Un día perfecto (37 page)

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Authors: Ira Levin

BOOK: Un día perfecto
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—Uni estará despierto —apuntó Dover sonriendo.

—Hasta que lo pongamos a dormir —indicó Karl.

El túnel se inclinaba ligeramente hacia abajo. Se detuvieron y miraron hacia una plástica redondez que resplandecía a lo lejos y a lo lejos y más a lo lejos hasta sumirse en una absoluta oscuridad.

—¡Cristo y Wei! —dijo Karl.

Echaron a andar de nuevo con paso más vivo, lado a lado entre los raíles.

—Deberíamos haber traído las bicicletas —dijo Dover—. Podríamos haber ido bordeando.

—Hablemos lo mínimo —indicó Chip—. Y sólo una luz encendida, por turnos. Ahora la tuya, Karl.

Caminaron sin hablar tras la luz de la linterna de Karl. Se quitaron los prismáticos del cuello y los guardaron en sus bolsas.

Chip tenía la sensación de que Uni les estaba escuchando, registrando las vibraciones de sus pasos o el calor de sus cuerpos. ¿Conseguirían vencer las defensas que seguramente estaba preparando, pelear con sus miembros, resistir sus gases? (¿Servirían de algo las máscaras antigás? ¿Había caído Jack porque se la había puesto demasiado tarde, o aunque se la hubiera puesto antes no hubiera conseguido nada?)

«Bien, el tiempo de las preguntas ha terminado», se dijo. Era el momento de ir adelante. Encontrarían lo que fuese que les estuviera esperando y harían todo lo posible por llegar a las plantas de refrigeración y hacerlas estallar.

¿A cuántos miembros tendrían que dañar o matar? «Quizá a ninguno», pensó; tal vez la amenaza de sus armas fuera suficiente para protegerles. (¿Contra los no egoístas miembros dispuestos a ayudar y que verían a Uni en peligro? No, nunca.)

Bien, tenía que ser lo que fuese; no había otro camino.

Pensó en Lila..., en Lila y Jan y su habitación en Nuevo Madrid.

El túnel era cada vez más frío, pero el aire seguía siendo respirable.

Continuaron caminando en medio de la redondez plástica que brillaba a lo lejos hasta sumirse en la oscuridad, con los raíles avanzando hacia ella. «Aquí estamos —pensó—. Ahora. Lo estamos consiguiendo.»

Al cabo de una hora se detuvieron para descansar. Se sentaron en los raíles, comieron entre los tres una galleta total y compartieron un recipiente de té.

—Daría mi brazo por un poco de whisky —dijo Karl.

—Te compraré una caja cuando volvamos —dijo Chip.

—Tú eres testigo —señaló Karl a Dover.

Permanecieron sentados unos minutos, después se pusieron en pie y echaron a andar de nuevo. Dover caminaba sobre uno de los raíles.

—Pareces muy confiado —dijo Chip iluminándole con la linterna.

—Lo estoy —respondió Dover—. ¿Tú no?

—Sí —dijo Chip dirigiendo de nuevo la luz hacia adelante.

—Me sentiría mejor si siguiéramos siendo seis —dijo Karl.

—Creo que yo también —admitió Chip.

Dover resultaba curioso. Chip recordaba que había ocultado el rostro entre los brazos cuando Jack empezó a disparar, y ahora, cuando posiblemente ellos tuvieran que empezar a disparar, quizá incluso matar, parecía alegre y despreocupado. Pero tal vez sólo lo estuviera fingiendo para ocultar su ansiedad. O quizá sólo fuera el tener veinticinco o veintiséis años.

Mientras caminaban cambiaban el peso de sus bolsas de un hombro a otro.

—¿Estás seguro de que esto termina en alguna parte? —preguntó Karl.

Chip dirigió la luz a su reloj.

—Son las 11.30 —dijo—. Debemos haber recorrido algo más de la mitad.

Siguieron caminando sobre la redondez plástica. El frío empezó a disminuir.

Se detuvieron de nuevo a las doce menos cuarto, pero como se sentían inquietos se levantaron cuando apenas había pasado un minuto y siguieron la marcha.

De pronto una luz brilló a lo lejos, en el centro de la oscuridad. Chip sacó su pistola.

—Espera —dijo Dover, sujetando su brazo—. Es mi luz. ¡Mira! —Apagó su linterna, volvió a encenderla, apagó y encendió de nuevo, y la luz a lo lejos apareció y desapareció con ella—. Es el final —dijo—. O algo que hay entre los raíles.

Siguieron andando, esta vez más rápidamente. Karl también sacó su pistola. El resplandor que se movía ligeramente hacia arriba y hacia abajo parecía mantenerse a la misma distancia de ellos, pequeño y débil.

—Se está alejando de nosotros —dijo Karl.

Pero, de pronto, empezó a hacerse más brillante, más cercano.

Se detuvieron y levantaron sus máscaras; después de asegurarlas, siguieron adelante. Se dirigían hacia un disco de acero, una pared que sellaba el túnel a sus bordes.

Se acercaron a él pero no lo tocaron. Vieron que debía deslizarse hacia arriba, pues se veían franjas de finos rasguños verticales que descendían hasta su parte inferior, cuya forma la hacía encajar sobre los raíles.

Bajaron sus máscaras. Chip acercó su reloj a la luz de Dover.

—La una menos veinte —dijo—. Hemos hecho un buen tiempo.

—O el túnel prosigue al otro lado —dijo Karl.

—Es probable —dijo Chip. Se guardó la pistola en el bolsillo y dejó su bolsa sobre una roca, se arrodilló a su lado y la abrió—. Acércate con la luz, Dover. No toques la puerta, Karl.

Karl miró los lados de la pared.

—¿Crees que pueda estar electrificada?

—¿Dover?

—Manos arriba —dijo entonces Dover.

Había retrocedido unos metros en el túnel, y les apuntaba con la luz. El cañón de su rayo L asomaba junto a su linterna.

—No os asustéis, no voy a haceros daño —dijo—. Vuestras pistolas no funcionan. Deja caer la tuya, Karl. Chip, enséñame las manos, luego ponías sobre tu cabeza y levántate.

Chip miró por encima de la luz. Había una línea brillante: el recortado cabello rubio de Dover.

—¿Es una broma o qué? —murmuró Karl.

—Déjala caer, Karl —repitió Dover—. Chip, deja la bolsa y enséñame tus manos.

Chip le mostró sus manos vacías, las apoyó sobre su cabeza y se levantó. La pistola de Karl resonó contra el suelo de roca y su bolsa hizo un ruido sordo al caer.

—¿Qué significa esto? —preguntó. Se volvió hacia Chip—: ¿Qué está haciendo?

—Es un espía —murmuró Chip.

—¿Un qué?

Lila tenía razón. Un espía en el grupo. Pero ¿Dover? Era imposible. No podía ser.

—Las manos sobre la cabeza, Karl —dijo Dover—. Ahora daos la vuelta, los dos, y mirad hacia la pared.

—Tú, hermano peleador —musitó Karl.

Se dieron la vuelta y quedaron frente al disco de acero de la puerta, con las manos sobre la cabeza.

—Dover —dijo Chip—, ¡Cristo y Wei!...

—Maldito pequeño bastardo —murmuró Karl.

—No vais a sufrir ningún daño —dijo Dover. El disco de acero se deslizó hacia arriba... Una larga estancia de paredes de cemento se abrió ante ellos, los raíles se prolongaban hasta su centro donde quedaban interrumpidos. Un par de puertas de acero ocupaban el otro lado de la estancia.

—Avanzad seis pasos y deteneos —dijo Dover—. Adelante. Seis pasos.

Dieron seis pasos hacia adelante y se detuvieron.

Oyeron el deslizar de las correas de una bolsa.

—La pistola os sigue apuntando —dijo Dover. Su voz denotaba que en ese momento realizaba algún esfuerzo; se estaba agachando. Karl y Chip se miraron. Los ojos de Karl formularon una pregunta, pero Chip movió la cabeza en un gesto de negación.

—De acuerdo —dijo Dover. Su voz les indicó que se había levantado de nuevo—. Seguid adelante.

Echaron a andar por la estancia de paredes de cemento. Las puertas de acero del otro lado se abrieron deslizándose hacia los lados. Tras ellas había una pared de baldosas blancas.

—Cruzad la puerta y seguid a la derecha —dijo Dover.

Ante ellos se extendía un largo corredor de baldosas blancas que terminaba en una puerta de acero de una sola hoja con un escáner a su lado. La pared de la derecha del pasillo era de baldosas, a lo largo de la izquierda se abrían diez o doce puertas de acero regularmente espaciadas, a unos diez metros unas de otras, cada una con su escáner.

Chip y Karl avanzaron lado a lado por el corredor con las manos sobre las cabezas. «¡Dover!», pensó Chip. ¡La primera persona a la que había recurrido! ¿Y por qué no? ¡Había parecido tan acerbamente antiUni aquel primer día en el bote de la A.I.! ¡Había sido Dover quien había dicho a Lila y a él que Libertad era una prisión, que Uni les había permitido llegar hasta allá!

—¡Dover! —exclamó—. ¿Cómo odio puedes...?

—Seguid andando —dijo Dover.

—¡No estás embotado, no estás tratado!

—No.

—Entonces..., ¿cómo?, ¿por qué?

—Lo verás dentro de un minuto —dijo Dover.

Se acercaron a la puerta del final del corredor. Ésta se deslizó bruscamente hacia un lado y quedó abierta. Al otro lado se extendía otro corredor: más amplio, menos brillantemente iluminado, de paredes oscuras, sin baldosas.

—Seguid andando —dijo Dover.

Cruzaron la puerta, se detuvieron y miraron.

—Adelante —dijo Dover.

Echaron a andar de nuevo.

¿Qué tipo de pasillo era aquél? El suelo estaba enmoquetado, con una moqueta color oro más gruesa y blanda que ninguna otra que Chip hubiera visto nunca o sobre la que hubiera caminado. Las paredes eran de lustrosa madera pulida y las puertas que se abrían a los lados del pasillo mostraban números dorados. Entre las puertas había cuadros colgados, hermosas pinturas, seguramente pre-U: una mujer sentada con las manos cruzadas sonreía enigmáticamente; una ciudad al pie de una colina, con edificios llenos de ventanas, bajo un extraño cielo de oscuras nubes; un jardín; una mujer reclinada; un hombre con armadura. Un olor agradable perfumaba el aire; fragante, seco, imposible de identificar.

—¿Dónde estamos? —preguntó Karl.

—En Uni —dijo Dover.

Ante ellos se abrieron unas dobles puertas: una habitación con cortinas rojas apareció al otro lado.

—Seguid andando —dijo Dover.

Cruzaron la puerta y entraron en la habitación con cortinas rojas, que se extendía hacia ambos lados. Un numeroso grupo de miembros, personas, estaban sentadas y sonreían. Se echaron a reír, reían abiertamente. Se levantaban y algunos aplaudían; gente joven, mayor, se levantaba de las sillas y los sofás, y reían y aplaudían. Aplaudían, aplaudían, ¡todos ellos aplaudían! Alguien tiró hacia abajo del brazo de Chip; era Dover que ahora también se había echado a reír. Chip miró a Karl, que estaba estupefacto. Los demás seguían aplaudiendo, hombres y mujeres, cincuenta, sesenta, con expresiones alertas y vivas, vestidos con monos de seda, no de paplón, verdes, dorados, azules, blancos y púrpuras. Una mujer alta y hermosa, un hombre de piel negra, una mujer que se parecía a Lila, un hombre de pelo blanco que debía tener más de noventa años; todos aplaudían, aplaudían, reían, aplaudían...

Chip se volvió hacia Dover.

—Estás despierto —dijo éste sonriendo, y dirigiéndose a Karl añadió—: Es real, está ocurriendo en estos momentos.

—¿Qué es? —quiso saber Chip—. ¿Qué odio es esto? ¿Quiénes son?

Sin dejar de reír, Dover dijo:

—¡Son los programadores, Chip! ¡Y eso es lo que vosotros vais a ser! ¡Oh, si pudierais ver vuestras caras!

Chip miró a Karl, luego de nuevo a Dover.

—¡Cristo y Wei! ¿de qué estás hablando? ¡Los programadores están muertos! Uni... se programa a sí mismo, no necesita...

Dover miraba más allá de él sonriendo. El silencio se había adueñado de pronto de la habitación.

Chip se volvió en redondo.

Un hombre con una máscara sonriente que se parecía a Wei (¿estaba ocurriendo realmente aquello?) avanzaba hacia él, moviéndose con paso saltarín en su mono rojo de seda de cuello alto.

—Nada funciona por sí mismo —dijo con una voz aguda pero potente. Los labios sonrientes de su máscara se movían como si fueran reales. (Pero, ¿era una máscara..., la amarilla piel arrugada y tensa sobre los afilados pómulos, los brillantes ojos rasgados, los mechones de pelo blanco sobre la brillante cabeza amarilla?)—. Tú debes ser Chip, el del ojo verde —dijo el hombre sonriendo y tendiendo su mano—. Tienes que decirme qué tiene de malo el nombre de Li para haberte inspirado a cambiarlo. —Brotaron risas alrededor.

La mano tendida tenía el color normal y parecía joven. Chip la tomó. Me estoy volviendo loco, pensó. El apretón fue vigoroso, aquel hombre estrujó sus nudillos en un instante de dolor.

—Y tú eres Karl —dijo el hombre volviéndose hacia él y tendiendo de nuevo la mano—. Si hubieras sido tú el que hubieras cambiado tu nombre hubiera podido comprenderlo. —Las risas se hicieron más fuertes—. Estréchala —dijo el hombre—. No tengas miedo.

Karl, sin dejar de mirarle, estrechó la mano que le ofrecía.

—Tú eres... —comenzó Chip.

—Wei —respondió el hombre de ojos rasgados y chispeantes—. Es decir, desde aquí para arriba. —Tocó el alto cuello de su mono—. Desde aquí para abajo —dijo— soy varios otros miembros, principalmente Jesús RE, que venció en el decatlón de 163. —Les sonrió—. ¿Nunca habéis lanzado una pelota cuando erais niños? —preguntó—. ¿Nunca habéis saltado a la cuerda? «Marx, Wood, Wei y Cristo; todos menos Wei fueron sacrificados.» Es cierto todavía, ¿sabéis? «La sabiduría habla en boca de los niños.» Venid, sentaos, debéis estar cansados. ¿Por qué no podíais utilizar los ascensores como todos los demás? Dover, es estupendo que estés de vuelta. Lo has hecho muy bien, excepto ese horrible asunto del puente en ’013.

Se sentaron en mullidos y confortables sillones rojos, bebieron un vino de color amarillo pálido y sabor áspero en unos centelleantes vasos, comieron dulces tacos de carne y de pescado guisados y servidos en delicadas fuentes blancas por miembros jóvenes que les sonrieron llenos de admiración..., y mientras permanecían sentados, bebían y comían, hablaron con Wei.

¡Con Wei!

¿Qué edad tenía aquella cabeza de tensa piel amarilla que vivía y hablaba sobre aquel ágil cuerpo envuelto en un mono rojo que se tendía con facilidad para coger un cigarrillo y cruzaba despreocupadamente las piernas? El último aniversario de su nacimiento había sido el..., ¿el doscientos seis, el doscientos siete?

Wei murió cuando tenía sesenta años, veinticinco años después de la Unificación. Generaciones antes de la construcción de Uni, que fue programado por sus «herederos espirituales». Que murieron, por supuesto, a los sesenta y dos años. Eso se dijo a la Familia.

Y allí estaba sentado ahora, bebiendo, comiendo, fumando. Hombres y mujeres permanecían de pie escuchando en torno al grupo de sillas. Wei no parecía darse cuenta de su presencia.

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