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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (56 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Axelrod está contento. No comunica a nadie el fin que persiguen sus viajes al pueblo pirenaico gerundense de La Bajol, y lo único que le incomoda es la próxima llegada de uno de los jefes de la GPU.

* * *

Habitación sobre el río, sobre el Oñar. Una cama con edredón brillante, azul. Una mesilla de noche, sillas y un tocador. En el espejo asoma el rostro de Pilar. La muchacha ha llegado de la calle —ha estado haciendo cola para el jabón— y después de cenar se ha sentado en su cuarto, dispuesta a proseguir su Diario. Ni un solo día ha dejado de escribirlo, si bien, no atreviéndose a hacerlo sobre el papel, lo ha hecho en el secreto claustro de su mente. «Diario mental» lo llama Ignacio, y la definición le parece muy justa a Pilar, pues, según dice, ella no siente nada —de cuanto le ocurre o sueña— en el corazón… Todo lo anota en la mente, que sitúa entre los dos ojos, debajo de la piel. «¿También te ocurre a ti eso, Ignacio?» Mateo es su Diario. Mateo y los escrúpulos por no haber aceptado la propuesta de las hermanas Rosselló. Pilar siente, en esa noche de enero en que la tramontana llega helada de Francia, una gran tristeza. Ahora ha de pensar por su cuenta, Mateo no puede hacerlo por ella. Pilar apenas se reconoce. Capta sutilezas que nunca imaginó y asocia ideas, lo cual estaba prohibido en el taller de las hermanas Campistol. Ignacio ha llegado a la conclusión de que, con la responsabilidad, la inteligencia de su hermana ha despertado. Sin embargo, Pilar es menos feliz que antes y tanto mundo como parece posible y pensable la asusta. ¡Incluso se pregunta qué es un espejo y cómo puede estar segura de que ella no es también una simple imagen reflejada de otro ser!

Ignacio la sorprende escribiendo su Diario mental y jugueteando con los pendientes. Le besa en los cabellos. ¿Por qué lo hará? Antes le decía: «No pienses nada». Ahora le dice: «Piensas demasiado». Ignacio lleva este invierno una extraña boina que le da aire extranjero o algo así. Se la quita y comenta con Pilar la desaparición de don Emilio Santos, de quien no consiguen obtener la menor noticia. Pilar se entristece más aún, increíblemente, pues recuerda a don Emilio como a un corazón silencioso que ha pasado saludando. También Ignacio se ha entristecido y se sienta en la cama con la mano abierta, como si sostuviera un tazón grande de leche. Los dos hermanos están solos y se quieren, junto al Oñar, río que no se oye ni se ve, pero que está allí como la vida. Ignacio dice de repente:

—Ya sé lo que haré. Me meteré en Sanidad. Mañana mismo empiezo a estudiar Anatomía.

Pilar está ausente. Piensa en la Cárcel Modelo, en don Emilio Santos y en Mateo.

—¿En Sanidad…?

—Sí. Ya sabes que lo he intentado todo para huir a Francia y no hay manera. Los guías están asustados, y ni siquiera Julio se atreve a acompañarme a la frontera. Ingresaré en Sanidad y mucho será si en un par de semanas no consigo pasarme a la España nacional.

—¿Y por qué Sanidad?

—Es humano.

Humano… «Todo es humano —piensa Pilar—. Amar y pecar y tener ojos verdes.»

—¿Qué haremos sin ti? —lo ha preguntado sin moverse. Está exhausta. Todo lo hace y lo dice sin moverse de la silla.

—¿Y qué haré yo sin vosotros?

Amar y dudar. Ignacio no puede hacer otra cosa. Lleva el estigma. Tiene una vida demasiado personal. Anda como los demás, pero de otra manera. Se coloca una boina y le sienta fatal. En el Banco atiende a los clientes y muchos de ellos le preguntan: «¿Cómo se llama usted?» Empiezan a tratarlo de usted, pese a la revolución.

Su obsesión, la de millares de muchachos, es la incorporación filas, la llamada de quintas. ¡El cuartel! Hay quien se empareda entre ladrillos para no presentarse. Hay quien se hace un neumotórax o simula locura o enfermedades horribles. Y también hay soldados que al presentarse al cuartel blasfeman creyendo que es obligatorio… Ignacio no se mutilará el cuerpo ni blasfemará. Estudiará Anatomía, sobre todo lo relativo al cerebro, y se alistará en Sanidad… si puede.

—¿Qué estará haciendo Marta?

—¿Qué estará haciendo Mateo?

Ahora están alegres. Además del río, sienten la presencia de Marta y de Mateo. Una y otro están allí, al lado del espejo, en el monasterio de la sangre.

Entra Carmen Elgazu, los hombros cubiertos con una toquilla gris, de lana, llevando en una temblorosa bandeja dos grandes tazones de leche.

—¿Qué os pasa? Es hora de acostarse.

Ignacio no le hace caso y prosigue:

—Tú, Pilar, deberías hacer algo. Deberías colocarte en algún sitio.

—¿Dónde?

—No sé, en alguna oficina.

—¿Oficina?

—Ganar algo. Y distraerte.

Carmen Elgazu deposita uno de los tazones en el tocador, junto a Pilar, y con una cucharilla disuelve el azúcar.

—¡En una oficina! —exclama—. ¡Con esa gentuza!

—¿Por qué no?

De pronto, procedente del comedor, se oye la voz de Matías, quien acaba de cerrar la radio.

—Lo mejor sería que Julio la colocara en Abastos.

Carmen Elgazu entrega el otro tazón a Ignacio, y sin dejar de disolver el azúcar mira con seriedad hacia el comedor.

—¡Nada de eso! Con esa gentuza…

Otro silencio. Una gran tristeza. Los cuatro están convencidos de que «algo hay que hacer, además de amarse».

Capítulo XXV

El semanario humorístico
La Ametralladora
seguía ganando batallas en el frente y en la retaguardia «nacionales». Humor basado en el absurdo, en el ataque frontal al tópico y a la frase hecha, en la estilización de lo macabro.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Pepe.

Este Pepe lo significaba todo. Que el espíritu debe reír, que la edad no importa, que nadie ha de meterse en corral ajeno. Era un Pepe oriundo de Madrid, que con la guerra había visto derrumbarse muchas cosas que parecían inmutables.

—Yo me llamo Purita.

—Yo no.

Era un no seco y certero como un disparo.
¡La Ametralladora! ¡La Ametralladora…!
El semanario oxigenaba la mente y pronto influyó de forma visible en el léxico de millares de combatientes. Sus modernas caricaturas eran un desafío y probablemente no hubieran gustado ni pizca a Ezequiel.

Los detractores de
La Ametralladora
eran muchos. Muchos militares de profesión, muchos sesudos catedráticos… La gente joven definía a una persona: «No entiende
La Ametralladora
». Eso bastaba. Todo el mundo sabía a qué atenerse.

Entre las personas que detestaban
La Ametralladora
se contaba mosén Alberto. No es que mosén Alberto estuviera triste a la manera de Cosme Vila; más bien se sentía inadaptado, dolencia del alma que
La Ametralladora
no podía curar. Mosén Alberto seguía en Pamplona, en el convento de monjas. Redactaba un nuevo catecismo inspirado en unos cuantos libros pedagógicos que adquirió en Perpignan, pero ello no le bastaba. Echaba de henos su despacho en Gerona, el Museo Diocesano, Cataluña… Cada vez más le parecía que Navarra era un país instintivo, primario. Don Anselmo Ichaso, con quien el sacerdote había entrado en relación, le dijo una vez: «Padre, a usted le parecerá primario todo lo que no sea Cataluña, incluyendo Oxford, Montecasino y los templos del Tibet». Tal vez fuera cierto. Mosén Alberto se sentía catalán como nunca, y en las espaciadas visitas que hacía a sor Teresa, la hermana de Carmen Elgazu, recitaba el mismo estribillo: «¡Ay, sor Teresa!, cuando esto acabe la invitaré a usted a conocer mi tierra».

Inadaptado… Le propusieron irse en calidad de capellán castrense al Tercio catalán de Nuestra Señora de Montserrat, y no quiso. Mosén Alberto era antimilitarista por naturaleza y dijo que no. Pero ello aumentó su mal humor, cuyas válvulas de escape eran el cine, en el que se colaba de vez en cuando, y, sobre todo, los sermones al grupito de monjas, que le servían como a un arcángel.

Cierto. Mosén Alberto era el primer sorprendido del tono de sus pláticas. Se había tornado trágico, más aún que cuando, en 1934, en la cárcel de Gerona, les habló a los reclusos izquierdistas. Aterrorizaba a las monjas con visiones tremebundas. Y al comprobar que aquellos cerebros cubiertos de blanco no le ofrecían la menor resistencia intelectual, hacía retumbar la capilla. Había momentos en que las monjas se sentían absolutamente responsables de la guerra que asolaba a la nación. El día en que mosén Alberto se enteró de la muerte del obispo de Gerona, la plática versó sobre: «La falta de oración es una manera indirecta de crucificar». Por otra parte, el sacerdote estaba al corriente de las ejecuciones realizadas en Navarra por los requetés —don Anselmo Ichaso había sentenciado: «Para que un tren circule hay que despejar la vía»— y no se cansaba de repetir: «Esto dama al cielo».

* * *

Otra persona impermeable al humor de
La Ametralladora
era «La Voz de Alerta». El dentista hojeó una vez el semanario y al leer que una vaca entraba en una tienda de instrumentos musicales y preguntaba si podían afinarle el cencerro, exclamó: «¡Qué idiotez!» y nunca más tomó contacto con aquel papel. Tampoco su segundo en el SIFNE, Javier Ichaso, se divertía con la revista, ni siquiera con los inefables diálogos de don Venerando.

Sin embargo, «La Voz de Alerta» tenía más motivos de satisfacción que mosén Alberto. El SIFNE, que empezó siendo una oficina embrionaria, tomó en seguida formidable incremento gracias a lo que «La Voz de Alerta» llamaba «el patriotismo de los huidos de la zona roja». En efecto, por una u otra razón, la mayoría de fugitivos, sobre todo los de la provincia de Gerona, seguían recalando automáticamente en aquel piso de la calle de Alsasua, que la sirviente Jesusha mantenía limpio y brillante. La gente se dirigía a él en busca de orientación y «La Voz de Alerta», que andaba siempre a la caza de nuevos agentes para el Servicio, sabía atender con tanta solicitud a todo el mundo que empezó a ser conocido por «el Cónsul amable». «¡Amable yo! ¡Lo que persigo es un buen decriptador y alguien que entienda el danés!»

La clave del éxito de «La Voz de Alerta» consistió en aunar de modo inteligente obediencia e intuición. Intuición personal y obediencia a don Anselmo Ichaso, con el que estableciera un correo diario, desde San Sebastián a Pamplona y viceversa.

Don Anselmo Ichaso estaba encantado con los resultados obtenidos. La base previa, la red de agentes, había sido establecida con extrema precisión. El esquema inicial, ya conocido, que desde San Juan de Luz, a través de Perpignan y Gerona, alcanzaba a Barcelona, Valencia y Madrid, se había enriquecido con inesperadas colaboraciones. En Perpignan, el notario Noguer, previo consentimiento de Mateo, contó por unas semanas con el refuerzo de los falangistas Octavio y Rosselló, los cuales, después de duro forcejeo con las autoridades francesas, obtuvieron el anhelado
droit d'asile
. El notario destinó los muchachos a controlar la mercancía enviada a los «rojos» desde los puertos de Marsella y Port Vendres y los muchachos cumplieron a plena satisfacción. En Gerona, Laura obtuvo la colaboración del sepulturero y su mujer. En Barcelona, al margen de las células autónomas, que muchas veces, por falta de experiencia, provocaban represalias nerónicas, ayudaban positivamente al SIFNE varios grupos de falangistas, al mando de un joven abogado llamado Roldán. A los agentes de Madrid, capitaneados por un espía mercenario, apodado Difícil, se debía que ¡por fin! el general Mola dispusiera de una cartografía militar en regla, réplica exacta de la del Ministerio de la Guerra. Y en cuanto a los agentes de Valencia, dirigidos por el padre Estanislao, que había adoptado el seudónimo de Marisol, actuaban con tal eficacia que a su sección se debía, no sólo que no atracara un solo barco en todo el litoral levantino sin que su carga quedara anotada, ¡sino que de antemano se estuviera en Contacto con el ingeniero que había empezado a construir el cinturón defensivo de Bilbao!

El trabajo en el SIFNE, a medida que los servicios adquirían Solidez y cohesión, resultaba más y más estimulante. Periódicos de lo menos veinte países eran escrupulosamente leídos por el equipo del políglota portugués, doctor Mouro, y atentos oídos intervenían las emisoras de radio de Europa, África y América. Los consejos del «misterioso alemán» habían sido puestos en práctica, de modo que muchos mensajes con clave partían rumbo a la zona «roja» al dorso de los sellos de correo, o en simples periódicos doblados y con faja mugrienta, sistemas preferidos al uso de tintas invisibles, que ya no eran secretos para nadie. El contenido de estratégicas papeleras «rojas» iba a parar a San Sebastián, así como buen número de papeles de copia, de papeles carbón, fácilmente legibles al trasluz. En las aduanas de Hendaya y La Línea eran desnudados todos los viajeros que no pudiesen suministrar dos nombres de residentes en España que los garantizasen, y a veces el cacheo resultaba tan exhaustivo que, sobre todo las mujeres, protestaban con pataleo y chillidos. Los agentes Instalados en zona enemiga elegían, para intercambiarse los documentos, los lugares más insospechados: urinarios públicos, salas de espera de médicos, ¡frontones! Para depositar paquetes y maletas, con suma frecuencia utilizaban las Consignas de las estaciones de ferrocarril.

Por supuesto, las trampas eran muchas y muchos los fracasos. Capitanes de barcos mercantes que se ofrecían a los agentes del SIFNE en Francia para dejarse aprisionar en alta mar, con todo el cargamento y ser conducidos a un puerto «nacional». ¿Cómo saber si el tal capitán haría honor a su palabra? Don Anselmo Ichaso decidió por principio «pagar después de la operación, no antes». El timo de quienes se presentaban ante «La Voz de Alerta» con un minucioso plano de cualquier zona o ciudad «roja», en el que estaban señalados todos los objetivos militares, ¡los cuales eran pura invención! Paralelamente, la fantasía de que hacían gala muchos confidentes espontáneos, fugitivos de los «rojos», que al ser interrogados hinchaban a placer los datos y las cifras. Y por supuesto, la vacilación de muchos franceses sinceramente «franquistas», pero que hacían marcha atrás en cuanto olían la posibilidad de que el servicio para el que se habían comprometido pudiera lesionar los intereses de su país.

Con todo, el más inasible fantasma era el Servicio de espionaje enemigo… No cabía duda. En contra de las suposiciones de don Anselmo Ichaso, que consideraba a los «rojos» incapaces de levantar una organización sólida, éstos iban demostrando que contaban con ella. No sólo en sus bombardeos apuntaban certeramente, sino que abundaban los sabotajes, especialmente en las líneas férreas y en la frontera portuguesa, por la que entraba mucho material alemán. La última eficaz demostración del espionaje enemigo se dio en la batalla de Madrid, en la ofensiva del Jarama. El general Miaja estaba enterado de antemano, con todo detalle, de la operación. Su respuesta y la colocación de sus peones, uno por uno, dieron de ello pruebas irrefutables.

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