Authors: Nick Hornby
Marcus se había servido una galleta y estaba sentado en el sofá viendo la tele. Tenía la misma pinta de siempre, absorto en la contemplación del programa, con la galleta en la mano, cerca de la boca; no daba la menor muestra de inquietud después de lo ocurrido. Si ese chico, el que estaba sentado en el sofá viendo
Countdown
, había sido objeto de abusos, debía de haber ocurrido muchísimo antes, y desde entonces había tenido tiempo de sobra para olvidarlo.
—Bueno, ¿quiénes eran esos dos?
—¿Quiénes?
—¿Quiénes? Pues esos dos tíos que trataban de incrustarte los caramelos en el cráneo.
—Ah, ya —dijo Marcus sin apartar los ojos de la pantalla—. No sé cómo se llaman. Son de noveno.
—¿Y no sabes cómo se llaman?
—No. Después del colegio se pusieron a seguirme, así que pensé que era mejor no ir a casa, para que no supiesen dónde vivo. Se me ocurrió que lo mejor sería venir aquí.
—Vaya, pues muchas gracias.
—No era su intención arrojarte esos caramelos. Venían por mí.
—Oye, ¿y esto suele ocurrirte con frecuencia?
—No, nunca me habían tirado caramelos hasta hoy. Hasta ahora, vaya.
—No te hablo de los caramelos. Te hablo... de que haya chicos mayores que tú decididos a matarte.
Marcus volvió la mirada hacia él.
—Sí. Ya te lo había dicho.
—Pero no me lo habías pintado tan dramático como parece ser.
—¿Qué quieres decir?
—Me dijiste que había un par de chavales que te estaban haciendo la vida imposible, pero no que hay chicos a los que ni siquiera conoces y que te siguen y te arrojan cosas.
—Hasta ahora no lo habían hecho —repuso Marcus con paciencia—. Es algo que se les acaba de ocurrir.
Will estaba a punto de perder los estribos. Si hubiera tenido caramelos a mano, habría empezado a tirárselos a la cabeza.
—Marcus, por lo que más quieras. No te hablo de los putos caramelos. ¿O es que siempre entiendes de forma literal todo lo que se te dice? Comprendo que eso es algo que no habían hecho antes, pero llevan una eternidad haciéndotelo pasar fatal.
—Ah, sí. Pero no esos dos.
—De acuerdo, no esos dos. Otros como ellos.
—Sí. Montones.
—Estupendo. Eso es lo que trataba de averiguar.
—Pues haberlo preguntado.
Will fue a la cocina y puso la tetera al fuego, aunque sólo fuera por hacer algo que le impidiese terminar con los huesos en la cárcel. Sin embargo, no iba a dejar el asunto así como así.
—Bueno. ¿Y qué piensas hacer?
—¿Qué quieres decir?
—¿Durante cuántos años más piensas dejar que esta situación siga así?
—Eres como los profesores del colegio.
—¿Por qué? ¿Qué te dicen?
—Pues ya sabes: «No te pongas a tiro.» O sea, yo procuro no ponerme a tiro.
—Pero eso debe de hacerte muy infeliz.
—Supongo que sí. Ni siquiera pienso en ello. Es lo mismo que cuando me rompí la muñeca al caerme de aquella torre para escalar.
—Me acabo de perder, no te sigo.
—Traté de no pensar en ello. Fue algo que sucedió, yo querría que no hubiera sucedido, pero la vida es así, ¿no?
A veces, Marcus daba la impresión de tener cien años de edad, y eso a Will le rompía el corazón.
—Pero es que la vida no tiene por qué ser así, ¿no te parece?
—No lo sé —respondió Marcus—. Dímelo tú. Yo no he hecho nada. Acabo de empezar en un colegio nuevo y me he encontrado con todo esto sin saber por qué.
—¿Y qué me dices de tu anterior colegio?
—Aquello era diferente. No existían dos chicos iguales entre sí. Los había listos, tarugos, modernos, raros... Aquí me siento diferente.
—No puede haber en éste distintas clases de chicos. Los niños son como son.
—Entonces, ¿dónde están los raros, eh?
—Quizás empiecen siendo raros y con el tiempo entiendan de qué va la cosa y cambien de actitud. También es posible que sigan siendo raros, sólo que tú no lo notas. El problema está en que esos chicos sí se fijan en ti. Tú llamas la atención por tu manera de ser.
—¿Así que es preferible que me haga invisible? —Marcus se mofó de la magnitud de la tarea—. ¿Y cómo lo hago? ¿Tú no tendrás en la cocina una máquina para hacerse invisible, eh?
—No tienes que hacerte invisible. Te basta con disfrazarte.
—¿Cómo, con un bigote postizo y todo lo demás?
—Eso es, con un bigote postizo. Seguro que nadie se fijaría en un chico de doce años con bigote, ¿a que no?
Marcus lo miró de arriba abajo.
—Estás de broma. Todo el mundo se fijaría. Yo sería el único chico del colegio con bigote.
Will se había olvidado del detalle del sarcasmo.
—De acuerdo, no es un bigote lo que necesitas. ¿Y si llevaras la misma ropa y el mismo corte de pelo y las mismas gafas que todos los demás? Por dentro, puedes ser tan raro como te dé la gana. Te basta con hacer algo con tu aspecto exterior.
Empezaron por los pies. Marcus calzaba esa clase de zapatos que Will estaba seguro de que ya no se fabricaban, un tipo de calzado cuya única ambición visible era la de llevar a su dueño por los pasillos del colegio sin que el director reparara en él.
—¿A ti te gustan esos zapatos? —le preguntó Will cuando iban caminando por Holloway Road para echar un vistazo a un par de tiendas de calzado deportivo.
Marcus se miró los pies en medio de las primeras sombras de la tarde, y de inmediato chocó contra una voluminosa mujer que llevaba varias bolsas de supermercado llenas a reventar.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si te gustan.
—Son mis zapatos de ir al colegio. No se supone que tengan que gustarme.
—Si te tomaras la molestia, todo lo que llevas llegaría a gustarte.
—¿A ti te gusta cómo vas vestido?
—Yo no me pongo nada que no me guste.
—¿Y qué haces con las prendas que no te gustan?
—No me las compro, así de fácil.
—Ya, pero eso es porque no tienes madre. Lamento decírtelo, pero no la tienes.
—No pasa nada. Ya me he hecho a la idea.
La tienda de ropa deportiva era grande y estaba repleta de gente; gracias a la iluminación, todo el mundo parecía un tanto enfermizo. Los tubos de neón tenían una tonalidad verdosa que no respetaba el color original de nadie.
Will se fijó en el reflejo de los dos en un espejo, y le asombró que con tanta facilidad parecieran padre e hijo. De alguna manera se había imaginado que podía pasar por el hermano mayor de Marcus, pero el reflejo ponía de relieve la edad de uno y la juventud del otro, las mejillas lisas y los dientes relucientes de Marcus frente a las patas de gallo y la barba de dos días de Will. Se enorgullecía de haber evitado por el momento el menor signo de calvicie, pero seguía teniendo menos pelo que Marcus, casi como si la vida misma se hubiese llevado buena parte de él.
—¿Cuáles te gustan?
—No tengo ni idea.
—Creo que tienen que ser Adidas.
—¿Por qué?
—Porque es la marca que llevan todos.
El calzado estaba expuesto por marcas. La sección de Adidas tenía más visitantes, mirones y compradores que ninguna otra.
—Son como las ovejas de un rebaño —dijo Marcus al acercarse—. Beee.
—¿De dónde has sacado eso?
—Es lo que dice mi madre cuando cree que la gente no tiene opiniones propias.
Will recordó de pronto que un chico de su antiguo colegio tenía una madre como Fiona, o no exactamente como ella, pues a Will le parecía que Fiona era una creación rabiosamente contemporánea, con sus discos de los años setenta, sus opiniones políticas de los ochenta y su bálsamo para los pies tan de los noventa, aunque sin duda en los sesenta había sido un equivalente de Fiona. La madre de Stephen Fullick tenía una espina clavada con la televisión, creía que ver televisión convertía a las personas en androides, y por eso no tenía televisor en su casa. «Has visto los
Thund...»
, le decía Will los lunes por la mañana, y enrojecía al recordar de pronto la situación, casi como si el televisor fuera un pariente recientemente fallecido. ¿Y de qué le había servido eso a Stephen Fullick? No era, al menos por lo que Will había llegado a saber, un poeta visionario ni un pintor primitivista; debía de estar empantanado en el despacho de algún abogado de provincias, como todos los chicos de su colegio. Había soportado años y años de pena sin un propósito concreto.
—Marcus, la idea general de esta expedición es que aprendas a convertirte en una oveja.
—¿Ah, sí?
—Pues claro. No quieres que se fijen en ti. No quieres ser diferente de los demás. Beee.
Will escogió un par de zapatillas de baloncesto, Adidas, que parecían estupendas, modernas, aunque relativamente poco vistosas.
—¿Qué te parecen?
—Pues que valen sesenta libras.
—No te fijes en el precio. ¿Qué te parecen?
—De acuerdo, bien.
Will le pidió a un dependiente que trajera el número adecuado, y Marcus se paseó por la tienda con las deportivas puestas. Se miró en el espejo y procuró reprimir una sonrisa.
—Te parece que estás cojonudo, ¿no? —dijo Will.
—Sí, sólo que... Sólo que ahora todo lo demás parece un error.
—Pues la próxima vez trataremos de que todo lo demás vaya de acuerdo con las deportivas.
Marcus se fue de ahí directamente a casa, con las deportivas metidas en la mochila del colegio; Will volvió caminando, resplandeciente, bañado por la luz de su propia munificencia. ¡Así que eso era lo que uno sentía al tener un subidón natural! No recordaba haber sentido jamás nada semejante, estar tan en paz consigo mismo y con el mundo, tan convencido de su propia valía. ¡Por increíble que fuera, sólo le había costado sesenta libras! ¿Cuánto habría tenido que pagar por un subidón antinatural de magnitud parecida? (Seguramente unas veinticinco libras, aunque los subidones antinaturales eran de calidad indiscutiblemente inferior.)
Había hecho de un chico infeliz una persona provisionalmente feliz, y no se había jugado nada en ello. Ni siquiera aspiraba a acostarse con la madre del muchacho.
Al día siguiente, Marcus apareció en casa de Will con los ojos llorosos y un par de calcetines negros y empapados allí donde deberían haber estado las zapatillas de baloncesto Adidas. Se las habían robado, cómo no.
Marcus le habría contado a su madre de dónde habían salido las deportivas si ella se lo hubiera preguntado, lo que no hizo, pues ni siquiera advirtió que las llevaba puestas. De acuerdo, su madre no era precisamente la persona más observadora del mundo, pero las deportivas parecían tan grandes, tan blancas, tan peculiares y tan llamativas que Marcus tenía la impresión de que no llevaba un par de botas de baloncesto, sino dos seres vivos, dos conejos tal vez. En cambio, sí reparó en que habían desaparecido. Qué típico de ella. No se había fijado en los conejos, algo que uno jamás se pondría en los pies, pero sí notó la presencia de los calcetines precisamente allí donde debían estar.
—¿Dónde están tus zapatos? —le preguntó a voz en cuello al llegar a casa. (Will lo había llevado en su coche, pero era noviembre y la calle estaba mojada. Durante el corto trayecto desde la acera al portal y por las escaleras se le habían vuelto a empapar los calcetines.)
Marcus se miró los pies y por un instante no dijo nada; jugueteó incluso con la idea de mostrarse sorprendido y responder que no sabía nada, pero en el acto comprendió que no le creería.
—Me los han robado —contestó finalmente.
—¿Que te los han robado? ¿Y por qué iba alguien a robarte los zapatos?
—Porque... —Iba a tener que decirle la verdad, aunque el problema era que la verdad conduciría a otro buen montón de preguntas—. Porque eran estupendos.
—Eran unos mocasines negros de lo más normal y corriente.
—No. Eran unas deportivas nuevas; Adidas, además.
—¿Y de dónde sacaste tú unas Adidas nuevas?
—Me las compró Will.
—¿Will qué? ¿Te refieres al tío que nos invitó a almorzar?
—Sí, Will. El tío ese del SPAT. Se ha convertido en una especie de amigo mío.
—¿Que se ha convertido en una especie de amigo tuyo?
Marcus había acertado. Su madre tenía montones de preguntas que hacerle, sólo que su manera de formularlas era un tanto aburrida: se limitaba a repetir lo último que él había dicho, le añadía dos signos de interrogación, uno al principio y otro al final, y gritaba.
—Suelo ir a su casa después del colegio.
—¿QUE SUELES IR A SU CASA DESPUÉS DEL COLEGIO?
O, si no:
—Bueno, lo que pasa... es que... en realidad no tiene un hijo.
—¿QUE EN REALIDAD NO TIENE UN HIJO?
Y así sucesivamente. De todos modos, al final de la sesión de preguntas Marcus tenía un montón de problemas, aunque seguramente no eran tantos como los que iba a tener el propio Will.
Se puso sus viejos zapatos negros y entonces él y su madre fueron derechos al piso de Will. Fiona se puso como loca con éste en el instante mismo en que los invitó a pasar, y ya desde el principio, cuando la emprendió con él a causa de la historia del SPAT y su hijo imaginario, Will se mostró avergonzado y deseoso de pedir disculpas, aunque no encontró respuesta para ninguna de las preguntas que ella le hizo, una tras otra, a quemarropa, por lo que se quedó donde estaba, con la cabeza gacha. Sin embargo, a medida que ella siguió despotricando, también él empezó a enojarse.
—De acuerdo —dijo Fiona—. ¿Y qué demonios son esas meriendas que os montáis después del colegio? ¿Tú de qué vas?
—Perdona, ¿cómo dices?
—¿Por qué coño anda un adulto como tu con un chico de doce años, y encima un día tras otro?
Will la miró a la cara.
—¿Estás insinuando lo que yo creo que estás insinuando?
—Yo no insinúo nada.
—Pues me parece que no es verdad. Estás insinuando que yo he estado... enredando con tu hijo.
Marcus miró a Fiona. ¿Qué era realmente lo que estaba pensando? ¿Enredando?
—Sencillamente te pregunto por qué invitas a chicos de doce años a tu casa.
Will perdió los estribos. Se puso colorado y empezó a gritar.
—Ya veo que no tengo una puta elección, ¿no? Tu hijo viene todas las putas tardes a mi casa sin que nadie lo haya invitado. Unas veces huyendo de una banda de salvajes. Podría haberlo dejado fuera y que se las apañase solo, pero le he dejado entrar en casa velando por su seguridad. La próxima vez no pienso tomarme la puta molestia. Anda y que os den a los dos por ahí. Y ahora, si has terminado, lárgate.