. Ya no seguirás siendo el rey de nada.
—Hermano peleador —murmuró Rey—, sal de aquí.
—Me quedo —dijo Chip.
—Te he dicho la verdad.
—No te creo.
—Entonces ve a pelear tú mismo —dijo Rey. Volvió a echarse en la cama y se dio la vuelta sobre su estómago.
Chip se quedó donde estaba. Permaneció sentado, mirando a Rey y aguardando.
Al cabo de unos minutos Rey se volvió de nuevo sobre sí mismo y se sentó. Echó a un lado la manta, sacó las piernas por un lado de la cama y se sentó apoyando los pies desnudos sobre el suelo. Se rascó con ambas manos los muslos.
—Americanueva —dijo—, no Falkland. Acuden a la orilla y comercian. Criaturas con pelo en el rostro, vestidas con telas y pieles. —Miró a Chip—. Unos salvajes sucios y desagradables, que hablan de una forma apenas comprensible.
—Existen, han sobrevivido.
—Eso es todo lo que han hecho. Sus manos son como madera de tanto trabajar. Se roban los unos a los otros, y siempre tienen hambre.
—Pero no han vuelto al seno de la Familia.
—Estarían mucho mejor si lo hicieran —murmuró Rey—. Todavía tienen una religión. Y beben alcohol.
—¿Cuánto tiempo viven? —preguntó Chip.
Rey no dijo nada.
—¿Pasan de los sesenta y dos años? —insistió Chip.
Los ojos de Rey se entrecerraron fríamente.
—¿Qué hay de tan magnífico en vivir para prolongarlo indefinidamente? ¿Qué hay de fantásticamente hermoso en la vida aquí o en la vida allá que haga que sesenta y dos años no sean suficientes en lugar de pelear mucho? Sí, viven pasados los sesenta y dos. Uno de ellos afirmaba tener ochenta, y mirándole le creí. Pero mueren más jóvenes también, a los treinta, incluso a los veinte... a causa del trabajo, la suciedad, y defendiendo su «dinero».
—Ése es sólo un grupo de islas —dijo Chip—. Hay otros siete.
—Serán todos iguales —aseguró Rey—. Serán todos iguales.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo pueden no serlo? —preguntó Rey—. ¡Cristo y Wei, si hubiera creído que era posible una vida medio humana allí hubiera dicho algo!
—Hubieras debido decir algo de todos modos —murmuró Chip—. Hay unas islas cerca de aquí, en la bahía de la Estabilidad. Leopardo y Quietud hubieran podido ir a ellas, y tal vez aún estuvieran vivos.
—Habrían muerto de todas formas.
—Pero hubieras debido darles la oportunidad de escoger dónde morir —dijo Chip—. Tú no eres Uni.
Se puso en pie y devolvió la silla junto al escritorio. Miró la pantalla del teléfono, se inclinó sobre el escritorio y tomó la tarjeta del numnombre de su consejera de debajo de su borde:
Anna
SG38P2823.
—¿Quieres decirme que no sabes su numnombre? —preguntó Rey—. ¿Qué es lo que hacéis, os encontráis en la oscuridad? ¿O todavía no te has abierto camino entre sus piernas?
Chip se metió la tarjeta en el bolsillo.
—No nos encontramos en ningún lado —dijo.
—Vamos —se burló Rey—. Sé qué está pasando. ¿Qué piensas que soy, un cuerpo muerto?
—No está pasando nada —dijo Chip—. Ella vino una vez al museo y le di las listas de palabras del
français,
eso es todo.
—Me lo imagino —dijo Rey—. Vete de aquí, ¿quieres? Necesito dormir. —Volvió a echarse en la cama, metió las piernas debajo de la manta y la extendió sobre su pecho.
—No ocurre nada entre nosotros —dijo Chip—. Ella cree que te debe demasiado.
Con los ojos cerrados, Rey murmuró:
—Pero pronto nos ocuparemos de eso, ¿no?
Chip no dijo nada por un momento, luego:
—Tendrías que habernos hablado de todo ello. De Americanueva.
—Americanueva —murmuró Rey, y no dijo nada más. Siguió tendido con los ojos cerrados, el pecho subiendo y bajando rápidamente bajo la manta.
Chip se dirigió a la puerta y apagó la luz.
—Nos veremos mañana por la noche —dijo.
—Espero que lleguéis allí —murmuró Rey—. Los dos. A Americanueva. Lo merecéis.
Chip abrió la puerta y salió.
La amargura de Rey lo había deprimido, pero después de caminar durante quince minutos o así empezó a sentirse alegre y optimista. Estaba excitado por los resultados de su noche de claridad extra. La mano en su bolsillo derecho estaba crispada sobre un mapa de la bahía de la Estabilidad y las islas Andaman, los nombres y localizaciones de las otras fortalezas de los incurables, y la tarjeta con el numnombre de Lila impreso en rojo. Cristo, Marx, Wood y Wei, ¿qué sería capaz de hacer sin ningún tratamiento en absoluto?
Sacó la tarjeta del bolsillo y la leyó mientras caminaba. «Anna SG38P2823.» La llamaría después del primer campanilleo y concertaría una cita con ella, durante la hora libre de aquella tarde. Anna SG. No ella, no una «Anna»; una Lila, fragante, delicada, hermosa. (¿Quién había elegido el nombre, ella o Rey? Increíble. Odio, pensar en todo el tiempo que habían estado encontrándose y jodiendo. ¡Si sólo...!) Treinta y ocho P, veintiocho veintitrés. Caminó durante un rato al ritmo del numnombre, luego se dio cuenta de que estaba andando demasiado rápido y se frenó. Volvió a guardarse la tarjeta.
Estaría de vuelta en su edificio antes del primer campanilleo, podría ducharse, cambiarse, llamar a Lila, comer (estaba hambriento), luego acudir a su tratamiento a las 8.05 y a su visita dental a las 8.15. («Me siento mucho mejor hoy, hermana. La pulsación ya casi ha desaparecido.») El tratamiento lo embotaría, odio, pero no tanto como para que no fuera capaz de contar a Lila lo de las islas Andaman y empezar a planear con ella —y con Copo de Nieve y Gorrión si estaban interesadas— cómo intentar llegar allí. Copo de Nieve tal vez decidiera quedarse. Esperaba que así fuera; eso simplificaría tremendamente las cosas. Sí, Copo de Nieve se quedaría con Rey; reiría fumaría y jodería con él. Jugarían a aquel juego mecánico de las paletas y la pelota. Y él y Lila se marcharían.
Anna SG, treinta y ocho P, veintiocho veintitrés...
Llegó al edificio a las 6.22. Se cruzó con dos miembros en el pasillo que se habían levantado temprano, dos mujeres, una desnuda, la otra vestida. Sonrió y dijo:
—Buenos días, hermanas.
—Buenos días —respondieron, y le devolvieron la sonrisa.
Entró en su habitación y encendió la luz. Bob estaba en la cama, apoyado sobre los codos. Su telecomp estaba abierto a sus pies en el suelo, y sus luces, azul y ámbar, resplandecían.
Cerró la puerta a sus espaldas.
Bob sacó las piernas de la cama y se sentó; alzó ansiosamente la vista hacia él. Su mono estaba parcialmente abierto.
—¿Dónde has estado, Li? —preguntó.
—En el salón —dijo Chip—. Volví allí después del club fotográfico, me había dejado la pluma..., de pronto me sentí muy cansado. Supongo que debió ser por el retraso en mi tratamiento. Me senté para descansar un poco y —sonrió—, de pronto descubrí que ya era por la mañana.
Bob le miró, aún ansioso, y al cabo de un momento movió la cabeza en un gesto de negación.
—Miré en el salón —dijo—, la habitación de Mary KK, el gimnasio y el fondo de la piscina.
—No debiste verme —señaló Chip—. Estaba en la esquina detrás de...
—Estuve buscándote en el salón Li —dijo Bob. Cerró su mono y movió desesperanzado la cabeza.
Chip se apartó de la puerta y se dirigió al cuarto de baño, manteniéndose alejado de Bob.
—Tengo que orinar —dijo.
Fue al cuarto de baño, abrió su mono y orinó, mientras intentaba reunir la claridad mental extra de la que había gozado antes, mientras intentaba pensar en una explicación que satisficiera a Bob o, en el peor de los casos, pareciera tan sólo una aberración de una noche. De todos modos, ¿para qué había venido Bob? ¿Y cuánto tiempo llevaba allí?
—Llamé a las 11.30 —dijo Bob—, y no hubo respuesta. ¿Dónde has estado desde entonces hasta ahora?
Cerró su mono.
—Estuve paseando por ahí —dijo..., en voz alta, para que le oyera Bob desde la habitación.
—¿Sin tocar escáners? —dijo suavemente Bob.
Cristo y Wei.
—Debí olvidarlo —respondió, y abrió el grifo para lavarse las manos—. Es este dolor de muelas —añadió—. Cada vez es peor. Me duele todo el lado de la cabeza. —Se secó las manos, observó a través del espejo a Bob en la cama, mirándole fijamente—. No podía dormir, por eso salí a dar una vuelta. Te conté esa historia del salón porque sé que hubiera tenido que ir directamente a...
—Ese «dolor de muelas» tuyo también me ha mantenido despierto a mí —dijo Bob—. Te vi durante la televisión, y parecías tenso y anormal. Así que finalmente busqué el numnombre del empleado de la sección dental. Te ofreció una visita el viernes, pero le dijiste que tu tratamiento era el sábado.
Chip volvió a dejar la toalla en su sitio, se volvió y se quedó mirando a Bob desde la puerta del cuarto de baño.
Sonó el primer campanilleo y las primeras notas de
Una poderosa Familia.
—Todo fue fingido, ¿verdad, Li? —dijo Bob—. El relajamiento de la primavera pasada, la somnolencia y el exceso de tratamiento.
Al cabo de un momento Chip asintió.
—Oh, hermano —dijo Bob—. ¿Qué has estado haciendo?
Chip no dijo nada.
—Oh, hermano —repitió Bob, y se inclinó y apagó su telecomp. Cerró la tapa y accionó los cierres con un sonido seco—. ¿Podrás perdonarme? —Colocó el telecomp de pie y mantuvo el asa en equilibrio entre los dedos de ambas manos, intentando que no cayera hacia ningún lado—. Te diré algo divertido —murmuró—. Hay un rasgo de vanidad en mí. De veras. Rectifico: lo había. Creía que era uno de los dos o tres mejores consejeros de la casa. De la casa, odio: de la ciudad. Alerta, observador, sensible... «Y llega el brusco despertar.» —Consiguió mantener el asa en equilibrio, la derribó a un lado de una palmada y sonrió secamente a Chip—. No eres el único enfermo, si esto te sirve de consuelo.
—No estoy enfermo, Bob —dijo Chip—. Estoy más sano de lo que lo he estado en toda mi vida.
—Esto es más bien todo lo contrario a la evidencia —respondió Bob, sin dejar de sonreír. Recogió el telecomp y se puso en pie.
—No puedes ver la evidencia —dijo Chip—. Los tratamientos te mantienen atontado.
Bob hizo un gesto con la cabeza y se encaminó hacia la puerta.
—Ven conmigo —dijo—. Vamos a arreglar esto.
Chip no se movió de donde estaba. Bob abrió la puerta y se detuvo, miró hacia atrás.
—Estoy perfectamente sano —dijo Chip.
Bob alzó su mano en un gesto de simpatía.
—Ven conmigo, Li —dijo.