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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (60 page)

BOOK: Un millón de muertos
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El tercer aviso le llegó de la propia Falange… En efecto, dos días después de su entrevista con Schubert y coincidiendo con que un avión alemán había hundido el barco ruso
Kommsomol
, el camarada Hedilla, sustituto provisional de José Antonio, le mandó llamar y le dijo:

—Camarada Núñez Maza, parece ser que Franco está dispuesto a unificar la Falange y el Requeté, asumiendo él la Jefatura. Esto ha de considerarse como un atentado a la doctrina de José Antonio. Sube al Alto del León y entrega este comunicado a los camaradas de la centuria «Onésimo Redondo».

Núñez Maza salió disparado como un rayo por la carretera de Madrid, y los
slogans
falangistas escritos en las piedras le parecían otros avisos. Llegó al Alto del León, que seguía nevado, y diez minutos después, en la chabola de Salazar, estaban reunidos doce falangistas, entre los que figuraban Mateo y José Luis Martínez de Soria. El informe de Hedilla ratificaba la declaración verbal hecha a Núñez Maza, confirmaba todo lo dicho por Berti y por Schubert, y terminaba solicitando la opinión de «los camaradas del frente».

—Decidme cuál ha de ser, en vuestra opinión, la conducta que la Falange ha de seguir.

Fue una sesión dramática, a la luz del Petromax, presidida por el calendario que representaba una mujer rubia en bañador. Los capotes olían a rancho y Salazar, que desde su peripecia sevillana, no esclarecida aún, hablaba menos y reflexionaba más, despedía humo por el agujero de su cachimba.

Un muchacho llamado Montesinos, después de acariciar con las dos manos la cantimplora, rompió el fuego.

—Mi opinión es muy sencilla. Es la opinión de Clemenceau: «La guerra es una cosa demasiado seria para dejarla en manos de los militares».

Hubo un murmullo. No estaban allí para intercambiar frases ingeniosas, sino para decidir, en conciencia, procurando adivinar la postura que, en caso de estar presente, hubiera adoptado José Antonio.

Varios falangistas quisieron dejar sentado que nada de aquello les pillaba de sorpresa. Tiempo ha sospechaban que al general Franco el mando se le había subido a la cabeza, y citaron como testimonio la sistemática adulación de que era objeto la prensa y la arrogancia y profusión con que se hacía retratar. Alguien afirmó, sonriendo, que los «rojos» lo llamaban el general «Kodak», cosa que el camarada Montesinos desmintió, afirmando que tal mote se aplicaba al teniente coronel Dummont, de la XIV Brigada Internacional.

Mendizábal, de Intendencia, intervino:

—No creo que la cosa tenga misterio —comentó—. A Franco le interesa la guerra larga por eso, para tener tiempo de convertirse en mito y de este modo eliminar a todas las fuerzas que, el día de mañana, puedan disputarle el poder. Con una guerra relámpago, ya se sabe: La Laureada, un par de monumentos y otra vez al cuartel.

Mateo y José Luis se indignaron. No podían soportar que se hablase tan a la ligera de quien desde el 18 de julio había conducido el Movimiento salvador con perfecta honradez y eficacia, y entendían que si Franco permitía o cultivaba el halago de su persona, lo hacía para evitar la dispersión.

Mateo concluyó:

—Todos los jefes han procedido de esta suerte, desde Abraham y Napoleón hasta los reyes de Inglaterra y Maciá, el ex presidente de la Generalidad de Cataluña. Por otra parte, está demostrado y nos consta a todos que si Franco tomó la jefatura de la nación fue porque los demás generales lo votaron.

Salazar, que procedía de las JONS, acudió en apoyo de Mateo. Afirmó que, por de pronto, nada le impedía creer que Franco era un hombre admirable.

—Deseo como cualquiera de vosotros el triunfo de la Falange, y que la Falange consiga el poder. Pero plantear ahora la alternativa es estúpido e inoportuno. Tal vez la fusión de Falange y Requetés sea inevitable. Por otra parte, no estoy seguro de que contemos ni siquiera con el mínimo de falangistas preparados para cubrir las jefaturas de las cuarenta y nueve provincias españolas.

Núñez Maza se indignó. Habló de derrotismo. Pretendía saber mucho más de lo que el camarada Hedilla decía en su informe.

—Comparar a Franco con Abraham y Napoleón es ridículo. No, aquí no se trata de «evitar la dispersión» ni de zarandajas por el estilo. Franco ha comunicado a los Gobiernos de Italia y de Alemania que lo que necesita de ellos es simplemente que le suministren armamento, que hombres «le van a sobrar». Y les ha prevenido de que para la organización de la España futura no se dejaría influir una pulgada desde el punto de vista ideológico: No olvidéis que su maestro es Pétain y que el Papa ha bendecido su bandera. —Núñez Maza agregó—: No admitiré nunca la fusión de Falange con los Requetés.

Montesinos coreó estas palabras, al igual que la mayoría de los allí presentes. La cachimba de Salazar era una chimenea de barco, contrastando con la diminuta pipa de José Luis Martínez de Soria. Uno de los falangistas se pegó a sí mismo un puñetazo en la mano derecha y luego mostró a sus compañeros una placa robada en un tren, que decía: «Peligroso asomarse al exterior». Los rostros estaban congestionados. Sin embargo, José Luis Martínez de Soria y Mateo no dieron su brazo a torcer respecto de Franco y juzgaron que su declaración de «independencia ideológica» era elogiable, digna de un buen español y de un hombre no rastrero.

—A mí no me haría ninguna gracia —arguyó Mateo— que a cambio de unos cuantos aviones me tatuaran una cruz gamada en el cogote.

En ese momento, Salazar se levantó, convirtiendo en cucurucho la lona de la chabola y opinó que era preciso concretar el diálogo en torno al tema de la pretendida Unificación.

—Es cierto —asintió Mendizábal, increíblemente excitado—. Propongo que votemos. Que votemos sí o no.

—No se trata de votar sí o no, puesto que quienes han de decidir son el camarada Hedilla y el Consejo Nacional. Votemos concediéndole o negándole amplios poderes para hacer lo que le plazca, exigiéndole, eso sí, que sean consultados todos los falangistas que están en el frente. Aunque supongo que eso lo habrá hecho ya.

Hubo un silencio.

—¿Qué se entiende por «lo que le plazca»? —inquirió Mendizábal.

—Todo —contestó Montesinos, marcando sus palabras—. Desde un simple manifiesto de la Falange, publicado simultáneamente por todos nuestros periódicos, hasta la acción directa si se estima necesario.

—Voto en contra de la Unificación.

—En contra.

—En contra.

Nueve falangistas votaron en contra,. Mateo y José Luis, a favor; Salazar votó en blanco.

Núñez Maza se dirigió a los disidentes.

—Dadnos vuestra palabra de que guardaréis el secreto.

Mateo dijo:

—Somos mayorcitos, creo yo…

Intervino Montesinos.

—Es que… A ver si nos entendemos. Este asunto puede no ser nada, pero, según se tercien las cosas, puede obligarnos… ¡yo qué sé!

—A ver si te explicas.

—Nada.

Guardóse otro silencio, preñado de mal humor, y a renglón seguido se dio la sesión por terminada. Todos se levantaron y salieron fuera a respirar aire puro. Núñez Maza y el intendente Mendizábal montaron en el coche del primero y emprendieron cuesta abajo el regreso a Valladolid.

Ambos habían comprendido perfectamente lo que Montesinos quiso insinuar: la supresión de Franco… Montesinos era un exaltado, un irresponsable. Decididamente, aquello tomaba un cariz feo. Y a todo esto, ¿quién era Franco? ¿Cómo era? ¿Cómo era su personalidad humana? Cuantos le conocían daban de él versiones dispares y el propio Núñez Maza, a quien el Generalísimo había concedido audiencia por tres veces, forzado a describirlo no sabría por dónde empezar. Schubert había dicho de él: «Es un generalito colonial». Por el contrario, el embajador italiano Cantaluppo lo tenía en gran estima, sobre todo por su serenidad. Mateo se inclinaba más bien por considerar al general Franco un hombre seguro de sí, enamorado de la profesión castrense, con toda la astucia y capacidad combinatoria de la raza gallega. «Una cosa es indiscutible: su instinto de mando. Por algo lo eligieron los demás generales. Ahora bien, ingresó en la Academia a los catorce años, si no me equivoco. Esto significa que su formación es estrictamente militar y que, por lo tanto, su concepto del deber, de la justicia, de la disciplina, etcétera, difiere del que podamos tener los demás, del que pueda tener un médico, un abogado o el Consejo de Administración de una empresa metalúrgica.» José Luis Martínez de Soria recordaba que su padre le había contado impresionantes hazañas de Franco en la guerra de África. «Por algo fue ascendido a general a los treinta y cuatro años. De lo que no estoy seguro es de que siempre haya sido tan devoto del Sagrado Corazón como lo es ahora».

¿Cómo saber? De hecho, la mayoría de las personas en todo el territorio «nacional» sólo habían visto a Franco en los balcones y tribunas, en las fotografías, ciertamente innumerables, y sólo habían oído su voz por radio. Sí, era bajo de estatura; pero también lo fueron Napoleón y Lenin y lo era Mussolini. Su voz era mucho más débil que la de Salazar; pero la de Salazar tenía la desventaja de que en un momento dado la oían en Tánger. María Victoria, hija de una estirpe de militares, suponía que Franco era un hombre que escapaba a una definición esquemática, más complejo que Schubert, que el general Roatta e incluso que Largo Caballero. Se decía de él que hablaba francés, alemán y un poco de inglés, sorprendiendo que tiempo atrás hubiese asistido a unos cursillos tácticos en Versalles. A la edad de veinticuatro años, sus deberes militares le obligaron a aplazar reiteradamente sus proyectos matrimoniales, por lo que los legionarios a sus órdenes solían cantar, con música de
La Madelón
; «El comandante Franco es un gran militar, que aplaza su boda para ir a luchar». Tocante a su serenidad, a la impresión que daba de que para él no contaba el tiempo, era también interpretada de distinta manera. Según muchos extranjeros, en un país como España, de hombres crispados y reacciones histéricas, ello era una virtud que había de llevarle al triunfo; por el contrario, muchos españoles entendían que Franco no era sereno, sino marmóreo e incapaz de reflejos normales. Núñez Maza daba por sentado que los intelectuales no le hacían ninguna gracia, mientras la madre de Marta creía saber que Franco podía recitar de memoria capítulos enteros del Quijote, especialmente aquellos en que era Sancho Panza el que llevaba la voz cantante.

* * *

El agigantamiento de la figura de Franco, consecuencia inmediata del desarrollo de la guerra, no se producía únicamente en la España «nacional». En el territorio «rojo» ocurría lo propio. Los periódicos valencianos escribían
von Franko
, indicando con ello que el general rebelde se había «germanizado» y
El Diluvio
empezó a llamarlo «limpiabotas internacional», en atención «al modo cómo se humillaba ante las potencias fascistas». Las radios catalanas pretendían que era de origen judío; las radios madrileñas afirmaban que, a partir de la conquista de Málaga, antes de tomar cualquier decisión abría la maleta del general Villalba y se pasaba dos o tres horas rezando ante la reliquia de la mano de Santa Teresa de Ávila. En los diarios murales con que las brigadas de André Marty amenizaban la vida de las trincheras, se aconsejaba no minimizar la valentía militar «del jefe fascista», y el doctor Relken, en Albacete, no cesaba de repetir: «Cuidado con don Francisco, que se las sabe todas».

Gerona no era excepción y, a lo largo del mes de marzo, en que tuvo lugar la batalla de Guadalajara, en la ciudad de los Alvear se tomaron determinaciones equivalentes a la del Plato único de la España «nacional» y brotaron diálogos muy semejan tes al sostenido en la chabola de Salazar. Dichas determinaciones tendían a dotar al Ejército del Pueblo de bases incuestionablemente sólidas, habida cuenta de la prolongación de la guerra. «Todos los militares de carrera, incluidos los retirados o los que cumplían condena en las cárceles, se incorporarán a sus respectivas armas, y todos los hombres comprendidos entre los veinte y los cuarenta y cinco años aprenderán la instrucción.» En cuanto a las reuniones, lo mismo las de los locales de los partidos que las de los cafés, solían tener un final parangonable con el que tuvo la celebrada en el Alto del León.

«Incorporación de los oficiales profesionales.» Ello significaba que los detenidos del Seminario, entre los que figuraban los capitanes Arias y Sandoval, trocarían la cárcel por el cuartel; es decir, serían devueltos al punto de partida, ahora con el respeto un tanto supersticioso de los milicianos. «Instrucción obligatoria para los hombres de los veinte a los cuarenta y cinco años.» Ello significaba que los seglares, generalmente agrupados por oficios y aun por empresas, cada día antes del trabajo, a las siete de la mañana, se concentrarían en la Dehesa y, provistos de fusiles de madera, marcarían el paso y expelerían por la boca bolsas de aliento helado. Así se hizo y la Torre de Babel destacaba entre todos, mientras que los arquitectos Massana y Ribas, renunciando a posibles privilegios, formaban como el primero. Matías pasaba de la edad y se libró; no así Jaime, quien exclamó: «iUn poeta haciendo la instrucción!» En cuanto a Ignacio, la orden le afectaba de lleno, pero se negó a presentarse y decidió sin dilación sus planes de huida, de huida de Gerona.

«Reuniones y tertulias en los locales de los partidos y en los cafés.» Una de ellas podía servir, como siempre, de resumen: la que se celebraba periódicamente en el café Neutral. El protagonista volvía a ser Julio García, cuyo predicamento era mayor que nunca debido a sus viajes al extranjero en compañía de gente importante. Asiduos al café volvían a ser el cajero del Banco Arús, la Torre de Babel, Blasco, David y Olga, Casal y el coronel Muñoz. Y muchos comparsas, al fondo de los espejos. Últimamente, Julio había cobrado otra pieza: Murillo, jefe local del POUM, quien, en efecto, había llegado del frente de Madrid con un brazo en cabestrillo y aureola de héroe. Sobre las mesas flotaba, además, el nostálgico recuerdo del camarero Ramón, el cual, a raíz de la expedición Bayo, cayó prisionero en Mallorca.

El día en que la aviación alemana hundió el
Kommsomol
, el barco ruso, conmoviendo con ello la opinión pública, Julio tuvo en el Neutral una «actuación» —así definía ahora doña Amparo las intervenciones de su marido— memorable. Por supuesto, el estado de ánimo del policía era el adecuado para sus dotes de deslumbramiento, pues la víspera habían partido de Gerona con destino a Rusia ciento cincuenta niños refugiados —Cosme Vila se salió con la suya, empujado por Axelrod— y se preveía para fecha próxima el envío a Méjico de otro contingente análogo, éste patrocinado por Murillo, en atención a que en Méjico se había refugiado Trotsky, es decir, el egregio jefe supremo de Murillo y del POUM. Julio García, que presenció en la estación la ceremonia de despedida, se había horrorizado. La expresión de los niños era alelada. En vano Axelrod y Cosme Vila los arengaban afirmando que Moscú los recibiría con los brazos abiertos, que la patria soviética los estaba ya esperando para adoptarlos y hacer de ellos hombres de provecho. Los niños, huérfanos en su mayoría, tiritaban en la estación. Tenían frío, no entendían de política y sentían en su diminuta entraña que tampoco en Rusia localizarían a sus respectivos padres, que era su mayor deseo.

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