Authors: Ira Levin
—Bon soir,
Chip —le dijo, sonriente—.
Comment vas-tu? Je m’ennuyais tellement de toi.
Se acercó a ella, la tomó en sus brazos y la besó —sus labios eran cálidos y suaves, su boca entreabierta—... Despertó en medio de la oscuridad y la decepción. Había sido un sueño, sólo un sueño.
Pero, sorprendentemente, aterradoramente, todo aquello estaba en él: el olor de su perfume
(parfum
), el sabor del tabaco, la melodía de las canciones de Gorrión, el deseo de poseer a Lila, la rabia contra Rey, el resentimiento hacia Uni, la tristeza que le inspiraba la Familia y la felicidad de sentir; estar vivo y despierto.
Y por la mañana recibiría su tratamiento y todo desaparecería. A las ocho. Encendió la luz, miró el reloj: las 4.54. Dentro de un poco más de tres horas...
Apagó de nuevo la luz y permaneció con los ojos abiertos en la oscuridad. No deseaba perder nada de aquello. Enfermo o no, quería conservar sus recuerdos y la capacidad de explorar y gozar de ellos. No deseaba pensar en las islas —no, nunca; ésa era la auténtica enfermedad—, pero deseaba pensar en Lila, en las reuniones del grupo celebradas en el almacén lleno de reliquias y, de vez en cuando, quizá, tener otro sueño.
Pero el tratamiento se produciría dentro de tres horas y todo desaparecería. No había nada que pudiera hacer, sólo cabía esperar otro terremoto, y ¿qué posibilidades había de que hubiera otro movimiento sísmico? Las sismoválvulas habían funcionado perfectamente durante años, y seguirían haciéndolo en los años venideros. ¿Qué otra cosa aparte de un terremoto podía posponer su tratamiento? Nada. Nada en absoluto. No con Uni sabiendo que en una ocasión había mentido para posponer uno.
La forma seca de una hoja sobre una piedra mojada acudió a su mente, pero desechó esta imagen para pensar en Lila, verla como la había visto en su sueño; no quería malgastar las tres cortas horas de consciencia que le quedaban. Había olvidado lo grandes que eran sus ojos, su encantadora sonrisa y su piel rosa oscuro, lo emocionante de su ímpetu. Había olvidado tanto pelear: el placer de fumar, la excitación de descifrar el
français...
Recordó una vez más la forma seca de la hoja. Pensó en ella, irritado, quería descubrir por qué su mente se aferraba a esa imagen de aquel modo, para librarse de ella de una vez por todas. Pensó una vez más en aquel momento ridículo y sin significado. Vio de nuevo la hoja con las gotas de
coca
brillando en su superficie, sus dedos alzando su tallo y su otra mano sujetando él envoltorio doblado de la galleta total y el seco óvalo gris sobre la negruzca piedra manchada de
coca.
Había derramado la
coca
y la hoja había estado allí y el trozo de piedra de debajo se había...
Se sentó en la cama y apretó la mano contra el pijama que cubría su brazo derecho.
—Cristo y Wei —dijo aterrado.
Se levantó antes de que sonara el primer campanilleo, se vistió e hizo la cama.
Fue el primero en el comedor. Comió, bebió y regresó a su habitación con el envoltorio de aluminio de una galleta total doblado de cualquier manera en su bolsillo.
Abrió el envoltorio, lo puso sobre el escritorio y lo alisó con la mano. Dobló cuidadosamente el cuadrado por la mitad y la mitad en tercios. Apretó plano el paquete y lo sostuvo; era delgado pese a sus seis capas. ¿Demasiado delgado? Volvió a dejarlo.
Fue al cuarto de baño, y del estuche de primeros auxilios del armario cogió algodón y un rollo de esparadrapo. Regresó al escritorio.
Puso una capa de algodón encima del paquete de aluminio —una capa más pequeña que el paquete en sí— y empezó a cubrir el algodón y el paquete con largas tiras de esparadrapo color carne. Sujetó ligeramente los bordes del esparadrapo al escritorio.
Se abrió la puerta y se volvió, ocultando lo que estaba haciendo y guardándose el rollo de esparadrapo en el bolsillo. Era Karl TK, de la habitación contigua.
—¿Listo para el desayuno? —preguntó.
—Ya he desayunado —respondió Chip.
—Bueno, entonces te veré luego.
—De acuerdo —dijo, y sonrió.
Karl cerró la puerta.
Chip terminó de poner el esparadrapo, luego arrancó sus bordes del escritorio y llevó el vendaje que había hecho al cuarto de baño. Lo depositó con el lado del aluminio para arriba en el borde del lavabo y se alzó la manga.
Tomó el vendaje y puso cuidadosamente el aluminio contra la superficie interior de su brazo, allá donde lo tocaría el disco de infusión. Aseguró el vendaje y apretó fuertemente los extremos del esparadrapo contra su piel.
Una hoja. Un escudo. ¿Funcionaría?
Si lo hacía, pensaría sólo en Lila, no en las islas. Si se daba cuenta de que pensaba en las islas, llamaría a su consejero.
Volvió a bajarse la manga.
A las ocho se unió a la cola en la sala de tratamientos. Permaneció con los brazos cruzados y la mano sobre el vendaje cubierto por la manga..., para calentarlo en caso de que el disco de infusión fuera sensible a la temperatura.
«Estoy enfermo —pensó—. Cogeré todas las enfermedades: cáncer, viruela, cólera, todo. ¡Me crecerá el pelo en el rostro!»
Lo haría sólo esta vez. A la primera señal de que algo iba mal, llamaría a su consejero.
Quizá no funcionara.
Llegó su turno. Se levantó la manga hasta el codo, metió la mano hasta la muñeca en la abertura rodeada de caucho de la unidad, luego alzó la manga hasta su hombro y simultáneamente deslizó el brazo en el interior.
Notó cómo el escáner hallaba su pulsera y la ligera presión del disco de infusión contra el vendaje almohadillado con algodón... No ocurrió nada.
—Ya estás —dijo el miembro que iba detrás de él.
La luz azul de la unidad estaba encendida.
—Sí —dijo, y se bajó la manga al tiempo que retiraba el brazo.
Tenía que acudir a su trabajo.
Después de comer regresó a su habitación y en el cuarto de baño alzó la manga y arrancó el vendaje del brazo. El aluminio no estaba roto, pero tampoco lo estaba la piel después del tratamiento. Arrancó el paquete de aluminio de la cinta.
El algodón apareció gris y apelmazado. Estrujó el vendaje sobre el lavabo, y cayeron unas gotas de un líquido que parecía agua.
La consciencia volvía a él, un poco más cada día. Los recuerdos también, con detalles nítidos, angustiosos.
Vinieron las sensaciones. El resentimiento hacia Uni se convirtió en odio, el deseo hacia Lila en impotente ansia.
De nuevo representó los antiguos engaños: era normal en su trabajo, con su consejero, con su amiga. Pero, día tras día, los engaños se hacían más difíciles de mantener, más enfurecedores.
En su siguiente día de tratamiento hizo otro vendaje de envoltorio de galleta total, algodón y esparadrapo. Después lo estrujó sobre el lavabo y sacó otras gotitas de un líquido parecido al agua.
Aparecieron puntos negros en su barbilla, mejillas y labio superior..., el inicio de barba. Desmontó sus tijeras, ató con alambre una de las hojas al mango de la otra, y cada mañana, antes de que sonara el primer campanilleo, se frotaba jabón en la cara y se afeitaba los puntos.
Soñaba cada noche. A veces los sueños le producían orgasmos.
Cada vez era más enloquecedor fingir relajación y contento, humildad y bondad. El día de Marxvidad, en la playa, saltó por la orilla y luego corrió, corrió alejándose de los miembros que saltaban con él, corrió lejos de los baños de sol, de la Familia comedora de galletas totales. Corrió hasta que la playa se estrechó y se convirtió en piedras, y corrió por entre la resaca y el antiguo y resbaladizo lindero. Entonces se detuvo y, a solas y desnudo entre el océano y los riscos que se alzaban junto a él, cerró sus manos convirtiéndolas en puños y golpeó los riscos.
—¡Pelea! —gritó al claro cielo azul, y retorció y tiró de la irrompible cadena de su pulsera.
Era 169, el 5 de mayo. Había perdido seis años y medio. ¡Seis años y medio! Tenía treinta y cuatro años. Estaba en USA90058.
¿Dónde estaba ella? ¿Todavía en Ind, o en algún otro lugar? ¿Estaba en la Tierra o a bordo de alguna astronave? ¿Estaba viva como él o muerta como todos los demás en la Familia?
Era más fácil ahora, después de haberse despellejado las manos y gritado, caminar lentamente con una sonrisa satisfecha, contemplar la televisión y la pantalla de su microscopio, sentarse con su amiga en el anfiteatro de los conciertos.
Pensando constantemente en qué podía hacer...
—¿Alguna fricción? —preguntó su consejero.
—Bueno, un poco —dijo.
—Ya me pareció que no tenías buen aspecto. ¿De qué se trata?
—Bueno, ¿sabes?, estuve bastante enfermo hace unos años...
—Sí, lo sé.
—Y ahora uno de los miembros que estuvo conmigo cuando estaba enfermo, de hecho, la miembro que me puso enfermo, está aquí en el edificio. ¿Es posible conseguir que me trasladen a algún otro lugar?
Su consejero le miró dubitativo.
—Me sorprende un poco —dijo— que UniComp os haya puesto de nuevo a los dos juntos.—A mí también —admitió Chip—. Pero está aquí. La vi en el comedor ayer por la noche, y de nuevo esta mañana.
—¿Hablaste con ella?
—No.
—Veré qué puedo hacer —dijo su consejero—. Si ella está aquí y te hace sentirte incómodo, por supuesto que serás trasladado. O ella será trasladada. ¿Cuál es su numnombre?
—No lo recuerdo bien —dijo Chip—. Anna ST38P y algo más.
Su consejero le llamó a primera hora de la mañana siguiente.
—Estabas equivocado, Li —dijo—. No viste a esa miembro. Por cierto, es Anna SG, no ST.
—¿Estás seguro de que no está aquí?
—Positivo. Está en Afr.
—Es un alivio —dijo Chip.
—Y, Li, en lugar de pasar tu tratamiento el jueves, lo pasarás hoy.
—¿De veras?
—Sí. A la 1.30.
—De acuerdo —dijo—. Gracias, Jesús.
—Gracias a Uni.
Tenía tres envoltorios de galletas totales doblados y ocultos en la parte de atrás del cajón de su escritorio. Sacó uno, fue al cuarto de baño, y empezó a preparar el vendaje.
Ella estaba en Afr. Era más cerca que Ind, pero seguía habiendo un océano de por medio, además de toda la anchura de Usa.
Sus padres estaban también en Afr, en ’71334; esperaría unas semanas y solicitaría una visita. Hacía casi dos años que no los había visto, por lo tanto había bastantes posibilidades de que su solicitud fuera aceptada. Una vez en Afr podría llamarla —fingir que tenía un brazo malo, hacer que un niño tocara la placa de un teléfono público por él—, y averiguar su localización exacta. «Hola, Anna SG. Espero que estés tan bien como yo. ¿En qué ciudad te encuentras?»
¿Y luego qué? ¿Caminar hasta donde estuviera? ¿Solicitar un viaje en coche hasta algún lugar cercano, una instalación relacionada de una u otra forma con la genética? ¿Se daría cuenta Uni de lo que intentaba?
Pero, incluso aunque ocurriera todo esto, aunque consiguiera llegar hasta ella, ¿qué haría luego? Era demasiado esperar que ella también hubiera levantado algún día una hoja de encima de una piedra mojada. No, odio, ella sería un miembro normal, tan normal como había sido él mismo hasta hacía unos pocos meses. Y a la primera palabra anormal que él dijera lo arrastraría a un medicentro. Cristo, Marx, Wood y Wei, ¿qué podía hacer?
Podía olvidarla, ésa era la única respuesta. Partir por sus propios medios a la más cercana de las islas libres. Allí habría mujeres, muchas probablemente y algunas tendrían la piel rosa oscuro, ojos grandes menos rasgados de lo normal y unos suaves pechos cónicos. ¿Valía la pena arriesgar su propia y recién recobrada consciencia por la remota posibilidad de despertar la de ella?
Aunque en otro tiempo Lila había despertado la suya, acuclillándose delante de él con las manos sobre sus rodillas...
No con riesgo de hacer peligrar su estado consciente, sin embargo. O, al menos, no con un riesgo tan grande como el que correría él.
Acudió al Museo Pre-U. Lo hizo como en otro tiempo por la noche, sin tocar los escáners. Era idéntico al de IND26110. Algunas de las cosas expuestas eran ligeramente distintas, colocadas en lugares diferentes.
Encontró otro mapa pre-U, éste fechado en 1937, con los mismos ocho rectángulos azules pegados a él. La parte de atrás había sido cortada y someramente pegada luego con cinta adhesiva. Alguien más había estado allí antes que él. El pensamiento era excitante: alguien más había hallado las islas, quizá estaba de camino hacia una de ellas en aquel mismo momento.
En otro almacén —éste con sólo una mesa, unas cuantas cajas de cartón y una máquina parecida a una cabina con una cortina en su parte delantera e hileras de pequeñas palancas—, mantuvo el mapa contra la luz, vio de nuevo las islas ocultas. Dibujó sobre el papel la más cercana, Cuba, junto a la punta sudeste de Usa. Y, por si decidía correr el riesgo de ir a ver a Lila, dibujó el contorno de Afr y sus dos islas más cercanas, Madagascar al este y la pequeña Mallorca al norte.
Una de las cajas contenía libros. Encontró uno en
français, Spinoza et ses contemporains,
«Spinoza y sus contemporáneos». Lo hojeó y lo cogió.
Volvió a colocar el mapa en su marco y después lo colgó de nuevo en su lugar, luego recorrió el museo. Tomó una brújula de pulsera que parecía funcionar aún y una «navaja» con mango de hueso y la piedra para afilarla.
—Pronto vamos a ser reasignados —le dijo un día su jefe de sección, en la comida—. GL4 va a ocuparse de nuestro trabajo.
—Espero ir a Afr —dijo Chip—. Mis padres están allí.
Era algo arriesgado decir aquello, ligeramente impropio de un miembro, pero quizá el jefe de sección tuviera alguna ligera influencia que pudiera enviarlo allí.
Su amiga fue transferida. Chip la acompañó al aeropuerto para despedirla y también para ver si había alguna posibilidad de abordar un avión sin permiso de Uni. No parecía posible. La única fila de pasajeros que subían al avión no permitía un falso toque del escáner. Además en el momento mismo en que el último miembro de la fila tocó el escáner, otro miembro con un mono naranja estaba a su lado preparado para parar la escalerilla mecánica y meterla de nuevo en su pozo. Salir del avión presentaba la misma dificultad: el último miembro que salía tocaba el escáner mientras los que llevaban monos naranjas aguardaban. Después éstos invertían el sentido de la escalera mecánica, tocaban el escáner y subían a bordo con los contenedores de acero de las galletas totales y las bebidas para los distribuidores. Podía conseguir subir a un avión que aguardara en la zona del hangar —ocultarse en él, aunque no recordaba que hubiera ningún escondite practicable en los aviones—, pero ¿cómo podía saber cuál sería su destino?