Authors: Ira Levin
—Estás enfermo —dijo ella. Puso la costura sobre su regazo, cogió la aguja y empezó a coser—. Y lo digo en serio. Estás enfermo en lo que se refiere a Uni. Esa computadora no nos puso aquí; tuvimos la suerte de llegar. Ashi tiene razón: nos hubiera matado de la misma forma que mata a la gente a los sesenta y dos años, no hubiera malgastado botes e islas. Escapamos de él, ya lo has vencido, pero sigues enfermo porque quieres volver y vencerlo de nuevo.
—Nos puso aquí —dijo Chip— porque los programadores no podían justificar la muerte de miembros jóvenes.
—Tonterías —dijo Lila—. Justificaron la muerte de miembros viejos, han justificado la muerte de niños. Escapamos. Y ahora quieres volver.
—¿Qué será de nuestros padres? —dijo él—. Los matarán dentro de pocos años. ¿Y de Copo de Nieve y Gorrión...? ¿Y toda la Familia?
Siguió cosiendo, clavando con furia la aguja en la tela verde, las mangas de su vestido verde que estaba convirtiendo en una camisita para el bebé.
—Deberían ir otros —insistió—. Gente sin familia.
Más tarde, en la cama, él dijo:
—Si algo fuera mal, Julia cuidará de ti. Y del bebé.
—Es un gran consuelo —musitó ella—. Gracias. Muchas gracias. Da las gracias a Julia también.
La cuestión quedó pendiente entre ellos a partir de aquella noche: resentimiento por parte de ella, y negativa a dejarse convencer por parte de él.
Estaba atareado, más atareado de lo que había estado en toda su vida: planeando, buscando personas y equipo, viajando, aprendiendo, explicando, suplicando, ideando, decidiendo. También trabajaba en la fábrica, donde Julia, pese al tiempo libre que le concedía, se aseguraba de que se ganara los seis con cincuenta a la semana que le pagaba reparando maquinaria y acelerando la producción. Además, con el embarazo de Lila cada vez más adelantado, debía asimismo ocuparse de la mayoría de los trabajos de la casa. Se sentía más agotado de lo que nunca se había sentido, pero también más despierto; más harto de todo un día, pero más seguro de todo al día siguiente; más vivo.
El plan, el proyecto, era como una máquina que había que montar, con todas sus partes halladas o fabricadas, y cada una dependiente en forma y tamaño de todas las demás.
Antes de que pudiera decidir cuántas personas debían ir, tenía que tener una idea más clara de su meta última, y para ello necesitaba saber más del funcionamiento de Uni y de cómo podía ser atacado con mayor efectividad.
Habló con Lars Newman, el amigo de Ashi que dirigía la escuela. Lars lo envió a un hombre en Andraitx, quien a su vez lo mandó a otro que vivía en Manacor.
—Sabía que esos bancos eran demasiado pequeños para la cantidad de aislamiento que parecían tener —dijo el hombre de Manacor. Se llamaba Newbrook y tenía casi setenta años. Había enseñado en una academia tecnológica antes de abandonar la Familia. En esos momentos cuidaba de su nieta, que todavía era un bebé; tenía que cambiarle los pañales y se mostraba irritado por ello—. Quédate quieta, ¿quieres? —le dijo—. Bien, suponiendo que podáis entrar, tenéis que buscar obviamente la fuente de energía. El reactor o, más probablemente, los reactores.
—Pero pueden ser reemplazados con bastante facilidad, ¿no? —dijo Chip—. Quiero poner a Uni fuera de servicio por un largo tiempo, el suficiente para que la Familia despierte y decida qué desea hacer con él.
—¡Maldita sea, estáte quieta! —exclamó Newbrook—. La planta de refrigeración entonces.
—¿La planta de refrigeración?
—Exacto —dijo Newbrook—. La temperatura interna de los bancos ha de ser cercana al cero absoluto, elévala unos pocos grados, y las parrillas (¿ves lo que has hecho?), las parrillas dejarán de ser superconductoras. Borrarás la memoria de Uni. —Tomó al bebé, que no dejaba de llorar, lo apoyó contra su hombro y le palmeó la espalda—. Bueno, bueno —dijo.
—¿Permanentemente? —preguntó Chip.
Newbrook asintió, sin dejar de palmear la espalda de la niña.
—Aunque se restablezca la refrigeración —dijo—, todos los datos deberán ser introducidos de nuevo. Tomará años.
—Eso es exactamente lo que pretendo —dijo Chip.
La planta de refrigeración.
Y la planta de reserva.
Y la segunda planta de reserva, si es que había una.
Tres plantas de refrigeración que había que inutilizar.
«Dos hombres para cada una —pensó—. Uno para colocar los explosivos y otro para mantener alejados a los miembros.»
Seis hombres para detener la refrigeración de Uni y luego bloquear las entradas para impedir la entrada de los miembros que vendrían en ayuda del vacilante cerebro en licuefacción. ¿Podían seis hombres controlar los ascensores y el túnel? (¿Había mencionado Papá Jan otros pozos en el otro espacio excavado?) Pero seis era el mínimo, y el mínimo era lo que deseaba, porque si cualquiera de ellos era atrapado mientras se dirigían hacia la computadora, se lo diría todo a los médicos, y Uni les estaría esperando en el túnel. Cuantos menos hombres, menos peligro.
Él y otros cinco.
El joven del pelo amarillo que conducía la patrullera de la A.I. —Vito Newcome, pero se hacía llamar Dover— no dejó de pintar la barandilla de su bote mientras escuchaba, luego, cuando Chip habló del túnel y de los auténticos bancos de memoria, escuchó sin pintar, acuclillado sobre sus talones, con la brocha en la mano, entrecerró los ojos y miró a Chip, con motas blancas de pintura en su corta barba y en su pecho.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó.
—Completamente —dijo Chip.
—Ya es hora de que alguien le dé un buen porrazo a ese hermano peleador. —Dover Newcome se contempló el pulgar manchado de blanco y se lo secó con la pernera de su pantalón.
Chip se acuclilló a su lado.
—¿Quieres participar? —preguntó.
Dover le miró y al cabo de un momento asintió.
—Sí —dijo—. Claro que quiero.
Ashi dijo no, tal como Chip había esperado. Se lo preguntó solamente porque tenía la impresión de que no hacerlo sería una descortesía.
—Simplemente, creo que no merece la pena el riesgo —dijo Ashi—. Sin embargo, te ayudaré en todo lo que pueda. Julia ya me ha pedido una contribución y le he prometido cien dólares. Serán más si los necesitas.
—Estupendo —dijo Chip—. Gracias, Ashi. Puedes ayudar. Puedes ir a la biblioteca, ¿no? Trata de encontrar algunos mapas de la zona en torno a EUR-cero-uno, U o pre-U. Cuanto más grandes, mejor. Mapas con detalles topográficos.
Cuando Julia oyó que Dover Newcome iba a ir en el grupo, puso objeciones.
—Lo necesitamos aquí, en el bote —dijo.
—No lo necesitarás una vez hayamos terminado —dijo Chip.
—Dios de los cielos —murmuró ella—. ¿Cómo te las arreglas para tener tanta confianza?
—Es muy fácil —dijo Chip—. Tengo una amiga que reza por mí.
Julia le miró fríamente.
—No cojas a nadie más de la A.I. —advirtió—, ni a nadie de la fábrica. ¡Tampoco a nadie con una familia que yo tenga que mantener luego!
—¿Cómo te las arreglas para tener tan poca fe? —dijo Chip.
Chip y Dover hablaron con unos treinta o cuarenta inmigrantes, pero no hallaron ningún otro que deseara tomar parte en el ataque. Copiaron nombres y direcciones de los archivos de la A.I., hombres y mujeres entre veinte y cuarenta años que habían llegado a Libertad en los últimos tiempos. Visitaron a siete u ocho de ellos cada semana. El hijo de Lars Newman quería formar parte del grupo, pero había nacido en Libertad y Chip necesitaba gente que hubiera sido educada en la Familia, que estuviera acostumbrada a los escáners y las aceras, al paso lento y la sonrisa satisfecha.
Encontró una compañía en Pollensa que estaba dispuesta a fabricar bombas de dinamita con fulminantes mecánicos rápidos o lentos, siempre que el encargo fuera hecho por un nativo con un permiso. Encontró otra compañía, en Calviá, que se comprometió a fabricar seis máscaras antigás, pero que no podía garantizarlas contra el LPK a menos que le proporcionaran una muestra para analizarla. Lila, que trabajaba en una clínica para inmigrantes, halló a un médico que conocía la fórmula del LPK, pero ninguna de las compañías químicas de la isla podía conseguir la sustancia, porque el litio era una de sus principales constituyentes, y no había litio disponible desde hacía más de treinta años.
Cada semana Chip publicaba un anuncio de dos líneas en el
Inmigrante,
en el que se ofrecía a comprar monos, sandalias y bolsas de viaje. Un día recibió una respuesta de una mujer de Andraitx, y pasado un tiempo fue allí para examinar dos bolsas de viaje y un par de sandalias. Las bolsas estaban en muy mal estado y eran anticuadas, pero las sandalias estaban bien. La mujer y su esposo le preguntaron para qué las quería. Se llamaban Newbridge, tenían unos treinta y tantos años y vivían en un pequeño y atestado sótano infestado de ratas. Chip se lo dijo, y pidieron unirse al grupo..., en realidad insistieron en ello. Su aspecto era perfectamente normal, lo cual era un punto en su favor, pero había en ellos una febrilidad, una contenida tensión, que preocupó un poco a Chip.
Fue a verles de nuevo a la semana siguiente, con Dover, y esta vez parecieron más relajados y posiblemente elegibles. Se llamaban Jack y Ria. Habían tenido dos hijos, que fallecieron a los pocos meses de nacer. Jack trabajaba en las cloacas y Ria en una fábrica de juguetes. Dijeron que estaban sanos, y parecía ser verdad.
Chip decidió aceptarlos —provisionalmente, al menos—, y les contó los detalles del plan tal como iba tomando forma.
—Deberíamos volar todo el jodido tinglado, no sólo las plantas de refrigeración —dijo Jack.
—Una cosa ha de quedar muy clara —dijo Chip—. Yo voy a estar al mando. Si no estáis dispuestos a hacer exactamente lo que yo diga en cada paso de la operación, será mejor que lo olvidéis todo.
—No, tienes toda la razón —dijo Jack—. Tiene que haber un hombre al mando en una operación como ésta, es la única manera de que funcione.
—Pero podemos ofrecer sugerencias, ¿verdad? —dijo Ria.
—Cuantas más mejor —dijo Chip—. Pero las decisiones seguirán siendo mías, y tenéis que estar dispuestos a aceptarlas.
—Lo estoy —dijo Jack.
—Yo también —confirmó Ria.
Localizar la entrada del túnel resultó mucho más difícil de lo que Chip había anticipado. Consiguió tres mapas a gran escala de Eur central y uno topográfico pre-U, muy detallado, de Suiza, al que trasladó cuidadosamente el emplazamiento de Uni, pero todo el mundo al que consultó —antiguos ingenieros y geólogos, ingenieros de minas nativos— dijeron que se necesitaban más datos antes de poder proyectar el recorrido del túnel con alguna esperanza de exactitud. Ashi empezó a interesarse en el problema, y pasaba ocasionalmente horas en la biblioteca copiando explicaciones sobre Ginebra y las montañas del Jura de viejas enciclopedias y obras de geología.
Durante dos noches consecutivas de clara luz lunar, Chip y Dover salieron en el bote de la A.I. a un punto al oeste de EUR91766 y observaron las barcazas del cobre. Descubrieron que pasaban a intervalos exactos de cuatro horas y veinticinco minutos. Cada una de sus formas planas y oscuras avanzaba firmemente hacia el noroeste a una velocidad de treinta kilómetros por hora, y su estela creaba olas que alzaban el bote y lo dejaban caer, una y otra vez. Tres horas más tarde pasaba una barcaza en dirección opuesta, con la línea de flotación baja, vacía.
Dover calculó que las barcazas que se encaminaban a Eur, si mantenían su velocidad y dirección, alcanzarían EUR91772 en poco más de seis horas.
La segunda noche acercó el bote hasta el costado de una barcaza e igualó velocidades, mientras Chip saltaba a bordo. Chip viajó en la barcaza durante varios minutos, cómodamente sentado sobre su plana y compactada carga de lingotes de cobre estibados sobre armazones de madera, y luego volvió al bote.
Lila encontró a otro hombre para el grupo, un enfermero de la clínica llamado Lars Newstone que se hacía llamar Zumbido. Tenía treinta y seis años, la edad de Chip, y era más alto de lo normal. Un hombre tranquilo y de aspecto capaz. Llevaba nueve años en la isla y tres trabajando en la clínica, donde había adquirido ciertos conocimientos médicos. Estaba casado, pero vivía separado de su mujer. Deseaba unirse al grupo, porque, según dijo, siempre había tenido la sensación de que «alguien debería hacer algo, o al menos intentarlo.» Era una equivocación dejar que Uni retuviera el mundo sin intentar recuperarlo.
—Estupendo, es precisamente el hombre que necesitamos —dijo Chip a Lila, después de que Zumbido abandonara su habitación—. Me gustaría tener más como él en vez de los Newbridge. Gracias.
Lila no dijo nada. Estaba de pie ante el fregadero lavando las tazas. Chip fue hacia ella, apoyó las manos en sus hombros y besó su pelo. Ella estaba en su séptimo mes de embarazo, se sentía gorda e incómoda.
A finales de marzo, Julia dio una cena en la que Chip, que llevaba ya meses trabajando en el plan, fue presentado a los invitados... nativos con dinero con que se podía contar, según había dicho Julia, para que hicieran una contribución de al menos quinientos dólares. Les entregó copias de una lista que había preparado con todos los costes de la operación, y un mapa de Suiza con el túnel dibujado en su situación aproximada.
No fueron tan receptivos como había esperado.
—¿Tres mil seiscientos para explosivos? —preguntó uno.
—Exacto, señor —dijo Chip—. Si alguno de ustedes sabe dónde podemos conseguirlos más baratos, me alegrará saberlo.
—¿Qué es este «refuerzo de las bolsas»?
—Las bolsas de viaje que llevaremos no están hechas para cargas pesadas. Debemos desmontarlas y hacerlas de nuevo con un refuerzo metálico.
—Vosotros, amigos, no podéis comprar pistolas ni bombas, ¿no es así?
—Yo me encargaré de las compras —dijo Julia—, y todo será de mi propiedad hasta que el grupo abandone la isla. Tengo los permisos.
—¿Cuándo pensáis marcharos?
—Todavía no lo sé —dijo Chip—. Las máscaras antigás aún tardarán tres meses en estar listas. Además todavía nos falta encontrar un hombre y entrenarlo. Espero que para julio o agosto.
—¿Estás seguro de que ese túnel está realmente donde lo has marcado?
—No. Todavía seguimos trabajando en eso. De momento es sólo una aproximación.
Cinco de los invitados se disculparon, siete entregaron cheques que en total sumaban dos mil seiscientos dólares, menos de una cuarta parte de los once mil que necesitaban.