«Arriba y a la derecha. Arriba y a la derecha.»
Sarah no estaba segura de si esto lo pensaba, lo decía en voz alta, lo gritaba o lo cantaba. Se lanzó hacia delante, agarró la barandilla y subió la escalera a saltos.
Karen se dirigió a la puerta principal y tanteó la cerradura. Tardó un segundo en abrirla.
—¡Jordan, ya! —susurró con la mayor intensidad posible.
Jordan estaba agachada a un lado, oculta en la oscuridad. La noche parecía zarcillos que la envolvían con tanta fuerza que la inmovilizaban. Notaba que le daba órdenes a los músculos pero no respondían. Entonces, como si estuviera flotando por encima de ella, mirando hacia abajo como una figura espectral, vio a la extraña Jordan que se levantaba, a punto de tropezar con los escalones, y entraba en la casa tambaleándose. Se agarró a Karen para evitar caer.
Karen ayudó a incorporarse a la más joven de las tres Pelirrojas, cerró de golpe la puerta principal tras ellas y saltó a las escaleras que subió a toda prisa intentando alcanzar a Pelirroja Dos.
No hacían mucho ruido.
Pero fue suficiente.
Arrancado por los ruidos del allanamiento del difuso territorio entre sueño y realidad, el Lobo Feroz sintió un abrasador rayo de miedo que le partía el corazón. Se incorporó en la cama, su respiración de repente convertida en jadeos superficiales, y lanzó un puñetazo al aire negro, golpeando a un terror desconocido e invisible, cortando las palabras en una especie de grito animal, sin saber si estaba atacando a una pesadilla o a algo real pero fantasmagórico. A su lado, su esposa emitió un grito que más parecía un gorjeo que un grito propiamente dicho. La señora de Lobo Feroz sintió que se le cerraba la garganta, como si alguien la ahogase.
La puerta del dormitorio se abrió y una figura —en la oscuridad no podían distinguir si era humana, pues era una forma que se confundía con la noche— se lanzó hacia ellos. Rayos de luz cortaban la oscuridad de un extremo a otro de la habitación, mientras Sarah agitaba la linterna hacia delante y hacia atrás.
Levantó la pistola, intentando recordar todo lo que la directora del centro de acogida le había enseñado.
«Utiliza ambas manos.»
«Quita el seguro.»
«Aguanta la respiración.»
«Apunta con cuidado.»
«Haz que todo disparo cuente.»
Tiró la linterna al suelo para poder coger la pistola como le habían enseñado y la pareja que tenía delante, en la cama, desapareció en sombras grotescas. Pensó que gritaba: «¡Mátalo!» «¡Mátalo!», pero de nuevo no oía las palabras ni siquiera sentía que los labios se moviesen y pronunciase algún sonido. En ese momento de duda, un impacto naranja y rojo explotó en sus ojos cuando el hombre al que quería disparar le golpeó el rostro con un salvaje gancho. El Lobo, todo él instinto de lucha, se había lanzado contra Sarah, golpeándola de lado, mientras la señora de Lobo Feroz había retrocedido.
Sarah se tambaleó y mientras se tambaleaba un segundo puñetazo la golpeó en el pecho y la dejó sin respiración. Rebotó contra una cómoda, salió despedida de lado y cayó encima de la cama. De repente, notó cómo una mano agarraba la pistola. Solo sabía que tenía que luchar, pero cómo hacerlo era algo que se le escapaba. Su único pensamiento era: «¡No la sueltes! ¡No la sueltes!» Se retorcía, daba vueltas y sentía que los pies se deslizaban mientras caía por el borde de la cama y golpeaba el suelo, un repentino peso encima de ella y uñas afiladas arañándole la cara como si intentase arrancarle el pasamontañas.
Detrás de ella, otras dos sombras negras irrumpieron en la habitación. Karen llevaba el bastón en la mano y lo balanceaba descontrolada e ineficazmente. Golpeó una lámpara de la mesilla e hizo añicos la porcelana. Un segundo golpe sin control se estrelló contra las baratijas que había sobre una cómoda y que salieron volando.
La oscuridad engañaba a todos.
El Lobo Feroz y su señora luchaban de forma salvaje, desesperada. Los dos daban patadas, mordían, golpeaban, utilizaban los dientes, los puños, los pies. La ropa de cama acabó amontonada en el suelo. La estructura de madera de la cama crujía bajo el frenesí. La señora de Lobo Feroz había agarrado la pistola que sujetaba Sarah con las manos, luchando de un lado a otro, intentando frenéticamente que la soltase. Apenas comprendía qué era, solo sabía que era algo que los podía matar y que debía cogerlo y no soltarlo. Como animales, solo conscientes de que del sueño habían pasado a luchar por sobrevivir, peleaban con encarnizamiento.
El Lobo Feroz saltó y cruzó la negra habitación hasta Karen. Le dio un puñetazo en la oreja. La cabeza le daba vueltas. Otro golpe se estampó en el diafragma y la doctora sintió cómo se rompía una costilla y un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Esperaba un tercer golpe, uno que la dejase inconsciente y balanceando el bastón desesperadamente lo notó crujir contra piel y huesos y oyó un grito de dolor, pero no estaba segura de si provenía del remolino contra el que luchaba o de sus propios labios.
Un repentino y fuerte aullido atravesó la habitación. Jordan había atacado al Lobo Feroz con su cuchillo y le había alcanzado en el brazo cuando lo llevaba hacia atrás para golpear a Karen. Con un rugido de dolor, el Lobo Feroz agarró a Karen y la lanzó con saña contra Jordan, la menor de las pelirrojas chocó contra la pared y su cabeza se estrelló contra una fotografía enmarcada que se hizo añicos con un estallido.
El Lobo peleó; ahora ya sabía que había un bastón, un cuchillo y una pistola, aunque su mujer parecía tener agarrada esta última. La única luz que había en la habitación provenía de la linterna abandonada que había rodado inútilmente a una esquina, de manera que la pelea tenía poco de organizada y ninguna lógica, no era más que sangre, golpes e intentar ganar y sobrevivir en la oscuridad y la sombra.
Todavía no sabía contra quién luchaba. Si hubiese tenido un segundo para reflexionar, hubiese percibido tres formas, todas femeninas y tal vez esto le hubiese clarificado la aritmética del forcejeo. Pero los golpes que le llovían, el dolor del corte en el brazo y el susto de pasar del sueño a un ataque mortal conspiraban para dejar de lado la lógica. Lo único en lo que era capaz de pensar era en coger el cuchillo de caza que tenía en el escritorio de su despacho en la planta baja y de alguna manera lograr igualar la pelea.
Apartó a Karen de un empujón, lanzándola contra la misma pared donde Jordan yacía desplomada. Se lanzó contra las dos figuras —su mujer y una sombra— enzarzadas en el forcejeo por la pistola. Se estrelló contra las dos sin saber qué cuerpo era de quién, aporreando todo cuerpo que notaba. En la confusión, el Lobo Feroz oyó el ruido distintivo del arma al quedar libre y caer al suelo. La buscó a tientas pero no la encontró.
Y, de repente, le tiraron la cabeza hacia atrás con ensañamiento. Notó la hoja de un cuchillo en el cuello.
Las palabras parecían provenir del inconsciente.
—Si te mueves, te mato.
Jordan estaba detrás de él, casi sentada a horcajadas, con una mano le sujetaba la frente y con la otra empuñaba el cuchillo, como un granjero listo para sacrificar a un animal para la cena.
Su primer impulso fue lanzarse hacia delante. La presión del cuchillo lo disuadió.
Y en ese momento sonó el teléfono.
«Qué ojos tan grandes tienes, abuelita…»
Al principio, la insistencia del teléfono resultaba completamente extraña, una inyección de prosaica normalidad en una situación que no tenía ninguna. Interrumpió la pelea, todos se quedaron inmóviles en sus posiciones, como en un juego infantil.
Fue Karen la que enseguida comprendió la importancia del timbre del teléfono. Había que contestarlo sin demora. No se le ocurrió contestarlo ella.
Con frenesí, cogió la linterna de la esquina donde había caído y la enfocó a los ojos del Lobo Feroz.
—¡Contéstalo! —gritó. Era imposible, pues estaba clavado al lado de la cama, de rodillas en el suelo, entre Jordan y su cuchillo de filetear. El teléfono estaba en una mesita de noche al otro lado de la habitación.
Cada timbrazo sonaba más fuerte. Karen enfocó la linterna a la señora de Lobo Feroz, que estaba entrelazada con Sarah.
—¡Contesta! —gritó otra vez. Levantó el bastón con gesto amenazador, como si estuviese lista para aplastarle el cráneo a la mujer, pero incluso en la oleada casi de pánico que Karen sintió que le recorría el cuerpo, sabía que contradecía el propósito de la amenaza.
»Es la empresa de seguridad. ¡Contesta el puto teléfono!
Sarah, que de repente comprendió la urgencia, empujó a la señora de Lobo Feroz para levantarla y enviarla al teléfono, como una serpiente que se quita la piel vieja. La pistola, que yacía cerca, debajo de una cómoda, medio escondida entre sábanas y mantas tiradas en el fragor de la pelea de la habitación, de pronto parecía menos importante, aunque Sarah la cogió, reclamándola para sí. Ella también apuntó el arma a la señora de Lobo Feroz.
La señora de Lobo Feroz dudó. Abrió los ojos como platos cuando los fijó en la hoja del cuchillo en el cuello de su marido, ignorando el cañón de la pistola que le apuntaba a ella. Él consiguió hacer un pequeño gesto de asentimiento y ella se lanzó a través de la cama y agarró el auricular.
—¿Diga? —dijo con voz temblorosa.
—Aquí el Servicio de Seguridad Acer. Se ha disparado la alarma silenciosa de la casa. ¿Es usted la propietaria?
La señora de Lobo Feroz tartamudeó, en un intento de recuperar el aliento y responder a la vez.
—Sí, sí. La alarma, ah, qué…
—Su sistema de alarma indica una intrusión.
Sujetó el teléfono cerca de la oreja, pero los ojos miraban a su marido.
—¿Una intrusión?
—Sí. Un allanamiento.
—Estábamos dormidos —repuso. Pensaba lo más rápido posible—. Acaba de despertarnos. El timbre del teléfono nos ha dado un susto tremendo. Tenemos un cachorro nuevo —mintió—. Puede que él haya hecho saltar la alarma. ¿Me da un segundo para comprobarlo?
—Tiene que darme su código de seguridad —repuso con brusquedad la voz al otro lado del teléfono.
—Bueno, déjeme comprobarlo —repitió—. No tardaré más de un par de segundos. Tengo que ir a la planta baja. Sé que anoté el código y lo puse en el cajón de…
De nuevo volvió a mirar a su marido, buscando indicaciones.
Pero fue Karen quien susurró una interrupción.
—Si no le das el código adecuado, si no lo haces ahora mismo, llamará a la policía. No pasa nada —dijo esbozando una fugaz sonrisa de suficiencia—. Podemos esperar todos tranquilamente a que se presente la policía. Después, de buena gana les explicamos todo. Piénsalo: ¿es eso lo que quieres?
La pregunta estaba dirigida al Lobo Feroz.
El lado de Karen, que parecía cruel de pronto, encontró la situación deliciosa. «Bueno, señor Lobo Feroz, señor Asesino, señor Quienquiera que sea, ¿quiere explicar a algún policía sorprendido lo que sucede aquí esta noche?»
Esbozó una sonrisa falsa mientras hablaba en un tono quedo, iracundo. Se sentía al borde de un salvajismo total. Karen la humorista y Karen la doctora habían sido reemplazadas. No sabía si las otras dos pelirrojas habrían sufrido transformaciones parecidas.
—Querrán saber exactamente por qué tres mujeres que no se conocen entre sí han escogido esta noche para unirse y allanar esta casa. No una casa elegante, en la que hay dinero o joyas o valiosas obras de arte, porque te aseguro que no estamos aquí para robar nada. Esta casa en concreto. Una mierda de casa mediocre, ¿verdad? Y escucharán la historia que les explicaremos nosotras tres y les costará muchísimo creérsela. Pero eso solo hará que sientan mucha más curiosidad. Y entonces tendrán que hacerte algunas preguntas. Y serán preguntas difíciles. ¿Quieres responder a sus preguntas? ¿Es eso lo que te apetece hacer esta noche?
Abrió los ojos como platos.
—Entonces, si no eres el Lobo —prosiguió Karen con lentitud—, por favor, dales la respuesta de emergencia. Haz que venga la policía lo más rápido posible y que se nos lleve esposadas. Pero si eres…
Levantó el brazo, se quitó la capucha negra y apareció el pelo pelirrojo. Las otras dos pelirrojas hicieron lo mismo.
En el teléfono. La señora de Lobo Feroz dio un grito ahogado.
El Lobo dudó. Seguía notando la hoja del cuchillo que le hacía cosquillas en el cuello. Veía el miedo en los ojos de su esposa. Intentaba revisar sus opciones y solo se le ocurrió una. Ganar tiempo. Y esto no incluía una conversación con la policía. Puede que la policía local fuese ineficaz e incompetente, pero no tanto.
—Dale el código —masculló con enfado—. Diles que estamos bien. Que ha sido el perro que no tenemos, lo que has dicho antes.
La señora de Lobo Feroz apartó la mano del auricular.
—Estamos todos bien. Bien. Ha sido un error. El perro la ha disparado —repitió con cuidado—. Nuestro código para indicar que todo está bien es Inspector Javert. Jota, a, uve, e…
—Gracias —repuso la voz—. Un código interesante. Muy literario. Vi
Los miserables
el año pasado en Broadway. Le conecto de nuevo la alarma desde aquí.
La señora de Lobo Feroz dejó el auricular en su sitio.
—Ahora deberíamos matarlos a los dos —dijo Jordan. Las palabras que salieron de sus labios la sorprendieron. La Jordan débil y asustada que esperaba en el exterior había sido relegada y sustituida por una Jordan asesina, violenta e implacable. Había sucedido en cuestión de segundos. Pensó que tal vez el contacto físico había provocado que se liberara dentro de su ser. Que te golpeen contra una pared puede dejar al descubierto recursos ocultos que rara vez se necesitan. Pese a todo, sintió que la invadía un impulso frío y asesino y movió ligeramente la hoja del cuchillo hacia delante y hacia atrás, rasgando superficialmente la piel del Lobo Feroz, de forma que un hilo de sangre empezó a caerle por el pecho y le manchó la camisa del pijama.
Jordan se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en el Lobo Feroz, de manera que sus labios estaban cerca de su oreja.
—Pensabas que sería al revés, ¿no? Pensabas que serías tú quien me pusiese un cuchillo en el cuello, ¿eh? Y luego, ¿qué pretendías hacer?
No respondió. Una expresión de rabia le cruzó el rostro, apenas lograba contener su ira. Quería ponerle las manos en su cuello. En cualquier cuello. Pero estaba inmovilizado.
Sarah se arrodilló con dificultad. Sujetaba la pistola con las dos manos, apuntándole. Estaba frente al Lobo y el cañón del arma le apuntaba directamente a los ojos aproximadamente a cuarenta centímetros de distancia. Pensó: «Aprieta el gatillo y terminarás con todo lo que antes conformaba tu vida. Vuelve a empezar en este mismo instante y la nueva Sarah estará a salvo para siempre.» El Lobo estaba encajonado entre las dos pelirrojas. La pistola y el cuchillo formaban un paréntesis mortal.