—Muy fácil,
dottori
. Porque donde antes estaba la verja hay dos hileras de encinas. Aquello era la propiedad del barón Vella, pero ahora no es propiedad de nadie. Cuando llegue al final de la alameda y encuentre la mansión en ruinas del barón Vella, gire en la última encina que hay a la izquierda. Y, a unos trescientos metros escasos, está el caserío de Lampisa.
—¿Y éste es el único camino para llegar allí?
—Según.
—¿Según qué?
—Si va a pie o en coche.
—En coche.
—Pues entonces, es el único,
dottori
.
—¿Queda muy lejos el mar?
—A menos de cien metros,
dottori
.
¡Comer o no comer! Ésa era la cuestión: ¿era más prudente aguantar las punzadas de un apetito terrible o era preferible burlarse de ellas e ir a llenar la tripa a Enzo? El dilema shakespeariano se le planteó cuando, al mirar el reloj, se dio cuenta de que eran casi las ocho. Si cedía al apetito, sólo podría dedicarle una hora escasa a la cena, lo que implicaba que debería imprimir a sus movimientos masticatorios un ritmo a lo Charlot en «Tiempos modernos». Sin embargo, una cosa era segura, que comer deprisa no era comer, como mucho alimentarse. Una diferencia sustancial, pues en ese momento no necesitaba alimentarse como un animal o un árbol, él tenía ganas de comer disfrutando de cada bocado y tomándose el tiempo que hiciera falta. No, no era el caso. Y, para no caer en la tentación, no abrió ni el horno ni el frigorífico. Se quitó la ropa y se duchó. Después se puso unos vaqueros y una camisa de cazador de osos canadiense. Pensó que no sabía cómo irían las cosas y se le planteó una duda: ¿ir armado o no ir armado? Ante la duda, lo mejor sería llevar la pistola. Después se puso una cazadora marrón de piel que tenía un bolsillo interior muy grande. No quería que Ingrid lo viera cogiendo el arma, así que fue a por ella. Fue al coche, abrió la guantera, cogió la pistola, la introdujo en el bolsillo interior de la cazadora, se inclinó para cerrar la guantera, el arma le resbaló del bolsillo, cayó al suelo del coche, Montalbano soltó una maldición, se puso de rodillas porque el arma había ido a parar debajo del asiento, la cogió, cerró el coche y volvió a entrar en la casa. La cazadora le daba calor, se la quitó y la dejó sobre la mesa. Decidió que una llamada a Livia no estaría de más. Levantó el auricular, marcó el número, escuchó el primer tono y simultáneamente llamaron a la puerta. ¿Abrir o no abrir? Colgó el auricular y fue a abrir. Era Ingrid, que llegaba con cierto adelanto. Más guapa que de costumbre, si es que eso era posible. ¿Besarla o no besarla? El dilema lo resolvió la sueca besándolo a él.
—¿Cómo estás?
—Me siento un poco hamletiano.
—No entiendo.
—No tiene importancia. ¿Has venido con el coche de tu marido?
—Sí.
—¿Qué coche es?
Pregunta estrictamente formal: de marcas de automóviles, Montalbano no entendía ni torta. Y de motores, tampoco.
—Un BMW trescientos veinte.
—¿De qué color?
Esta pregunta, en cambio, era interesada. Conociendo lo gilipollas que era el marido de Ingrid, era capaz de haber pintado la carrocería a rayas rojas, verdes y amarillas con topitos azules.
—Gris oscuro.
Menos mal. Cabía la posibilidad de que no los descubrieran y los tirotearan a la primera de cambio.
—¿Has cenado? —preguntó la sueca.
—No. ¿Y tú?
—Yo tampoco. Si nos queda tiempo, después podríamos... Por cierto, ¿qué vamos a hacer?
—Te lo explicaré por el camino.
Sonó el teléfono. Era Marzilla.
—Comisario, el coche que me han traído es un Jaguar. Dentro de cinco minutos salgo de casa —le comunicó con voz trémula.
Y colgó.
—Si estás lista, podemos irnos —dijo Montalbano.
Con gesto despreocupado, cogió la cazadora al revés, y la pistola resbaló del bolsillo y cayó al suelo. Ingrid pegó un brinco hacia atrás, asustada.
—La cosa va en serio, ¿no?
Siguiendo las instrucciones de Catarella, no se equivocaron ni una vez. Al cabo de media hora de haber salido de Marinella, media hora que Montalbano utilizó para informar a Ingrid, llegaron a la alameda de las encinas. La recorrieron y al final, a la luz de los faros, descubrieron las ruinas de una mansión señorial.
—Continúa recto. No sigas la carretera ni gires a la izquierda. Esconderemos el coche detrás de la casa —dijo Montalbano.
Ingrid lo hizo así. Detrás de la casa no había más que una desolada campiña. La sueca apagó los faros y bajaron. La luna iluminaba el paisaje como si fuera de día y el silencio era tan profundo que infundía temor. Ni siquiera ladraban los perros.
—¿Y ahora? —preguntó Ingrid.
—Ahora dejaremos el coche aquí y buscaremos un lugar desde donde se vea la alameda. Así podremos controlar los coches que pasan.
—¿Qué coches? —dijo Ingrid—. Por aquí no pasan ni los grillos.
Echaron a andar.
—De todos modos, podríamos hacer como en las películas —dijo la sueca.
—¿Y qué hacen en las películas?
—Vamos, Salvo, ¿es que no lo sabes? La pareja de policías, él y ella, fingen ser una pareja de enamorados. Para no despertar sospechas, se abrazan y se besan mientras vigilan.
Habían llegado delante de la mansión en ruinas, a unos treinta metros de la encina donde la carretera giraba hacia el caserío de Lampisa. Se sentaron sobre un muro derruido y Montalbano encendió un cigarrillo. Un coche había enfilado la alameda y circulaba muy despacio, tal vez porque quien conducía no conocía bien el camino. De repente, Ingrid se levantó, le tendió la mano al comisario, lo ayudó a levantarse y lo abrazó con fuerza. El coche avanzaba muy despacio. Montalbano tuvo la sensación de haber entrado todo él en el interior de un albaricoquero. El perfume lo embriagó y le removió todo lo que se podía remover. Ingrid lo seguía estrechando con fuerza. En determinado momento le murmuró al oído:
—Siento algo que se mueve.
—¿Dónde? —preguntó Montalbano, que mantenía la barbilla apoyada en su hombro y la nariz hundida entre sus cabellos.
—Entre tú y yo, abajo —dijo Ingrid.
Montalbano notó que se ruborizaba y trató de apartar la pelvis, pero la sueca se le pegó como una lapa.
—No seas bobo.
Por un instante, los faros del coche los iluminaron de lleno, después de la última encina giraron a la izquierda y desaparecieron.
—Era tu coche, un Jaguar —dijo Ingrid.
Montalbano le agradeció a Dios que Marzilla hubiera llegado puntual. No habría conseguido resistir un minuto más. Se apartó de la sueca respirando afanosamente.
No fue una persecución porque en ningún momento Marzilla y los otros dos ocupantes del Jaguar tuvieron la sensación de que un coche los seguía. Ingrid era una conductora excepcional y hasta que llegaron a la carretera provincial de Vigàta condujo con los faros apagados, guiada tan sólo por el resplandor de la luna. Marzilla no circulaba demasiado rápido, lo que facilitaba la vigilancia. En el fondo, se trataba de eso, de vigilar. El Jaguar de Marzilla tomó la carretera de Montelusa.
—Este paseo me está resultando bastante aburrido —dijo Ingrid.
Montalbano no contestó.
—¿Por qué has cogido la pistola? —insistió en preguntar la sueca—. No te está sirviendo de mucho.
—¿Estás decepcionada? —preguntó el comisario.
—Sí, esperaba algo más emocionante.
—Bueno, todavía no sabemos lo que puede ocurrir. Así que no pierdas la esperanza.
Pasado Montelusa, el Jaguar tomó la carretera de Montechiaro.
Ingrid bostezó.
—Casi me apetece que nos descubran.
—¿Por qué?
—Para que se anime un poco la cosa.
—¡No seas cabrona!
El Jaguar dejó atrás Montechiaro y siguió la carretera que conducía a la costa.
—Ahora conduce tú —dijo Ingrid—. Yo estoy cansada.
—Ni hablar.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque dentro de poco en la carretera ya no circularán coches y tendremos que apagar las luces para que no nos descubran. Y yo no sé conducir a la luz de la luna.
—¿Y en segundo?
—En segundo porque tú este camino lo conoces mucho mejor que yo, sobre todo de noche.
Ingrid se volvió un instante a mirarlo.
—¿Tú sabes adónde van?
—Sí.
—¿Adónde?
—Al chalet de tu ex amigo Ninì Lococo, como se hacía llamar.
El BMW derrapó y estuvo a punto de acabar en plena campiña, pero Ingrid controló la situación. No dijo nada. Al llegar a Spigonella, en lugar de seguir el camino que el comisario conocía, giró a mano derecha.
—Esta no es la...
—Lo sé —dijo Ingrid—. Pero no podemos seguir al Jaguar. Hay un solo camino que conduce al promontorio y, por consiguiente, a la casa. Seguro que nos descubrirían.
—¿Y qué estás haciendo?
—Te estoy llevando a un sitio desde el que se ve la fachada del chalet. Además, llegaremos antes que ellos.
Ingrid detuvo el BMW al borde del acantilado, detrás de una especie de bungalow de estilo moruno.
—Bajemos. Desde aquí no pueden ver nuestro coche, y nosotros sí podemos observar lo que hacen ellos.
Rodearon el bungalow. A la izquierda se veía el promontorio con el camino particular que llevaba al chalet. Al cabo de menos de un minuto, el Jaguar se detuvo delante de la verja cerrada. Se oyeron dos brevísimos bocinazos, seguidos de otro largo. Entonces se abrió la puerta de la planta baja y se vio a contraluz la sombra de un hombre que abría la verja. El Jaguar entró y el hombre fue tras él, dejando la verja abierta.
—Vámonos —dijo Montalbano—. Aquí ya no hay nada más que ver.
Subieron al coche.
—Arranca —dijo el comisario—, y no enciendas las luces. Vamos a... ¿Recuerdas el chalet blanco y rojo que hay a la entrada de Spigonella?
—Sí.
—Montaremos guardia allí. Para regresar a Montechiaro hay que pasar a la fuerza por delante de él.
—¿Y quién tiene que pasar por delante de él?
—El Jaguar.
Apenas habían llegado al chalet blanco y rojo, cuando el Jaguar pasó a toda velocidad y se alejó derrapando.
Estaba claro que Marzilla quería poner tierra de por medio entre su persona y los hombres a los que acababa de acompañar.
—¿Qué hago? —preguntó Ingrid.
—Ahora veremos tu habilidad al volante —dijo Montalbano.
—No entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Síguelo. Pítale, hazle luces, pégate a él, finge embestirlo. Quiero que le metas el miedo en el cuerpo al conductor.
—Déjalo de mi cuenta —dijo Ingrid.
Durante un breve trecho condujo con los faros apagados y a una distancia prudente, pero después, en un momento en que el Jaguar desapareció en una curva, aceleró, encendió todas las luces posibles e imaginables, dobló la curva y empezó a tocar el claxon como una loca.
Al ver aparecer aquel torpedo repentino, Marzilla debió de morirse del susto.
Al principio, el Jaguar zigzagueó y se apartó a la derecha, creyendo que el otro coche quería adelantarlo. Pero Ingrid no lo adelantó. Casi pegada al Jaguar, le hacía luces y le tocaba el claxon. Desesperado, Marzilla aceleró, pero la carretera no le permitía correr todo lo que habría querido. Ingrid no lo soltaba, su BMW parecía un perro rabioso.
—¿Y ahora?
—Cuando puedas, lo adelantas, haces un trompo y te plantas en medio de la carretera con las luces largas.
—Eso está hecho. Abróchate el cinturón.
El BMW pegó un brinco, soltó un ladrido, adelantó al otro coche, siguió adelante, derrapó y giró sobre sí mismo. A pocos metros, el Jaguar se detuvo, iluminado de lleno. Montalbano cogió la pistola, sacó el brazo por la ventanilla y efectuó un disparo al aire.
—¡Apaga las luces y baja con las manos arriba! —gritó, entreabriendo apenas la puerta.
Las luces del Jaguar se apagaron y apareció Marzilla con las manos en alto. Montalbano no se movió.
Marzilla se balanceaba como un árbol azotado por el viento.
—Se está meando encima —dijo Ingrid.
Montalbano permaneció inmóvil. Lentamente, unas gruesas lágrimas empezaron a resbalar por el rostro del auxiliar sanitario; después dio un paso adelante, arrastrando los pies.
—¡Por el amor de Dios!
Montalbano no contestó.
—¡Por el amor de Dios, don Pepè! ¿Qué quiere de mí? ¡He hecho lo que usía quería!
¡Y Montalbano sin moverse! Marzilla cayó de hinojos, juntando las manos en gesto de oración.
—¡No me mate! ¡No me mate, señor Aguglia!
O sea que el usurero, el que lo llamaba para transmitirle las órdenes, era don Pepè Aguglia, el conocido empresario de la construcción. No había hecho falta pinchar ningún teléfono para averiguarlo. Marzilla, con la frente apoyada en el suelo, permanecía acurrucado, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando oyó que se acercaban a él, se acurrucó todavía más, sin poder reprimir los sollozos.
—Mírame, cabrón.
—¡No, no!
—¡Mírame! —repitió Montalbano, propinándole tal puntapié en las costillas que el cuerpo de Marzilla se elevó un instante en el aire y cayó boca arriba. Pero seguía manteniendo los ojos desesperadamente cerrados.
—Soy Montalbano. ¡Mírame!
Marzilla tardó un poco en comprender que la persona que tenía delante no era don Pepè Aguglia, sino el comisario. Se incorporó, manteniendo una mano apoyada en el suelo. Debía de haberse mordido la lengua, pues le salía un hilillo de sangre de la boca. El hedor era insoportable. No sólo se había meado, sino también cagado.
—Ah... ¿Es usía? ¿Por qué me ha seguido? —preguntó Marzilla, sorprendido.
—¿Yo? —dijo Montalbano, inocente como un corderito—. Ha habido un malentendido. ¡Yo quería que te detuvieras, pero tú en cambio te has puesto a correr! Y entonces he pensado que te llevabas algo raro entre manos.
—¿Qué... qué quiere de mí?
—Dime en qué lengua hablaban los dos que has llevado al chalet.
—En árabe, creo.
—¿Quién te indicaba el trayecto que tenías que seguir?
—Uno de ellos, siempre el mismo.
—¿Daba la impresión de que conocía la zona?
—Sí, señor.
—¿Podrías describírmelos?
—Sólo a uno, el que me hablaba. Estaba completamente desdentado.
Por consiguiente, había llegado Jamil Zarzis, el lugarteniente de Gafsa.
—¿Llevas móvil?
—Sí, señor. Está en el asiento del coche.