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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (64 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Ignacio permaneció mudo, bajo las estrellas. Entonces mosén Francisco le habló del espíritu y de la voluntad.

—El espíritu es algo muy noble. Puede doblegarlo todo. Conozco a un ciego que, sin saber cómo, acierta cuando aparece el Arco Iris. De pronto señala con el índice y dice: «Ha salido el Arco Iris». Y anteayer asistí a un muchacho moribundo, que me entregó todo su dinero para que lo hiciera llegar a manos del miliciano que lo detuvo y que ahora está enfermo.

Ignacio se irguió un poco en la silla. El primer ejemplo le interesó; el segundo le incomodó, sin saber por qué.

—¿Qué tiene que ver eso con el espíritu? Déjeme pensar en hi procesión.

—Sí que tiene que ver. Amar al enemigo.

—¿Amarlo? ¿Ama usted a Cosme Vila?

—No. Pero es que yo soy un pobre diablo.

—¿Y yo he de entregar mi dinero al Responsable?

—Si éste cayera enfermo ¿por qué no?

Ignacio se excitó extrañamente. Siempre le ocurría eso cuando se enfrentaba con lo que a él le parecía virtud excesiva.

—Se lo ruego. No insista. Déjeme pensar en la procesión…

Se impuso un silencio mucho más largo que los anteriores. Ignacio encendió un pitillo y fue sintiéndose nervioso. Al cabo de unos minutos dijo, inesperadamente:

—¿Sabe que a veces creo que no podré aguantarme? Tengo ganas de abrazar a una mujer.

Mosén Francisco no se escandalizó, coma Ignacio hubiera deseado.

—No te lo vas a creer —dijo—, pero el día que Llegué a Barcelona yo abracé a una más de media hora.

—No sé lo que quiere decir.

—¡Bah! —cortó el vicario, haciendo un gesto. Luego añadió—: Una cosa te pido. Si caes en la tentación, levántate en seguida. Y, por supuesto, ocúltaselo a Ana María.

* * *

Pocos días después llegó Moncho. Llegó de Madrid. Primero visitó a sus padres, que estaban en Lérida —su padre era veterinario—, y luego, por encargo de su tío, don Carlos Ayestarán, estuvo en Madrid visitando el último Hospital de Sangre que se había constituido para los combatientes de las Brigadas Internacionales. Era un hospital enorme, bajo la dirección de un médico canadiense llamado Simsley. Lo bautizaron «Hospital Pasteur». Don Carlos Ayestarán, que sentía honda gratitud por la presencia de los internacionales en España, a través de Moncho se ofreció al doctor Simsley para garantizarle el suministro farmacéutico, siempre de acuerdo con el doctor Rosselló, éste en el Hotel Ritz. Moncho cumplió correctamente su misión. El muchacho había llegado a un inteligente acuerdo con su tío: ambos jugarían a cartas vistas. Moncho era «fascista» y lo sería hasta el fin. Don Carlos lo protegía por fidelidad familiar. En pago a esta protección, Moncho colaboraría con su tío sin traicionarle nunca, sin tergiversar una orden ni sabotearla. Si algún día decidía romper el compromiso, esconderse o pasarse al enemigo, se franquearía con su tío y en paz.

El recíproco mantenimiento de la palabra empeñada facilitó mucho las cosas respecto a Ignacio. Don Carlos fue el primero que, rubricando el comentario de Julio, le dijo a Moncho: «En la oficina hay un muchacho nuevo, de Gerona, con el que podrás conspirar. Dile que estoy contento con él, pero que no me haga nunca una trastada. Y si viene a cuento, hazle saber que me horroriza que alguno de mis hombres lleve sucias las uñas».

El encuentro entre Ignacio y Moncho fue más afortunado aún que el que tuvo lugar en el Alto del León entre Mateo y José Luis Martínez de Soria. Moncho era algo mayor que Ignacio, veintitrés años, y más alto. Estudiaba Medicina y entretanto hacía prácticas de anestesia en el Hospital Clínico. Su mirada era tan serena que a veces asustaba. Enamorado de la montaña, de las excursiones y de la nieve, su cabellera era de un rubio dorado, tostado por el sol de las cumbres. Siempre llevaba corbata blanca y zapatos negros. No buscaba contraste, sino compensación.

—Me han dicho que seríamos amigos.

—Eso espero.

—Te advierto que yo escucho a Queipo de Llano.

—Yo también.

Moncho fue la solución, incluso para lo referente al alojamiento de Ignacio. En efecto, las cosas se complicaron en casa de Ezequiel. Ignacio sorprendió por dos veces a Gascón acechando por la calle de Verdi en una camioneta de los café Debray y también a mosén Francisco, al salir de casa, le habían pedido la documentación con mal disimulada reticencia. Ezequiel les dijo: «O vivir separados, o morir juntos. A elegir».

Moncho le propuso a Ignacio:

—No te preocupes. Vente a mi pensión. La patrona es comprensiva… y guapa.

Fue coser y cantar. La pensión, barata pero limpia, estaba en la calle de Tallers. En tiempos fue de viajantes de comercio, pero ahora se nutría de conductores de camiones de gran tonelaje. La patrona aceptó a Ignacio y le destinó el cuarto contiguo al de Moncho, cuarto ventilado, en el que había un gran armario de luna. ¡Santo Dios! Ignacio llevaba unas semanas sin verse entero… Le pareció que había cambiado mucho. Se encontró a sí mismo «impersonal». «Lo mismo puedo ser soldado de Sanidad que empleado de un Banco.»

Desde el primer momento Moncho había intuido que Ignacio era un emotivo y que la soledad le afectaba. Necesitaba que las, cosas a su alrededor le acompañasen, le flanqueasen. Por eso le dijo:

—En cuanto te hayas instalado, vente a mi cuarto. Tomaremos café.

Ignacio no tardó ni diez minutos. Se limpió las uñas y, saliendo al pasillo, llamó con un silbido a Moncho. Éste abrió la puerta al instante e Ignacio se sintió halagado. Entró y se sentó en la cama de su amigo. Mientras éste preparaba el café, Ignacio lo observó. Moncho era huesudo, enérgico, de ademanes cortos y precisos.

—¡No me dirás que eres zurdo!

—¡Vaya! No lo puedo ocultar…

Sin saber por qué, incluso este detalle le gustó a Ignacio.

—¿Azúcar?

—Sí. Soy goloso.

Ignacio giró la vista en torno. La habitación de Moncho definía a éste. A la altura de la cabeza, la agresión de seis láminas anatómicas, entre las que destacaban otras tantas fotografías de las más altas montañas del mundo. Las láminas correspondían su afición por la Medicina, las montañas a su «escuela de endurecimiento» como él llamaba al alpinismo. Sobre la mesilla, el reloj de arena que Julio le vio en la Generalidad, cuando visitó a don, Carlos Ayestarán. Luego unas cartas de
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, un álbum filatélico. Todo allí tenía cierto aspecto mesurado, trazado a compás.

—¿Conoces mucha gente en Barcelona?

—Cinco o seis personas.

—Bastan para ir tirando.

Moncho era un hombre enamorado de la naturaleza, de todo lo que fuera natural. Su padre, veterinario, siempre le dijo que el dolor de los animales que curaba lo sentía como propio.

—¿Tu padre a qué se dedica?

—Es telegrafista.

—Ya. —Moncho reflexionó y añadió—: La profesión del padre Influye mucho, ¿no crees?

—Supongo que si.

Ignacio lo invitó a fumar y Moncho rechazó.

—¿Por qué has elegido Sanidad?

—Nunca sé muy bien por qué hago las cosas.

De pronto se sentían distanciados, pero luego volvían a unirse. Moncho hablaba despacio y miraba con frecuencia el reloj de arena. Ninguna fotografía de mujer en la habitación.

—Odio la guerra. ¿Y tú?

Ignacio contestó:

—Odiarla es poco.

—Algún día vendrás al hospital.

La dueña de la pensión llamó a la puerta y Moncho acudió a abrir. Habló con ella un momento y volviéndose le dijo a Ignacio:

—La señora te advierte que a los huéspedes les está prohibido tener radio.

En cuanto la patrona se hubo retirado, Moncho levantó una cortinilla de un rincón y le mostró un aparato picudo, disimulado entre libros.

Ignacio sonrió. Moncho no se parecía en absoluto a mosén Francisco ni a Mateo. Tenía el autodominio de aquél, pero no por razones sobrenaturales, sino por espontaneidad.

—¿Más café?

—¿Por qué no?

—Yo puedo tomar el que quiera y luego dormir como un bendito.

—¿Te gusta vivir en una pensión?

—Me he adaptado.

El café era bueno, Ignacio lo paladeó. Seguro que hacer café era otra de las cosas que la montaña le había enseñado a Moncho.

—¿Qué pico es aquél?

Moncho miró para arriba, a una de las fotografías de la cenefa.

—El Everest. —El sobrino de don Carlos añadió—: Allí no hay guerra civil.

Ignacio sintió que la imaginación se le disparaba y encontró placer en ello. ¿Por qué Moncho era tan metódico, y tan «cada cosa en su momento y en su lugar»?

—¿Tienes novia?

Moncho negó con la cabeza, cabeza como de madera, con los nervios y las aristas. Y de apariencia antigua.

—No la tengo, pero es como si la tuviera. Salgo con una muchacha mayor que yo, con la que me llevo muy bien.

—¿Cómo se llama?

—Yo la llamo Bisturí.

Ignacio no recordaba a nadie que diera tanta facilidades para ser interrogado.

—¿Bisturí?

—Sí. Es partidaria de la acción ¿comprendes?

—No, no comprendo… No sé a qué acción te refieres. ¿Dónde dejo la taza?

—Ahí mismo, en la mesilla.

—¿De veras no quieres fumar?

—Ahora sí. Gracias. —Moncho encendió el pitillo—. Pues sí… Bisturí comparte mis ideas y me ayuda.

—¿En qué?

—Me ayuda a vivir… y también a destrozar neumáticos. ¡Sí, no pongas esa cara! Neumáticos de los camiones que se van al frente. Yo le suministro ácido potásico y ella, en combinación con un chico que está en el Parque Móvil, lo inyecta en las gomas y éstas se corroen y de pronto se quedan plantadas en la carretera.

Moncho hablaba sin énfasis. Tenía una meta concreta y a ella se dirigía. Ignacio le preguntó:

—¿Sabes si tu… digamos Bisturí, podría enterarse de si una persona muy amiga está en la Cárcel Modelo?

—No sé decirte, pero se lo preguntaremos. ¿Cómo se llama esa persona?

—Emilio Santos. No, por favor, no tomes nota. Nada de papeles.

—Tienes razón —admitió Moncho—. Emilio Santos. Me acordaré.

Hablaron mucho rato aún. Moncho llegó de Madrid muy impresionado por las cosas que el doctor Simsley, el médico canadiense del Hospital Pasteur, le había contado de los combatientes internacionales. Entre ellos el número de toxicómanos era muy crecido y en general se comportaban como mercenarios en suelo extranjero. Pero de pronto parecía que querían equilibrar la balanza o reconciliarse con la vida y se convertían en héroes. «No es cierto que todos sean luchadores veteranos. Los hay que no habían disparado un tiro en su vida.» «Lo que más ha impresionado al doctor Simsley es su aguante en el hospital. Son fatalistas y un poco niños. Una palabra amable, ¡incluso un caramelo!, y soportan las curas sonriendo. Exceptuando, claro está, a los que te dicen: Doctor, si no me cura usted lo mato.»

Ignacio observó que Moncho tocaba los más diversos temas alterando apenas el tono de la voz. Probablemente lo hacía por educación. Moncho se lo aclaró:

—Nada de educación… Es que ya sabes cuál es mi trabajo en el Clínico: anestesista. ¿Te haces cargo? Un poco de éter… y todos iguales.

Ignacio miró una vez más la angulosa cara de Moncho y luego su corbata, blanca, y sus zapatos, negros.

—Si tan escéptico eres, ¿por qué has tomado partido en la guerra?

—Por comodidad… Quiero ser médico, ¿entiendes? Los militares suelen garantizar el orden público; de modo que si ellos ganan podré estudiar en paz.

—No sé si hablas en serio o en broma.

—¡Bah! Soy un hombre sin complicaciones.

—¿A qué lo atribuyes?

—A haber vivido mucho en los pueblos.

—Yo siempre he vivido en la ciudad.

—Es un error.

Ignacio volvió a girar la vista. Las láminas anatómicas le herían los ojos, sobre todo las de color rojo. Una de ellas representaba el cerebro dividido en compartimientos, y se acordó de la observación de su padre: «¿No está tapado el cerebro? Por algo será…»

Moncho le dijo que, según cuales fueran sus planes, tal vez le conviniera a Ignacio hacer en el Clínico algunas prácticas sobre vendajes, inyecciones, corte de hemorragias, etcétera. Ignacio le dijo: «Claro que me convendría. Pienso pasarme a los nacionales».

—Ya…

Moncho se quedó súbitamente serio. Sus cabellos eran dorados y su mirada serena. Con la mano izquierda —era zurdo— se sacó el pañuelo y se sonó.

Ignacio, de sopetón, le preguntó:

—Otra cosa, si no te molesta. ¿Crees que el hombre es libre? Moncho lo miró:

—No le preguntes esto a un anestesista. —Marcó una pausa y añadió—: Nos rodean fuerzas secretas ¿comprendes? Ignacio reflexionó.

—¿Crees que vivir vale la pena?

Moncho dobló el pañuelo y se lo guardó. Luego contestó:

—El protestantismo opina que sí.

* * *

Ana María… Ana María, al recibir, en casa de sus protectores, Gaspar y Charo, la llamada telefónica de Ignacio, entendió que vivir valía la pena. Mantuvo el oído al teléfono hasta mucho después que Ignacio colgara; y luego, pese a su color negro, apretó el auricular contra su corazón.

Poco después los dos muchachos salieron juntos, como antaño, como aquel verano en San Feliu de Guixols. Salieron aquella misma tarde, en cuanto en la oficina de Sanidad dieron las siete y en cuanto Gascón, de guardia en la puerta, le dijo a Ignacio, al ver pasar al muchacho: «Salud, curita…» Ignacio seguía sin querer decir «Salud». Decía «suerte» o hacía un ademán ambiguo.

Ignacio esperó a Ana María en el lugar convenido, cerca del domicilio de la muchacha. La esperó entre los quioscos de libros de las Ramblas, que seguían repletos de fotografías de prohombres de la revolución. Ana María apareció con toda puntualidad, vestida como una modistilla.

—¿Trajiste contigo los ojos?

—Valiente pregunta… ¿No los ves?

Luego saldrían otras muchas tardes y el encuentro sería siempre el mismo: dos miradas que se funden, timidez y necesidad de elegir las palabras.

Ignacio, cansado de la monotonía de la oficina y de su esfuerzo para escribir «Milicias Antifascistas», proponía siempre a Ana María lugares pintorescos para darse las manos, mirarse y gozar. Por ejemplo, las salas de billar, donde nadie le diría «curita», o el Parque de la Ciudadela, en el que mosén Francisco instaló su «confesonario» o, con más frecuencia aún, los andenes del Metro. En efecto, bajaban al andén de cualquier estación del Metro poco concurrida y allí se sentaban, viendo pasar sin prisa trenes y más trenes. La llegada del convoy, con el faro delante, era tan inevitable y tan exacta que ello confería a sus relaciones, por unos minutos, una curiosa seguridad. Sí, nada había tan cierto, tan previsible como el regreso de los convoyes del Metro. «El Metro es como tú —le decía Ana María a Ignacio, jugando con los dedos del muchacho—. Se va, pero vuelve.»

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