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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (114 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Olas abiertas, olas atlánticas, contra la muchedumbre arrastrada por la derrota… Era la ley. David y Olga, dotados de sólida formación intelectual, encontrarían sin duda acomodo. Incluso era probable que lo encontraran el Responsable, con su energía, y José Alvear, con la multiplicidad de su dones; pero ¿y aquella anciana del camión, que sostenía en el halda el rollo de papel higiénico? ¿Y la niña que andaba sobre latas vacías? ¿Y los débiles y los cobardes?

Hubiérase dicho que un archivo invisible, mucho más eficiente que los funcionarios de la Prefectura de Perpignan, iban clasificando ya a las personas, desde la Pasionaria, que odiaba a Prieto y que era la niña de los ojos del Komintern, hasta el «pueblo» que había obedecido a ciegas, casi con glotonería, las consignas.

Una semana de vida en las playas francesas, a la intemperie o en improvisados y frágiles barracones, bastó para que algunas flechas individuales se colocasen en una dirección determinada. Así los hombres que aceptaron alistarse para trabajar en las vías de ferrocarril francesas —gran parte de aquellos que escondieron tesoros en el Pirineo y que debido a ello no querían alejarse demasiado—, o los que se declararon capacitados para desempeñar una labor en los viñedos del Rosellón, maravillosos viñedos, cuidados, armónicos, oliendo a sulfato y casi a Euclides.

Pudiera decirse que esos hombres abrieron brecha. Esos hombres, y los rumores que circulaban —«¡los ingleses piden obreros portuarios!; ¡los holandeses piden buzos!»— y los visitantes de las playas, antiguos conocidos, como Gorki, los cuales, a veces, sin traspasar las alambradas, se acercaban a ellos para infundirles ánimo, fe en el futuro y para llevarles algo que comer y algún periódico.

De entre el cúmulo de embrionarias posibilidades que se ofrecían, dos de ellas tomaron cuerpo casi en seguida, con derecho de prioridad: la posibilidad de inscribirse para emigrar a América y la posibilidad de inscribirse para trabajar en Alemania. La emigración a América tendría un carácter más bien político: Alemania significaría simplemente
trabajar
. ¡Dilema del hombre concentracionario! En América, otra vez presiones políticas; en Alemania, un capataz… Además, Alemania precisó su oferta, nueva clasificación: sólo aceptaría a los obreros especializados. Es decir, a Antonio Casal, impresor; a los taponeros del Ampurdán; ¡a Crespo, chófer-mecánico! Pero ¿y el Cojo? ¿Y Santi? ¿Y aquella anciana del rollo del papel higiénico? ¡Alemania! Allí estaba Hitler, allí regresarían los pilotos de la Legión Cóndor, los mercenarios que en España «mataron mujeres y niños». Las mujeres de los milicianos, amoratadas por el frío, junto al mar, desesperadas porque algunas mujeres franceses les echaban desde fuera pieles de plátano, conminaban a sus hombres: «Pero tenemos que comer ¿no es así? ¿Y los críos?»

La inscripción para América presentaba también sus dificultades. Aparecieron unas listas de «preferidos»; en su mayor parte, eran comunistas. Los barcos escaseaban, se imponía una selección… Otra teoría de Axelrod tomaba cuerpo: «La veteranía de los combatientes españoles, así como su idioma, nos serán de gran utilidad en América Central y en Sudamérica». ¿Y los anarquistas, los innumerables anarquistas que, al igual que el Responsable, aspiraban también a establecerse en Méjico, en Venezuela, en Argentina y allí trabajar y seguir luchando por unos ideales? No era cosa de desesperar. Goriev, que desde Toulouse manejaba estos hilos, se hacía eco de tan justas aspiraciones y al efecto había mandado imprimir unos cuestionarios que sería preciso rellenar. Cada exilado debería especificar en él su historial revolucionario: Partido y Sindicato, antigüedad, aspiraciones, oficio, etcétera. ¡Oh, sí, los impresos, como anteriormente las generosas octavillas de Franco, cayeron sobre las playas de los refugiados! Y produjeron en éstos una formidable conmoción. Cierto, corrió la voz de que las posibilidades de admisión para emigrar a América estarían en relación directa con la eficacia «activa», revolucionaria, demostrada durante la guerra.

—¿Qué se entiende por eficacia?

—Primero, el mando militar o político que se haya ejercido, con ascensos y medallas. Luego, el «quebranto» ocasionado al enemigo en la retaguardia.

¡Bueno, la cosa no ofrecía obstáculos para el Responsable, jefe de la FAI, ni para José Alvear, capitán por méritos propios! Pero ¿y las hijas del Responsable? ¿Y Blasco? ¿Y…?

—¿Vale, por ejemplo, lo del «obispo»? —preguntó Merche.

El Cojo botó:

—¡Claro que si! Yo no pienso poner lo de la primera noche…

Esta fue la gran bola de nieve, de nieve roja, que se formó. Los milicianos interpretaron que lo del «quebranto» al enemigo se refería a eso, a los fusilamientos, a los «paseos». Los propios comunistas decían: «Natural, ¿qué mejor que eso? A ver…»

Los había verídicos. Había «paseos» verídicos, cifras puestas en los cuestionarios, que respondían a la realidad. «Cuatro monjas en Lérida, con fecha tal.» «Tres cedistas en Málaga.» «El alcalde, el cura y el propietario del hotel de los veraneantes…» Pero ¿y los millares de inocentes que no dispararon jamás. Que no llevaron a nadie a una cuneta, a un cementerio? Había que inventar la biografía, so pena de perder el barco…

La hermana de Merche objetó:

—Yo no hice más que clavar banderitas.

El Responsable no se inmutó.

—Anda, pon lo de los Estrada y lo del Subdirector del Banco Arús… Ponlo como si fuera tuyo. Yo te garantizaré.

Miliciano hubo que exageró de tal suerte que sus compañeros se mofaron de él.

—¡Si no tocaste un pelo a un sacristán! Que te crees tú que se tragarán esa novela.

Poco después llegaron noticias del sector Centro —al parecer, los militares encargados de la defensa de Madrid se habían sublevado contra Negrín y estaban dispuestos a pactar con Franco por separado— y al mismo tiempo se abrió para los concentracionarios otra posibilidad. Dicha posibilidad les llegó de la propia Francia, de la Francia nórdica. Los propietarios agrícolas del Norte husmearon que en aquellas playas encontrarían mano de obra barata y bajaron por ella. La escena solía ser escueta. A la demanda de uno de los propietarios, un gendarme francés señalaba una zona tras las alambradas y gritaba: «¡A formar! ¡Sólo hombres!» Hombres nacidos en Jaén, en La Coruña, en Zaragoza, en Lérida, se alineaban con restos de marcialidad. Soñaron con derrotar al fascismo y con salvar el mundo y ahora se encontraban en venta frente a propietarios rurales de una nación demócrata.

José Alvear asistió a una sola de dichas exhibiciones; luego, escapó. Escapó porque, al ver que el propietario de turno pasaba revista a los alineados palpándoles los bíceps y mirándoles la dentadura, pegó un salto de caballo y tumbó al francés de un puñetazo, al modo como en Gerona, según mosén Alberto, moscas salidas del sepulcro de San Narciso tumbaron con sus picaduras a los franceses, en la I Guerra de la Independencia.

José Alvear consiguió escapar y decidió llegarse a Montecarlo, porque le dijeron que en esta ciudad, sobre todo por delante del Casino, flotaban a todas horas viudas y solteronas, ricas y aburridas, en busca de muchachos bien dotados por la naturaleza; pero ello no impediría que otros muchos propietarios agrícolas palparan en Argelés otros muchos bíceps españoles e inspeccionaran otras muchas dentaduras, algunas de las cuales pertenecían ¡inevitablemente! a profanos del arado y la labranza, a maestros de escuela menos fogueados que David y Olga, a corredores de Bolsa, a heridos de guerra que procuraban disimular su cojera o el orifico que tenían en el pecho.

Y el caso es que los comunistas eran los menos compadecidos por sus compañeros de exilio, pues lo mismo los anarquistas que los socialistas, que los separatistas catalanes y vascos y que los mismos republicanos, creían que aquéllos encontrarían cuando quisieran la gran oportunidad: el hogar en Moscú. Claro, no conocían la tesis de Axelrod… Ni siquiera habían oído aún a Cosme Vila, quien pronto iba a ser encargado de la desagradable misión de comunicar a sus camaradas, a los militantes del Partido, que «La Casa» había señalado una cifra tope, máxima, de españoles desterrados que Rusia podría admitir: cuatro mil, ni uno más… El desconcierto fue absoluto. ¿Cómo creer aquello? ¿No era la esteparia Rusia un inmenso país, sus brazos no estaban abiertos a los cuatro puntos cardinales? Goriev hizo una visita fugaz a las alambradas y a su partida corrió la voz de que, jefes aparte, sólo se concedería la entrada en Rusia a aquellos militantes del Partido que estuvieran dispuestos a trabajar en Siberia. Tal rumor afectó de modo singular al camarada Eroles, el que fue director de la checa de la calle de Vallmajor, el que a última hora convirtió al doctor Relken en víctima de su propia obra, pues llegó a sus oídos a la misma hora que una propuesta francesa para trabajar en África, en el Transahariano. El camarada Eroles contuvo la respiración y su joroba se pronunció un poco más. ¡Siberia o el Transahariano! Exactamente lo que en la checa les proponía a los detenidos que no querían «cantar»: «¿Queréis morir de frío o de calor?»

Algunas protestas fueron vehementes: la de los padres de aquellos niños expedicionarios que, precisamente desde Gerona, habían salido para Rusia hacía cosa de un año y medio. ¡No, no todos esos niños eran huérfanos como se creyó en un principio! La burocracia había demostrado, con el tiempo, que la mitad de ellos lo menos tenían padres como los tenía el hijo de Cosme Vila; y lo mismo cabía decir de los que el trotskista Murillo envió a Méjico. «¡Que nos dejen ir a buscarlos, o que nos los devuelvan!» Ni una cosa ni la otra… El asunto no era tan fácil. En determinados casos, la idea de paternidad podía delatarse antirrevolucionaria, nociva. Por otra parte, aquellos niños estaban bien atendidos; en el propio Moscú, en una casa con jardines en la calle de Piragovskaia y en su mayor parte se declaraban felices.

Inesperadas derivaciones, repercusiones… ¿Cómo hacer oír la propia voz? Los días eran largos en las playas y en los barracones. Marzo se acercaba. Los refugiados se apretujaban unos contra otros por necesidad de unión y porque el frío arreciaba. Se decía que los niños que morían eran enterrados allí mismo, en un hoyo, y que cada mañana el mar ofrecía dulcemente a la arena los cuerpos de aquellos que, al amparo de la noche, habían encontrado en él la Definitiva Oportunidad.

De pronto, la multitud empezó a fraccionarse. Empezaron a formarse los clanes, los grupos, independientemente de la ideología… La ideología había dejado de contar en el desierto, cediendo el paso a un sentimiento más telúrico: el de familia o tribu, el del pueblo o región. La sangre y el terruño enlazaban con más vigor que los manuales socializantes o el carnet. «Tú eres mi hermano.» «Yo también soy de Sevilla.» «Yo también nací en Teruel.» Los aragoneses formaron corros ruidosos, en los que inevitablemente eran evocadas sus gestas personales. Dentro de lo que cabe en la guerra, la valentía había sido entre ellos nota común. Hablaban de la importancia de Aragón e incluso, en voz muy queda, canturreaban aquellas jotas que Julio García estimaba horribles. Los asturianos hablaban de minas, de revolución científica, de lluvia e incluso de la Virgen de Covadonga. «¿De qué nos sirve aquí tanta experiencia?», se preguntaban, mirando el mar. A los andaluces les bastaba con su íntimo rencor —nadie más vilipendiado que los andaluces, nadie más mísero, más pisoteado por el destino y por la llamada «madre España»—, y, por supuesto, quienes buscaran en ellos la alegría se llevarían el mayor chasco, al igual que quienes buscaran en ellos la tragedia. Los andaluces estaban tristes, eso era todo. Eran fatalistas y tristes y esperaban su hora, que un día u otro llegaría ¡no faltaría más! Los madrileños tenían los ojos desorbitados, como al salir de una corrida terminada antes de tiempo. Cuando se levantaban, no se sabía si iban a imprecar a alguien, a bailar el chotis, o a pegarse un tiro. Los valencianos, al agruparse, se hundían en una irremediable vulgaridad, lo mismo los hombres que las mujeres. En cuanto a los catalanes, tal vez fueran los más acobardados, los más deshechos… Miraban la arena y sobrevaloraban su propio dolor. Nostalgia. ¡Oh, sí, Cataluña estaba allí mismo, al alcance de la mano, y parecía al otro confín de la tierra! Al atardecer, e incluso en el día, brotaban innumerables y escuálidas hogueras. Conseguir madera o leña constituía una odisea, pues el reglamento prohibía traspasar las alambradas. De noche era cuando los niños lloraban con más fuerza persuasiva y cuando los enfermos tosían más. También era de noche —marzo se acercaba— cuando los que en España tuvieron mando se sentían más ajenos, más extirpados de la realidad que imaginaron perenne.

No faltaba quien conseguía extender clandestinamente su radio de acción; ésos regresaban a la playa asombrados de la fertilidad de la tierra francesa y del orden reinante en los pueblos. Ni un edificio bombardeado. Los hombres jugaban a las cartas, a las damas o a las bochas. Ni un nido de ametralladoras. Algunos monumentos funerarios, pero correspondientes a «guerras muy antiguas». Blasco y el Cojo, mientras esperaban la resolución de su expediente —sin duda el cuestionario que rellenaron los impondría como personas gratas—, alcanzaron en cierta ocasión el pueblo de Banyuls-sur-Mer, al cual fueron a parar, al principio de la guerra, Mateo y Jorge… Regresaron estupefactos: en el vestíbulo de la iglesia, el párroco, que debía de ser «un gachó de alivio», había colgado de un clavo su sotana sucia, así como dos camisas y dos calzoncillos, y a los pies de estas prendas había depositado un par de recipientes vacíos. Por lo visto era su costumbre. Colgaba la ropa allí para que las mujeres del pueblo espontáneamente se la lavaran y plancharan y lo que pretendía con los recipientes era que se los llenasen, cada familia un poco, con aceite y vino. «¡Y confiábamos en que Francia nos iba a ayudar!» El Cojo estuvo tentado de llevarse la sotana para cubrirse con ella por las noches, y Blasco consiguió a duras penas dominar su impulso de entrar en la iglesia y robar el contenido de los cepillos.

De vez en cuando, brincaba en los campamentos una palabra: Franco… Extraño apellido. Sólo dos sílabas, ¡y cuánta historia! ¿Era realmente un asesino? ¡Claro que lo era! ¿No podía haber, por su parte, buena intención? ¡Claro que no! ¿Eran mejores Azaña, Negrín o Axelrod? ¿Dónde estaban éstos? ¿En qué camión o carro, en qué cuneta? En caso de perder, ¿hubiera Franco abandonado a los suyos? ¡Igual! Las octavillas lanzadas por Jorge, que hablaban de los brazos de Franco abiertos para aquellos que no fueran culpables de delitos de sangre, temblaban en centenares de manos. Pero ocurría que otra mano más fuerte o más morena arrebataba esta octavilla y la clavaba en la boca del tembloroso o se limpiaba con ella el trasero. Confusas imágenes de pontífices y de generales, de obispos y de requetés, desfilaban por las mentes. ¡Ellos declararon la guerra! ¡Hienas con uniforme! Ahí estaban los bombardeos… Ahí Queipo de Llano. También acudían a la mente las monjas asesinadas los primeros días, los sacerdotes de los pueblos, de las parroquias humildes…

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