Un final perfecto (4 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Un final perfecto
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Sarah se encogió ante la injusticia de la situación.

Miró por la ventana. No pasaba nadie. Ese día no habría espectáculo de desnudo. Se pasó las manos por la melena pelirroja preguntándose cuándo se había duchado o peinado el pelo enmarañado por última vez. Por lo menos hacía un par de días. Se encogió de hombros. «Fui guapa en otro tiempo. Fui feliz en otro tiempo. Tuve la vida que quería en otro tiempo.»

Ya no.

Se giró y miró la pila de sobres que había junto a la puerta. «La realidad se inmiscuye», se dijo. Deseó estar más borracha o más colocada, pero se sentía completamente sobria.

Así pues, se acercó a la pila de cartas en las que le exigían pagos. «Lleváoslo todo —dijo—. No quiero quedarme con nada.»

La carta indefinida con el matasellos de Nueva York estaba encima. No sabía por qué le había llamado la atención.

Sarah se agachó y la recogió de la pila. Al comienzo, imaginó que se trataba de alguna fórmula realmente ingeniosa que un acreedor se había inventado para conseguir que respondiera. Poner «Segundo aviso» en letras grandes y rojas en el exterior estaba realmente diseñado para que no hiciera ni caso de lo que se le exigía. Pero no poner nada de nada, bueno, pensó, qué listos. Le picó la curiosidad. «Psicología inversa.»

«Vale —se dijo, mientras rasgaba el sobre con despreocupación—. Apuntaos un tanto. Habéis ganado este asalto. Leeré vuestra carta amenazadora exigiéndome el pago de algo que ni quiero ni necesito.»

Empezó a leer. Con cada frase iba dándose cuenta de que independientemente de lo que había bebido y de las pastillas que había tomado aquella mañana, quizá no bastara.

Para cuando hubo terminado de leer el mensaje, se sintió realmente desnuda por primera vez.

Jordan Ellis se convirtió en Pelirroja Tres justo después de la última clase de la mañana y se sentía muy desgraciada. No era consciente del nuevo papel que tenía porque estaba preocupada por su último fracaso en un año plagado de ellos: Historia de América. Contemplaba el trabajo más reciente de la asignatura, estampado con una nota críptica del profesor que decía «Ven a verme» y una nota humillante: Suficiente Alto. Arrugó los folios impresos en el puño, suspiró profundamente y los volvió a alisar. La nota tenía poco que ver con su capacidad, de eso no le cabía la menor duda. Las palabras, el lenguaje, las ideas, los detalles, todo le salía de forma natural. Había sido una alumna de sobresalientes en el pasado reciente, pero ya no estaba segura de poder volver a serlo.

Jordan sintió un arrebato de ira. Sabía que estaba todo ligado y los nudos bien prietos. Había suspendido Francés, había aprobado Historia por los pelos, a punto de suspender Matemáticas y Ciencias y tirando en Literatura Inglesa, y las solicitudes de ingreso a la universidad colgaban como una espada sobre su cabeza. Ninguno de estos desastres académicos acumulados era culpa suya. Antes todo le había parecido fácil. Ahora le resultaba imposible. Ya no lograba concentrarse, ni centrarse. Ya no conseguía hacer el trabajo que tan agradable le había parecido en el pasado y que le había resultado tan fácil. Hacía una semana la psicóloga de la escuela se le había sentado delante y le había dicho con mucha labia que estaba «interpretando» y «comportándose de forma autodestructiva con el objetivo de llamar la atención» y envolvió todos los suspensos en la ecuación emocional más sencilla: «Recibiste un golpe, Jordan, cuando tus padres anunciaron su divorcio. Tienes que superarlo.»

No había sido ni de lejos tan sencillo.

Odiaba la psicología de tres al cuarto. La terapeuta de la escuela había hecho que sonara como si la vida fuera poco más que colgar de una cuerda, balanceándose a un lado y a otro por encima de un abismo y que Jordan se había permitido aflojar.

Cuando contemplaba el paisaje de su último año de instituto, no veía más que rocas y grietas esparcidas por encima de tierra y barro. Los chicos con los que había tenido felices escarceos amorosos ahora se reían de ella. Las chicas que había considerado sus amigas se pasaban ahora el día criticándola a sus espaldas. Los profesores que en otros tiempos la alabaran por su diligencia, intuición y alta calidad de su trabajo la trataban ahora como si de repente se hubiera vuelto imbécil. Su vida se había convertido en algo tan entrelazado, tan engranado que no sabía por dónde tirar.

«El típico día de Jordan —imaginó—. Una mala nota en un examen por la mañana; tantas pérdidas de balón durante el entrenamiento de básquet por la tarde que el entrenador te grita y te elimina de la alineación inicial; cenar sola en el comedor porque nadie se quiere sentar contigo.» Estaba convencida de que si se le acababa la pasta de dientes a la hora de acostarse nadie le dejaría ni siquiera un poquito y a la hora de dormir, no podría y no pararía de dar vueltas, apenas capaz de respirar porque el peso de todos sus problemas le presionaba el pecho como si fuera un ataque de asma. Deseaba poder esconderse en algún sitio, pero hasta eso era imposible. Su maldito pelo rojo —lo odiaba— hacía que destacara en todas partes, cuando lo único que quería era pasar lo más desapercibida posible. Incluso se lo recogía bajo un gorro de esquí de lana, aunque no servía de mucho.

Iba caminando por un sendero situado entre el estudio de arte y los laboratorios de ciencias con la cabeza gacha, la parka con el cuello subido y la mochila llena de libros que le pesaban en los hombros. La lluvia fría goteaba desde la hiedra que cubría los edificios de la residencia estudiantil de la escuela privada elitista en la que estudiaba. «Por lo menos —pensó— el tiempo se corresponde con mi estado de ánimo.» Normalmente en los senderos se hacía vida social. Los estudiantes se saludaban y se paraban a cotillear, hablar de deportes o compartir rumores sobre los profesores y otros alumnos. Jordan siguió adelante, alegrándose en cierto modo al ver que el tiempo inclemente hacía que todo el mundo fuera por los senderos negros de macadán que entrecruzaban el campus a la misma velocidad. Era temprano por la tarde, aunque el cielo gris oscuro diera la impresión de que estaba a punto de anochecer. Básicamente se había saltado el almuerzo porque había entrado un momento en la cafetería, cogido una naranja y un pedazo de pan junto con un tetra brik pequeño de leche y se lo había metido en el bolsillo de la parka. Se lo comería en la soledad de su habitación.

Como estudiante de último curso que era, había conseguido una habitación individual, no compartida, en una de las casas reformadas más pequeñas que bordeaban el campus. Desde el exterior parecía una casa blanca de tablones de madera típica de Nueva Inglaterra, construida hacía un siglo, con un amplio porche delantero y una majestuosa escalinata central de caoba. En otro tiempo había sido la residencia de los capellanes de la escuela y el interior despedía un olor fantasmagórico a devoción religiosa. Ahora albergaba a seis chicas de clase alta, a la entrenadora del equipo femenino de
lacrosse
y profesora de Español, una tal señorita García, que se suponía que debía ser la responsable y confidente de la residencia pero que pasaba buena parte de su tiempo libre con el ayudante del entrenador de fútbol americano, joven, casado y con dos hijos pequeños. Sus sonidos de pasión desbocados —y muy deportivos como decían las chicas— traspasaban las paredes de todas las habitaciones. Estos sonidos alborozados daban a las chicas algo de que reírse y envidiar en secreto.

Jordan pensó en los gritos, gemidos y suspiros de aquella aventura extramatrimonial procedente de la habitación de la señorita García y esbozó una sonrisa. «Soltarse el pelo de ese modo debe de ser maravilloso», pensó. No creía que se pareciera en nada a sus experimentos torpes y cohibidos con los chicos.

Negó con la cabeza y lentamente volvió a notar todos sus problemas sobre los hombros y en él corazón, como si la pesada mochila que le tiraba de la nuca contuviera algo más que libros. Por primera vez desde que había recibido el azote de la noticia de sus padres se preguntó realmente si valía la pena continuar. Sabía que nada era culpa suya totalmente y no obstante tenía la impresión de que todo era por su culpa.

Confundida acerca de todo en la vida, Jordan entró en el vestíbulo de su residencia. Zarandeó la cabeza para quitarse la humedad y se sacudió la parka. Se quitó el gorro de esquí y se dejó el pelo suelto porque no había nadie. Todo el mundo estaba almorzando y faltaba poco para que las actividades deportivas de la tarde se apoderaran de la rutina de la escuela privada. El silencio la tranquilizó y se acercó con suavidad a la mesa en la que estaba clasificada la correspondencia en seis bandejas distintas. En la suya había tres cartas.

Las dos primeras tenían una escritura conocida: la letra apretada y poco inteligible de su padre, y la de su madre, más florida y expansiva. El hecho de que las dos cartas le llegaran a la vez tenía todo el sentido del mundo para Jordan. Había una nueva disputa excesivamente dramática entre ellos y un nuevo caballo de batalla declarado entre los dos. Se peleaban sin parar y permitían que sus abogados tomaran posturas y amenazaran como los fanfarrones que probablemente eran. Tanto su padre como su madre consideraban que Jordan era el campo de batalla emocional máximo, y ambos luchaban como Bonaparte y Wellington en el terreno del Waterloo de Jordan. Sabía qué contenía cada carta: una explicación de su última postura no negociable y por qué Jordan debía mostrarse a favor de su interpretación de los hechos. «¿No preferirías vivir conmigo, cielo, y no con tu padre?» O «Ya sabes que tu madre es incapaz de pensar en otra persona que no sea ella, ¿verdad, cariño?».

Lo de que sus padres se comunicaran con ella a través del formalismo del servicio de Correos de Estados Unidos era algo reciente. Ambos se habían percatado de que no le hacía ni caso al correo electrónico y que cuando ellos la llamaban al móvil saltaba directamente el contestador. Pero la presencia táctil de la palabra escrita en el papel de cartas rosado y caro de su madre o el papel de cartas grueso típico del mundo empresarial de su padre parecía más difícil de evitar. Pero «estoy aprendiendo», pensó.

Se introdujo las dos cartas en la mochila. No hacer ni caso a la disputa falsamente urgente de sus padres que precisaba de su atención inmediata le produjo cierta satisfacción.

La tercera carta la sorprendió. Aparte de su nombre y del matasellos de Nueva York, no sabía de qué iba. En un primer momento pensó que podía ser de uno de los muchos abogados que llevaban el divorcio, pero entonces cayó en la cuenta de que no era el caso porque esos tipos tenían sobres muy elegantes y estampados con su nombre y dirección para que no cupiera la menor duda de la importancia de la carta que contenía. Aquel parecía más fino y mientras se dirigía a su habitación, empujaba la puerta y entraba, lo giró dos o tres veces para inspeccionarlo. Era reacia a abrir la correspondencia. Nunca le traía buenas noticias.

Dejó caer el abrigo al suelo y soltó la mochila en la cama. Sacó la naranja del almuerzo y empezó a pelarla, pero la dejó a medias y, encogiéndose de hombros, rasgó la carta para abrirla.

Leyó el mensaje lentamente y luego lo volvió a leer.

Cuando terminó, Jordan alzó la mirada como si alguien hubiera entrado en la habitación detrás de ella. Le temblaba el labio.

«Esto debe de ser una broma —pensó—. Alguien me está tomando el pelo. No puede ser verdad.»

Era la única explicación que tenía sentido aparte de que notaba una oscuridad acechante en lo más profundo de su ser que le decía que lo importante para quienquiera que hubiera escrito la carta no era tener sentido.

Aquella mañana temprano le había parecido que era imposible sentirse más sola y, de repente, justo en ese momento, así era como se sentía.

3

Pánico Uno.

Pánico Dos.

Pánico Tres.

Después de leer la carta, a cada Pelirroja le entró el pánico a su manera. Cada Pelirroja pensó erróneamente que controlaba unas emociones que parecían estar a punto de explotar. Cada Pelirroja imaginó que reaccionaba a las palabras amenazadoras de la forma adecuada. Cada Pelirroja creyó que tomaba las medidas correctas. Cada Pelirroja pensó que ellas y nadie más que ellas podrían mantenerse a salvo, si es que realmente querían estar a salvo. Cada Pelirroja calibró la amenaza descrita a su vida y llegó a conclusiones diametralmente opuestas. Cada Pelirroja se planteó si realmente corría peligro o solo debía estar enojada, aunque ninguna alternativa acababa de tener mucho sentido. Cada Pelirroja se esforzó por captar la verdad de su situación pero fue en vano. Cada Pelirroja acabó confundida sin saber qué estaba haciendo.

Ninguna estaba totalmente en lo cierto acerca de nada.

El primer impulso de Karen Jayson, después de asimilar el impacto de las palabras que contenía la página, fue llamar a la policía local.

La primera reacción de Sarah Locksley fue ir a buscar la pistola que su difunto esposo había guardado bajo llave en una caja de acero, escondida en el estante superior de la pequeña habitación que hacía las veces de estudio.

Jordan Ellis no hizo nada aparte de dejarse caer y acurrucarse en la cama, doblada como si tuviera retortijones y estuviera enferma, intentando decidir si había alguien a quien recurrir en un mundo en que nadie estaba dispuesto a escucharla.

La conversación que Karen mantuvo con el agente resultó sumamente desagradable. Había leído la carta de cabo a rabo dos veces y luego la había soltado con fuerza en la mesa de la cocina y cogido enfadada el teléfono del soporte de pared. La cabeza le daba vueltas con una furia apenas contenida. No estaba acostumbrada a recibir amenazas, odiaba la referencia timorata a los cuentos infantiles de la carta y su actitud «no le temo a nada ni a nadie» diligente, resuelta y bien educada se apoderó rápidamente de ella. «Y tú quién eres, menudo lobo feroz de mierda. Ya veremos qué pasa.» Sin tener muy claro qué iba a decir, marcó el 911.

Esperó que la persona que respondiera fuera servicial. Se equivocó.

—Policía. Bomberos. Urgencias —dijo.

Le pareció que la voz sonaba muy joven, incluso a pesar de lo escueto de las palabras.

—Soy la doctora Karen Jayson de Marigold Road. Me parece que necesito hablar con un agente de policía.

—¿De qué emergencia se trata, señora?

—Doctora —le corrigió Karen. Enseguida se arrepintió de haberlo hecho.

—De acuerdo —respondió el recepcionista al instante—. ¿De qué emergencia se trata, «doctora»? —Notó el desprecio del cansancio del final de turno en el modo de pronunciar la palabra.

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