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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (40 page)

BOOK: Un día perfecto
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Tras el Consejo, Chip iba al gimnasio y la piscina. Comía con Deirdre, Dover, la mujer de turno de éste y cualquier otro que se uniera a ellos..., a veces Karl, que estaba en el Consejo de Transportes y resignado al vino.

Un día de febrero Chip preguntó a Dover si era posible ponerse en contacto con el que fuera que le había reemplazado en Libertad y saber si Lila y Jan estaba bien, y si Julia se estaba ocupando de ellos como había prometido que lo haría.

—Por supuesto —dijo Dover—. No hay ningún problema.

—¿Lo harás, entonces? —preguntó Chip—. Te lo agradeceré.

Unos días más tarde Dover encontró a Chip en la biblioteca.

—Todo está bien —dijo—. Lila permanece en casa, compra comida y paga el alquiler, de modo que Julia debe estar ocupándose de todo.

—Gracias, Dover —dijo Chip—. Estaba preocupado.

—Nuestro hombre allí se ocupará también de ella —dijo Dover—. Si necesita alguna cosa, el dinero puede llegarle por correo.

—Eso es estupendo —dijo Chip—. Wei me habló de ello. —Sonrió—. Pobre Julia, tener que mantener a todas esas familias cuando en realidad no es necesario. Si lo supiera, sufriría un ataque.

Dover sonrió.

—Seguro que sí —dijo—. Por supuesto, no todos los que salieron consiguieron llegar hasta aquí, así que en algunos casos sí es necesario.

—Tienes razón —admitió Chip—. No había pensado en ello.

—Te veré en la comida.

—De acuerdo —dijo Chip—. Gracias.

Dover se fue, y Chip se volvió de nuevo hacia el visor e inclinó la cabeza sobre el cono. Apoyó el dedo en el botón de la página siguiente y al cabo de un momento lo pulsó.

Empezó a hablar en las reuniones del Consejo y a hacer menos preguntas en las discusiones con Wei. Circuló una petición para reducir los días de las galletas totales a uno al mes; dudó, pero la firmó. Pasó de Deirdre a Blackie, de ésta a Nina y finalmente de nuevo a Deirdre. Escuchó en los salones más pequeños las habladurías sobre sexo y los chistes sobre los miembros del Alto Consejo. Se aficionó a hacer aviones de papel y luego a hablar idiomas pre-U (
français
se pronunciaba «fransé», aprendió).

Una mañana despertó temprano y fue al gimnasio. Wei estaba allí haciendo flexiones y levantando pesas, brillante de sudor, fuertes músculos, caderas estrechas. Llevaba suspensorios negros y algo blanco atado en torno al cuello.

—Otro pájaro madrugador, buenos días —dijo, flexionando las piernas hacia uno y otro lado al tiempo que alzaba las pesas hacia los lados y las juntaba encima de su cabeza de cabellos blancos.

—Buenos días —dijo Chip. Fue a un lado del gimnasio, se quitó la bata y la colgó de una percha. Otra bata azul estaba colgada unas perchas más allá.

—No estuviste en la discusión de anoche —dijo Wei.

Chip se volvió hacia él.

—Había una fiesta —dijo, mientras se quitaba las sandalias—. El cumpleaños de Patya.

—Es cierto —dijo Wei, flexionando las piernas, levantando las pesas—. Lo mencioné.

Chip se dirigió a una cinta, la puso en marcha y empezó a trotar. La cosa blanca en torno al cuello de Wei era una banda de seda, apretadamente anudada.

Wei dejó de hacer flexiones y colocó las pesas en su sitio, después cogió una toalla colgada de una de las barras de las paralelas.

—Madhir teme que te estés volviendo un radical —dijo sonriendo.

—No sabe ni la mitad de ello —dijo Chip.

Wei lo observó sonriendo aún mientras se secaba con la toalla los musculosos hombros y los sobacos.

—¿Haces ejercicio todas las mañanas? —preguntó Chip.

—No, sólo una o dos veces a la semana —respondió Wei—. No soy atlético por naturaleza. —Se frotó la espalda con la toalla.

Chip siguió trotando.

—Wei, hay algo que me gustaría hablar contigo —dijo.

—¿Sí? —inquirió Wei—. ¿De qué se trata?

Chip dio un paso hacia él.

—Cuando llegué aquí —dijo— y comimos juntos...

—¿Sí? —repitió Wei.

Chip carraspeó y dijo:

—Señalaste que, si yo lo deseaba, podía hacer que me reemplazaran este ojo. Rosen me dijo lo mismo.

—Sí, claro —admitió Wei—. ¿Quieres que lo hagamos?

Chip le miró, inseguro.

—No sé, parece como una... vanidad —murmuró—. Pero siempre he sido consciente de él...

—No es vanidad corregir un defecto —dijo Wei—. Es negligencia no hacerlo.

—¿No podría ponerme lentillas? —insinuó Chip—. ¿Unas lentillas castañas?

—Sí, puedes —dijo Wei—, si quieres disimularlo sin corregirlo.

Chip apartó la vista, luego volvió a mirarle.

—De acuerdo —dijo—. Me gustaría hacerlo.

—Espléndido —sonrió Wei—. Yo he cambiado dos veces de ojos. La visión es algo turbia durante los primeros días, pero eso es todo. Baja al medicentro esta mañana. Le diré a Rosen que haga el trasplante él mismo, tan pronto como sea posible.

—Gracias —dijo Chip.

Wei se puso la toalla en torno a su cuello vendado de blanco, se volvió hacia las paralelas, y se izó, con los brazos tensos en ellas.

—No digas nada de esto a nadie —advirtió, andando con las manos sobre las paralelas—, o los niños empezarán a importunarte.

Tras la operación, Chip se contempló en el espejo: sus dos ojos eran castaños. Sonrió, retrocedió un paso y volvió a acercarse. Se observó primero de un lado, luego del otro, y sonrió.

Cuando acabó de vestirse, se miró de nuevo.

Deirdre, desde el salón, dijo:

—¡Mejoras terriblemente! ¡Tu aspecto es magnífico! ¡Karl, Gri-gri, venid a mirar el ojo de Chip!

Los miembros les ayudaron a vestirse pesados chaquetones verdes fuertemente acolchados y con capucha. Los cerraron y se pusieron unos gruesos guantes verdes, después un miembro abrió la puerta. Wei y Chip entraron.

Caminaron uno al lado del otro a lo largo de un pasillo entre las paredes de acero de los bancos de memoria, con su aliento formando nubecillas ante su nariz y boca. Wei habló de la temperatura interna de los bancos y del peso y número de cada uno de ellos. Tomaron un pasillo más estrecho, cuyas paredes de acero se extendían ante ellos hasta convergir en un distante cruce.

—Estuve una vez aquí, cuando era niño —dijo Chip.

—Dover me lo dijo —respondió Wei.

—Entonces me asustó —reconoció Chip—. Pero había en ello como una especie de... majestad, de orden y precisión...

Wei asintió. Tenía los ojos brillantes.

—Sí —dijo—. Yo siempre busco excusas para entrar.

Giraron hacia otro pasillo transversal, pasaron junto a una columna y giraron de nuevo para tomar otro largo y estrecho pasillo entre hileras apretadas, espalda contra espalda, de bancos de memoria.

De nuevo en mono, miraron hacia el interior de un enorme pozo redondo y profundo, protegido por una barandilla. En este pozo se hallaban los alojamientos de acero y cemento unidos por enormes brazos azules que enviaban gruesas ramas azules hacia arriba, las cuales se bifurcaban una y otra vez en el bajo y brillante techo.

—Creo que tenías un interés especial en las plantas de refrigeración —dijo Wei sonriendo, y Chip se sintió incómodo.

Una columna de acero se alzaba a un lado del pozo. Más allá había un segundo pozo rodeado por una barandilla del que brotaba otro árbol azul, y a continuación se veía otra columna y otro pozo. La estancia era enorme, fría y silenciosa. El equipo transmisor-receptor se alineaba en dos de sus largas paredes, lleno de pequeñas luces rojas y brillantes. Unos miembros vestidos de azul extraían y reemplazaban dos paneles verticales de jaspeado negro y oro. Las cuatro cúpulas rojas de los reactores se alzaban a un extremo de la sala y, más allá de ellos, tras un cristal, media docena de programadores estaban sentados ante una consola redonda leyendo en micrófonos, pasando páginas.

—Aquí lo tienes —dijo Wei.

Chip miró alrededor. Movió la cabeza en un gesto de admiración y dejó escapar el aliento.

—¡Cristo y Wei! —exclamó.

Wei rió alegremente.

Se quedaron un rato más. Fueron de un lado para otro, observaron y hablaron con algunos de los miembros. Al finalizar la visita, abandonaron la estancia y recorrieron de nuevo los corredores de baldosas blancas. Una puerta de acero se deslizó hacia un lado ante ellos, la cruzaron y caminaron juntos por el enmoquetado pasillo del otro lado.

5

A principios de septiembre de 172, un grupo de siete hombres y mujeres, acompañados por una «pastora» llamada Anna, partieron de las islas Andaman en la bahía de la Estabilidad para atacar y destruir Uni. Los anuncios de sus progresos fueron comunicados en el comedor de los programadores a la hora de las comidas. Dos miembros del grupo «fracasaron» en el aeropuerto en SEA77120 (gestos de negación con las cabezas y suspiros de decepción) y otros dos al día siguiente en un autopuerto en EUR46209 (gestos de negación con las cabezas y suspiros de decepción). La tarde del jueves 10 de septiembre, los otros tres —un hombre y una mujer jóvenes y un hombre más viejo— entraron en fila en el salón principal con las manos en las cabezas y expresión furiosa y asustada. Tras ellos, una fornida mujer guardó sonriente una pistola.

Los tres miraron estúpidamente alrededor, y los programadores, Chip y Deirdre entre ellos, se levantaron, rieron y aplaudieron. Chip rió estruendosamente, aplaudió fuerte. Todos los programadores rieron estruendosamente y aplaudieron fuerte mientras los recién llegados bajaban las manos y se miraban entre sí y a su pastora, que reía y aplaudía también.

Wei, vestido con un mono verde ribeteado de oro, se dirigió sonriente hacia ellos y estrechó sus manos. Los programadores se acallaron unos a otros. Wei se tocó el cuello y dijo:

—De aquí para arriba, al menos. De aquí para abajo... —Los programadores rieron y sisearon otra vez. Se acercaron más, para escuchar, para felicitar.

Al cabo de unos minutos la mujer fornida se apartó del grupo y abandonó el salón. Giró a la derecha y se dirigió hacia una estrecha escalera mecánica ascendente. Chip fue tras ella.

—Felicidades —dijo.

—Gracias —respondió la mujer. Le miró y sonrió cansadamente. Tendría unos cuarenta años, llevaba la cara sucia y sus ojos mostraban círculos oscuros—. ¿Cuándo viniste?

—Hará unos ocho meses —dijo Chip.

—¿Con quién? —La mujer subió a la escalera mecánica.

Chip subió tras ella.

—Con Dover —dijo.

—Vaya —murmuró ella—. ¿Todavía está aquí?

—No —dijo Chip—. Fue enviado de nuevo el mes pasado. Tu gente no vino con las manos vacías, ¿verdad?

—Me hubiera gustado que lo hubieran hecho —rezongó la mujer—. El hombro me está matando. Dejé las bolsas junto al ascensor. Voy a ir a recogerlas ahora. —Salió de la escalera mecánica y siguió andando.

Chip fue con ella.

—Te echaré una mano —dijo.

—No te preocupes. Cogeré a uno de los chicos —dijo la mujer, girando hacia la derecha.

—No, no me importa hacerlo —dijo Chip.

Avanzaron por un corredor junto a la pared de cristal de la piscina.

—Ahí es donde voy a estar dentro de quince minutos —dijo la mujer, señalando con un movimiento de la cabeza.

—Me apunto —dijo Chip.

La mujer le miró.

—De acuerdo —dijo.

Boroviev y un miembro aparecieron en el corredor. Se dirigieron hacia ellos.

—¡Hola, Anna! —dijo Boroviev, con ojos chispeantes en su arrugado rostro. El miembro, una muchacha, sonrió a Chip.

—¡Hola! —dijo la mujer, estrechando la mano de Boroviev—. ¿Cómo estás?

—Estupendo —dijo Boroviev—. Pareces cansada.

—Lo estoy.

—Pero ¿todo ha ido bien?

—Sí —dijo la mujer—. Están abajo. Ahora voy a desembarazarme de las bolsas de viaje.

—¡Descansa un poco!

—Eso es lo que pienso hacer —sonrió la mujer—. Seis meses de descanso.

Boroviev sonrió a Chip, tomó la mano de la muchacha y siguió corredor adelante. La mujer y Chip reanudaron su camino hacia la puerta de acero que había al final del corredor. Cruzaron el arco que conducía al jardín, donde alguien cantaba y tocaba una guitarra.

—¿Qué tipo de bombas llevaban? —preguntó Chip.

—Muy toscas, de plástico —dijo la mujer—. Las arrojas y bum. Me alegrará librarme de ellas.

La puerta de acero se deslizó hacia un lado, la traspasaron y giraron a la derecha. El corredor de baldosas blancas se extendía ante ellos, a la izquierda se veían puertas provistas de escáners.

—¿En qué Consejo estás? —preguntó la mujer.

—Espera un momento —dijo Chip. Se detuvo y la sujetó del brazo.

La mujer paró su marcha y al volverse hacia Chip, éste la golpeó fuertemente en el estómago. Sujetó su rostro con una mano y estrelló su cabeza contra la pared. La dejó vencerse hacia adelante, volvió a golpearla contra la pared y finalmente la soltó. Se deslizó lentamente hacia el suelo —una baldosa se había roto— y quedó tendida medio de costado, con una rodilla levantada y los ojos cerrados.

Chip se dirigió a la puerta más cercana y la abrió. Dentro había un cuarto de baño con dos lavabos. Sujetando la puerta con el pie, cogió a la mujer por los sobacos. Un miembro apareció en el corredor y se le quedó mirando, era un muchacho de unos veinte años.

—Ayúdame —dijo Chip.

El muchacho se acercó, con el rostro pálido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Sujeta sus piernas —dijo Chip—. Se desmayó.

Llevaron a la mujer al interior del cuarto de baño y la depositaron en el suelo.

—¿No deberíamos llevarla al medicentro? —preguntó el muchacho.

—Lo haré dentro de un momento —dijo Chip. Se puso de rodillas al lado de la mujer, buscó en el bolsillo de su mono de paplón amarillo y extrajo una pistola. Apuntó con ella al muchacho—. Vuélvete de cara a la pared —dijo—. No hagas ningún ruido.

El muchacho le miró con ojos muy abiertos y se apresuró a volverse cara a la pared entre los lavabos.

Chip se puso en pie, cambió la pistola de mano y, sujetándola por el cañón, pasó por encima de la mujer. Alzó la pistola y golpeó al muchacho en la cabeza con la culata. El golpe lo hizo caer de rodillas y dio con la cabeza contra la pared. Entre el corto pelo negro se vio un hilo rojo de sangre.

Chip apartó la vista y miró la pistola. Volvió a cogerla por la culata, soltó el seguro y apuntó hacia la pared trasera del cuarto de baño: un breve rayo rojo apareció y desapareció, quebró una baldosa de la pared e hizo brotar una pequeña nubecilla de polvo debido a la perforación. Se guardó la pistola en el bolsillo, pero no dejó de sujetarla dentro de él. Cruzó de nuevo por encima de la mujer y se dirigió hacia la puerta.

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