Authors: Ira Levin
—Sube —dijo. Sujetó la bicicleta para ayudarle a subir.
Lila subió y agarró el manillar.
—Iremos por entre los edificios hasta la carretera del Este —indicó Chip—. No te vuelvas ni te pares ni aumentes la velocidad a menos que te lo diga.
Chip subió a la otra bicicleta. Depositó la linterna a un lado del cesto, con la luz enfocada por entre la malla hacia la parte delantera del pavimento.
—Está bien, vamos —dijo.
Pedalearon uno al lado del otro por el recto pasaje sumido en la oscuridad. Sólo penetraba en él la débil luz proveniente del espacio que quedaba entre los edificios y de arriba, de una estrecha franja de estrellas, y así como del pálido destello azul de una sola luz callejera que se veía más adelante.
—Acelera un poco —dijo.
Aumentaron la velocidad.
—¿Cuándo tienes que recibir el próximo tratamiento? —preguntó Chip.
Ella guardó silencio unos instantes.
—El 8 de marx —dijo finalmente.
«Dos semanas», pensó él. Cristo y Wei, ¿por qué no podía haber sido mañana o pasado mañana? Bueno, hubiera podido ser peor; hubieran podido ser cuatro semanas.
—¿Podré ir a recibirlo? —preguntó.
No servía de nada inquietarla más de lo que ya estaba.
—Quizá —dijo—. Veremos.
Había planeado recorrer una corta distancia cada día, durante la hora libre, cuando los ciclistas no atraen la atención. Irían de parque en parque, pasando una ciudad o quizá dos, y harían su recorrido en pequeñas etapas hasta ’12082, en la costa norte de Afr, la ciudad más próxima a Mallorca.
Aquel primer día, sin embargo, en el parque al norte de ’14509, cambió de idea. Hallar un lugar donde ocultarse era más difícil de lo que había pensado; pues hasta bastante después del amanecer —hacia las ocho, calculó— no estuvieron instalados bajo la protección de un resalte rocoso protegido en su parte delantera por un bosquecillo de árboles jóvenes, cuyos huecos había rellenado con ramas cortadas. Poco después oyeron el zumbido de un helicóptero, que pasó y volvió a pasar por encima de ellos, mientras Chip apuntaba a Lila con la pistola y ella permanecía sentada completamente inmóvil y mirándole con una galleta a medio comer en la mano. Al mediodía oyeron el crujir de ramas, el agitar de hojas y una voz a no más de veinte metros de distancia. Hablaba de forma ininteligible, con el tono lento y átono con que uno se dirigía a un teléfono o a un telecomp.
O el mensaje en el cajón de Lila había sido descubierto o, más probablemente, Uni había relacionado sus dos desapariciones y el robo de dos bicicletas. Por eso cambió de opinión y decidió que, habiendo sido dados por desaparecidos y siendo buscados, se quedarían donde estaban toda la semana y viajarían el domingo. Darían en una sola jornada un salto de sesenta o setenta kilómetros —no directamente al norte, sino hacia el nordeste—, luego se instalarían en algún lugar y se esconderían durante otra semana. Cuatro o cinco domingos los llevarían en un recorrido curvo hasta ’12082, y cada domingo Lila sería más ella misma y menos Anna SG, más dispuesta a ayudar o al menos, menos ansiosa de que él fuera «ayudado».
Ahora, sin embargo, todavía era Anna SG. La ató y amordazó con tiras estrechas arrancadas de la manta, y durmió con la pistola al alcance de la mano hasta que se puso el sol. En mitad de la noche la ató y amordazó de nuevo, y se marchó con su bicicleta. Regresó al cabo de unas horas con galletas totales, bebidas, otras dos mantas, toallas y papel higiénico, un «reloj de pulsera» que ya había dejado de hacer tic-tac, y dos libros
en français.
Lila estaba tendida, despierta, donde él la había dejado, con ojos ansiosos y compasivos. Retenida cautiva por un miembro enfermo, sufría sus abusos y le perdonaba. Sentía pena por él.
Pero, a la luz del día, le miró con ojos llenos de revulsión. Chip se tocó la mejilla y notó las cerdas de una barba de dos días. Sonrió, ligeramente azarado, y dijo:
—Llevo casi un año sin recibir el tratamiento.
Ella bajó la cabeza y se cubrió los ojos con una mano.
—Te has convertido en un animal —murmuró.
—En realidad, eso es lo que somos todos —dijo él—. Cristo, Marx, Wood y Wei nos convirtieron en algo muerto y desnaturalizado.
Lila desvió el rostro cuando Chip empezó a afeitarse, pero miró por encima del hombro, miró de nuevo y luego se volvió otra vez y lo observó con una expresión de desagrado.
—¿No te cortas la piel? —preguntó.
—Al principio sí —dijo, tensando la mejilla y moviendo con facilidad la navaja, sin dejar de observar en el costado de su linterna apoyada contra una piedra—. Durante varios días tuve que cubrirme la cara con la mano.
—¿Siempre utilizas té? —preguntó ella.
Se echó a reír.
—No —dijo—. Es en sustitución del agua. Esta noche buscaré un estanque o un arroyo.
—¿Cuán a menudo haces... esto? —quiso saber ella.
—Cada día —respondió él—. Ayer olvidé hacerlo. Es un engorro, pero sólo serán unas pocas semanas más. Al menos, eso espero.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Él no respondió. Siguió afeitándose.
Lila volvió a desviar el rostro.
Chip leyó uno de los libros en
français,
sobre las causas de una guerra que había durado treinta años. Lila durmió, luego al despertar se sentó sobre su manta y contempló los árboles y el cielo.
—¿Quieres que te enseñe este idioma? —preguntó él.
—¿Para qué?
—Hubo una ocasión en que deseaste aprenderlo —indicó él—. ¿No lo recuerdas? Te di una lista de palabras.
—Sí —dijo ella—. Lo recuerdo. Entonces las aprendí, pero las he olvidado. Ahora estoy sana; ¿para qué debería querer aprenderlo de nuevo?
Chip hizo un poco de gimnasia y obligó a Lila a hacerla también, para estar preparados de cara al largo viaje del domingo. Ella obedeció sin protestar.
Aquella noche encontró no un arroyo, sino un canal de regadío de cemento de unos dos metros de anchura. Se bañó en la suave corriente de agua, luego llenó unos cuantos recipientes y los llevó donde se ocultaban. Despertó a Lila y la desató. La condujo por entre los árboles y la vigiló mientras ella se bañaba. Su mojado cuerpo resplandecía a la débil luz de la luna en cuarto creciente.
La ayudó a subir de nuevo a la orilla, le tendió una toalla y permaneció cerca de ella mientras se secaba.
—¿Sabes por qué hago esto? —preguntó.
Ella le miró.
—Porque te quiero —dijo él.
—Entonces déjame ir —se apresuró a decir Lila.
Chip negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes decir que me quieres?
—Te quiero —repitió él.
Ella se inclinó y se secó las piernas.
—¿Quieres que enferme de nuevo? —preguntó.
—Sí —dijo él.
—Eso quiere decir que me odias —exclamó ella—, no que me quieres. —Se enderezó.
Sujetó su brazo, frío y mojado, suave.
—Lila —dijo.
—Anna —corrigió ella.
Intentó besarla en los labios, pero ella volvió la cabeza y se apartó. Besó su mejilla.
—Ahora apúntame con tu pistola y «viólame» —dijo ella.
—No pienso hacerlo —respondió él. Soltó su brazo.
—No sé por qué no —dijo, mientras volvía a ponerse el mono. Lo cerró con manos temblorosas—. Por favor, Li —suplicó—, volvamos a la ciudad. Estoy segura de que puedes ser curado, porque, si estuvieras realmente enfermo, incurablemente enfermo, me habrías «violado». Hubieras sido mucho menos considerado de lo que eres.
—Vamos —se limitó a decir él—, volvamos a nuestro escondite.
—Por favor, Li... —suplicó ella.
—Chip —corrigió él—. Me llamo Chip. Vamos. —Hizo un gesto brusco con la cabeza, y echaron a andar por entre los árboles.
A finales de la semana, ella cogió la pluma de Chip y el libro que no estaba leyendo y empezó a dibujar en el dorso de la cubierta retratos de Cristo y Wei, grupos de edificios, su mano izquierda y una hilera de cruces y hoces sombreadas. Él miró para asegurarse de que no estaba escribiendo mensajes que pudiera pasarle a alguien el domingo.
Más tarde Chip dibujó un edificio y se lo mostró.
—¿Qué es? —preguntó ella.
—Un edificio.
—No, no lo es.
—Sí lo es —insistió él—. No tienen por qué ser lisos y rectangulares.
—¿Qué son esas cosas ovaladas?
—Ventanas.
—Nunca he visto un edificio así —dijo ella—. Ni siquiera en el Pre-U. ¿Dónde está?
—En ninguna parte —respondió él—. Lo he inventado.
—Entonces no es un edificio, no de verdad. ¿Cómo puedes dibujar cosas que no son reales?
—Estoy enfermo, ¿recuerdas? —dijo él.
Lila le devolvió el libro, sin mirarle a los ojos.
—No juegues con eso —dijo Chip esperaba —bueno, no esperaba, pero pensaba que tal vez ocurriera— que el sábado por la noche, movida por la costumbre, o el deseo, o quizá incluso sólo por la amabilidad hacia otro miembro, se mostrara más dispuesta y se acercara a él. Sin embargo, no lo hizo. Fue la misma que había sido todas las noches anteriores, sentada en silencio en la creciente oscuridad, con los brazos en torno a las rodillas, contemplando la franja de cielo púrpura entre las movientes siluetas negras de las copas de los árboles y el negro saliente de roca sobre sus cabezas.
—Es sábado por la noche —dijo Chip.
—Lo sé —respondió ella.
Guardaron silencio por unos instantes.
—No voy a poder recibir mi tratamiento, ¿verdad? —dijo finalmente.
—No.
—Entonces puedo quedarme embarazada —murmuró ella—. Se supone que no debo tener hijos, y tú tampoco.
Chip deseó decirle que se dirigían a un lugar donde las decisiones de Uni carecían por completo de significado, pero todavía era demasiado pronto; podía asustarse excesivamente y volverse incontrolable.
—Sí, supongo que tienes razón —murmuró.
Cuando la hubo atado y tapado con la manta, la besó en la mejilla. Ella permaneció tendida en la oscuridad y no dijo nada. Chip se levantó y se dirigió a su manta.
El viaje del domingo fue bien. A primera hora de la mañana un grupo de miembros jóvenes los detuvieron, pero sólo fue para pedirles que les ayudaran a reparar una cadena rota de sus bicicletas. Lila permaneció sentada en la hierba lejos del grupo mientras Chip ayudaba a los muchachos. A la puesta del sol estaban en el parque al norte de ’14266. Habían recorrido unos setenta y cinco kilómetros.
De nuevo resultó difícil hallar un lugar donde ocultarse, pero el que finalmente encontró Chip —las rotas paredes de un edificio pre-U o de los primeros tiempos de la Unificación, techado por una colgante masa de parras y enredaderas— era más grande y confortable que el que habían utilizado la semana anterior. Aquella misma noche, pese a haber pasado todo el día pedaleando, fue a ’266 y regresó con provisiones para tres días de galletas y bebida.
Lila se mostró irritable aquella semana.
—Quiero lavarme los dientes —dijo— y ducharme. ¿Durante cuánto tiempo vamos a seguir así? ¿Siempre? Puede que te guste vivir como un animal, pero a mí no; soy un ser humano. No puedo dormir con las manos y los pies atados.
—Dormiste bien la semana pasada —observó él.
—¡Bien, pues ahora no puedo!
—Entonces quédate callada y déjame dormir —dijo él.
Ella le miró. En sus ojos había irritación, no lástima. Cuando se afeitaba o leía, Lila emitía sonidos desaprobadores; respondía secamente o no respondía cuando Chip le decía algo. Se quejó de la gimnasia, por lo que tuvo que sacar la pistola y amenazarla.
«Se acercaba el 8 de marx —se dijo Chip—, el día de su tratamiento. La irritabilidad, el resentimiento natural ante la cautividad y la incomodidad, eran un signo de la Lila sana que había enterrada dentro de Anna SG.» Hubiera debido sentirse complacido, y así fue. Pero era algo mucho más difícil de soportar que la simpatía y la docilidad propia de un miembro de las semanas anteriores.
Se quejaba de los insectos y el aburrimiento. Una de las noches llovió, y se quejó de la lluvia.
Una noche Chip se despertó y la oyó moverse. La iluminó con su linterna. Había conseguido desatarse las muñecas, y se estaba desatando los tobillos. Volvió a atarla y la golpeó.
Aquel sábado por la noche no se hablaron.
El domingo viajaron de nuevo. Chip se mantuvo cerca de ella, a su lado, y la observó atentamente cada vez que otros miembros se les acercaban. Le recordó que debía sonreír, inclinar la cabeza, responder a los saludos, actuar como si no ocurriera nada. Ella pedaleaba en un hosco silencio, y Chip temió que, pese a la amenaza de la pistola, pudiera gritar pidiendo ayuda en cualquier momento o detenerse y negarse a seguir.
—No sólo tú —le recordó—, todo aquel que esté a la vista. Los mataré a todos, te juro que lo haré.
Ella siguió pedaleando. Sonrió e inclinó resentidamente la cabeza.
La cadena de la bicicleta de Chip se trabó, por lo que sólo pudieron recorrer cuarenta kilómetros.
A finales de la tercera semana la irritación de Lila menguó. Se pasaba el rato sentada, con el entrecejo fruncido, arrancando hojas de hierba, mirándose los dedos, haciendo girar y girar la pulsera en su muñeca. Observó con curiosidad a Chip, como si fuera alguien extraño al que no había visto nunca antes. Seguía sus instrucciones lenta y mecánicamente.
Chip se dedicó a arreglar su bicicleta, dejando que ella despertara en su momento.
Una tarde, durante la cuarta semana, Lila preguntó:
—¿Adónde vamos?
Chip la miró por un momento —estaban comiendo la última galleta del día— y dijo:
—A una isla llamada Mallorca. En el mar de la Paz Eterna.
—¿Mallorca? —murmuró ella.
—Es una isla de incurables —aclaró él—. Hay otras siete repartidas por todo el mundo. Más de siete en realidad, porque algunas de ellas son grupos de islas. Las descubrí en un mapa en el Pre-U, allá en Ind. Estaban tapadas. Ninguna de ellas aparece en los mapas de los MLF. Iba a hablarte de ellas el día que fui... «curado».
Lila guardó silencio.
—¿Se lo dijiste a Rey? —preguntó finalmente.
Era la primera vez que mencionaba su nombre. ¿Debía decirle que Rey no necesitaba que se lo dijeran, pues lo había sabido siempre, aunque no se lo había dicho a ninguno del grupo? ¿Para qué? Rey estaba muerto, ¿para qué ensuciar su memoria?
—Sí, se lo dije —murmuró—. Se mostró sorprendido y muy excitado. No comprendo por qué..., por qué hizo todo aquello. Tú sí lo sabes, ¿verdad?