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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (45 page)

BOOK: Un final perfecto
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—Sigo pensando que es una hija de puta —repuso Jordan.

La adolescente dudó y en ese segundo dio un grito seco y ahogado, que retumbó en el laboratorio de ciencias.

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah.

A Jordan le temblaba la voz, como si algo aterrador hubiese entrado repentinamente en la habitación y estuviese gruñendo y afilándose las garras en una esquina. Contrastaba enormemente con la Jordan intensa y vehemente a la que las otras pelirrojas se habían acostumbrado.

—Acabo de caer en la cuenta: la hija de puta viene a todos los partidos de baloncesto.

—Bueno, entonces eso… —empezó a decir Sarah solo para que Jordan saltase alterada con una retahíla de palabras.

—Todos los partidos. Me refiero a que está siempre allí arriba, en medio de las gradas, la he visto un millón de veces viéndonos jugar. Solo que yo pensaba que nos veía jugar. Pero quizás era solo a mí. Y si ella está allí, apuesto a que su marido también está, justo a su lado.

—Bueno, pero ¿le has visto alguna vez?

—Sí. Seguro. Probablemente. ¿Cómo iba a saber quién era?

Esto tenía sentido.

—Y eso no es todo —prosiguió Jordan, cada vez más rápido—. En el despacho del director tiene acceso a mi expediente.

Puede saber todas las actividades programadas a las que tengo que asistir. Puede saber si tengo que estar en clase, en la comida o camino del baloncesto o de la biblioteca. Puede saberlo casi todo. O al menos, se lo puede imaginar.

Sarah se echó hacia atrás. Estaba muy preocupada. «Coges una cosa y le añades otra, combinas una observación con algo más que has notado y todo parece que significa algo cuando quizá no sea así.»

Para Jordan, de pronto todo era obvio: secretaria mezquina. Marido. Partidos. Todos sus viajes al gimnasio. Todas las citas fallidas con los psicólogos para que volviese al buen camino. Pensó: «Tiene que haber alguna relación.» Pero para las otras dos pelirrojas no era así. Jordan golpeó con brusquedad las teclas del ordenador y en la pantalla aparecieron fotografías de las sobrecubiertas de los cuatro libros del marido.

Las imágenes eran escabrosas, sugerentes y exageradas. En una destacaba un hombre empuñando un cuchillo ensangrentado. Una pistola grande sobre una mesa era el centro de otra. En la tercera aparecía una misteriosa figura al acecho en un callejón. La imagen de esta sobrecubierta hizo que Karen se estremeciese.

—No ha publicado nada desde hace años. Tal vez se haya jubilado —sugirió Karen. Ni una sola de las palabras que pronunciaban sus labios sonaba convincente.

—Sí. O puede que otra cosa —agregó Jordan burlona—. Puede que se cansase de escribir sobre asesinos y decidiese intentar algo más real a ver si le gustaba.

Las tres pelirrojas guardaron silencio, pese a que la observación de Jordan las había asustado de maneras distintas. Oían la música del baile a lo lejos. El ritmo intenso del rock and roll contrastaba con los oscuros sentimientos que sentían.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró Sarah—. Puede que sea él. Puede que no lo sea. Lo que quiero decir es, ¿qué demonios podemos hacer? ¿Qué alternativas tenemos?

De nuevo el silencio rodeó a las tres mujeres.

Karen, la más organizada de las tres, tardó varios minutos en contestar.

—Uno, no hacemos nada…

—Un plan fantástico —interrumpió Jordan—. ¿Y esperamos a que nos mate?

—Todavía no lo ha hecho. Quizá no lo haga. Puede que todo sea simplemente, no sé… —Señaló con un gesto el material del laboratorio de ciencias—, un extraño experimento, el tipo de idea extravagante que se le ocurre a un escritor…

Calló.

—No tenemos ninguna prueba, salvo su palabra, de que el Lobo pretende matarnos.

—¡Tonterías! Nos ha estado siguiendo y… —interrumpió Sarah.

—¿Y qué me dices de tus gatos muertos? —preguntó Jordan.

—No estoy segura de que estén muertos. Solo sé…

Karen sabía que lo que decía contradecía todo lo que creía de verdad.

—¡Tonterías! —interrumpió Jordan, repitiendo la palabra de Sarah—. Sí que lo sabes, joder.

Karen lo sabía, pero prosiguió, con la voz cargada de falsas razones e incómodos compromisos.

—Puede que eso sea todo lo que hay. Puede que simplemente quiera seguir hostigándonos y martirizándonos y amenazándonos durante años.

Jordan movió la cabeza hacia delante y hacia atrás.

—Cualquiera de los muchos psicólogos a los que mis dichosos padres me han obligado a ir a lo largo de los años diría: «Eso es una negación total…» con una amplia sonrisa de imbécil en la cara como si dijese algo maravilloso que al instante me enderezaría y me convertiría en una adolescente normal, feliz, equilibrada, como si eso existiese en alguna parte del mundo.

Tanto Karen como Sarah se alegraron de estar a oscuras, porque las dos, pese al miedo, sonrieron. Karen pensó que eso era exactamente lo que le gustaba de Jordan. «Si logra sobrevivir a todo esto —pensó—, se convertirá en alguien especial.»

La palabra «si» le resultó casi físicamente dolorosa, como si fuese un repentino retortijón de barriga o una bofetada en la cara.

—Bueno, entonces «nada» y «esperaremos a ver si nos mata» es una opción —dijo Sarah—. ¿Y?

—Podemos intentar la confrontación —prosiguió Karen—. Ver si eso le ahuyenta.

—Quieres decir —interrumpió Jordan—, que, por ejemplo, llamamos a su puerta y decimos: «Hola. Somos las tres pelirrojas. Una de nosotras ya ha simulado su muerte, pero nos encantaría que dejase de decir que nos va a matar, porfa.» Eso sí que es un plan con el que las tres podemos estar de acuerdo.

El sarcasmo de Jordan llenó la estancia.

Sarah asintió con la cabeza.

—Por supuesto, si hacemos eso o algo parecido, lo más probable es que le obliguemos a actuar. Podría acelerar sus planes. Pensad en todas las películas que habéis visto en las que los secuestradores dicen a la familia de la víctima: «No llaméis a la policía.» Y, o llaman a la policía o no la llaman, pero ninguna de la dos respuestas es la correcta, nunca, porque las dos ponen la rueda en marcha. Es como si estuviésemos secuestradas.

—Y otra cosa —añadió Jordan—. Si hablamos con él, perdemos todas nuestras ventajas. El se limita a negar que es el Lobo y nos da con la puerta en las narices y nosotras tenemos que volver a empezar desde cero. Y puede que estemos muertas mañana o la semana que viene o el año que viene. Puede que decida inventar un nuevo plan y ponerlo en práctica y otra vez empezamos desde cero. Lo único que hacemos es aumentar la incertidumbre en nuestras vidas.

Karen se sujetó la cabeza con las manos durante unos instantes. Intentaba ver con claridad a través de una niebla de posibilidades. Era como si estuviese revisando los síntomas de un paciente muy enfermo. Un paso en falso, un diagnóstico equivocado y el paciente puede morir.

—No sabemos a ciencia cierta si es el Lobo —declaró—. ¿Cómo podemos actuar sin estar seguras al cien por cien? —Estaba un poco sorprendida por la duda que se filtraba en sus palabras. Intentaba ser agresiva, decidida. Le resultaba difícil. Se sentía como si acabase de explicar un chiste sin gracia y se riesen de ella y no con ella.

Jordan se encogió de hombros.

—¿Y qué? No estamos ante un tribunal. No vamos a ir a la policía con una historia de locos sobre unos mensajes y un lobo y andar a escondidas todo este tiempo, simplemente para que un policía piense que estamos como una chota.

Jordan hablaba deprisa. Probablemente demasiado deprisa, pensaron las otras dos pelirrojas.

—La idea es aprovechar la ventaja. Mantener el control. Solo podemos hacer una cosa.

Karen sabía lo que iba a decir Jordan, no obstante, dejó que la adolescente lo dijera.

—Seremos más listas que el Lobo.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Sarah. Ya sabía la respuesta a su pregunta. Le aterrorizaba.

Karen también sabía la respuesta. Se echó hacia atrás y sintió una ola de tensión muscular que le recorría todo el cuerpo, como si se hubiese estremecido de la cabeza a los pies. La poca lógica que le quedaba la obligó a pronunciar unas palabras.

—No podemos ir y matarlo. Así de simple. ¿Esperar junto a la puerta de su casa y cuando salga a coger el periódico por la mañana, acercarse y pegarle un tiro para después intentar desaparecer? ¿Montar nuestro pequeño tiroteo urbano desde el coche? Nosotras no somos así. Y además acabaríamos en la cárcel, porque no es en defensa propia, es un asesinato y, que yo sepa, ninguna de nosotras es una asesina consumada.

Su sarcasmo resultaba mucho más suave que la versión adolescente de Jordan.

—¿Cómo podemos conseguir que sea en defensa propia? —preguntó Sarah—. ¿Una trampa? ¿Esperamos a que intente matarnos antes? Aunque quizá ya lo haya hecho.

—No lo sé —repuso Karen—. Ninguna de nosotras ha hecho nunca algo así.

—¿Estás segura? —Sarah dejó que la frustración se plasmase en su voz—. Hemos inventado mi muerte. Todas hemos sido manipuladoras, intrigantes, lo que sea, en algún momento de nuestras vidas. Todos somos así. Todos mentimos. Todos hacemos trampas. Creces y aprendes. Lo que hemos de hacer es crear algo que el Lobo no espere jamás. ¿Por qué no?

—¿A qué te refieres con crear algo…? —empezó a decir Karen, pero Sarah la interrumpió.

—Algo que él nunca esperaría.

—¿Y qué…?

—¿No te parece que todo lo que ha hecho depende de que nosotras actuemos como gente normal y agradable, sensible y amable? Si dejamos de hacer las cosas que nos convierten en quienes somos. O en quienes éramos.

Las tres pelirrojas callaron unos instantes.

—Quiero matarlo —dijo Jordan despacio, interrumpiendo un silencio que parecía letal—. Quiero acabar con el Lobo. Y ya no me importa nada, salvo que actuemos y que actuemos con rapidez. Y la cárcel es mejor que una tumba.

—¿Estás segura? —preguntó Karen.

Jordan no le contestó. «Es una buena pregunta», pensó. A esta idea inmediatamente le siguió la vehemente respuesta automática de una persona joven a todas las dudas importantes: ahh, joder.

—Pero ¿cómo? —preguntó Sarah con sequedad—. ¿Qué hacemos?

Le costaba creer que en realidad estaba de acuerdo con el asesinato. Tampoco podía creer no estar de acuerdo con el asesinato. Ni siquiera estaba totalmente segura de que estuviesen hablando de asesinato, aunque eso es lo que parecía. Parecía como si en la oscuridad del laboratorio de ciencias, cualquier posibilidad de pensamiento lógico se disipase alrededor de ellas.

Karen estaba a punto de decir algo, pero se contuvo. «¿Eres una asesina?», se preguntó de repente.

No sabía cuál era la respuesta correcta, lo único que sabía era que estaba a punto de averiguarlo.

Jordan asentía con la cabeza. Tecleó algunos números en el sistema de búsqueda del ordenador.

En la pantalla apareció la imagen de Google Earth de una casa modesta de un barrio periférico y mediocre. Jordan pulsó «vista de la calle» y de repente subían y bajaban por la calle donde vivían el escritor y la secretaria. No era muy distinto al antiguo barrio de Sarah: casas bien conservadas, con los laterales blancos y los jardines bien cuidados. Era un típico barrio de Nueva Inglaterra, no del tipo que aparece en las postales o en los folletos de viajes con imponentes casas antiguas o granjas. Estas eran sencillas hileras de casas construidas hacía treinta años, con un aire de posguerra, bien mantenidas por generaciones de obreros y sus familias, que se enorgullecían de la propiedad como parte del sueño americano de ascender en la clase social. Era el típico lugar donde los vecinos iban al instituto del barrio los viernes por la tarde a animar al equipo de fútbol americano y que los domingos, después de misa, comían pastel de carne. Sus habitantes podían ser furibundos seguidores de los Red Sox y de los Patriots, pero no podían costear los precios exagerados de las entradas, salvo quizás una vez al año. Sus hijos crecían con la esperanza de obtener un buen trabajo con un buen convenio, para repetir la misma trayectoria que sus padres, pero un poco mejor. Era el tipo de lugar que condensaba todo lo bueno y todo lo malo de Estados Unidos, porque detrás de todos esos jardines de césped bien podado y de los revestimientos de aluminio se ocultaban quizá más de un problema de alcoholismo o de drogadicción y de violencia doméstica y otros tipos de desgracias que comúnmente se encuentran bajo la superficie de falsa normalidad. Las tres Pelirrojas miraron las imágenes de la casa y de la calle, desde arriba, desde la parte delantera, desde detrás, e intentaron imaginar si alguien tan malvado como el Lobo podría prosperar en un lugar así. Parecía imposible que un asesino viviese allí. Pelirroja Uno pensó: «Es gente que viene a verme para que la ayude cuando está enferma.» Pelirroja Dos pensó: «Esta gente es exactamente igual que yo.» Pelirroja Tres pensó: «No tengo nada en común con esta gente y si viesen mi colegio privado, mi ropa cara y mi rica familia me odiarían al instante.»

Sarah fue la primera en hablar.

—No sé si esa es la casa del Lobo —aventuró—, pero no tenemos otras pistas. Ni otras ideas. No hay nadie más que pueda ser una posibilidad. Así que creo que deberíamos ir.

—Estoy de acuerdo —convino Karen.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Jordan con suavidad—, Caperucita Roja no se da precisamente media vuelta y huye cuando el Lobo le habla. Le hace las preguntas difíciles. Como «qué dientes tan grandes tienes, abuelita…».

Las otras callaban.

—Tenemos que hacer algunas preguntas difíciles a ese escritor y a su mujer, la secretaria. No podemos esperar. No podemos retrasarlo. A cada minuto que pasa, le damos más tiempo para que se nos acerque. Tenemos que cambiar completamente el juego, a partir de este instante. Tenemos que tomar el control. Si esperamos un segundo más, podría matarnos. Ha sido así desde el principio, o probablemente hayamos tentado a la suerte lo indecible. «Qué dientes tan grandes tienes, abuelita…» Tenemos que ser capaces de hacer esa pregunta de tal forma que no puedan mentirnos. Solo entonces, sabremos la verdad. Y sabremos qué hacer, pero en ese mismísimo instante será obvio de cojones.

Hizo una pausa y susurró:

—Nada de mentiras, nada de mentiras, no más mentiras. Ya no más.

—¿Cómo podemos garantizarlo? —preguntó Sarah—. ¿Cómo haces una pregunta que no se pueda contestar con una mentira?

Sabía la respuesta a esa pregunta.

Karen también.

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