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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (110 page)

BOOK: Un millón de muertos
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«La Voz de Alerta» apretó los puños. Nada podía hacer, excepto seguir a las tropas hacia la frontera. Pero ¡era tan vasta la provincia! Si supiera por dónde… Recorrió la checa. Vio una celda pequeña, con seis relojes todavía en marcha, cada uno marcando una hora distinta. Luego echó una ojeada a la celda trasera… Todavía quedaban en el suelo las palas y un montón de argamasa, y en la pared frontal se veían unos tabiques que sin duda acababan de ser levantados.

«La Voz de Alerta», como tocado por un resorte, preguntó:

—¿Esto qué es?

Nadie le contestó. El profesor Civil no sabía nada. Sin embargo, en cuanto el dentista se dirigió a los tabiques como para golpearlos, un funcionario de Prisiones que había entrado allí le dijo:

—Su esposa está ahí dentro…

Los ojos de «La Voz de Alerta» se convirtieron en miedo.

—¿Cómo…?

El funcionario añadió:

—Ella y mosén Francisco.

El dentista cayó redondo al suelo, fulminado, y el profesor Civil gritó:

—¡Rápido! ¡Una ambulancia!

Mosén Alberto fue otro de los afortunados gerundenses que llegaron a la ciudad la misma mañana de la «liberación». Lo llevaron en su coche dos oficiales del Estado Mayor del general Solchaga, que sentían gran afecto por el sacerdote. El sacerdote, al entrar en las primeras calles, pensó: «¡Lástima que el coche no sea descapotable!»

Su primera visita, ¡qué remedio!, fue para el Museo Diocesano. ¡El sacerdote-historiador se horrorizó! Las obras de arte, incluidos los retablos, habían desaparecido, así como el lecho en que había dormido el beato Padre Claret. No quedaban sino algunos muebles y algunas sillas, debajo de una de las cuales descubrió un manojo de llaves, que en seguida reconoció como las del Palacio del Obispo y la catedral. Mosén Alberto las recogió y bruscamente dijo: «Vámonos». Le había entrado la comezón de subir sin pérdida de tiempo al barrio antiguo, al Barrio Gótico de la ciudad, que era su feudo, su amor y su memoria. Únicamente, al paso, entró unos instantes en la parroquia del Carmen, que en los últimos tiempos había sido destinada por el catedrático Morales para dar funciones de teatro.

Luego, trepando por la calle de la Forsa, la calle que fue de los judíos artesanos, desembocó en la plaza de los Apóstoles, diez de cuyas estatuas habían sido destruidas. Allí rogó a los oficiales que lo dejaran solo y, dirigiéndose al portalón de acceso al Palacio Episcopal, utilizó su manojo de llaves y penetró en el inmenso edificio, que halló también vacío, con sólo algunos tapices enrollados ¡y seis sillones de barbero! El sacerdote, recorriendo sin prisa aquellas estancias, dedicó un emocionante recuerdo al que fue su obispo, obispo José, hombre austero, santo varón, con el que en varias ocasiones había discutido sobre trabajos de restauración de obras de arte, y que había muerto con una cruz en el pecho hecha de puntitos de sangre.

A la salida del Palacio, el sacerdote se reunió con los dos oficiales y cruzando con ellos la plaza, se dirigió con emoción creciente a la puerta de la catedral. La llave le temblaba en la mano. Sin embargo, en el momento de aplicarla a la cerradura se dio cuenta de que la puerta cedía, de que estaba abierta. ¡Mosén Alberto ignoraba que la catedral había servido en las últimas semanas de albergue para los refugiados! Asombrado y temeroso, penetró en el inmenso templo, bañado éste por una tenue luz, y los dos oficiales lo siguieron. Indescriptible suciedad. Los altares laterales habían servido para cocinar y en el Altar Mayor debieron de acostarse pueblos enteros, posiblemente llegados de Andalucía. Pero la mole estaba de pie y, extirpado del centro el Coro, la bóveda se desplegaba con toda su grandiosidad. Mosén Alberto se dirigió a la puerta principal y la abrió también. Era la puerta que comunicaba con la gran escalinata que el 18 de julio de 1936 el «pueblo», capitaneado por Cosme Vila, subió con ánimo de incendiar la basílica.

La apertura de la catedral fue una suerte de repique jubiloso. Mosén Alberto no se explicaría jamás cómo los gerundenses se enteraron del hecho. Al cuarto de hora escaso, un grupo de mozalbetes entraba con miedo supersticioso en el templo. Pronto aparecieron en el umbral varias mujeres. Luego hombres, y otra vez niños e incluso dos monjas, ya vestidas con hábito. Mosén Alberto, de centinela en la puerta, no podía disimular su contento y saludaba a los feligreses como si los hubiera invitado a una fiesta personal, fiesta que consistió en proceder inmediatamente a una frenética limpieza, en la que tomaron parte personas y escobas salidas de no se sabía dónde.

Y es que mosén Alberto proyectaba la celebración de un tedéum. Celebración inmediata, en cuanto le comunicaron que el general Solchaga, que sin duda se dignaría presidirlo, había entrado en la ciudad.

A las doce menos cuarto, uno de los dos oficiales recibió la notificación esperada. El general acababa de asomarse al balcón del Ayuntamiento, satisfecho por la manera como había sido llevada a cabo la ocupación, que no había costado sino una herida leve, un balazo aislado, en la pierna de un legionario.

Mosén Alberto respiró hondo y le dijo al oficial:

—Por favor, vaya a ver al general y pregúntele si podemos anunciar, para dentro de un par de horas (confío en que esto estará ya en condiciones), el canto de un tedéum, y si podemos contar con su asistencia.

No hubo dificultades. El general Solchaga consultó su reloj y accedió.

—Pueden anunciarlo a la población.

Era mediodía en punto. Mediodía de una jornada lechosa de febrero. Núñez Maza fue el encargado de propagar por la ciudad la buena nueva, utilizando su coche con altavoces y la emisora de Radio.

El contagio se produjo al instante. De los cuatro puntos cardinales de Gerona afluyeron fieles en dirección a la catedral. Familias enteras que sentían la necesidad de entrar en el templo y hablar con Dios, de hablarle de las extrañas cosas que les ocurrían a los hombres, de pedir a Dios perdón por tanto egoísmo, por tanta hambre y por tanta superchería. Marta, que se encontraba en la calle de la Barca, donde las manos que pedían eran más callosas que las de la Rambla y los despeinados más alucinantes, vio con asombro cómo aquellas mujeres escuálidas, tal vez viudas de milicianos, improvisaban también velos negros y echaban a correr, algunas de ellas con un cirio en la mano.

La catedral se abarrotó. Los encargados de celebrar y dirigir el tedéum serían mosén Alberto y tres capellanes castrenses que habían entrado con las fuerzas. Dichos capellanes repartían a los fieles unos folletos con la música y la letra del tedéum, la letra en latín y en castellano.

A las dos menos cinco minutos hizo su entrada en el templo el general Solchaga. Su banda roja cruzada en el pecho y las medallas que tintineaban en él evocaban el impacto visual que producían los obispos. Sin embargo, el obispo de Gerona faltaba. El viejo pastor espiritual, tan poco entendido en arte, tan santo y tan amante del café, había muerto. Mosén Alberto no se hacia a esta idea, y la catedral, sin el reverendísimo Prelado, le parecía incompleta.

¿Por qué no sonaban quinientas campanas, ya que Axelrod había regalado a la población un disco cantado por el coro del Ejército ruso, compuesto por quinientas voces? ¿Por qué no acudían ángeles con sus violines y trompetas? No hacía falta. Todo estaba allí. La emoción concentraba allí todo lo existente susceptible de convertirse en acción de gracias.

Mateo no pudo estar presente en la catedral. Había sido requerido en el Gobierno Civil para aportar algunos datos referentes a Gerona. Marta seguía con su camión; «La Voz de Alerta», en el hospital; los capitanes Sandoval y Arias proseguían su acción hacia la frontera. No obstante, tales ausencias, unidas a la de las familias de ideología adversa, para las cuales había empezado la persecución, no contaban, anegadas por la clamorosa presencia de unos quince mil, tal vez, veinte mil gerundenses.

Matías, Carmen Elgazu, Pilar y Eloy acudieron a la cita. Los cuatro habían afrontado con valentía las escalinatas. Pilar subiéndolas en diagonal, como en sus tiempos de colegiala, y acariciando los pomos de piedra de la balaustrada. Matías, que descansó en cada uno de los rellanos, le hizo prometer a Carmen Elgazu que si un día ella construía una catedral la construiría con ascensor. El pequeño Eloy de pronto oyó un silbido y se volvió en redondo: era la contraseña, que reconoció en el acto, de sus ex compañeros, los niños vascos refugiados, los cuales se dirigían también a la catedral ¡en compañía de los cuarenta chiquillos sordomudos que habían sido trasladados ex profeso desde Arbucias!

Matías recogió en la puerta de la catedral los cuatro folletos que les correspondían y los repartió cuidadosamente. «Quítate el sombrero», le advirtió su mujer. Entraron… Los altares laterales seguían oscurísimos, misteriosos, fascinando a mujeres y niños, como antaño habían fascinado a César. Y, de pronto, de la sacristía, revestido como era menester, salió mosén Alberto, escoltado por los tres capellanes castrenses. «¡Carmen, mira quién está ahí!»

—¡Mosén Alberto!

Mosén Alberto y sus asistentes subieron al Altar Mayor, donde se arrodillaron por unos instantes. Luego, todos se levantaron y mosén Alberto, volviéndose al pueblo fiel, con voz sorprendentemente enérgica y segura anunció el inicio del tedéum y arrancó, solo, con las primeras palabras del versículo:
Te Deum laudamus
.

Todo el mundo bajó la cabeza para leer el texto en el folleto. Todo el mundo, incluso el general Solchaga.


Te Deum Laudamus
.
Te Dominum confitémur
. «A Vos, oh Señor, os alabamos; a Vos, oh Señor, os reconocemos.»

Los fieles contestaron:

—«A Vos, Eterno Padre, venera toda la tierra.»

Mosén Alberto prosiguió:


Tibi, omnes angeli, tibi coeli et universae potestátes
.

Y los fieles contestaron:

—«A Vos los querubines y los serafines aclaman sin cesar.»

Se había formado una sola voz y los fieles de las primeras filas se dieron cuenta de que mosén Alberto lloraba. A Carmen Elgazu, el texto bilingüe le trababa la lengua; pero no importaba. Pilar procuraba estar del todo pendiente de la ceremonia, sin conseguirlo; continuamente volvía la cabeza esperando ver entrar a Mateo.

Llegados al versículo 17: «Vos, roto el aguijón de la muerte, abristeis a los fieles el reino de los cielos», Ignacio apareció en la puerta de la catedral. Todos sus esfuerzos para entrar en Gerona con las primeras tropas fracasaron. Acababa de llegar, saltando de camión en camión. El comandante de la Compañía de Esquiadores le había dicho lo mismo que a Moncho: «Ocho días de permiso y regresar».

Ignacio había subido volando al piso de la Rambla y lo encontró cerrado con doble llave. Temió alguna mala noticia, pero una vecina lo tranquilizó: «Están todos en la catedral. Celebran un tedéum».

El muchacho salió a la calle y vaciló un momento. Sospechaba que Marta no podía andar lejos, con los camiones de Auxilio Social. No obstante, pensó: «Tal vez esté también en la catedral».

Ignacio, echando también un vistazo al balcón del piso en que Julio vivió, tomó la dirección del barrio antiguo. Temblaba. Con auténtica angustia llegó al umbral del templo y miró al interior. Al pronto no vio sino una enorme multitud y en el altar mayor al general Solchaga, que lo era de su División; a don Anselmo Ichaso, a quien reconoció por las fotografías de los periódicos, ¡y a mosén Alberto! Mosén Alberto, vuelto hacia el pueblo, con aureola de héroe, rodeado de cirios como bayonetas.

A los dos minutos escasos, Ignacio localizó a los seres de su sangre. ¡Santo Dios! Sin duda alguna habían llegado a la catedral a última hora, pues apenas si pudieron adentrarse diez metros. Así que, estaban cerca, aunque no al alcance de la mano. Ignacio estalló en sollozos. Veía a sus padres y a Pilar de perfil. Su madre tenia la boca siempre abierta, como si cantase una eterna O. Por el contrario, Pilar vocalizaba a la perfección cada sílaba: «
Per singulos diez benedícimus te
». Matías tenía los labios prietos. Sin duda pensaba confusamente en su juventud y le rogaba a Dios que Ignacio, su hijo, regresara, sano y salvo.

El uniforme de Ignacio, de esquiador, era impresionante. Pilar continuaba volviendo la cabeza, en busca de Mateo, y una de las veces vio a Ignacio. Los ojos de la chica se agrandaron como los rosetones de la catedral y su boda quedó abierta, también en forma de O. Carmen Elgazu comprendió que algo insólito había visto su hija y con prontitud casi eléctrica se volvió a su vez; un segundo después, lo hizo Matías Alvear. ¡Mensaje de los ojos! Ignacio leyó en los ojos de los suyos, con la precisión con que en el Hospital Pasteur había leído los mensajes de los moribundos, las palabras «hijo», «hijo mío», «Ignacio», «gracias, ¡oh, Dios!» Y a su vez, los suyos leyeron, ¡claro que sí!, en los ojos del muchacho: «Padre, madre, Pilar…» ¿Y Eloy? El pequeño había quedado oculto casi a ras de tierra, con el solo horizonte de la falda de Pilar y los pantalones de Matías.

Mosén Alberto seguía cantando y el pueblo fiel le respondía. Habla voces de todo matiz, de todo registro. El salmo número 29 decía: «En Vos, Señor, esperaré, no sea yo eternamente confundido».

El tedéum terminó. El general Solchaga, escoltado por parte de su Estado Mayor y por don Anselmo Ichaso, descendió del presbiterio. Formáronse dos hileras de personas, que tuvieron que dominarse para no aplaudir. En ese momento, mosén Alberto anunció a la multitud que a las cuatro en punto de la tarde se cantaría un responso en el cementerio, por el alma de los caídos.

Ignacio esperó a los suyos fuera, en el umbral de la puerta, un poco a la derecha, para dejar paso a la gente que salía.

Sin saber cómo, se encontró abrazando a su padre, a su madre, a Pilar.

—¡Hijo mío!

—¡Padre, madre!

—¡Ignacio!

—¡Pilar!…

Mosén Alberto hubiera gozado lo suyo viendo el abrazo de los cuatro seres, pero continuaba comunicando que a las cuatro de la tarde se cantaría un responso en el cementerio.

—¡Qué bien estás, Ignacio!

—¡Qué guapo, con esa cazadora!

—¡Madre!

Pilar le preguntaba:

—¿Te acuerdas de mí?

De repente, Ignacio miró a su padre y levantó un dedo de la mano derecha. Matías, comprendiendo al instante, respondió:

—«Neumáticos Michelín.»

Eloy fue presentado, ¡por fin!, y todos juntos iniciaron la bajada hacia la Gerona moderna, hacia la Gerona horrible. Intentaron bajar todos a una y cogidos del brazo los peldaños de la gran escalinata y no pudieron. Riéronse por ello. Todo los hacía reír, incluso el color de plata indecisa de aquel mediodía de febrero.

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