Un final perfecto (48 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Un final perfecto
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A cada paso, la persona que una vez fue iba desapareciendo tras ella. Era igual que dejar una sombra atrás.

Cuando consiguió salir lentamente por la puerta principal, la recibió un aire frío. Tiritaba mientras se quitaba las zapatillas de ballet y se ataba los cordones de las zapatillas de correr. Aunque notaba el sudor en las axilas, el frío intenso era casi insoportable mientras se dirigía a su encuentro con las otras pelirrojas. Jordan temía congelarse si se quedaba quieta, así que echó a correr a través de la noche.

La salida de Sarah del centro de acogida fue igual de sigilosa; su problema era lograr pasar por delante del guarda de seguridad nocturno —una voluntaria de una de las facultades de la zona que llegaba a las nueve y se quedaba con ojos de sueño hasta el cambio de turno de la mañana, cuando llegaba un policía retirado con café recién hecho y donuts—. El problema, según Sarah, era salir sin ser vista por alguien inclinado sobre un montón de libros de texto que aprovechaba el opresivo silencio para estudiar. A los voluntarios nocturnos, un grupo de jóvenes de apenas veinte años, siempre se les decía que pecasen de prudentes. Cualquier altercado, cualquier cosa que se saliese de lo normal, podía acabar en una llamada a la directora del centro o quizás a la comisaría local.

Así que Sarah esperó más de una hora escondida en el descansillo de la segunda planta, sabiendo que al final la joven se levantaría para estirarse, o para ir al lavabo, o para dirigirse al despacho de al lado y servirse una taza de café o simplemente apoyaría la cabeza en los libros para dar una cabezadita.

El revólver de su marido estaba en la talega junto con la ropa.

Pero en ese momento iba vestida exactamente igual que Jordan, incluidas las zapatillas de ballet que amortiguaban el ruido. Karen también debía llevar el mismo atuendo.

Sarah ni siquiera miró el reloj. Quería rezar alguna oración que hiciese que alguien fuese al lavabo. Notaba todo el cuerpo rígido por la expectación.

Se lamió los labios, de repente los había notado secos y agrietados. Se sintió avergonzada, tonta. Todos sus pensamientos se habían dirigido a lo que harían cuando las tres llegasen a lo que creían era la casa donde vivía el Lobo Feroz.

En ese mismo instante, estuvo a punto de reírse a carcajadas. Reprimió las ganas. No era por algo gracioso, sino más bien la acumulación de miedo.

«Somos imbéciles, lo hemos entendido todo al revés —pensó—. Es el Lobo quien va a los tres cerditos y les derriba las casas soplando, salvo la del más listo, porque la había construido de piedra y ladrillo.»

«Cuento equivocado.»

No se le había ocurrido que el primer problema podía ser insalvable; sencillamente salir y entrar de un lugar diseñado para mantener a las personas protegidas y escondidas. De pronto sintió que se encontraba en una cárcel extrañísima.

Oyó a alguien abajo que arrastraba los pies. Se inclinó hacia delante y escuchó.

A esto le siguió el ruido de cerrar un libro de golpe. Oyó: «Maldita esa, esto es imposible. Odio la química orgánica, odio la química orgánica, odio la química orgánica», repetido en un tono de enfado y de frustración.

Después de un par de segundos, la frase «odio la química orgánica» se convirtió en una incoherente canción inventada, unas veces cantada con voz aguda y otras en bajo profundo. Oyó pasos que cruzaban el vestíbulo. A continuación, oyó cómo se abría y se cerraba la puerta del lavabo y se lanzó escaleras abajo, de puntillas para no hacer ruido y apresurándose por salir a la calle antes de que la descubriesen. Era de vital importancia que todo el mundo pensase que la mujer que ahora se llamaba Cynthia Harrison estaba durmiendo en su cama.

41

Las tres pelirrojas esperaban en el coche de alquiler a unos cien metros de la casa. Tendrían que haberse dedicado a repasar los últimos detalles del plan, aunque de poco sirviese, pero más bien estaban enfrascadas en sus pensamientos. Faltaba poco para las tres de la mañana. Karen se había detenido en el lateral de la calle y había aparcado debajo de un roble grande. Jordan estaba en el asiento trasero, Sarah en el delantero. Karen colocó las llaves del coche en el suelo y se cercioró de que las otras dos sabían dónde las dejaba. A continuación, distribuyó tres pares de guantes quirúrgicos que, temblorosas, se pusieron. Los tres pares de ojos miraban arriba y abajo de la calle. Aparte de alguna que otra luz que algún vecino olvidadizo se había dejado encendida, la calle estaba oscura y dormida.

Las palabras estaban bajo mínimos. Ninguna de las tres pelirrojas confiaba en que la voz no le temblase, así que ahogaban las palabras lacónicamente. Parecía que cuanto más se acercaban al asesinato, menos había que decir.

—Dos puertas —dijo Karen—. Sarah y yo, por detrás, entramos. Jordan, si el Lobo intenta salir por la parte delantera, tienes que detenerlo. Cuando hayamos logrado entrar, te dejamos pasar.

Todas asintieron con la cabeza.

Ninguna de las tres dijo: «Si es que es el Lobo.» Aunque las tres tenían el mismo pensamiento.

Tampoco preguntó Jordan: «¿Cómo lo detengo exactamente?» o «¿qué quieres decir con "detenerlo"?». Y por último: «¿Qué pasa si escapa?» Preguntas todas ellas muy razonables esa noche. La incertidumbre se unía a la irreversibilidad; las tres pelirrojas habían entrado en una especie de extraño estado más allá de la lógica. Se hallaban en un cuento de su propia cosecha.

—Arriba y a la derecha. Tiene que ser la habitación de matrimonio. Ahí es donde vamos. Muévete deprisa. Estarán dormidos, de modo que tenemos el elemento sorpresa, aunque al entrar en la casa probablemente los despertemos.

—Supongamos… —empezó a decir Sarah, pero se interrumpió. De pronto se dio cuenta de que había cientos de «supongamos» e intentar anticiparlos todos era imposible.

La voz de Jordan sonaba entrecortada, débil.

—En
A sangre fría
, una vez dentro separan a la familia Cutter. ¿Vamos a…?

Ella también calló en mitad de la frase.

Ninguna de las tres había dicho las palabras allanamiento de morada, aunque eso era exactamente lo que planeaban hacer. El más despiadado de los delitos, el que ataca una de las convicciones más profundas de Norteamérica, la idea de que uno debe estar completamente seguro en su propia casa. Atracos de bancos, tiroteos desde vehículos, guerras entre bandas por narcotráfico, incluso parejas separadas que se divorcian a tiros, todos tenían una especie de lógica contextual. Un allanamiento de morada no. Generalmente el móvil eran fantasías extrañas de violaciones o de riquezas escondidas que nunca se materializaban. Era el tipo de delito que Jordan había estudiado los últimos días y que Sarah y Karen sabían que estaban a punto de llevar a cabo. Aunque, normalmente, en este tipo de crimen, según había aprendido Jordan, eran delincuentes, psicópatas, los que atentaban contra la seguridad de personas completamente inocentes. Esta noche era al revés, eran los inocentes los que allanaban la casa de un Lobo. Aunque el caso parecía ser tal dentro del coche, supuso que en algún lugar en el exterior, en el frío, todos los papeles podían dar un giro de ciento ochenta grados.

—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Karen.

—Respuestas —repuso Sarah tosiendo—. Vamos a intentar conseguir respuestas.

Las tres pelirrojas se deslizaron fuera del coche como si fuesen tinta negra derramada, arrugas en la noche. Se subieron las capuchas, se ajustaron los pasamontañas y se dirigieron con rapidez hacia la casa. Un perro ladró desde el interior de una casa vecina. Las tres pelirrojas tuvieron el mismo pensamiento aterrador: «Supón que tiene un perro. Un pitbull o un doberman dispuesto a defender a su dueño.» Ninguna expresó su preocupación. A Karen le pareció que cada paso que daban ponía de relieve lo poco que sabían sobre el hecho de cometer un delito, en especial, uno tan grave como el que iban a cometer.

Cada una de las tres pelirrojas quería coger a las otras dos, detenerlas en mitad del allanamiento y decir: «¿Qué diablos estamos haciendo?» En realidad, ninguna lo dijo; era como si las tres rodasen de bruces por una colina empinada y no hubiese nada donde agarrarse y detenerse.

A Pelirroja Uno se le revolvió el estómago.

Pelirroja Dos estaba mareada por las dudas.

Pelirroja Tres se sintió débil de repente.

Las tres estaban casi paralizadas por la tensión mientras avanzaban sigilosamente en la noche. El aire frío no ayudó mucho a disipar el calor de la ansiedad. Les parecía que todo lo que les había pasado las había, de alguna manera, empequeñecido.

En la parte delantera de la casa, Karen hizo gestos rápidos indicando los arbustos adyacentes a la puerta principal. Jordan se agachó, escondiéndose lo mejor que pudo. Las otras dos pelirrojas perfectamente sincronizadas se deslizaron alrededor del contorno de la casa, en dirección a la parte trasera.

De pronto, el hecho de encontrarse sola en medio de la noche estuvo a punto de acabar con Jordan. Estaba pendiente de algún ruido, temerosa de que su respiración se oyese tanto que despertase a los habitantes de la casa, despertase a los vecinos, despertase a la policía y a los bomberos. En cualquier momento, esperaba verse rodeada de sirenas, de luces intermitentes y de voces ordenándole que se incorporase manos arriba.

Poco a poco abrió la cremallera de la talega intentando hacer el menor ruido posible. Sacó el cuchillo y lo sujetó con fuerza.

Ya no pensaba que tuviese la fuerza necesaria para empuñarlo. La ferocidad que le había parecido tan fácil y natural unos días atrás, ahora le resultaba imposiblemente difícil. Parecía como si la atleta Jordan, más rápida que las otras Jordans, la Jordan más fuerte que cualquier otra jugadora del equipo; la Jordan más lista, más guapa, la Jordan de la que se burlaban y a la que tomaban el pelo, hubiesen desaparecido en ese momento de espera, sustituida por una Jordan extraña que ella no reconocía y en la que ciertamente no confiaba. Si hubiese sabido alguna oración, hubiera rezado en ese momento. En lugar de rezar, se agachó al lado de los escalones delanteros, su atuendo negro perfectamente confundido con la noche como si se tratase de la pieza de un rompecabezas, los músculos se contraían y estremecían, y ella esperaba que esta Jordan nueva e irreconocible fuese capaz de reunir la ira necesaria llegado el momento.

«Romper la ventana. Alcanzar el interior. Abrir el cerrojo. Atacar.»

El plan de Karen no tenía muchas sutilezas. En las películas, siempre parece sencillo: los actores están tranquilos, son inteligentes, no muestran prisas, toman decisiones acertadas y se comportan con una fácil determinación.

«La vida no es tan sencilla —pensó—. Todo conspira para ponerte la zancadilla. Especialmente la persona que uno es. Y esto no es lo que nosotras somos. Yo soy una médica, por el amor de Dios. No soy una artista del allanamiento. Y no soy una asesina.» Sujetó el mazo de goma en la mano, preparándose para hacer añicos el cristal y entrar en la casa, pero entonces Sarah le sujetó el brazo bruscamente, justo en el momento en que Karen había iniciado su furioso
swing
de retroceso. Karen oyó la rápida y profunda respiración que la joven arrebataba al frío de la noche. Se volvió hacia ella preguntándose qué la había hecho actuar de forma tan precipitada.

Sarah no dijo nada, se limitó a señalar a su derecha. En la ventana, que supusieron era la de la cocina, había una pegatina. Un escudo estampado con las palabras: PROTEGIDA POR ACE SECURITY.

A Karen le dio vueltas la cabeza. No se le escapó la sencilla ironía: se trataba de la misma empresa que había contratado para que le instalasen el sistema de alarma en su casa, después de haber recibido la primera carta del Lobo Feroz.

Dudó. Después susurró:

—Bueno, esto es lo que va a pasar. Entramos. Se dispara una alarma silenciosa en la sede central de la empresa. Esta llama al propietario de la casa, que tiene que contestar con una señal predeterminada que indica que están bien, que es un error o que hay problemas, en ese caso la empresa llama a la policía, que se presenta en un par de minutos.

Sarah asintió con la cabeza. Las dos pelirrojas se quedaron bloqueadas un segundo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sarah.

—No lo sé —repuso Karen. De pronto era consciente de que cada segundo que permaneciesen en el exterior, cada momento que dejaban a Jordan en la parte delantera, los riesgos aumentaban de forma exponencial. Era como observar en el laboratorio células peligrosas que se deslizan para unirse y se convierten con cada segundo que pasa en células mayores y más complejas.

—Decídete —dijo Sarah—. Seguimos o nos vamos.

Una ira lenta y abrasadora arraigó en Karen. «Si salimos corriendo, puede que corramos hacia la muerte. Quizá no esta noche. Quizá mañana. O pasado mañana. O la próxima semana. O el mes que viene. Nunca sabremos cuándo.»

Aspiró el aire frío de la noche.

—¿Tienes la pistola? —preguntó.

—Sí.

—Bien. En cuanto entremos ve hacia el dormitorio. Yo iré detrás. Abriré a Jordan. Y Sarah…

—¿Qué?

—No dudes.

Sarah asintió con la cabeza. «Fácil de decir. Difícil de hacer.»

Quedó sin decir a qué se refería con «no dudes» y qué tenía que hacer. «¿Matarlos a los dos? ¿Empezar a disparar? ¿Y si no es el Lobo?»

Karen sabía que si esperaba un segundo más, el pánico sustituiría a la determinación. Cogió el mazo y lo balanceó con fuerza.

En la parte delantera, Jordan oyó el tintineo del cristal al romperse. Si segundos antes había pensado que su respiración era atronadora, este ruido le pareció como una violenta explosión. Retrocedió, aferrándose a los bordes de las sombras como el abrazo de una persona al ahogarse.

Una esquirla perdida desgarró la sudadera de Karen. Por un momento pensó que le había hecho un corte en el brazo y emitió un sonido gutural ahogado que le salió de lo más profundo del pecho. Imaginó que la sangre oscura de las arterias corría por la sudadera y esperaba que un rayo de dolor la alcanzase. Esto no sucedió, cosa que le pareció un misterio. Ni siquiera tenía un rasguño. Pasó el brazo por la ventana rota y descorrió el cerrojo. En un segundo abrió la puerta de un empujón.

Sarah la adelantó. Corrió hacia delante, la linterna en una mano y la pistola en la otra. El pequeño rayo de luz se movía como loco de un lado a otro mientras ella corría por la casa.

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