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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (115 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Los dirigentes instalados en Perpignan o alrededores se dignaban darse alguna que otra vuelta por allí. No era raro que se disfrazaran «de franceses» para no ser reconocidos. Éste fue el caso de Julio García. Con ocasión de recibir la visita de Raymond Bolen y de Fanny, éstos, en su automóvil de siempre, acordaron ir a Argelés y luego bajar a la frontera. «¡Qué bien!», había palmoteado doña Amparo, la cual, a imitación de una elegante dama francesa que vio en el hotel, se había colocado un brazalete en el tobillo izquierdo. Julio se caló una enorme boina del país, parecida a la que André Marty exhibía en las fotografías.

En el trayecto, los periodistas no cesaron de hablar de «las bajas» que los internacionales sufrieron en España, y que, según las primeras impresiones, arrojarían un balance trágico: unos doce mil muertos y unos treinta y cinco mil heridos. «¡Qué horror!», exclamó doña Amparo. Sin saber francés, la mujer había comprendido perfectamente aquellas cifras.

En cambio, Julio se sentía algo molesto. Hubiérase dicho que un muerto internacional pesaba y acongojaba más que cincuenta muertos españoles. «¿Si me volveré patriota?», musitó.

El espectáculo de Argelés y Saint Cyprien les encogió el ánimo. Nuevamente los periodistas pensaron: «Nuestro corazón está con éstos».

Julio García, camuflado bajo su boina, miraba al otro lado de las alambradas. «El hombre es un drama y la historia también.» Fanny se impresionó vivamente, marcándosele las patas de gallo, detalle que doña Amparo no dejó de registrar.

—Bravura, no se les puede negar a los españoles —murmuró Fanny, como si recitara una lección—. Abnegación tampoco. En un momento dado son capaces de un esfuerzo que asombra; mas, pasado este momento, vuelven a caer en la inercia.

Julio le preguntó, sin mirarla:

—¿A qué viene eso?

—El texto no es mío —aclaró Fanny, contagiada del sarampión erudito de su compañero Bolen—. Es de la Princesa de los Ursinos.

Julio se había puesto de mal humor.

—Los camareros españoles, que no son ni de los Ursinos, ni princesas, dicen lo mismo de un modo mucho más breve: nos falta perseverancia.

Bolen inquirió:

—¿Por qué, cuando se trata de que opine el «pueblo», suelen ustedes elegir a los
camareros
?

Fanny intervino, desviando la atención:

—¡Fijaos…! —Miraba a la playa—. Claro, no habrá lavabo, ni nada parecido… Es horrible.

Camino de la frontera, adonde los llevaba la curiosidad, Julio, herido en su amor propio, empalmó con su idea anterior.

—No pierdan ustedes de vista un dato: la guerra ha sido esencialmente española. La montaña de cadáveres es española. No lo olviden ustedes. En un momento determinado, cuando la batalla de Teruel, había un millón de españoles luchando en los frentes y veinticinco millones en la retaguardia. Los internacionales de uno y otro bando, sumados, eran «una gota de agua en el mar».

Bolen asintió sin darle importancia, lo que desanimó a Julio. El periodista, preocupado por la observación que Fanny había hecho, se acordó de Ilia Ehrenburg y le preguntó al policía:

—¿Por qué cree usted,
monsieur
García, que existe en español la expresión «se le cayó el alma a los pies»?

Julio, que se había ya quitado la boina, replicó:

—¿Por qué cree usted,
monsieur
Bolen, que existe en francés la expresión
Merde, alors!
?

Guardaron silencio hasta llegar a la frontera. En la parte española ondeaba la bandera bicolor, que doña Amparo juzgó preciosa, y se veían los centinelas, pulcros y marciales, aunque el uniforme los favorecía poco, a decir verdad. En el puesto aduanero, pintados en negro, un retrato correcto de Franco, de un Franco juvenil y erguido, y otro de José Antonio, menos afortunado.

Nadie dijo nada. Nadie se apeó. Doña Amparo Campo se disponía a hacerlo, pero en aquel preciso instante reconoció a los capitanes Arias y Sandoval que se acercaban a la línea, inclinando la cabeza como para saludar a los ocupantes del coche extranjero.

—¡Fíjate, Julio…!

—Sí, ya los veo.

Julio conocía mucho a los capitanes Arias y Sandoval. ¿Cuándo y dónde se habrían pasado? Con el primero de ellos había jugado al póquer; el segundo, Sandoval, cuando alguien pronunciaba una frase certera, exclamaba, lo mismo que Núñez Maza: «¡Nang…!»

—¿Vámonos? —sugirió Julio.

—Vámonos.

El coche arrancó. Fanny y Bolen meditaban. A doña Amparo Campo le hubiera gustado apearse, para que los centinelas y los dos capitanes le vieran el brazalete en el tobillo.

Capítulo LIII

Acorde con la victoria militar, el Gobierno de Franco se preocupaba de afianzar sus relaciones internacionales, con el general Jordana a la cabeza del Ministerio de Asuntos Exteriores. En Lisboa fue firmado el Pacto de Amistad Hispano-Portuguesa, preludio del Bloque Ibérico que más tarde había de constituirse y que desde siempre había sido el sueño de los anarquistas. En cuanto a los Gobiernos que no habían reconocido todavía a Franco, pronto se verían obligados a no ignorar su existencia. Y tocante al régimen interior de la «nueva España», varios jurisconsultos fueron encargados de redactar la «Causa General», documento oficial en el que se relataría «la actuación bárbara y cruel» de la «España Roja». Para juzgar a los delincuentes, se estableció la «Ley de Responsabilidades Políticas».

Franco, vista la terquedad de Negrín, quien porfiaba todavía en las zonas del centro y sur, se dispuso a ordenar el comienzo de la ofensiva final, a la que llamó «Ofensiva de la Victoria». Antes, empero, fiel a su reposado temperamento, decidió visitar la difícil Cataluña y realizar en Barcelona una demostración de poderío mucho más completa que la exclusivamente aérea que Axelrod presenció el día de la Virgen de Loreto. En virtud de ello, el veintiuno de febrero presidió en la capital catalana un desfile gigantesco, ante los hipnotizados ojos de la población. Ochenta mil soldados desfilaron saludando al Caudillo, al que multitud de mujeres intentaban besar la mano, esbozando una genuflexión. Ochenta mil soldados, trescientos carros de combate, cien baterías y ¡doscientos cincuenta aviones! Un techo de aviones, entre los que figuraban un Fiat, pilotado por el as García Morato, el emblema de cuya escuadrilla era un círculo con tres aves dentro: un halcón, una avutarda y un mirlo, y además un Messerschmitt pilotado por Jorge de Batlle… También figuraban Junkers, Heinkels 112, Savoias 81, etcétera, pilotados por hombres nacidos en Berlín, en Hamburgo, en Milán, en Oporto o Lisboa… La aviación «roja» de combate había dejado de existir. La víspera, día veinte, había sido derribado en Valencia el último aparato de la llamada «Gloriosa»: un Curtiss.

Al día siguiente, veintidós de febrero, Franco se trasladó a Tarragona, al objeto de pasar revista a toda la escuadra «nacional». El semáforo de Tarragona indicó el momento exacto en que el Caudillo embarcó en la lancha torpedera que lo condujo desde el muelle a bordo del
Mar Negro
, con el que se trasladó y fondeó cerca del cabo Salou, donde comenzó inmediatamente el desfile de la Escuadra. Delante, iba el
Canarias
, ¡con Sebastián Estrada a bordo!, y a continuación un hueco que correspondía al perdido
Baleares
. Luego el
Almirante Cervera
, el
Navarra
, el
Vulcano
, etcétera, con un total de dieciséis unidades, incluidos los dos submarinos
Sanjurjo
y
Mola
, cuya actuación se había mantenido secreta a lo largo de la campaña. El mar estaba en calma, como preconizando la paz que se acercaba por minutos a la tierra, y aquel paraje era el mismo desde el que las galeras de Jaime I zarparon rumbo a Mallorca para liberar ésta de la dominación sarracena.

En el bando «rojo» todavía en liza, los desfiles eran de signo muy distinto. Tal como anunciaron las noticias que iban llegando a Francia, Negrín y sus ayudantes llevaban, en el Centro, las de perder. Era cierto que en toda la zona todavía «roja» la Quinta Columna se estaba adueñando de los puestos claves. En Madrid aparecieron centenares de pasquines con esta sola palabra: PAZ. En Cartagena, la Quinta Columna se hizo con algunas baterías del puerto militar, mientras en Valencia, el padre Estanislao, franciscano, bloqueaba con eficacia los servicios. En Madrid, y con vistas a una petición de armisticio, se formó una Junta de Defensa presidida por Besteiro, en calidad de' jefe político, y por el coronel Segismundo Casado, en calidad de jefe militar, con participación de todos los partidos, excepto el comunista. Julio García, desde Perpignan, aplaudió con calor semejante decisión, pues el policía era antiguo amigo personal del coronel Casado, en cuya unión efectuó el ingreso en la Masonería, el año 1927, en Barcelona; fecha memorable en la que Julio adoptó el nombre simbólico de
Cicerón
, sin duda en homenaje a su facilidad oratoria, mientras el coronel Casado elegía el nombre de
Berenguer
.

Sin embargo, no había opción. La victoria pertenecía a Franco y la respuesta de éste era invariable: «Rendición sin condiciones». El coronel Muñoz y Canela, los únicos gerundenses que quedaron en la zona Centro, aparte de algunos murcianos de la columna Ortiz, deberían apresurarse si querían escapar. Canela estaba decidida a ello y lo consiguió, en uno de los primeros barcos que salieron de Alicante; el coronel Muñoz, en cambio, dudaba entre intentarlo o pegarse un tiro en la sien.

¡El coronel Muñoz! Había quedado desconectado incluso del doctor Rosselló… Nunca olvidaría la muerte del comandante Campos en Teruel y a menudo recordaba su propia labor al frente de las Empresas de Espectáculos, de Gerona, antes de la guerra, cuando llevaba a la ciudad, sistemáticamente, películas en las que el fuerte se zampaba al débil. No sabía qué hacer. Se acordaba de un modo especial del comandante Martínez de Soria. También éste dudó entre esperar a ser juzgado o pegarse por las buenas un tiro en la sien. ¡De saber que el coronel Casado, el insurrecto de última hora, era amigo de Julio, tal vez se hubiera presentado a él!

Decidió huir y decidió intentarlo también, como Canela, por Alicante. Pero no tuvo suerte. Cuando llegó a la ciudad mediterránea, ya todas las embarcaciones disponibles habían zarpado y varios obreros del puerto le relataron el dramatismo de los centenares de fugitivos que llegaron en el momento en que levantaban la última pasarela, convirtiendo el último barco en isla inaccesible. Algunos de dichos fugitivos se arrojaron al agua intentando alcanzar a nado el barco; pero fueron engullidos por la blanca estela que éste dejaba tras si. Hubo suicidios en el puerto y los había en cada uno de los puertos vecinos. El coronel Muñoz tentó aún la posibilidad de acercarse a un aeródromo. Fue una peregrinación agotadora y humillante, pues invariablemente le salía al paso un miliciano que le preguntaba: «¿Y tú quién eres?» Allí no valía ser campeón de esgrima, ni pertenecer a la Logia Ovidio, ni haberse pasado la vida defendiendo al proletariado.

Maltrecho, el coronel Muñoz entró en una fonda de Alicante y pidió una habitación. Y al serle también negada, ¡todo rebosaba de gente!, se dirigió lentamente a un barrio desértico y sacó la pistola, a menos de un kilómetro de la cárcel en que José Antonio había sido fusilado. Pero le faltó valor para llevar a cabo su propósito. De repente, por primera vez en su existencia, el coronel Muñoz se preguntó qué había al otro lado del disparo. Pensó en su madre. ¿Y si existía el Más Allá? Exhausto, se apoyó en la pared y rompió a llorar.

El políglota Negrín, fabuloso bebedor, incondicional del
whisky
negro, acérrimo enemigo de Companys, declaró rebelde al coronel Casado, de Madrid, y obtuvo el apoyo del general Miaja. Sin embargo, carecía ya de autoridad real y, por otra parte, sus desplantes causaban la mayor perplejidad entre sus íntimos. En tan graves circunstancias, el presidente del Gobierno se mostraba sinceramente preocupado por los desperfectos que en uno de los últimos traslados habían sufrido dos cuadros de Goya:
La carga de los mamelucos
y
La Montaña del Príncipe Pío
y a cuantos aludían en su presencia a la abrumadora cifra de muertos que la guerra española había ocasionado, les contestaba dándoles a leer un papel en el que había anotado los nombres de los personajes fallecidos fuera de España en el mismo período 1936-1939: Gorki, el novelista ruso; Glazunov, Spengler, Kypling, Chesterton, Kraus, Deledda, Pirandello, Ravel, D'Annunzio y Freud…

En vista de la actitud de Negrín, el coronel Casado decidió precipitar en Madrid los acontecimientos y aplastar los reductos comunistas que todavía se oponían a su gestión, mandados éstos por el comandante Barceló, antiguo militante del Partido, que fue quien en agosto y septiembre de 1936 asumió en Toledo la responsabilidad de fusilar a Luis Moscardó, el hijo del defensor del Alcázar. Los combates duraron ocho días. La capital de España vio correr aún mucha sangre. En uno de aquéllos murieron Cerillita, de la columna «Hierro», y el guerrillero almeriense Sidonio, que quería ser disparado como una mujer-cañón.

El coronel Casado facilitó la entrada de las tropas «nacionales» en Madrid, lo que tuvo lugar el 28 de marzo. Los ocupantes penetraron por Arguelles, los Bulevares y Vallecas, encontrando un Madrid en ruinas. A última hora estalló una bomba en el bar de Mayer, donde Difícil había jugueteado con su pelota de ping-pong, y también se derrumbó el piso en que habían vivido Santiago Alvear y su hijo, José. Los soldados apedrearon con furia incontenible los nombres de las principales Avenidas: de Rusia, del Proletariado, de Mateo Morral, de Francisco Ascaso, etcétera. En las columnas publicitarias se anunciaban todavía las películas
Los marinos de Cronstadt
y
El acorazado Potemkin
. A los pies de Neptuno fue encontrado el cadáver de una miliciana francesa que exhibía en el cuello un collar perteneciente a una imagen de la Virgen. Borracho, en los peldaños de Correos, un miliciano conocido por Almendro canturreaba con nostalgia:

. . . . . . . . . . . . . .

Al burgués asesino y cruel,

Joven Guardia, Joven Guardia,

no le des paz ni cuartel.

En el Hotel Ritz, antiguo feudo del doctor Rosselló, el doctor Vega demostró pertenecer al SIFNE, mientras los anarquistas heridos de gravedad, imposibilitados en sus camas, veían con espanto entrar a los sanitarios «nacionales». En el Hospital Pasteur, el viejo Sigfrido, más asmático que nunca, se disfrazó de falangista y recorría los pasillos gritando: «¡Arriba España!»

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