Hizo una pausa. Se acercaba la hora de cenar. Los dedos se desplazaban rápidamente por el teclado. Quería terminar algunas de sus ideas iniciales antes de hacer una pausa para cenar.
Nadie ha hecho jamás lo que quiero hacer yo.
Tres víctimas completamente dispares.
Tres ubicaciones diferentes.
Tres muertes distintas.
Todas el mismo día. Con escasas horas de diferencia entre las mismas. Quizá minutos. Muertes que se desmoronan como fichas de dominó. Una contra la siguiente. Clic, clic, clic.
Se paró. Le gustaba la imagen.
Tal vez uno de aquellos francotiradores militares hubiera perpetrado distintos asesinatos el mismo día, o en la misma hora, o incluso en el mismo minuto, pensó. Pero tenían un único enemigo en el que centrarse que pasaba como un tonto y sin pensar directamente delante de la línea de fuego. Y él había estudiado a asesinos que habían perpetrado múltiples asesinatos con poco tiempo de diferencia. Pero, de todos modos, aquellos actos eran realmente al azar: dispara a esta persona, cruza la ciudad y mata a otra persona. El francotirador de DC. El Hijo de Sam. El Zodiaco. Había otros. Pero ninguno era especial como pensaba ser él. Lo que pretendía era realmente algo que nadie había intentado jamás. Digno de figurar en el Libro Guinness de los Récords. Apenas era capaz de contener la emoción. «Proximidad —se dijo—. Acércate más. Y al final todas las preguntas encontrarán respuesta.»
Eso era lo que el Lobo Feroz hacía en el cuento. Eso era lo que él planeaba con dedicación.
En la parte superior de la zona Jordan vaciló, luego giró a la derecha e hizo un bloqueo para el alero del lado débil. La jugada era nueva y diseñada para anotar a aro pasado por la línea de fondo. Pero cada vez que la habían ensayado, había fallado porque la chica que se suponía que debía llevar a su defensa hacia Jordan era lenta y permitía que la jugadora del equipo contrario se deslizara por el pequeño espacio que la indecisión creaba y no la bloqueaban, manteniendo la presión constante. La jugada la marcaba la base gritando una cifra que empezaba por el número tres y habían ensayado variaciones en las que Jordan salía del bloqueo hacia la canasta, u otras en las que el alero del lado débil hacía un segundo bloqueo al escolta, pero esto también fallaba si la otra chica no obligaba a la defensa a ir contra el pecho de Jordan. Todo dependía de aquella primera incursión y movimiento.
Jordan odiaba aquella serie de jugadas porque si no se conseguía bloquear al defensor siempre consideraban que era culpa de ella, cuando lo que se le pedía era que se mantuviera firme en su posición y era la única de la pista consciente del mal ángulo que había adoptado su compañera de equipo, y de la falta de convicción para que se produjera el choque de cuerpos. Era como si su compañera de equipo tuviera miedo de que alguien se hiciera daño, pero la consecuencia era que las demás chicas pensaban que Jordan se mostraba débil y tímida, cuando en realidad no había nada que le gustara más que la sensación de los cuerpos al chocar.
Los momentos breves de peligro y amenaza de lesión, ese era el objetivo de Jordan en la vida.
Dio un paso y se quedó parada, bajó los brazos y los dejó pegados al cuerpo para ser como un pilar en la cancha. Sabía que la base driblaba detrás de ella, a tres metros quizá. Había una cacofonía continua que parecía cernirse por encima de la cancha, de forma que el chirrido de las zapatillas de básquet en contacto con el parqué encerado se elevaba y se mezclaba con los gritos de entusiasmo y exhortaciones del público en las gradas descubiertas.
Jordan vio a su compañera de equipo fingiendo a lo largo de la línea de fondo y que luego se giraba e iba directa al codo, el lugar donde acaba la línea de tiros libres, donde Jordan esperaba. Vio que la defensa se movía con rapidez para seguirle el ritmo y Jordan enseguida vio que, como era de esperar, su compañera de equipo no se había colocado en el ángulo correcto. Estaba cerca pero no lo bastante cerca. Es lo que siempre hacía y aquel pequeño y sutil movimiento, este temor al contacto físico era lo que siempre hacía que la jugada fracasara.
En una cancha de básquet las cosas se suceden rápido. El movimiento no solo se define por la velocidad, sino también por la colocación. Los ángulos son esenciales. La posición del cuerpo resulta crucial. A Jordan le encantaba la arquitectura del juego, el hecho de que cada pequeño detalle se convirtiera en el elemento de una ecuación que acababa conduciendo al éxito. Despreciaba la falta de pasión que notaba en algunas de sus compañeras, quienes, según creía, se limitaban a seguir los movimientos del juego mientras que para Jordan cada minuto en la cancha era de dedicación y liberación totales. Cuando el partido empezaba se olvidaba de todo. O eso es lo que pensaba. Se imaginaba que si fuera religiosa, el éxtasis de los rezos sería exactamente el mismo al sentimiento que la embargaba cuando jugaba un partido.
«Soy una monja en la cancha», imaginó.
Se inclinó hacia delante desde la cintura y tensó los músculos.
«Pero no tan inocente.»
Sabía que lo que estaba a punto de hacer era ilegal pero también sabía que en una ocasión un gran periodista había escrito que el baloncesto es un juego de delitos sutiles y, por tanto, en una milésima de segundo tomó la decisión de que era un buen momento para arriesgarse a cometer uno.
Jordan vio que la defensa se movía rápido por el hueco que quedaba entre ella y su compañera, espacio que no debería estar allí. Así pues, justo cuando las tres estuvieron bien juntas, ella inclinó el hombro ligeramente y se movió hacia delante un par de centímetros en el momento en que se juntaron. Fue un movimiento sutil y Jordan imaginó que no difería demasiado de la caricia especial de un amante devoto. Salvo que esta era mucho más violenta.
La chica del otro equipo se llevó la fuerza del hombro de Jordan en el pecho. Jordan oyó cómo el aire le salía del cuerpo, así como un gruñido y un pequeño grito ahogado cuando las dos colisionaron. Su compañera de equipo se zafó del grupo de jugadoras al instante, salió libre por el otro lado, y cogió el pase. «Un tiro fácil», pensó Jordan, mientras se dirigía a la canasta no a esperar el rebote sino a situarse en posición tal como les habían enseñado y por instinto.
Estaba totalmente convencida de que oiría el silbato del árbitro que diría: «¡Falta! ¡Número 23!»
Oyó al público lanzando vítores.
Oyó al entrenador del equipo contrario desde el banquillo en la línea de banda gritando como loco: «¡Bloqueo ilegal! ¡Bloqueo ilegal!»
«Y que lo jures, entrenador», pensó.
A su lado, la jugadora del equipo contrario, que había recuperado el aliento, susurró:
—¡Zorra!
«Y que lo jures, otra vez», se dijo. No lo expresó en voz alta. En cambio, se colocó en su posición defensiva dando una gran zancada y preguntándose si debería estar alerta por si un codo se desviaba hacia su mejilla o un puño se le clavaba en la espalda cuando el árbitro no miraba. El baloncesto también es un juego de revanchas ocultas y sabía que ella se merecía por lo menos una.
El ruido de la multitud subió de volumen ante la expectativa, llenó el gimnasio, no quedaba mucho tiempo y el partido iba muy igualado y Jordan sabía que cada acción de la cancha en los segundos restantes decantaría la balanza hacia uno u otro equipo. Los momentos finales de un partido de básquet exigían la máxima dedicación y una concentración intensa. Pero algo muy distinto le vino a la mente. «El Lobo Feroz es más listo que Caperucita Roja. Le lleva la delantera en todo momento. Nadie acude a rescatarla. Nadie la salva. Está completamente sola en el bosque y no puede hacer nada para evitar lo inevitable. Muere. No, peor: se la come viva.»
Jordan intentó quitarse de encima la investigación de la noche anterior. Se había pasado dos horas en la biblioteca, leyendo los cuentos de los hermanos Grimm, y otros noventa minutos en el ordenador, examinando las interpretaciones psicológicas del cuento de Caperucita Roja.
Todo lo que había leído la había aterrorizado y fascinado a la vez. Se trataba de una combinación de sentimientos espantosa.
Oyó que una de sus compañeras de equipo gritaba: «¡A defender! ¡A defender!» Y cuando su contrincante se colocó en posición, Jordan colocó el hombro contra la espalda de la chica con un movimiento tipo «Aquí estoy yo». Oía que gritaban:
—¡Bloqueo de espalda! ¡Cuidado con el bloqueo!
«Caos organizado», pensó Jordan. Le encantaba aquella parte del juego.
Una chica del equipo contrario lanzó un triple imprudente. Apresurada, dejó que la combinación de vítores, del poco tiempo que quedaba, lo igualado del marcador y su exceso de confianza alejaran el balón del aro. Jordan dio un salto, fue a por el rebote, lo cogió en el aire y balanceó los codos a uno y otro lado con fuerza para apartar a cualquiera que intentara arrebatárselo. Durante un segundo se sintió como si estuviera sola, cerniéndose cual ángel por encima de la cancha. Entonces cayó de nuevo en el parqué. Notó la superficie rugosa de la piel sintética en las palmas sudorosas. Tenía ganas de golpear a alguien, de darle una paliza, pero se contuvo. Por el contrario, pasó la pelota al base y pensó: «Ahora ganaremos», pero comprendió que el mensaje del cuento era que la pérdida de la inocencia era inevitable y que el Lobo Feroz y todo lo que simbolizaba sobre la inexorable fuerza de la maldad acabaría ganando. «No me extraña que cambiaran el cuento —pensó—. La versión original era una pesadilla.»
Sonó el silbato. Le habían hecho falta a una de sus compañeras de equipo. El otro equipo había optado por ir a por todas para entrar en el partido. «Esperanza patética—imaginó Jordan—. Se creen que fallaremos los tiros libres. No es lo más probable.»
Pero no creía que hubiera ganado nada aquella tarde. El partido, quizá. Pero nada más.
En los segundos que siguen al silbido final, sobre todo en un partido igualado, en las gradas se produce una oleada de alivio que choca contra olas de decepción. La euforia y la decepción son como corrientes opuestas en un canal estrecho a medida que cambia la marea. Al igual que el océano se ve obligado por la naturaleza a ir en distintas direcciones, las emociones vienen y van. El Lobo Feroz se regocijaba de la sensación palpable de indecisión que lo rodeaba. Sentía cómo la liberación y la frustración batallaban en el ambiente enrarecido del gimnasio. Ganadores y perdedores.
Estaba sumamente orgulloso de Pelirroja Tres. Le encantaba cómo había luchado en todas las jugadas y cómo había aprovechado todos los errores que su homóloga había cometido. Le pareció poder degustar el sudor que le apelmazaba el pelo y que le brillaba en la frente. «Es una jugadora nata», pensó. El afecto y la admiración no hicieron sino aumentar el deseo que sentía de matarla. Se sentía atraído hacia ella, como si exudara alguna fuerza magnética que solo él sentía.
Dejó escapar un «¡Sí! ¡Así me gusta!» bien fuerte, igual que cualquier otro padre o espectador que llenaba las gradas.
Cerró la libreta y se introdujo un lápiz en el bolsillo de la chaqueta. Más tarde, en la intimidad del despacho donde escribía, repasaría las observaciones anotadas. Al igual que un periodista, las notas rápidas del Lobo Feroz tendían a ser crípticas: palabras sueltas como «ágil», «desagradable», «dura» y «fiera» mezcladas con descripciones más largas, como «parece poseída por el juego» y «no parece que hable con nadie más en la cancha, ni de su equipo ni del contrario». Ni bobadas ni ánimos. Nada de chocar los cinco con las compañeras del equipo. Nada de «impactante», o gritos de «¡Y uno!» dirigidos a la oposición. Nada de golpearse el pecho con autocomplacencia de cara a la galería. Solo una intensidad singular que en todo momento supera a las nueve jugadoras restantes en la cancha.
Más otra observación deliciosa: «El pelo de Pelirroja Tres hace que parezca que está en llamas.»
Al Lobo Feroz le costaba apartar la mirada de Pelirroja Tres pero sabía que cada movimiento que hacía era como estar en un escenario, por lo que se obligó a desviar la vista y a observar a otras jugadoras. Le resultó casi doloroso. Aunque sabía que nadie le estaba mirando, le gustaba imaginar que «todo el mundo» le observaba en todo momento. Tenía que dar en el blanco y pronunciar ciertas frases en el instante preciso, para no diferenciarse de cualquiera de las personas que atestaban las gradas descubiertas de madera.
La gente que le rodeaba estaba levantándose, estirándose, recogiendo los abrigos, preparándose para marcharse, o, si eran estudiantes, buscando las mochilas o bolsas con libros. Se atrevió a mirar por encima del hombro al recoger la chaqueta para observar al equipo —con Pelirroja Tres en última posición— saliendo al trote de la cancha. El partido del equipo universitario masculino estaba previsto para al cabo de veinte minutos y había cierta aglomeración de las personas que dejaban los asientos y los recién llegados que deseaban ocuparlos. Se encasquetó la gorra de béisbol, con el nombre de la escuela estampado. Estaba convencido de que presentaba el aspecto de cualquier padre, amigo, administrativo de la escuela o urbanita aficionado al baloncesto juvenil. Y dudó de que alguien se hubiera percatado de que tomaba notas; había muchos ojeadores de universidad y periodistas deportivos de la prensa local que asistían a los partidos con libretas en mano como para que él llamara la atención.
Era algo que al Lobo Feroz le encantaba: parecer normal cuando era todo lo contrario. Notaba cómo se le aceleraba el pulso. Miró a las personas que se agolpaban a su alrededor. «¿Alguno de vosotros es capaz de imaginar quién soy realmente?», se preguntó. Lanzó una última mirada hacia la puerta de los vestuarios y captó una última imagen del pelo de Pelirroja Tres mientras desaparecía. «¿Sabes lo cerca que he estado hoy?» Le entraron ganas de susurrárselo al oído.
Pensó: «Ella no lo sabe pero tenemos una relación más íntima que dos amantes.»
El Lobo Feroz se dispuso a salir del gimnasio, inmerso como estaba en el gentío. Tenía mucho trabajo, tanto de planificación como de escritura, y estaba ansioso por regresar al despacho y trabajar un poco. Se preguntó si había captado lo suficiente en lo que había visto aquel día para empezar un nuevo capítulo del libro y fue directo al comienzo en su mente: «Pelirroja Tres tenía una expresión de clara determinación y dedicación total cuando cogió el rebote en el aire. Creo que ni siquiera oía los gritos de entusiasmo que le llovieron. Aun sabiendo que su muerte estaba programada, no permitió que eso la distrajera.»