A veces pensaba que todo su mundo estaba construido boca abajo, o quizá de atrás adelante. Dedicaba todas sus energías organizativas a su labor médica y consideraba que su vertiente cómica resultaba liberadora. Dos Karen, se decía, que quizá ni siquiera se reconocieran si se encontraran por la calle. La Karen humorista, que era creativa, espontánea e ingeniosa y la Karen internista, que era una mujer dedicada a su trabajo y a los pacientes, constante, organizada y tan precisa como la enfermedad le permitiera. Sus dos identidades parecían tener poco en común pero habían conseguido adaptarse la una a la otra con los años.
Esa mañana se preguntó si quizá necesitaba crear una tercera identidad.
En vez de levantarse rápidamente de la cama, se quedó recostada, vacilante. Los dos gatos, que a menudo desdeñaban sus lechos a favor del edredón, parecían mirarla con asombro felino, acostumbrados como estaban a que Karen saliera de la cama de inmediato.
Lanzó una mirada hacia el sistema de alarma que había instalado en la pared del dormitorio dos días después de recibir la carta del Lobo Feroz. Tenía una luz roja parpadeante, lo cual le informaba de que estaba encendido y funcionaba bien. Sintió una rara incomodidad. Tenía que levantarse y desactivarla para que los sensores de movimiento que había en todos los rincones de la casa no la captaran a ella en vez de a los malhechores ficticios sobre cuya presencia se suponía que debía alertar. Necesitaba ponerse en marcha. Pero remoloneó.
«La predictibilidad es mi enemiga», pensó.
«Un desconocido te envía una carta amenazadora
y
haces exactamente lo que dice en todos los libros, manuales o sitios web para protegerte.» Aquello es lo que parecía más sensato. Una lista de comprobación. Llamar a la policía. Informar a los vecinos de que estuvieran alerta en caso de actividad extraña, pero su aislamiento hacía que fuera difícil aunque había llamado obedientemente a las familias que vivían cerca de ella.
Llamadas sencillas y directas.
«Hola, soy Karen Jayson y vivo más abajo. Solo quería decirle que he recibido una amenaza anónima. No… no… la policía no cree que sea nada serio, pero solo quería pedir a los vecinos que estén alerta por si ven algo raro. Coches de desconocidos aparcados en la carretera o cosas así. Gracias…»
Las respuestas habían sido solícitas y los vecinos habían mostrado cierta preocupación. Y, por supuesto, todos pensaban estar alerta por si veían algo sospechoso. Las familias con niños pequeños habían tenido una reacción más extrema y se planteaban si debían tener a los niños en casa hasta que aquella amenaza informe se disipara, como si fuera una mancha de petróleo en la superficie del océano. Teniendo en cuenta que hacía un tiempo horrible, Karen pensó que de todos modos era poco probable que los niños estuvieran en el exterior.
Su siguiente llamada había sido a la empresa de seguridad, que rápidamente le había enviado a un trabajador entusiasta en exceso, que había instalado el sistema de alarma mientras no paraba de comentar de forma alegre y siniestra a la vez que «nunca se está lo bastante seguro y la gente no entiende cuánto peligro acecha por ahí», antes de venderle a Karen un paquete de seguridad mejorado con una cuota mensual que le dedujo de la tarjeta de crédito.
A continuación había repasado todas y cada una de las recomendaciones del policía: Hacerse con un perro. No, eso no lo había hecho, pero se lo estaba planteando. Conseguir una pistola. No, eso no lo había hecho, todavía no, pero se lo plantearía. Llamar a un detective privado. No, eso tampoco lo había hecho pero se lo plantearía. De hecho, se dio cuenta de que se lo estaba planteando todo y nada a la vez.
«¿Cómo va a ayudarme a seguir con vida algo de esto? ¿El Lobo Feroz no habrá visitado las mismas páginas de consejos on line, leído las mismas palabras y llegado a las mismas conclusiones?
»¿No sabrá exactamente lo que todos los expertos sugieren que haga?
»¿Cuán listo es?»
No quería responder ni aquella ni ninguna otra pregunta. En cambio, le costó mucho más de lo normal levantarse de la cama y cruzó la habitación para desactivar el nuevo sistema de alarma. Notaba las piernas rígidas y tenía tortícolis. Se sentía como si hubiera sufrido un accidente de coche el día anterior y estuviera contusionada.
Los gatos ya habían hecho disparar la alarma en dos ocasiones en los dos días que llevaba funcionando. Aquello significaba que o bien tenía que librarse de
Martin
y
Lewis
o encontrar la manera de que funcionara en colaboración con los gatos. Parecía un problema insalvable. La perseguía cuando por primera vez en varios años se saltó la alfombrilla de ejercicios y se dirigió a la ducha.
El agua caliente y la espuma le caían en cascada por el cuerpo.
Se restregó con fuerza enjabonándose todos los rincones a los que llegaba una y otra vez y, por último, una tercera vez como si el jabón fuese capaz de borrar la sensación de agotamiento que le había dejado la desasosegante noche. Apoyó una mano en la pared alicatada para mantener el equilibrio bajo el chorro de agua. Estaba mareada.
Tenía los ojos cerrados cuando oyó un sonido.
No era un sonido reconocible. Nada claro como la puerta de un coche al cerrarse o una radio al encenderse. No era fuerte, no era un
¡crash!
ni un /
clangl
Era más parecido al primer segundo de un hervidor al silbar o la brisa fuerte que hace crujir las ramas de los árboles cercanos.
Abrió los ojos de repente y se quedó paralizada. Una subida de adrenalina le recorrió el cuerpo, por lo que se sintió como si por dentro estuviera girando a un millón de kilómetros por hora, mientras por fuera permanecía inmóvil. El vapor la rodeaba como si fuera niebla y le impedía razonar. Tenía la impresión de que el fluir del agua enturbiaba el reconocimiento. Inclinó la cabeza hacia delante y aguzó el oído.
Solo oía el fluir del agua. Hizo ademán de cerrar el grifo pero se paró.
«¿Qué ha sido eso? ¿Qué has oído?»
Rodeó el grifo con los dedos.
De repente fue consciente de su desnudez. Goteaba. Vulnerable.
Aguzó el oído para intentar identificar el sonido.
«No ha sido nada. Nada. Estás sola y nerviosa.
»La casa está vacía. Siempre lo está. Solo hay dos gatos. Quizás ellos hayan hecho el ruido. Tal vez hayan volcado una lámpara o una pila de libros. No sería la primera vez.»
No se lo creía.
El vapor se arremolinaba a su alrededor pero tenía la sensación de que el agua ya no era cálida, sino que se había vuelto gélida. Respiró hondo y cerró el grifo. Se quedó en la ducha, a ver qué oía.
En su cabeza oía un griterío de pensamientos opuestos.
«Es la ansiedad. No ha sido nada.
»Ponte derecha. Sal de la ducha. Compórtate como una persona adulta, deja de comportarte como una niña.
»Esto es un cliché. Como una película de miedo mala. De fondo debería sonar una banda sonora de John Williams tipo
Tiburón
de forma implacable.»
Luego vino un pensamiento más complejo: «¿Has desactivado bien la alarma?»
No se veía capaz de responder a la pregunta, incluso después de haber repasado interiormente cada paso del procedimiento, pulsando todos los botones del código de seguridad, viendo cómo las luces pasaban del rojo al verde. «¿Seguro?» Estaba paralizada por la incertidumbre. Oía cómo su propia voz resonaba en su interior, dándole consejos a gritos, insistiendo en que «te comportas como una imbécil. Sal. Vístete. Empieza el día».
Pero durante unos instantes se quedó inmóvil.
«El ruido se ha oído después de que desactivara la alarma. ¿Había alguien esperando a que las luces cambiaran de color?», pensó.
Aquella idea ¡a asustó todavía más. Respiraba de forma superficial y claramente audible, como un chirrido que oculta los sonidos sutiles de otra persona en la casa que ella intentaba oír con desesperación.
Pero lo único que oía era a ella misma y el silencio.
Karen necesitó hacer acopio de una fuerza de voluntad inmensa para salir de la ducha y coger una toalla del colgador situado junto a la puerta. Se envolvió en ella y aguzó el oído de nuevo. No oía nada.
«Sécate. Ve a buscar la ropa. Maquíllate un poco. Venga, como cualquier otro día. Estás oyendo cosas. Alucinando. Estás nerviosa sin motivo. O por lo menos hay un motivo pero no es el verdadero motivo.»
No quería moverse en el mismo momento en que se gritaba con insistencia en su interior que se pusiera en marcha. De repente todo era una contradicción.
El agua se estaba acumulando a sus pies y, con un esfuerzo mayúsculo que le hizo soltar un grito ahogado, se secó rápidamente y se pasó un cepillo rígido por el pelo enmarañado con tanta rapidez que, de no haber estado tan desasosegada, habría gritado por el daño que se estaba autoinfligiendo. Paró. «Esto es una locura. ¿Por qué me cepillo el pelo si alguien está esperando a matarme?» Sujetó el mango del cepillo como un cuchillo y lo mantuvo en la mano como si de un arma se tratara. Entonces se acercó rápidamente a la puerta del baño que daba al dormitorio. Estaba cerrada pero no con llave. Una parte de ella quería limitarse a cerrar la puerta con llave y esperar, pero era un cerrojo de lo más endeble, apenas un botón que se giraba en el pomo y que no impediría la entrada de un intruso por incompetente y debilucho que fuera.
Aquella constatación la dejó sobresaltada.
No sabía si el lobo era una persona experta, experimentada y sutil en asuntos criminales. Es lo que había dado por supuesto tras leer la carta, pero en realidad no lo sabía.
Karen se lo imaginó al otro lado de la puerta, escuchando, al igual que ella aguzaba el oído para ver si lo oía.
Era incapaz de imaginarse a una persona. Lo único que imaginaba era una dentadura blanca y brillante. Una imagen de un cuento infantil.
Era un punto muerto, pensó.
Entonces, con la misma rapidez, se dijo que se estaba comportando de forma ridícula. «No hay nadie. Estás como una cabra.»
De todos modos, a pesar de su propia advertencia, necesitó hacer acopio de fuerzas para abrir la puerta y entrar en el dormitorio.
Estaba vacío, aparte de los dos gatos. Estaban repantigados en la cama, aburridos de buena mañana.
Volvió a aguzar el oído. «Nada.»
Moviéndose lo más rápido y silenciosamente posible, cogió la ropa y se la puso. Bragas, sujetador. Pantalones anchos. Suéter. Introdujo los pies rápidamente en los zapatos y se levantó. El hecho de estar vestida la tranquilizaba.
Se dirigió a la puerta del dormitorio. Volvió a pararse a escuchar. Silencio.
Tenía la impresión de estar rodeada de pequeños ruidos. Un reloj que hacía tic-tac. El arañazo de uno de los gatos al cambiar de posición en la cama. El sonido distante de la calefacción al encenderse.
Su propia respiración fatigosa.
Imaginó que no había ningún sonido que fuera peor y acto seguido se dijo que aquello no tenía ningún sentido. «Ningún puto sentido», pensó.
«Es mi puta casa. Que me aspen si permito que alguien…»
Paró. Cogió el móvil del escritorio, lo abrió y marcó 9-1-1 y luego colocó el pulgar encima del botón de llamada.
Aquello la hizo sentir armada y empezó a recorrer la casa poco a poco, sujetando el móvil como si fuera un arma. La cocina, vacía. El vestíbulo de entrada, vacío. El comedor, vacío. La sala de estar, vacía. Fue de estancia en estancia y al ver que estaban todas vacías se tranquilizó y se puso más nerviosa al mismo tiempo. Al comienzo no se veía con ánimos de abrir las puertas de los armarios. Una parte de ella esperaba que alguien le saltara encima en cualquier momento. Su parte racional luchaba contra esta sensación y, con otro gran esfuerzo, abrió todos los armarios y no encontró más que ropa, abrigos o pilas de papeles sueltos.
Iba a la caza de algún ruido. O de pruebas de un ruido. Algo que hiciera que el miedo que la atenazaba tuviera algún sentido.
No encontró nada. «En cierto modo —pensó—, es peor.»
Cuando estaba ya medio convencida de que estaba sola, volvió a la cocina y se sirvió una taza de café caliente. La mano le temblaba ligeramente. «¿Qué has oído?»
«Nada. Pero quizá todo.»
Dejó que el café la llenara, que la adrenalina que se le agolpaba en las sienes se asentara.
Se preguntó si una carta podía hacer ruido. Si una amenaza anónima podía hacer ruido.
Supuso que quizá sí.
Sumida en una mezcla errática de tensiones, Karen cogió el abrigo y se dirigió al coche para ir al trabajo. Dado su estado de confusión y ansiedad, por primera vez en muchos años se olvidó de dejarles comida a los gatos.
Jordan cruzó el campus en la oscuridad del atardecer en dirección a la biblioteca, un edificio de ladrillo visto con una luz brillante que salía de los grandes ventanales que proyectaban curiosos conos de iluminación en el césped. Los grandes robles y álamos que salpicaban el internado se balanceaban a merced de una brisa errática que parecía augurar un cambio de tiempo, pero ella era incapaz de predecir si sería para mejor o peor.
Al igual que muchos estudiantes que se desplazaban al caer la noche, había caminado rápido, ligeramente encorvada, entregada a la labor de ir de un lugar iluminado a otro, como si el tiempo pasado en los senderos oscuros resultara inquietante o peligroso. Pensó que probablemente lo fuera pero se dio cuenta de que aminoraba el paso, como un motor que se queda sin gasolina, hasta que se paró por completo y se volvió para contemplar el mundo que la rodeaba.
Todo le resultaba familiar y ajeno a la vez.
Había pasado casi cuatro años en el campus pero aun así no le parecía un hogar.
Veía el interior de las residencias, sabía el nombre de todas. Tras las ventanas veía estudiantes inclinados sobre los libros de texto, o sentados charlando. Reconocía rostros. Formas. Alguna voz subida de tono que parecía proceder de ninguna parte, pero que sabía que surgía de algún dormitorio, atravesaba el susurro del viento en las ramas de los árboles y le pareció que hablaba alguien que conocía, pero era incapaz de relacionar un rostro con aquellos sonidos imprecisos. Desde los senderos adyacentes oía pasos y distinguía la silueta oscura de otros estudiantes que se desplazaban en la penumbra. Algunos arbustos y los árboles parecían captar la luz procedente del centro de estudiantes o del edificio de Arte en sus ramas balanceantes y la arrojaban al azar por el césped, como si se burlaran de ella con las sombras.