Eso la molestó, quizá porque se había acercado demasiado a la verdad, aunque nunca lo admitiría ante él. Tampoco quería discutir. Debía ser práctica, y eso implicaba no tener en cuenta los sentimientos de ninguno de ellos.
Enlazó las manos decorosamente sobre su regazo e intentó dejar las cosas claras una vez más.
—No quería dar a entender que lo que ha habido entre nosotros ha sido un capricho insignificante, sino que no… —Su frente se llenó de arrugas mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Thomas, no es viable en términos prácticos. Ambos sabíamos que esto acabaría en algún momento.
—¿De veras? —Clavó en ella una mirada vacía—. De modo que esta relación te parece poco práctica porque la considerabas algo pasajero, ¿no es así?
Cuanto más se andaban por las ramas, más enfadada y desconcertada se sentía.
—La relación en sí ha sido práctica en el sentido de que ambos hemos encontrado consuelo y compañía en los brazos del otro durante un tiempo. Lo que sería poco práctico es continuarla.
—Entiendo.
Al ver que no decía nada más, Madeleine decidió añadir una explicación.
—Creo que sería más adecuado describir nuestra relación como una breve y agradable… aventura que nos ha dejado recuerdos que ambos atesoraremos en los años venideros.
Thomas guardó silencio unos instantes más, pero no dejaba de mirarla a los ojos con una expresión casi suspicaz. Y eso hacía que se sintiera incómoda.
—Dime una cosa, Maddie —murmuró con una voz grave que resonó en la pequeña habitación—, ¿qué sientes al pensar en Francia?
Eso la fastidió muchísimo, aunque no estaba muy segura de por qué. Había hecho todo lo posible por disimularlo con evasivas.
—No sé muy bien qué quieres que diga…
—Limítate a responder a la pregunta —insistió él.
—Disfruto del calor que hace allí, por supuesto. Lo he echado de menos, y también mi casa de Marsella, mis objetos personales, mi trabajo…
—Ésa es una respuesta muy superficial —la interrumpió con aspereza—, y no es lo que te he preguntado.
Incómoda, Madeleine cambió de postura y bajó los párpados para evitar su mirada; examinó el tejido de las sábanas de color azul oscuro y se negó a responder esa cuestión que abarcaba sentimientos muy complejos y arraigados de angustia, anhelo y resentimiento… contra su madre, por ignorarla por completo; contra su padre, por marcharse de su lado una y otra vez hasta que al final lo hizo para siempre; contra una infancia que le habían robado; y contra su pasado en un país que no le había ofrecido nada.
—Desdémona cree que estás enamorado de mí —susurró en lugar de contestar.
La atmósfera cambió de repente, como una feroz y turbulenta tormenta. Percibió el súbito cambio en la carga estática del ambiente mientras la sangre se movía a toda prisa en sus venas, y sus palabras, y sus miedos, alcanzaban su objetivo.
—¿Es eso cierto? —lo presionó con un hilo de esperanza; la vacilación de su voz había dejado claro lo mucho que le preocupaba la respuesta.
—¿Te quedarías en Inglaterra si te dijera que lo es? —murmuró él con voz ronca segundos después.
Madeleine clavó la vista en él y se quedó paralizada bajo su ardiente mirada.
Notó que no podía respirar, que se ruborizaba y que su corazón comenzaba a latir con fuerza. Acto seguido, la desagradable realidad salió a la luz y todas sus efímeras esperanzas murieron con ella. Sabía muy bien qué era lo que pretendía.
—¿Mentirías para que me quedara aquí? Soy un juguete estupendo, ¿verdad, Thomas?
Él meneó la cabeza muy despacio y esbozó una sonrisa desagradable al tiempo que se apoyaba sobre las palmas de las manos sin dejar de mirarla.
—¿Es eso lo que crees que quiero? Me insultas al menospreciar lo que opino y lo que siento por ti, pero voy a dejarlo pasar —Su expresión seguía siendo sombría y sus ojos, oscuros y abrasadores, parecían desafiarla sin tapujos—. Me juego mucho más contestando esa pregunta sobre el amor que tú escuchando la respuesta, Madeleine. De modo que te lo preguntaré una vez más: Si estuviera locamente enamorado de ti, ¿te quedarías en Inglaterra?
Esa constante ambigüedad acabó por dejarla frustrada y furiosa hasta tal punto que no pudo seguir callada.
—¿Quedarme en Inglaterra para qué? ¿Para convertirme en tu diligente amante? ¿Para casarme contigo? ¿Para convertirme en la devota esposa de un… un… espía erudito de mediana edad y recorrer el país resolviendo crímenes juntos cuando no estemos tomando el té con nuestros vecinos? ¿Dónde viviríamos? ¿En una pequeña casita de un diminuto pueblo de Eastleigh? ¿Cómo pasaríamos los días? ¿Y las noches? —Su voz se volvió gélida—. No sé hacer punto, ni cuidar del jardín, ni criar niños, Thomas. Dejando a un lado el amor, tiene que haber cosas más importantes en una relación a largo plazo que disfrutar de la compañía del otro durante una partida de ajedrez.
Él entrecerró los ojos, y su mirada se volvió cáustica y tormentosa.
—Supongo que no hay más que decir, ya que la idea de un futuro conmigo te parece tan aborrecible…
—Eso no es cierto —le espetó ella con serena vehemencia. Se inclinó hacia delante sin darse cuenta de que las mantas se le caían hasta la cintura y la dejaban expuesta—. No te atrevas a retorcer mis palabras para elegir la solución más fácil y hacerme quedar a mí como la villana. Lo que estoy diciendo es que creo que todo esto… —Hizo un amplio gesto con la mano y añadió—. Todo esto no es más que un cuento de hadas; y los cuentos de hadas pueden ser maravillosos, pero son para los niños, Thomas. Dentro de unos cuantos años también yo habré llegado a la mediana edad y perderé mi belleza. ¿Qué caballero me querrá entonces? ¿Me querrías tú? Seamos sinceros. Soy una mujer de mundo, una mujer que ha vivido sola y se ha mantenido a sí misma haciendo lo necesario para sustentar sus necesidades mientras trataba al mismo tiempo de conservar intacta la poca dignidad que le quedaba. Cuando tenía poco más de veinte años, me ofrecieron la oportunidad de trabajar para tu gobierno y la aproveché. No renunciaré a ella por amor, ni por ti, ni por nada ni nadie, pero no porque no quiera hacerlo, sino porque no puedo. La única forma de proteger mi futuro es ahorrar todo lo posible de los ingresos que obtengo trabajando en una profesión en la que me valoran, en la que tengo un puesto asegurado. De lo que haga ahora dependerá la vida que lleve en los próximos años, mi supervivencia, mi compromiso con la patria de mi padre y, lo más importante, mi amor propio. El trabajo es lo único que tengo, y me necesitan en Francia… me necesitan —Aunque sabía que le había hecho mucho daño, enderezó los hombros en una pose desafiante y añadió con suavidad—. Creo que estás encaprichado conmigo, Thomas, no enamorado. A muchos hombres les ha pasado lo mismo antes que a ti, y probablemente les pasará a muchos otros después, antes de que me haga vieja e indeseable para todos ellos. No es más que una fantasía, y es fácil dejar las fantasías a un lado cuando se afrontan cara a cara. Y eso es lo que harás cuando me marche.
Durante un interminable momento lo único que se escuchó fue el golpeteo de la lluvia sobre el tejado y la respiración lenta y regular de Thomas, que estaba sentado a escasa distancia de ella y la miraba con ojos duros como el cristal, la mandíbula apretada y el cuerpo rígido como una piedra. Cuando Madeleine creyó que el corazón le estallaría en el pecho, él apartó la mirada y se puso en pie para caminar con aire tenso. Se detuvo con la mano en el picaporte y, sin siquiera girarse para mirarla, dijo con rudeza.
—No veo qué trascendencia puede tener el hecho de que te exprese mis sentimientos si ya has decidido que carecen de importancia.
Salió del dormitorio y cerró con un portazo de propina.
M
adeleine se bañó en la posada por última vez y se trenzó el cabello limpio y húmedo antes de enrollarlo en dos rodetes alrededor de las orejas. Después se puso el vestido de seda color ciruela bajo la pelliza y el manguito, se subió la capucha para protegerse del frío y regresó a toda prisa a la cabaña.
Tenía el corazón roto, pero su mente ya había tomado una firme decisión. No se rendiría a los sentimientos irracionales, ni a los ruegos, ni a esa mirada de Thomas que le daba a entender que estaba perdiendo a su mejor amigo. No había vuelto a verlo desde la discusión de aquella mañana, y probablemente fuera lo mejor. El se había marchado de la casa y Madeleine se había encargado de lavar los platos del desayuno, de ordenarlo todo y de guardar algunas cosas en los baúles a fin de ir preparándose para el viaje de regreso, que sería en uno o dos días como máximo. Había hecho una última visita a la señora Mossley y a lady Isadora para explicarles que su trabajo con Thomas estaba casi acabado y que por tanto debían despedirse, aunque prometió que les escribiría.
No había llorado en años, y no pensaba hacerlo al marcharse de Winter Garden. Su marcha era necesaria, de modo que haría lo posible por enterrar su tristeza. La nevada que había caído tres noches antes había sido mágica, al igual que los sentimientos que los habían embargado tanto a Thomas como a ella mientras hacían el amor frente al fuego. Desde entonces, un clima gris y desapacible se había apoderado del pueblo, y lo mismo había hecho la realidad con ellos.
Superaría el dolor de la partida, y no lloraría.
No lloraría.
Caminó con rapidez hasta el porche y abrió la puerta de la casa con el corazón desbocado, porque sabía que Thomas ya habría regresado a esas horas. No quería discutir, pero no estaba segura de poder resistirse a él si intentaba hacerle el amor, y tenía bastante claro que lo intentaría. Rendirse a él sería desastroso, ya que solo serviría para enmascarar los sentimientos que albergaba en su interior y para dejar al descubierto las mentiras que con tanta vehemencia había pronunciado horas antes.
Además, sir Riley llegaría a las cuatro y ya eran más de las tres y media. Con un poco de suerte, la escasez de tiempo impediría que revelara lo que guardaba en su corazón.
No obstante, cuando entró en el vestíbulo escuchó voces graves y masculinas procedentes de la sala de estar, y comprendió que el londinense había llegado antes de lo esperado. Su nerviosismo aumentaba con cada paso que daba hacia la sala. Debería haber estado allí para darle la bienvenida a su llegada, puesto que sir Riley era su jefe y todo lo que hacía en su corporación se sometía a un riguroso escrutinio.
Incluso en esos momentos debía mostrar su mejor aspecto y sus mejores modales, y parecer muy segura de sí misma, algo que le resultaría tremendamente difícil con Thomas tan cerca, mirándola y pensando en la conversación íntima que habían mantenido antes de separarse de manera tan apresurada y en términos tan inciertos.
Fue a Thomas a quien vio primero, ataviado con un traje formal de color gris oscuro, un chaleco a rayas diagonales grises y negras, una camisa de seda blanca y una corbata negra. Se había peinado el cabello hacia atrás y se había afeitado. Madeleine sintió un nudo en el estómago solo con verlo, ya que como de costumbre estaba impresionante, y su aspecto atractivo y autoritario inundaba la estancia. Sir Riley, que era dos o tres años más joven que él, era un hombre tan impresionante como Thomas, y con una estatura y una complexión similares. Tenía el cabello negro, y sus ojos de color avellana asimilaban todos y cada uno de los detalles de lo que veían con una inteligencia que rivalizaba con la del otro. También poseía una especie de sexto sentido para detectar la verdad que le otorgaba la capacidad natural de distinguir una mentira flagrante de la más mínima tergiversación, tanto en los individuos de clase baja como en los de clase alta. Eso lo convertía en el hombre perfecto para el puesto que ocupaba en la seguridad nacional, y Madeleine admiraba mucho su talento. Tenía una expresión astuta, aunque sus modales eran del todo encantadores. También era extremadamente apuesto, algo en lo que ella podría haberse fijado en otro lugar y en otras circunstancias. En esos instantes, semejantes pensamientos le resultaban irrelevantes; incluso, y por más ridículo que fuera, propios de una adúltera.
Thomas la recorrió de arriba abajo con una mirada indiferente, y en ese momento ella habría entregado los ahorros de toda su vida para averiguar qué pensaba, qué opinaba de ella, cómo se sentía. Se quedó tan estupefacta al darse cuenta de eso que a punto estuvo de echarse a llorar allí mismo. Se había negado a cambiar la vida en Inglaterra por la que se había forjado en Francia y, sin embargo, en ese instante comprendió que su futuro carecía de importancia si Thomas no era feliz. Ella podría hacerlo feliz, y no había ningún hombre en el mundo que lo mereciera más…
—¡Mi querida Madeleine! —exclamó sir Riley, interrumpiendo sus inquietantes cavilaciones—. Es un placer verla de nuevo, sobre todo en tan interesantes circunstancias —Avanzó hacia ella con pasos formales y una sonrisa de auténtico placer en el rostro.
Madeleine parpadeó con rapidez a fin de recuperarse y concentró su mente en el momento presente antes de esbozar una sonrisa radiante y extender la mano.
—Siempre es un placer, sir Riley, y tiene usted muy buen aspecto. ¿Ha ido todo bien durante el viaje hasta Winter Garden?
—Bastante bien, gracias —replicó él, que se llevó sus nudillos hasta los labios antes de soltarlos rápidamente—. Pasé bastante frío en el tren, ya que olvidé la botella de agua caliente y no había ninguna disponible. Pero al menos la nieve se había derretido y los caminos ya habían vuelto a ser transitables cuando cogí el carruaje hasta el pueblo —Sacudió la cabeza y frunció el entrecejo al pensarlo—. Es bastante inusual ver una nevada así en esta parte de Inglaterra.
—Eso me han dicho —replicó ella con cortesía.
Sir Riley se alejó de nuevo y enlazó las manos a la espalda.
—Alquilé una habitación en la posada nada más llegar. Parece lo bastante cálida y cómoda para mis necesidades. Pienso pasar una buena noche de descanso antes de los acontecimientos que tendrán lugar mañana.
Madeleine miró a Thomas, que permanecía impasible frente al fuego con la cabeza inclinada, la mirada gacha y los brazos a los costados, aunque el modo en que movía los dedos contra los pulgares delataba cierto nerviosismo.
—Quizá fuera más apropiado que nos sentáramos para que usted pudiera explicarnos qué es lo que va a ocurrir —propuso con tono afable—. ¿O ya han hablado de ello ustedes dos?