Por lo visto, entabla excelentes relaciones con la mafia albanesa y se dedica al negocio de la inmigración clandestina. ¿Cómo? ¿Bajo qué disfraz? No se sabe.
La mañana del 11 de marzo del año pasado un pastor de Cosenza que lleva su rebaño a pastar descubre sobre las vías del tren el cuerpo destrozado de un hombre. Una desgracia, el pobre ha resbalado y no ha podido evitar ser arrollado por el tren, que en ese momento pasaba por allí. Está tan desfigurado que sólo es posible identificarlo a través de los documentos que lleva en la cartera y por una alianza matrimonial. Es enterrado en el cementerio de Cosenza. Al cabo de unos meses, Errera vuelve a aparecer en Spigonella. Sólo que ahora se hace llamar Ernesto Lococo, es viudo y ex capitán de petroleros. Lleva una vida aparentemente solitaria, aunque mantiene frecuentes contactos telefónicos o por radio. Un mal día alguien lo ahoga y deja que su cuerpo se descomponga. Después lo arroja al mar y el cadáver, navega que te navega, acaba topándose precisamente con él.
Primera pregunta: ¿qué coño había ido a hacer en Spigonella el señor Errera, después de haberse hecho pasar oficialmente por muerto? Segunda pregunta: ¿quién y por qué lo había convertido, no ya oficial, sino realmente, en cadáver?
Ya era hora de despertar a Ingrid. Entró en el dormitorio. La sueca se había desnudado y se había deslizado bajo la sábana. Dormía como un tronco. A Montalbano le faltó el valor. Fue al cuarto de baño y después se deslizó él también, y despacito, bajo la sábana. Enseguida percibió en las ventanas de la nariz el perfume de albaricoque de la piel de Ingrid, tan intenso que incluso sintió un ligero mareo. Cerró los ojos. Ingrid se movió en sueños, estiró una pierna y apoyó la pantorrilla sobre la de Montalbano. Al poco, la sueca se colocó mejor: ahora le apoyaba toda la pierna encima y lo mantenía prisionero. Le vinieron a la mente unas palabras que había pronunciado en su adolescencia durante una representación teatral de aficionados: «Hay... ciertos albaricoques muy buenos... se abren por la mitad, se comprimen con los dedos a lo largo... como dos jugosos labios».
Empapado en sudor, el comisario contó hasta diez y después, con una serie de movimientos casi imperceptibles, se libró de la presa, se levantó de la cama y, soltando palabrotas, se fue a tumbar en el sofá.
¡Qué demonios! ¡Ni san Antonio habría podido resistirse!
Se despertó completamente dolorido; desde hacía un tiempo, dormir en el sofá equivalía a levantarse a la mañana siguiente con los huesos molidos. Sobre la mesa del comedor había una nota de Ingrid.
Duermes como un angelito y, para no despertarte, me voy a duchar a mi casa. Un beso. Ingrid. Llámame.
Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono. Consultó el reloj: aún no eran las ocho.
—
Dottore
, necesito verlo.
No reconoció la voz.
—Pero ¿quién eres?
—Marzilla,
dottore
.
—Ven a la comisaría.
—No, señor, a la comisaría no. Podrían verme. Voy a su casa, ahora que está solo.
¿Y cómo sabía que antes estaba en compañía y ahora estaba solo? ¿Es que lo estaba espiando, escondido en las inmediaciones de su casa?
—Pero ¿dónde estás?
—En Marinella,
dottore
. Justo al otro lado de su puerta. He visto salir a la mujer y lo he llamado.
—Te abro dentro de un minuto.
Se lavó rápidamente la cara y fue a abrir. Marzilla estaba pegado a la puerta como si se estuviera refugiando de una lluvia inexistente y entró esquivando al comisario. A su paso, una vaharada de sudor rancio golpeó las ventanas de la nariz de Montalbano. Marzilla, de pie en el centro de la sala, respiraba afanosamente, como si hubiera efectuado una larga carrera. Tenía la cara amarillenta, los ojos atemorizados y el pelo en punta.
—Estoy muerto de miedo,
dottore
.
—¿Habrá un desembarco?
—Más de uno simultáneamente.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana por la noche.
—¿Dónde?
—No lo sé. Sólo me han dicho que será una cosa muy gorda y que a mí no me concierne.
—Entonces, ¿por qué tienes miedo? Tú no tienes nada que ver...
—Porque la persona que usted sabe me ha dicho que ponga cualquier excusa en el trabajo porque hoy tengo que estar a su disposición.
—¿Te ha dicho para qué?
—Sí, señor. Esta noche a las diez y media me dejarán un coche muy rápido delante de mi casa. Tengo que ir a un sitio muy cerca de cabo Russello para recoger a unas personas y llevarlas a un lugar que una de ellas me dirá.
—O sea, que aún no sabes adónde tienes que llevarlas.
—No, señor, me lo dirá cuando me dejen el coche.
—¿A qué hora has recibido la llamada?
—Esta mañana, un poco antes de las seis.
Dottore
, debe creerme, he intentado negarme. Le he dicho que nuestro trato era que yo intervendría siempre con la ambulancia... Pero no ha habido manera. Me ha dejado bien claro que, si no obedezco o algo va mal, me matará.
Y rompió a llorar, dejándose caer en una silla. Un llanto que a Montalbano le pareció obsceno, insoportable. Aquel hombre era una mierda. Una mierda temblorosa como un flan. Tenía que aguantarse las ganas de echársele encima y convertirle la cara en un sanguinolento amasijo de piel, carne y huesos.
—¿Qué debo hacer,
dottore
? ¿Qué debo hacer?
El miedo hacía que le saliera una voz de gallito estrangulado.
—Exactamente lo que te han pedido. Pero, en cuanto te dejen el coche en la puerta de casa, me llamas y me dices la marca, el color y, a ser posible, el número de la matrícula. Y ahora quítate de mi vista. Cuanto más lloras, más ganas me entran de romperte las encías a patadas.
Jamás, ni aunque estuviera moribundo delante de él, le perdonaría la inyección al chiquillo en el interior de la ambulancia. Marzilla se levantó de golpe, aterrorizado, y corrió hacia la puerta.
—Espera. Primero explícame el lugar exacto de la reunión.
Marzilla se lo explicó. Montalbano no lo entendió muy bien, pero como Catarella le había dicho en una ocasión que un hermano suyo vivía por aquella zona, decidió que se lo preguntaría a él. Después Marzilla dijo:
—¿Y usía qué intención tiene?
—¿Yo? ¿Qué intención habría de tener? Tú esta noche, cuando termines, me llamas y me dices adónde has llevado a esas personas y qué pinta tienen.
Mientras se afeitaba, decidió no informar a nadie en la comisaría de lo que le había dicho Marzilla. En el fondo, la investigación del asesinato del pequeño inmigrante era enteramente personal, una cuenta pendiente que difícilmente conseguiría saldar. Sin embargo, necesitaba que le echaran una mano. Entre otras cosas, Marzilla le había dicho que dejarían delante de su casa un coche rápido. Lo que significaba que él, Montalbano, no podría hacer nada. Dadas sus escasas aptitudes como conductor, no conseguiría seguir a Marzilla. Se le ocurrió una idea, pero la descartó. Obstinada, la idea le volvió a la mente, pero él, con la misma obstinación, la volvió a descartar. La idea apareció por tercera vez mientras tomaba un último café antes de salir de casa. Y esta vez cedió.
—¿Dica? ¿Quién habla?
—Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora?
—Tú espera, yo ver.
—¡Salvo! ¿Qué hay?
—Vuelvo a necesitarte.
—¡Eres insaciable! ¿No has tenido suficiente con la noche que acabamos de pasar? —replicó maliciosamente Ingrid.
—No.
—Bueno, si de verdad no puedes resistir, voy ahora mismo.
—No hace falta que vengas ahora. ¿Podrías estar aquí, en Marinella, a las nueve y media de esta noche?
—Sí.
—Oye, ¿tienes otro coche?
—Puedo coger el de mi marido. ¿Por qué?
—El tuyo llama demasiado la atención. ¿El de tu marido es rápido?
—Sí.
—Hasta esta noche entonces. Gracias.
—Espera. ¿Con qué disfraz?
—No entiendo.
—Ayer fui a tu casa como testigo. ¿Y esta noche?
—Con disfraz de ayudante del sheriff. Ya te daré la estrella.
—¡
Dottori
, Marzilla no ha tilifoniado! —dijo Catarella, levantándose de un salto.
—Gracias, Catarella. Pero tú sigue atento, te lo ruego. ¿Quieres decirles al
dottor
Augello y a Fazio que vengan?
Como había decidido, sólo les hablaría del desarrollo de los acontecimientos relativos al asunto del muerto nadador. El primero en entrar fue Mimì.
—¿Cómo está Beba?
—Mejor. Finalmente esta noche hemos podido dormir un poco.
A continuación se presentó Fazio.
—Tengo que comunicaros que, por pura casualidad, he conseguido dar una identidad al ahogado —dijo el comisario—. Para ello fue muy importante tu descubrimiento, Fazio, de que en los últimos tiempos había sido visto en Spigonella. Efectivamente, vivía allí. Había alquilado el chalet de la gran terraza sobre el mar. ¿Lo recuerdas?
—¡Cómo no!
—Era capitán de un petrolero y se hacía llamar Ernesto Lococo, Ninì para los amigos.
—¿Cuál era su verdadero nombre? —preguntó Augello.
—Ernesto Errera.
—¡Virgen santísima! —exclamó Fazio.
—¿Como el de Cosenza? —siguió preguntando Mimì.
—Exactamente. Eran la misma persona. Lo siento por ti, Mimì, pero tenía razón Catarella.
—Me gustaría saber cómo has llegado a esa conclusión —lo apremió implacable Augello.
Estaba claro que no acababa de convencerse.
—No he llegado yo, sino mi amiga Ingrid.
Y les contó toda la historia. Cuando terminó de hablar, Mimì se sujetó la cabeza entre las manos, meneándola de vez en cuando.
—Jesús, Jesús —decía a media voz.
—¿Por qué te sorprendes tanto, Mimì?
—No, no es eso, lo que me sorprende es que, mientras nosotros nos rompíamos los cuernos, haya sido Catarella quien haya llegado desde hace tiempo a esta misma conclusión.
—¡Eso quiere decir que jamás has comprendido quién es Catarella! —dijo el comisario.
—Pues no. ¿Quién es?
—Catarella es un niño dentro del cuerpo de un hombre. Por eso razona con la mente de un niño, de un chiquillo de siete años...
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Con eso quiero decir que Catarella tiene la fantasía, las ocurrencias y las salidas de un niño. Y, como tal, dice lo que piensa sin el menor reparo. Y a menudo acierta. Porque la realidad que vemos los adultos es distinta de la que ven los niños.
—En resumen, ¿qué hacemos ahora? —terció Fazio.
—Eso mismo quería preguntaros yo a vosotros —dijo Montalbano.
—
Dottore
, si el
dottore
Augello me lo permite, tomo la palabra. Quiero decir que el asunto no es tan sencillo. Hoy por hoy este hombre, Lococo o Errera, no importa, no consta oficialmente en ninguna parte como víctima de asesinato, ni en la Jefatura Superior ni en la Fiscalía, sino como alguien que se ahogó fortuitamente. Por eso me pregunto: ¿con qué pretexto abrimos un expediente y proseguimos las investigaciones?
El comisario lo pensó un poco.
—Hagamos lo de la llamada anónima —dijo al final.
Augello y Fazio lo miraron con expresión inquisitiva.
—Funciona siempre. Lo he hecho otras veces, estad tranquilos.
Sacó del sobre la fotografía de Errera con bigote y se la extendió a Fazio.
—Llévala enseguida a Retelibera y se la entregas en mano a Nicolò Zito. Dile de mi parte que necesito que emita un llamamiento urgente en el telediario de este mediodía. Tiene que decir que los familiares de Ernesto Lococo están desesperados porque no tienen noticias suyas desde hace dos meses. Vamos, lárgate ya.
Sin decir ni pío, Fazio se levantó y se retiró. Montalbano estudió detenidamente a Mimì, como si en ese momento hubiera descubierto su presencia. Augello, que conocía aquella mirada, se removió molesto en la silla.
—Salvo, ¿qué coño se te está pasando por la cabeza?
—¿Cómo está Beba?
Mimì lo miró perplejo.
—Ya me lo has preguntado, Salvo. Está mejor.
—Por consiguiente, está en condiciones de efectuar una llamada.
—Por supuesto. ¿A quién?
—Al fiscal Tommaseo.
—¿Y qué tiene que decirle?
—Deberá interpretar una escena. Media hora después de que Zito haya mostrado la fotografía en la televisión, Beba tiene que efectuar una llamada anónima al
dottor
Tommaseo y decirle, en tono histérico, que ella ha visto a aquel hombre, que lo ha reconocido perfectamente, sin lugar a dudas.
—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó molesto Mimì, a quien el hecho de meter a Beba en el asunto no le hacía la menor gracia.
—Mira, tiene que decirle que hace cosa de un par de meses vio a ese hombre en Spigonella. Dos hombres lo estaban moliendo a golpes. En determinado momento consiguió librarse y se dirigió hacia el coche en el que estaba Beba, pero los otros volvieron a cogerlo y se lo llevaron.
—¿Y qué hacía Beba en ese coche?
—Estaba haciendo guarradas con uno.
—¡Venga, hombre! ¡Eso Beba jamás lo dirá! ¡Y a mí tampoco me hace ninguna gracia!
—¡Sin embargo, es fundamental! Tú ya sabes cómo es Tommaseo, ¿no? Las historias de sexo le encantan. Éste es el anzuelo apropiado para él, verás como pica. Es más, si Beba pudiera inventarse algún detalle escabroso...
—¿Pero es que te has vuelto loco?
—Alguna cochinadita...
—¡Salvo, tienes una mente enferma!
—Pero ¿por qué te enfadas? Yo quería decir... no sé, cualquier bobada; por ejemplo, que, como estaban desnudos, no pudieron intervenir...
—Bueno. ¿Y después?
—Después, cuando te llame Tommaseo, tú...
—Perdona, ¿por qué dices que Tommaseo me va a llamar a mí y no a ti?
—Porque esta tarde yo no estaré. Debes decirle que nosotros ya estamos siguiendo una pista, porque habíamos recibido la denuncia de la desaparición, y que necesitamos una orden de registro en blanco.
—¡¿En blanco?!
—Sí, señor, porque yo sé dónde está ese chalet de Spigonella, pero no a quién pertenece ni si vive alguien en él. ¿He hablado claro?
—Clarísimo —dijo Mimì en tono malhumorado.
—Ah, otra cosa, que te den también autorización para interceptar las llamadas que haga o reciba Gaetano Marzilla, domiciliado en Via Francesco Crispi dieciocho, Montelusa. Cuanto antes podamos escuchar sus conversaciones, mejor.