Authors: Ira Levin
—Eso fue un error —dijo Darren Costanza—. ¿De veras no traéis nada?
—Una pistola sin generador —dijo Chip, sacándola de su bolsillo—. Unos cuantos libros y una navaja que está dentro del hatillo.
—Bien, eso ya es algo —dijo Darren Costanza. Cogió la pistola y la examinó, manoseando su culata.
—Tenemos el bote para negociar —dijo Lila.
—Deberíais haber traído más cosas —dijo Darren Costanza. Se volvió de espaldas a ellos y se alejó unos pasos.
Chip y Lila se miraron, luego observaron al viejo una vez más y, cuando fueron a seguirle, él se volvió, sosteniendo en su mano un arma distinta. Les apuntó con ella mientras se guardaba la pistola de Chip en un bolsillo.
—Esta vieja cosa dispara balas —dijo, retrocediendo más hacia los asientos delanteros—. No necesita ningún generador. Bang, bang. Ahora al agua, rápido. No os lo penséis. Al agua.
Le miraron, incrédulos y desconcertados.
—¡Saltad al agua, estúpidos acerícolas! —gritó—. ¿O queréis una bala en vuestras cabezas? —Movió algo en la parte de atrás del arma y apuntó a Lila.
Chip la empujó hacia el lado del bote. Ella se sujetó a la barandilla y apoyó los pies sobre la borda.
—¿Por qué hace esto? —murmuró, y se deslizó al agua.
Chip saltó tras ella.
—¡Alejaos del bote! —gritó Darren Costanza—. ¡Apartaos! ¡Nadad!
Nadaron unos cuantos metros, pero enseguida sus monos se hincharon alrededor de ellos, luego se volvieron hacia el bote escupiendo agua.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Lila.
—¡Adivínalo, acerícola! —dijo Darren Costanza. Después se sentó ante los controles del bote.
—¡Nos ahogaremos si nos dejas aquí! —exclamó Chip—. ¡No podemos nadar hasta tan lejos!
—¿Quién os dijo que vinierais? —dijo Darren Costanza, y el bote se alejó chapoteando en el agua, arrastrando tras de sí la barca de remos a su popa, alzando surtidores de espuma.
—¡Odioso hermano peleador! —gritó Chip. El bote giró hacia la punta oriental de la lejana isla.
—¡Se queda la barca para él! —dijo Lila—. ¡Va a
traficar
con ella!
—El enfermo pre-U egoísta... —murmuró Chip—. ¡Cristo, Marx, Wood y Wei, tenía el cuchillo en mi mano y lo arrojé al suelo! «¡Esperando para ayudaros a llegar a puerto!» Es un pirata, eso es, el peleador...
—¡Calla! ¡No sigas! —dijo Lila, y le miró, desesperanzada.
—Oh, Cristo y Wei —murmuró él.
Abrieron sus monos y se libraron de ellos.
—¡Guárdalos! —dijo Chip—. ¡Retendrán el aire si atamos las aberturas!
—¡Otro bote! —exclamó Lila.
Un punto blanco avanzaba a toda velocidad de oeste a este, a medio camino entre ellos y la isla.
Agitaron sus monos.
—¡Está demasiado lejos! —dijo Chip—. ¡Tendremos que empezar a nadar!
Ataron las mangas de sus monos en torno a sus cuellos y nadaron. El agua estaba helada; la isla, demasiado lejos..., veinte kilómetros o más.
Chip pensó que si podían tomar cortos descansos apoyándose en los monos hinchados, quizá pudieran llegar lo bastante lejos como para que otro bote les viera. Pero ¿quién habría dentro? ¿Miembros como Darren Costanza? ¿Malolientes piratas y asesinos? ¿Había tenido razón Rey?
«Espero que lleguéis allí —le había dicho Rey, tendido en su cama, con los ojos cerrados—. Los dos. Os lo merecéis.»
¡Pelea al odioso hermano!
La segunda barca se acercaba a la que les había sido robada, que se dirigía más hacia el este, como si quisiera evitar el encuentro.
Chip nadaba firmemente, sin dejar de observar a Lila, a su lado. ¿Conseguirían descansar lo suficiente como para seguir adelante y lograr llegar a la isla? ¿O se ahogarían, empezarían a tragar agua, se hundirían lánguidamente hacia las aguas más oscuras del fondo...? Apartó esta imagen de su mente. Tenían que nadar.
El segundo bote se había detenido. El que había sido suyo estaba más lejos que antes. Pero el segundo bote parecía más grande ahora, y después aún más grande.
Chip se detuvo y aferró la pateante pierna de Lila. Ésta miró alrededor, jadeante, y él señaló.
El bote no se había detenido, había virado, y se dirigía hacia ellos.
Tiraron de las mangas de sus monos en torno a sus cuellos, las soltaron, y agitaron el azul claro y el amarillo brillante.
El bote pareció alejarse ligeramente, luego volver, luego alejarse en la otra dirección.
—¡Aquí! —gritaron—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —agitando los monos, estirándose hacia arriba en el agua.
El bote giró, volvió a girar de nuevo y repitió la maniobra por tercera vez. Apuntó hacia ellos, se hizo más grande, y sonó una sirena... fuerte, fuerte, fuerte, fuerte.
Lila se apoyó contra Chip, tosiendo y escupiendo agua. Éste metió su hombro debajo del brazo de ella y la sostuvo.
El bote, de un solo rotor, avanzó hasta adquirir su auténtico tamaño, blanco y cercano. En su casco se veían pintadas las letras «A.I.» grandes y verdes. Se detuvo chapoteante, formando una ola que los cubrió por un momento.
—¡Agarrad esto! —gritó un miembro, y algo voló por los aires y cayó en el agua junto a ellos: un flotante anillo blanco con una cuerda atada a él. Chip lo agarró y la cuerda se tensó, tirada por un miembro joven, de pelo amarillo. Los arrastró por el agua.
—Estoy bien —dijo Lila junto al brazo de Chip—. Estoy bien.
En el costado del bote había una escalera de cuerda que ascendía hasta su borda. Chip dio un tirón del mono de Lila, quitándoselo de la mano, le hizo doblar los dedos en torno a un travesaño de la escalera de cuerda y puso su otra mano en el travesaño de arriba. Lila trepó. El miembro, inclinado sobre la borda, se tendió, aferró su mano y la ayudó a acabar de subir. Chip guió sus pies y luego trepó tras ella.
Estaban tendidos de espaldas sobre un cálido y firme suelo bajo rasposas mantas, cogidos de la mano, jadeantes. Alguien les incorporó, primero a Lila, luego a Chip, y aplicó un pequeño frasco de metal a sus labios. El líquido que había en él olía como a Darren Costanza. Ardió en sus gargantas, pero una vez hubo bajado calentó sorprendentemente sus estómagos.
—¿Alcohol? —preguntó Chip.
—No te preocupes —dijo el joven de pelo amarillo con una sonrisa que dejaba ver unos dientes sanos mientras enroscaba el tapón en el frasco—, un sorbo no pudrirá tu cerebro.
Tendría unos veinticinco años, llevaba una corta barba también amarilla y sus ojos y piel parecían normales. En el cinturón marrón que llevaba sujeto a sus caderas se veía una pistola metida en una especie de bolsillo también marrón. Llevaba una camisa de tela blanca sin mangas y unos pantalones color tostado remendados de azul, que terminaban en sus rodillas. Dejó el frasco de metal en un asiento y se desabrochó la parte delantera de su cinturón.
—Recuperaré vuestros monos —dijo—. Recobrad el aliento. —Depositó el cinturón con la pistola al lado del frasco y trepó al costado del bote. Sonó un chapoteo, y el bote se bamboleó.
—Al menos no es como el otro —dijo Chip.
—Lleva una pistola —indicó Lila.
—Pero la ha dejado aquí —señaló Chip—. Si estuviera... enfermo, hubiera tenido miedo de hacerlo.
Guardaron silencio, cogidos de la mano bajo las rasposas mantas, respirando profundamente, contemplando el claro cielo azul.
El bote se bamboleó otra vez y el joven trepó de vuelta a bordo, con sus chorreantes monos. Su pelo, que no había sido cortado desde hacía mucho tiempo, se pegaba a su cabeza en empapados mechones.
—¿Os encontráis mejor? —preguntó con una sonrisa.
—Sí —respondieron.
Sacudió los monos por encima de la borda del bote.
—Siento no haber estado aquí a tiempo para mantener a ese sinvergüenza lejos de vosotros —dijo—. La mayoría de los inmigrantes vienen de Eur, así que generalmente estoy por la parte norte. Lo que necesitamos son dos botes, no uno. O un localizador de mayor alcance.
—¿Eres... un policía? —preguntó Chip.
—¿Yo? —El joven sonrió—. No, estoy con la Ayuda al Inmigrante. Es una agencia que generosamente han permitido que establezcamos para ayudar a orientar a los nuevos inmigrantes, de forma que puedan llegar a la orilla sin ahogarse. —Colgó los monos sobre la borda del bote y alisó sus pliegues.
Chip se incorporó sobre los codos.
—¿Ocurre a menudo? —preguntó.
—Robar los botes de los inmigrantes es un pasatiempo local muy popular —admitió el joven—. Hay otros que todavía son más divertidos.
Chip se sentó y Lila le imitó. El joven les miró, con la rosada luz del sol haciendo brillar su costado.
—Lamento decepcionaros —dijo—, pero no habéis venido a ningún paraíso. Cuatro quintas partes de la población de la isla son descendientes de las familias que vivían aquí antes de la Unificación o llegaron aquí inmediatamente después. Son consanguíneos, ignorantes, mezquinos, orgullosos de sí mismos... y desprecian a los inmigrantes. Nos llaman «Acerícolas» a causa de las pulseras, incluso cuando ya nos las hemos quitado.
Cogió el cinturón con su pistola del asiento y volvió a ponérselo en la cadera.
—Nosotros los llamamos a ellos «zopencos» —dijo, mientras se ajustaba el cinturón—. Pero no lo digáis nunca en voz alta u os encontraréis con cinco o seis de ellos moliéndoos las costillas. Ése es otro de sus pasatiempos.
Los miró de nuevo.
—La isla está gobernada por un tal general Costanza —dijo—, con la...
—¡Es el que nos robó el bote! —exclamaron—. ¡Darren Costanza!
—Lo dudo —dijo el joven con una sonrisa—. El general nunca se levanta tan temprano. Vuestro zopenco debió gastaros una broma.
—¡El odioso hermano! —dijo Chip.
—El general Costanza —explicó el joven— está respaldado por la Iglesia y el Ejército. Hay muy poca libertad incluso para los zopencos, y para nosotros no hay virtualmente ninguna. Tenemos que vivir en zonas limitadas, las «ciudades acerícolas», y no podemos salir de ellas sin una buena razón. Debemos mostrar nuestras tarjetas de identificación a cualquier policía zopenco que nos las pida, y los únicos trabajos que podemos conseguir son los más inferiores, los que te desloman. —Tomó el frasco—. ¿Queréis un poco más de esto? —preguntó—. Lo llaman «whisky».
Chip y Lila negaron con la cabeza.
El joven desenroscó el tapón y vertió en él un poco de líquido ambarino.
—Veamos —murmuró—, ¿qué me he olvidado? No se nos permite poseer tierras ni armas. Debo devolver mi pistola apenas pongo el pie en la orilla. —Alzó el tapón del frasco y lo contempló—. Bienvenidos a Libertad —dijo, y bebió.
Se miraron descorazonados, primero entre sí, luego al joven.
—Así es cómo la llaman —dijo—. Libertad.
—Creíamos que recibirían con los brazos abiertos a los nuevos miembros —dijo Chip—. Para ayudar a mantener lejos a la Familia.
El joven volvió a enroscar el tapón del frasco y dijo:
—Nadie viene aquí excepto dos o tres inmigrantes al mes. La última vez que la Familia intentó tratar a los zopencos fue cuando había cinco computadoras. Desde que entró en funcionamiento Uni no se ha producido ningún intento.
—¿Por qué no? —preguntó Lila.
El joven les miró.
—Nadie lo sabe —dijo—. Hay varias teorías. Los zopencos piensan que o bien «Dios» les protege, o la Familia teme a su ejército, un puñado de estúpidos borrachos incapaces. Los inmigrantes piensan, bueno, algunos de ellos al menos, que la isla tiene tan poca importancia para la Familia que tratar a todo el mundo en ella simplemente no compensa el tiempo que debería emplear Uni en ello.
—Y otros piensan... —insinuó Chip.
El joven apartó la vista y depositó el frasco en un estante debajo de los controles del bote. Se sentó y se volvió para mirarles de frente.
—Otros —dijo—, y yo soy uno de ellos, pensamos que Uni está utilizando la isla, a los zopencos y todas las demás islas ocultas del mundo.
—¿Utilizando? —se sorprendió Chip.
—¿Cómo? —preguntó Lila.
—Como prisiones para nosotros —dijo el joven.
Le miraron desconcertados.
—¿Por qué siempre hay un bote en la playa? —preguntó éste, como hablando para sí mismo—. Siempre, en Eur y Afr..., un bote viejo que sin embargo está aún en condiciones para poder llegar hasta aquí. ¿Y porqué están esos útiles mapas parcheados en los museos? ¿No sería más fácil hacer otros
falsos
con las islas realmente omitidas?
Siguieron mirándole.
—¿Qué haríais vosotros —siguió el joven, mirándoles intensamente— si estuvierais programando una computadora para mantener una sociedad perfectamente eficiente, estable, cooperativa? ¿Cómo enfocaríais la existencia de los fenómenos biológicos, los «incurables», los posibles buscaproblemas?
No dijeron nada. Siguieron mirándole.
Se inclinó hacia ellos.
—Dejaríais unas pocas islas «no unificadas» esparcidas por todo el mundo —dijo—. Dejaríais mapas en los museos y botes en las playas. Así, la computadora no necesita arrancar las malas hierbas, porque ellas se arrancan a sí mismas. Se abren paso alegremente hasta la zona de aislamiento más cercana, y allí están aguardando los zopencos, con un general Costanza al mando, para requisar sus botes, meterlos en sus ciudades acerícolas y mantenerlos inofensivamente impotentes..., de una forma que los encumbrados discípulos de Cristo, Marx, Wood y Wei jamás hubieran soñado.
—Es imposible —murmuró Lila.
—Al contrario, muchos de nosotros creemos que es muy posible —dijo el joven.
—¿Uni nos deja llegar hasta aquí? —preguntó Chip.
—No —dijo Lila—. Es demasiado... retorcido.
El joven miró a Lila y después a Chip.
—¡Y yo que pensé que era tan peleadoramente listo! —exclamó Chip.
—Yo también, cuando me fui —dijo el joven. Se echó hacia atrás en su asiento—. Sé exactamente como os sentís.
—No, es imposible —insistió Lila.
Hubo un momento de silencio.
—Os llevaré a la isla. La A.I. os quitará vuestras pulseras y os registrará, y os prestaremos veinticinco pavos para que podáis empezar —dijo el joven con una sonrisa—. Por malo que sea esto —reconoció—, es mejor que estar con la Familia. La tela es más cómoda que el paplón, de veras, e incluso un higo medio podrido tiene mejor sabor que una galleta total. Podéis tener hijos, beber alcohol, fumar..., incluso comprar un par de habitaciones si trabajáis duro. Algunos acerícolas llegan a hacerse ricos..., los artistas sobre todo. Si tratáis de «señor» a los zopencos y os quedáis dentro de los límites de vuestra ciudad acerícola, todo irá bien. Nada de escáners, ningún consejero y ni una
Vida de Marx
en todo un año de televisión.