El vídeo de YouTube para Pelirroja Uno empezaba del mismo modo que el de Tres: la cámara recorría rápidamente una arboleda anónima, como un animal que se mueve veloz por un terreno conocido. Cuando Pelirroja Uno lo vio por primera vez, pensó que era el bosque de detrás de su casa. «Seguro», pensó. Una idea aterradora. Luego el vídeo cambiaba a una imagen distante de ella en la parte trasera del parking de la residencia geriátrica, captada fumando después de alguna muerte, pensando ilusa que se entregaba a su peligroso vicio en solitario sin ser vista.
El vídeo de Pelirroja Dos era igual que los demás, con las imágenes rápidas en el bosque. Pero el suyo pasaba a una toma hecha a través del cristal de un coche en el parking de una tienda de licores barata. Se trataba de una licorería que Pelirroja Dos conocía de sobras. La imagen se mantenía un momento que parecía una eternidad hasta que Pelirroja Dos salía por las enormes puertas de cristal con los brazos llenos de bolsas de papel repletas de botellas de alcohol. La seguía hasta que entraba en el coche y conducía no muy recta por una calle conocida.
Al igual que el vídeo de Pelirroja Tres, cada minigrabación se había tomado en algún momento de los últimos meses. Las imágenes no coincidían necesariamente con los desapacibles comienzos del invierno en los que las tres pelirrojas estaban atrapadas. En los vídeos, los árboles estaban cubiertos de hojas. La ropa era propia de otra estación.
Todos los vídeos se demoraban en la última imagen, salvo el de Pelirroja Dos. El de Pelirroja Uno acababa con las volutas de humo del cigarrillo alzándose por encima de su cabeza. El de Pelirroja Tres acababa con ella desapareciendo en la residencia como si la engulleran las sombras del atardecer. Pero el final del vídeo de Pelirroja Dos añadía una crueldad gratuita. Después de que el coche saliera del parking de la licorería, la imagen había cambiado y al verla por primera vez había proferido un grito de dolor irreconocible:
Un cementerio. Una lápida. Dos nombres seguidos de la misma fecha. Estimado esposo. Estimada hija. Muertos.
Jordan tuvo que hacer un gran esfuerzo por la tarde para concentrarse durante el entreno de básquet. Cada efecto cortado que hacía, cada bloqueo, cada tiro le parecía deforme o distorsionado. Cuando hizo una bandeja fácil, que rebotó por el borde delantero en un tiro abierto, oyó los típicos abucheos de sus compañeras de equipo y recibió una rápida reprimenda de un asistente que le aconsejó: «¡Tómate tu tiempo, Jordan, y acaba!» Pero se imaginó, aunque las gradas estaban completamente vacías, que alguien más la observaba y que incluso el lapsus momentáneo de un tiro fallado durante el ensayo de un partido de exhibición significaba algo mucho más trascendente.
Consideraba que no debía tener ningún fallo externo. Ni uno solo. Ni siquiera un fallo momentáneo. Ninguna debilidad que el Lobo Feroz aprovechara para pillarla. En cierto sentido, tenía que ser perfecta en todos los aspectos, incluso cuando sabía que ni mucho menos lo era, para mantener al Lobo Feroz alejado. Quizá no tuviera ningún sentido, pero lo notaba como un gran peso sobre los hombros. Se preguntaba si el Lobo Feroz no era quien evitaba que pillara los rebotes. Quizá fuera capaz de sujetarla incluso desde lejos, por el mero hecho de hacerle pensar que lo estaba haciendo.
Cerca pero no demasiado. Próximo pero no demasiado.
Jordan apretó los puños.
Se le ocurrió una idea. Corría por la cancha, haciendo «suicidios» obligatorios al final de la sesión, cuando comprendió lo que tenía que hacer. De la línea de fondo a la línea del tiro de faltas y al revés, de la línea de fondo al medio campo y al revés, de la línea de fondo a la línea del tiro de faltas del otro campo, de una línea de fondo a la otra y acabar con fuerza, todas odiaban las carreras de preparación física y todas sabían el valor que tenían. Jordan solía acabar la primera y se enorgullecía de ser capaz de realizar ese esfuerzo extra. Lo único que se suponía que debía tener en mente era el dolor y la falta de aliento debido al esfuerzo, pero cuando se inclinó para tocar la línea de faltas del otro lado, se dio cuenta de que tenía que encontrar la manera de ponerse en contacto con las otras dos Pelirrojas, aunque quizá fuera precisamente lo que quería el Lobo Feroz, y le pareció que sabía cómo hacerlo.
No sabía si el viejo refrán que decía «la unión hace la fuerza» era cierto. Lo dudaba.
Jordan esperó a última hora de la tarde antes de abrir el vídeo de YouTube en el que se la veía dirigiéndose a la residencia. No había hecho los deberes y se había pasado varias horas con la mirada clavada en el fondo de pantalla del ordenador, que era una imagen de la Tierra tomada desde el espacio, dejando que los minutos fueran diluyéndose hacia la medianoche. Se dijo que incluso el Lobo Feroz tenía que dormir en algún momento y, de todos modos, ¿de qué iba a preocuparse? Ella y las otras dos pelirrojas eran quienes no podían dormir. Lo más probable era que el lobo durmiera como un tronco cada noche.
En una esquina de la pantalla en la que aparecía el vídeo, estaba el contador de «vistas». Parecía clavado en 5, que indicaba la cantidad de veces que ella lo había visionado. Mantuvo la vista clavada en esa cifra. «Cinco, cinco, cinco», se repitió para sus adentros.
Con un suspiro profundo y la sensación de que entraba en terreno desconocido, Jordan alargó las manos hacia el teclado y empezó a teclear rápidamente. Al comienzo hizo una búsqueda rápida: «Vídeos similares» e introdujo la palabra clave «Pelirroja».
Apareció un menú en la pantalla del ordenador. Todos tenían una imagen fija y una dirección de YouTube. Había un grupo de rock con tatuajes y estética punk y lo que supuso que eran unas vacaciones familiares y un artista vanguardista y probablemente pretencioso delante de un cuadro de un color rojo brillante que representaba algo que ella era incapaz de identificar. Pero en el montón de posibles resultados de su búsqueda había dos vídeos en los que solo aparecía un bosque, con el mismo comienzo que el de ella.
Abrió los dos y observó. El primero empezaba en el bosque y luego aparecía una mujer a lo lejos vestida con una bata blanca de médico fumando en la esquina de un parking anónimo. La mujer aparentaba la edad de su madre. Jordan esperó hasta el final del vídeo. Era corto, tan corto como el de ella. Entonces reprodujo el segundo y vio el mismo movimiento por entre el bosque hasta que aparecía una mujer joven que salía de una licorería. La mujer parecía distraída. Observó a la mujer entrando en el coche. Los dedos de Jordan se cernieron sobre el teclado porque quería parar el vídeo y entonces vio que aparecía otra imagen en la pantalla. Estaba un poco desenfocada pero vio dos nombres en una lápida.
Cogió papel y lápiz y anotó todo lo que pudo antes de que la imagen se esfumara. Entonces reprodujo el vídeo una segunda y una tercera vez para asegurarse de obtener el máximo de información posible de la lápida.
Dos nombres. Una fecha. Aquello decía mucho.
Volvió atrás y observó a la mujer de la bata blanca por segunda vez para ver si identificaba el nombre de alguna calle o de algún establecimiento, cualquier cosa que le proporcionara información. Pero una mujer con una bata blanca que fumaba en un parking podía ser cualquiera y estar en cualquier sitio. No le hizo falta leer la dirección web para percatarse de que estaba viendo a Pelirroja Uno y a Pelirroja Dos.
El hecho de que fueran pelirrojas resultaba revelador.
Su primer impulso fue susurrarle a la pantalla:
«¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí mismo!»
Vaciló.
Por primera vez cayó en la cuenta: «No estoy sola.»
Antes, le había parecido abstracto. ¿Dos mujeres más? ¿Dónde? ¿Quién?
Pero ahora las veía. Y ellas podían verla a ella, si se lo proponían.
En su fuero interno intentaba controlar sus pensamientos. Durante unos instantes imaginó que toda su vida giraba descontrolada pero que aquello era lo único importante, y como no podía hacer nada al respecto de otros asuntos, era consciente de que tenía que mostrarse disciplinada y astuta sobre ese asunto en particular. «Solo hay una escuela, una familia, un mundo —se dijo—. El Lobo Feroz y tú y tú y yo. Él sabe qué hacemos. Nos observa. Tenedlo por seguro.»
Minimizó la ventana de YouTube y abrió Gmail. Tardó unos minutos en crear una cuenta nueva con una nueva dirección electrónica:
[email protected]
Entonces volvió a YouTube y publicó el mismo mensaje debajo de cada vídeo:
«Soy Pelirroja 3. Tenemos que hablar.»
Esperó que Pelirroja Uno y Pelirroja Dos vieran lo que había hecho y la imitaran. Intentó enviar ondas mentales de pensamiento a las dos mujeres: «El Lobo Feroz verá esto. No os imaginéis ni por asomo que no ha intervenido estos vídeos y que no los controla continuamente, esperando que hagáis lo que habéis hecho.»
Intentó animarse pero se preguntó si estaba abriendo alguna puerta cuyo interior no quería ver. «Sombras —pensó—. Un mundo de sombras.»
Entonces se dispuso a esperar una respuesta. No tuvo que esperar mucho.
El contador del vídeo pasó de repente a 6.
Contuvo el aliento y contó los segundos que se tardaban en ver el vídeo destinado para ella.
Entonces el ordenador emitió la señal que indicaba que tenía un mensaje nuevo.
Karen Jayson observó.
Soltó un grito ahogado cuando la imagen temblorosa dejó el bosque y enfocó a una silueta a lo lejos. Susurró en voz alta.
—¡Pero si es una niña!
Como si hubiera algo intrínsecamente injusto en la edad de Pelirroja Tres, aunque una parte de ella se recordó que Caperucita Roja era muy jovencita en el cuento.
Se dijo que debía ser cauta, que todo podía ser una trampa. Pero incluso mientras se lo advertía, los dedos volaban por el teclado escribiendo un mensaje. Utilizó su ordenador del Club de la Comedia para contestar. No era que pensara que cambiar de ordenador iba a ofrecerle una seguridad añadida, pero le contentaba albergar la esperanza de que el Lobo Feroz quizá no estuviera al corriente de su otra faceta.
Siguió el ejemplo. Creó una nueva dirección de correo electrónico.
[email protected]
Entonces escribió:
«¿Quién eres? ¿Y quién es Pelirroja 2?»
El Lobo Feroz se vistió con esmero.
Una vieja americana de
tweed
. Una camisa azul abotonada, un poquito deshilachada en el cuello y los puños. Una corbata a rayas arrugada. Unos pantalones caqui desteñidos y unos zapatos marrones con rozaduras. Introdujo una grabadora de voz fina, nueva y de última generación y una libreta pequeña en una vieja bandolera de loneta verde, junto con una colección de bolis baratos y un ejemplar de bolsillo de su último libro. La novela presentaba un cuchillo con el filo dentado y ensangrentado en la cubierta plateada y negra, aunque no aparecía ningún personaje que empleara tal cuchillo en ninguna de las páginas. Hizo una pausa y se giró hacia un espejo justo cuando se había ceñido la corbata al cuello y recordó cómo se había quejado de mala manera a su anterior editor cuando le planteó tal discrepancia.
«¡El puto artista de la cubierta ni siquiera se ha molestado en leerse una puñetera palabra de las que he escrito! ¡Ni siquiera aprobaría un test de verdadero/falso sobre lo que pasa en el libro!»
Ultraje e insulto, expresado con una voz frenética y sin tapujos. Lo habían ignorado descaradamente. Una explicación evasiva que no conducía a nada más que a una excusa peregrina. Por lo que parecía, rediseñar la cubierta del libro suponía un gasto que no estaban dispuestos a sufragar. El recuerdo le resultaba amargo y le hacía sonrojar, como si la afrenta no se hubiera producido hacía quince años sino que hubiera ocurrido aquella misma mañana. Su nuevo libro, pensó, no recibiría tan escasa atención.
El Lobo Feroz inhaló con fuerza y esperó a que su pulso recuperara la normalidad.
Comprobó el aspecto que presentaba en el espejo de cuerpo entero de su mujer unas cuantas veces, mirándose desde todos los ángulos posibles como una quinceañera la noche del baile de fin de curso. Coronó el atuendo con unas gafas de concha que se colocó en el extremo de la nariz y una vieja trinchera marrón claro que parecía caerle informe sobre el cuerpo y que aleteaba a cada paso que daba. Por la ventana del dormitorio vio que el día era húmedo y crudo y se planteó coger un paraguas, pero imaginó que el hecho de que unas cuantas gotas de agua y un poco de brisa le revolvieran el pelo ya ralo le haría parecer un poco más desaliñado, que era precisamente la imagen que quería dar.
Un hombre de lo más meticuloso que, a ojos de cualquier observador, parecería un poco desorganizado, totalmente inofensivo y con la cabeza en las nubes.
Tomó nota mentalmente de que tenía que añadir un nuevo apartado a su libro actual llamado «Pasar desapercibido».
«Cuando eres especial, cuando eres realmente único —se dijo—, tienes que ocultarlo a conciencia.»
Se serenó, consultó la hora en el reloj de pulsera y decidió parar un segundo en el despacho antes de salir. Junto a la puerta encendió una lámpara de techo que proyectaba una luz brillante en todo el estudio, aunque él consideraba que estaba mejor en la penumbra. Cuando trabajaba solía emplear el destello de la pantalla del ordenador y una lámpara de mesa de poca potencia. En el despacho solo había una ventana, que él mantenía cerrada a cal y canto y con la persiana bajada. Recorrió con la mirada el escritorio, las estanterías, las pilas de papeles y al final se demoró delante del tablón estilo policial en el que tenía fotografías de las tres pelirrojas. Se fijó en cada una de ellas, como si fuera capaz de hablar con ellas y en su imaginación entabló un diálogo delicioso. Intentó imaginar el tono de sus voces. «¿Están asustadas?», se preguntó. Pensó en la sensación que le produciría tocarles la piel con los dedos. «Carne de gallina.» Se tomó su tiempo con cada una de ellas, como si pudiera llenarse con algo que les robaba a ellas.
Al final, como un hombre que traga agua fría en un día caluroso, retrocedió. Habló en voz alta, imitando las voces que se asocian con un cuento. Miró a Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres.
Aguda, llorica:
—Abuelita, qué ojos tan grandes tienes…
Firme, profunda y controlada:
—Sí. Son para verte mejor, nietecita mía. Y a ti también, y a ti.
Repitió la frase tres veces, con los ojos clavados en cada una de las fotografías correspondientes.