Authors: Nick Hornby
—Perdona, ¿cómo dices?
—Que iré contigo si mi madre también va. Y no tiene dinero, así que habrá que ir a un sitio barato, a menos que estés dispuesto a invitarnos.
—Bien. Bueno, Marcus, di lo que ibas a decir, no te andes por las ramas.
—No sé cómo explicarlo. Estamos sin blanca. Tú no. Así que eres tú quien paga.
—Estupendo, no hay problema. Era una broma.
—Ah. No me había dado cuenta.
—No. Escucha, conmigo no corres ningún peligro, ¿sabes? Pensé que estaríamos mejor a solas tú y yo.
—¿Por qué?
—¿Qué tal si dejamos descansar a tu madre?
—Sí, bueno...
De pronto, aunque tarde, Will lo entendió. Dejar descansar a su madre: eso era lo que habían hecho el fin de semana anterior, y ella había dedicado su día de descanso a tragarse el contenido de un frasco de pastillas para ir luego a que le hicieran un lavado de estómago.
—Perdona, Marcus. No he estado muy fino.
—Sí.
—Claro que podéis venir tu madre y tú. Me parece bien.
—Tampoco tenemos coche. Habrá que ir en el tuyo.
—Perfecto.
—Puedes traer a tu hijito si quieres.
Will se echó a reír.
—Gracias.
—No hay por qué —dijo Marcus con generosidad—. Es lo mínimo.
El sarcasmo, según empezaba a comprender Will, era un lenguaje que a Marcus le resultaba desconcertante, y eso, por lo que a él se refería, lo convertía en algo irresistible.
—El sábado vuelve a quedarse con su madre.
—Bien. Puedes venir a eso de las doce y media o así. ¿Te acuerdas de dónde vivimos? El 31 de Craysfield Road, apartamento número 2, Islington, Londres N1 2SF —Inglaterra, el mundo, el universo.
—Sí —dijo Marcus sin pensar: una simple confirmación para un simplón.
—Bien. Pues entonces, hasta el sábado.
Por la tarde, Will fue a Mothercare a comprar una sillita de niño para el coche. No tenía la menor intención de llenar su piso de sillitas altas, parques y cunas, pero pensó que si se disponía a llevar gente de un lado a otro los fines de semana, al menos debería hacer alguna concesión a la realidad de Ned.
—Es sexista, ¿sabe? —le dijo a la dependienta con aire de suficiencia.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Me refiero a los «cuidados maternales» a que alude el nombre de la tienda. ¿Qué me dice de los padres? Ella sonrió cortésmente. —Fathercare
[3]
—añadió él, por si acaso aún no lo había captado.
—Es usted la primera persona que lo dice.
—¿De veras?
—No —respondió ella, y se echó a reír. Will se sintió como si fuera Marcus— En fin, dígame. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Busco una sillita de niño para el coche.
—Ah.
Estaban en la sección de accesorios para el automóvil.
—¿Y qué marca desea?
—No lo sé. Cualquiera. La más barata. —Will rió—. ¿Cuál es la que más se lleva?
—Ésta. Desde luego, no es la más barata. A la gente le preocupa la seguridad de sus hijos.
—Ah, sí. —Will dejó de reír. La seguridad era un asunto muy serio—. No tiene ningún sentido ahorrarse unas cuantas libras si el crío termina estampándose contra el parabrisas, ¿verdad?
Al final, y tal vez a modo de compensación por su anterior falta de sensibilidad, compró la sillita más cara que había en la tienda, un armatoste enorme, acolchado, azul eléctrico, que daba la impresión de que duraría hasta que Ned se convirtiese en padre.
—Le encantará —dijo a la dependienta al tiempo que le devolvía su tarjeta de crédito.
—Ahora tiene muy buena pinta, pero ya verá como la pone dentro de nada con las galletas y los biberones y todo lo demás.
Will no se había parado a pensar en las galletas y los biberones y todo lo demás, así que por el camino de regreso a su casa paró a comprar unas galletas de chocolate y un par de bolsas de patatas fritas con sabor a queso y cebolla; lo estrujó todo a fondo y esparció las migas por encima de su nueva adquisición.
[3]
Literalmente, «cuidado paternal».
Contrariamente a lo que le había dicho a Will, a Marcus en realidad no le habría molestado dejar sola a su madre. Sabía que si le daba por intentar otra vez algo parecido, al menos tendría que pasar algún tiempo, ya que por el momento se encontraba extrañamente tranquila, muy distinta de cómo estaba antes. Sin embargo, decirle a Will que deseaba que su madre también fuese con ellos había sido una manera de hacer que ella y Will estuvieran juntos, y después de eso calculó que no sería difícil. Su madre era guapa y Will parecía un tipo adinerado; los dos podrían irse a vivir con Will y su chiquillo, y entonces serían cuatro. Cuatro es el doble de bueno que dos, se dijo. Y a lo mejor, si así lo querían, también tendrían un hijo juntos. Su madre todavía no era demasiado vieja. Tenía treinta y ocho. Con treinta y ocho aún se estaba en condiciones de tener un hijo. Y así serían cinco, y entonces no importaría gran cosa que uno muriese. Bueno, claro que importaría, desde luego que importaría, pero por lo menos no se quedaría ninguno, ni su madre ni él, ni Will ni su hijito, completamente solo. Marcus aún no tenía muy claro que Will le cayese bien, pero eso no tenía mayor importancia. Se había dado cuenta de que no se trataba de un mal tipo: no bebía, no era violento, así que tendría que arreglarse con él.
Tampoco era que no supiese nada de Will, porque algo sabía: Marcus no había perdido su ocasión de calarlo. Una tarde, a la vuelta del colegio, lo había visto de compras y lo había seguido hasta su casa como si fuera un detective privado. Cierto que no había descubierto gran cosa acerca de él, aparte del lugar donde vivía y de las tiendas que frecuentaba, pero parecía estar solo: no tenía novia, no tenía mujer, ni siquiera parecía que tuviese un hijo pequeño, a menos que éste estuviera en su casa con su novia, lo que también era probable, aunque, si tenía novia, ¿por qué había intentado ligar con Suzie?
—¿A qué hora dijiste que vendría ese tío? —le preguntó su madre. Estaban los dos haciendo la limpieza de la casa y escuchando
Exodus
, de Bob Marley.
—Dentro de diez minutos. Te piensas cambiar de ropa, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Porque estás hecha una pena, y nos llevará a Planet Hollywood a almorzar. —Will todavía no tenía ni idea del plan, pero no le importaría, seguro que no.
Ella se quedó mirándolo.
—¿Por qué te fastidia cómo voy vestida?
—Es que iremos a Planet Hollywood...
—¿Y qué?
—Pues que no creo que te apetezca estar allí con esa pinta de saco de patatas, no sea que te vea alguno de ellos.
—¿No sea que me vea quién?
—Pues Bruce Willis o alguno de ellos.
—Marcus, ninguno de ellos estará allí, y tú lo sabes.
—Mentira. Están allí a todas horas, a menos que se encuentren trabajando. E incluso intentan que el rodaje de sus películas sea en Londres, para de ese modo ir a comer allí.
Fiona se echó a reír.
—¿Quién te lo ha dicho?
Se lo había dicho Sam Lovell, un chico de su antiguo colegio. De pronto cayó en la cuenta de que Sam Lovell le había dicho alguna otra cosa que resultó no ser verdad: que Michael Jackson y Janet Jackson eran la misma persona, y que el señor Harrison, el profesor de francés, había sido uno de los Beatles.
—Pues lo sabe todo el mundo.
—¿De veras quieres ir allí, aunque no vayas a ver a ninguna de las estrellas?
La verdad era que no, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.
—Sí, claro.
Su madre se encogió de hombros y fue a cambiarse de ropa.
Will entró en el piso antes de que se pusieran en marcha. Se presentó, lo cual a Marcus le pareció una solemne tontería, ya que todos sabían quién era cada cual.
—Hola, soy Will —dijo—. Hemos... Bueno, yo...
Sin duda, no se le ocurrió una manera mínimamente atenta de decir que la había visto antes, sólo que hecha un guiñapo y tendida a medias entre el sofá y un charco de su propio vómito, y menos que eso había ocurrido la semana anterior, así que se calló y sonrió.
—Yo soy Fiona.
Para Marcus su madre estaba espléndida. Llevaba sus mejores pantalones ceñidos y un jersey muy holgado y peludo, y se había puesto maquillaje por primera vez desde que había salido del hospital, así como unos bonitos pendientes largos que alguien le había enviado desde Zimbabue—. Gracias por todo lo que hiciste el fin de semana pasado. De veras te estoy agradecida.
—Fue un placer. Espero que te sientas... Espero que hayas...
—Tengo el estómago en perfectas condiciones. Supongo que todavía debo de estar un poco ida, claro. Esas porquerías no se digieren tan deprisa, ya se ve.
Will pareció quedarse de piedra, pero ella se echó a reír. Marcus detestaba que gastara esas bromas a personas a las que apenas conocía de nada.
—¿Has decidido adonde quieres que vayamos, joven Marcus?
—A Planet Hollywood.
—Ah, ya. ¿De veras?
—Sí. Me han dicho que es una maravilla.
—¿En serio? Entonces, está claro que no leemos las mismas críticas de gastronomía.
—No me he enterado por una crítica de gastronomía. Me lo dijo Sam Lovell, un chico de mi antiguo colegio.
—Ah, bueno. En ese caso... ¿Vamos?
Will abrió la puerta y dejó pasar a Fiona. Marcus no estaba muy seguro de qué se podía esperar, pero algo le decía que aquello iba a salir bien.
No irían en coche sino en autobús, porque Will comentó que Planet Hollywood estaba en Leicester Square y allí sería imposible aparcar. De camino a la parada, Will les enseñó su coche.
—Ése es el mío, el que lleva la sillita para el niño en el asiento de detrás. Fijaos qué desastre.
—Vaya —dijo Fiona.
—Jo —dijo Marcus.
No se les ocurrió mucho más que decir, de modo que siguieron caminando.
Había muchísima gente delante del Planet Hollywood, aguardando para entrar. Y estaba lloviendo. En toda la cola, eran los únicos que hablaban inglés.
—Marcus, ¿estás seguro de que es justo aquí adonde quieres ir? —le preguntó su madre.
—Sí. ¿Adonde íbamos a ir, si no?
Marcus, sin embargo, estaba dispuesto a aceptar la primera propuesta decente que le presentaran. No le hacía ninguna gracia estar en la cola con un montón de franceses e italianos.
—Hay un Pizza Express a la vuelta de la esquina —sugirió Will.
—No, gracias.
—Pero si a ti siempre te apetece comer pizza —apuntó su madre.
—No es cierto. —En realidad, lo era, pero la pizza le pareció un plato demasiado barato para la ocasión.
Siguieron en silencio en la cola. A ese paso, nadie iba a casarse con nadie. Llovía demasiado, era horrible.
—Dime por qué quieres ir a Planet Hollywood y veré si se me ocurre algún otro sitio parecido —dijo Will.
—No lo sé. Porque es famoso. Y porque sirven la comida que me gusta, patatas fritas y todo eso.
—Entonces, si se me ocurre otro sitio famoso donde sirvan patatas fritas, ¿podemos ir?
—Sí, pero tiene que ser famoso a mi estilo, no al tuyo.
—Y eso ¿qué significa?
—Que tiene que ser famoso, pero para niños. No me digas que es famoso si es un sitio del que yo nunca he oído hablar, porque entonces estará claro que no lo es.
—Así que si te propongo, por ejemplo, el 28, seguro que no quieres ir.
—No. No es famoso. Nunca he oído hablar de un lugar que se llame así.
—Pero los famosos lo frecuentan.
—Por ejemplo, ¿quiénes?
—Actores y esa clase de gente.
—¿Qué actores?
—Yo creo que todos han ido a almorzar al 28 en alguna ocasión, pero no suelen anunciarlo por ahí. Seré sincero contigo, Marcus. Puede que entremos y nos tropecemos con Tom Cruise y Nicole Kidman. Y puede que no veamos a nadie, pero es un sitio donde hacen unas patatas fritas estupendas. Y aquí en cambio estaremos una hora en la cola, empapándonos bajo la lluvia, para no ver a nadie que valga la pena. Te lo garantizo.
—Bien, de acuerdo.
—¿En serio? —Sí.
—Buen chico.
Al 28 no había ido jamás ningún famoso. Era agradable y las patatas fritas estaban muy buenas, pero se trataba de un lugar normal y corriente. No tenía nada colgado de las paredes, como la cazadora de Clint Eastwood o la máscara que Michael Keaton llevó en
Batman
. Ni siquiera tenía fotografías firmadas por alguna estrella. El restaurante indio que había cerca de su casa, el que hacía repartos a domicilio, no era famoso en absoluto, pero aun así tenía una fotografía firmada de un futbolista que había jugado en el Arsenal hacía un montón de años. Tampoco le importó demasiado. Lo principal era que estaban sentados en un sitio seco, y que Will y su madre podían ponerse a charlar.
Al principio les hizo falta algo de ayuda. Nadie dijo nada hasta que vino el camarero a tomar el pedido.
—Tortilla de champiñones y patatas fritas, por favor. Y una Coca-Cola —dijo Marcus.
—Yo tomaré emperador a la plancha. Sin guarnición, sólo una ensalada —dijo Will.
A Fiona le costó bastante trabajo decidirse.
—¿Por qué no pides emperador a la plancha? —dijo Marcus. —Mmm...
Trató de que su madre se fijara en él desde el otro lado de la mesa, pero sin que Will se diera cuenta. Le hizo señas, e incluso tosió con fuerza.
—¿Te encuentras bien, corazón?
Se le había ocurrido que sería una buena idea que su madre pidiera el mismo plato que Will. No sabía muy bien por qué. Un filete de emperador a la plancha no constituía un gran tema de conversación, pero quizás de ese modo se dieran cuenta de que tenían algo en común, de que al menos a veces pensaban del mismo modo. Aunque no fuera verdad.
—Somos vegetarianos —explicó Marcus—, pero a veces comemos pescado.
—Lo que significa que en realidad no somos vegetarianos.
—Es cierto que no comemos pescado muy a menudo. A veces, pescado frito con patatas en un puesto de la calle, pero en casa nunca lo cocinamos, ¿verdad?
—No muy a menudo.
—Nunca.
—Oh, no me pongas en evidencia.
Marcus no entendió que por decir que nunca cocinaba pescado en casa la hubiera puesto en evidencia. ¿Acaso a los hombres no les gustaban las mujeres que no cocinaban pescado? ¿Por qué? Y eso era justamente lo último que hubiera querido hacer.
—De acuerdo —dijo—. Nunca, no. Sólo a veces.