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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (61 page)

BOOK: Un millón de muertos
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En ese día, Julio García, que se presentó en el Neutral exhibiendo un pintoresco mechero francés, de madera, en forma de tapón de champaña, echó el resto. Entre bromas y veras, dirigiéndose por turnos a cuantos le escuchaban, fue desmontando con implacable rigor los motivos de optimismo de que su auditorio estaba animado, especialmente a raíz de la victoria de Guadalajara.

Empezó refiriéndose a la llamada de nuevas quintas, estimando que tal medida engrosaría el número de combatientes, pero no su calidad. En su opinión, eran tantos los «fascistas» que se incorporarían, aparte los descontentos y los
bon vivants
, que el sabotaje, ya abundante, aumentaría en un ciento por ciento. «¿Os imagináis a los sobrinos de don Jorge de Batlle con un fusil en la mano? ¿O a los cuatro hijos del delegado de Hacienda, “paseado” el 18 de julio? Prefiero no pensar en ello, porque la sangre de los valientes milicianos que lucharán en las proximidades de esos caballeros me horroriza…»

—Y lo mismo cabe decir —añadió Julio, acariciando entre los dedos de la mano derecha una enorme copa de coñac vacía— de la incorporación de los militares jubilados ¡o encarcelados! Con permiso de quien haya firmado el decreto, y con permiso del coronel Muñoz, aquí presente, eso será
la monda
, para usar una expresión que encanta a Fanny, a mi querida tigresa Fanny. ¡Es tan fácil enviar un pelotón a tal cota en vez de a tal otra, desorientar a la artillería propia, olvidarse de pedir municiones! Parte de dichos oficiales serán enviados a las fábricas de armas; de acuerdo. Me parece estar viéndolos. Uno limará la cabeza de los punzones percutores para que no hieran el fulminante, otro desviará el punto de mira, otro… ¡qué sé yo! Las piezas saldrán para el frente con retraso y hechas cisco; y en cuanto nuestros queridos Gorki, Teo y el propio comandante Campos intenten hacer uso de ellas, o no funcionarán, o estallarán allí mismo, o se convertirán en saltamontes. Cualquier cosa, menos hacerle un rasguño al enemigo, al que
El Proletario
sigue llamando «traidor» y «rebelde».

El coronel Muñoz, en quien convergían las miradas, se creyó en la obligación de decirle a Julio que estaba exagerando. En primer lugar, sin mandos era imposible seguir la lucha. En segundo lugar, no todos los oficiales llamados eran fascistas ni muchos menos. En tercer lugar, un ejército —contando, claro está, con un mínimo de disciplina— era un engranaje que obligaba por automatismo a obedecer, que obligaba incluso a muchos individuos que en su fuero interno tenían la intención de resistirse a ello.

—No creo necesario exponer ejemplos ni dar nombres de oficiales y soldados que por equis circunstancias se vieron alistados en el Ejército de la República, y que, pese a sus ideas contrarías, han cumplido como los buenos. —El coronel Muñoz marcó una pausa y agregó—: Y, desde luego, mi tesis es válida para el Ejército enemigo. Con los «rebeldes», y perdonen la palabra, luchan ¡y obtienen medallas militares! hombres que de corazón están con nosotros.

Julio García depositó en la mesa, cuidadosamente, la copa de coñac vacía.

—¿Existe en nuestro Ejército ese mínimo de disciplina que mi querido coronel Muñoz ha juzgado indispensable?

El coronel vaciló.

—Quiero suponer que sí —dijo—. De lo contrario, no creo que hubiéramos salvado Madrid ni que hubiéramos resistido en el Jarama y en Guadalajara.

Los arquitectos Massana y Ribas estaban un tanto asombrados. El lenguaje del coronel no era el mismo que éste empleaba en la Logia Ovidio. Supusieron que no quería hacerse impopular y respetaron su actitud. Con todo, prefirieron cambiar de tema y, dirigiéndose a Julio, le preguntaron por la repercusión de la guerra española en el extranjero: en Francia, en Bélgica, en Inglaterra…

—Usted, Julio, que llega de esos países, ¿qué nos cuenta? ¿Qué dice aquella gente?

Esta vez Julio se encontró más a sus anchas.

—De Bélgica no puedo hablar —admitió modestamente— porque sólo estuve allí de paso. Pero sí puedo hablar de Inglaterra y de Francia… ¡y hasta de Holanda! ¡Ah, es preciso aceptar los hechos! Nuestra guerra interesa en esos países casi tanto como en España y, en cierto sentido, más aún. Quiero decir que sería fácil encontrar franceses e ingleses mucho más enterados que cualquiera de nosotros de lo que aquí ocurre… ¡No exagero, señores! ¿Qué sabemos, por ejemplo, los gerundenses? Que comeremos muchas lentejas, que José Antonio Primo de Rivera descansa en paz y que en Madrid los Internacionales se emborrachan que da gusto. ¡En París y en Londres están enterados incluso de que los comunistas quieren acabar con Prieto y de que el jefe de la GPU en España se llama Orlov! Sin embargo, la gran sorpresa la tuve en Holanda. ¿Cómo les diré…? Es difícil de explicar. No nos comprenden. El conserje del hotel, ¡un holandés sin bicicleta!, me preguntó: «Perdone usted. ¿Qué es un fusil?» A Fanny, que tenía la amabilidad de acompañarme a todas partes, le preguntaban: «¿Por qué los españoles tienen la sangre tan caliente?» ¡Bueno, Fanny se reía! En resumen, la verdad es ésta: nos consideran unos monstruos.
Voilà
. Los holandeses no sólo no comulgan —y pido perdón por la palabra— con las teorías proletarias, sino que aspiran a que los escasos proletarios que quedan en la nación pasen a ser burgueses.

Se oyó un murmullo. Antonio Casal, el más interesado por aquel aspecto de la cuestión, intervino, objetando que tal vez esa aspiración fuera corriente entre los conserjes de hotel holandeses, pero que sin duda no lo era entre los ciudadanos británicos. El jefe socialista continuaba hipnotizado por todo cuanto se refiriese a Inglaterra.

Julio García hizo una mueca de condolencia.

—Lamento, mi estimado amigo Casal, tener que desilusionarle. Lo de Inglaterra es peor.

—¿Cómo que es peor?

—No exagero, no exagero en absoluto. Inglaterra está deseando cada vez más que Franco gane… ¡Les pido perdón, señores! Inglaterra quiere que Franco gane porque si ganáramos nosotros —es decir, Stalin— les peligraría Gibraltar.

Casal se indignó, y también David y Olga. Pero Julio soltó una carcajada y nadie supo si hablaba en broma o en serio.

Luego el policía suscitó el tema de las armas decisivas.

—Ya conocéis mi opinión. Es muy bonito ver a esos vejetes —y no lo digo por ti, barbero Raimundo— aprendiendo la instrucción en la Dehesa, a las siete de la mañana. Pero con eso no disminuiremos la incesante entrada de tanques alemanes en la zona franquista, tanques más pequeños que los rusos —los rusos son catedrales—, pero de una movilidad que ya, ya. Y tampoco se neutralizará el efecto de los gases asfixiantes que de un momento a otro saldrán de Nápoles con destino a Cádiz.

Era la manía de Julio. Asustaba al auditorio con el pronóstico de armas terroríficas, al modo como, en Pamplona, mosén Alberto asustaba a las monjas con visiones ultraterrenas.

—En París, tuve una entrevista con el profesor Risler, sabio francés que se nos ofreció para montar en Barcelona una fábrica antigás, y con un colega suyo que pretende haber descubierto un nuevo asfixiante. Eso es positivo, creo yo, y no mandar pobres criaturas a Moscú, a tocar la balalaica. Hacen falta cerebros. Alguien que descubra la gasolina sintética o la fórmula para provocar niebla artificial. ¡Si alguno de ustedes pudiera ofrecer una patente! ¿Usted, coronel Muñoz? Lástima… ¿Y ustedes, mis queridos arquitectos? ¿Tampoco? ¡Qué contrariedad! ¡Estoy autorizado para pagar bien! ¿Qué haremos, pues? Está visto que en Gerona no hay cerebros. ¡Camarero, un buen café! ¡Huy, olvidaba que tampoco hay buen café!

A las dos horas de tertulia los ánimos estaban exaltados. Murillo escuchaba a Julio acariciándose el bigote de foca con su sola mano útil. El coronel Muñoz se clavaba sin querer las uñas, porque entendía que Julio daba en el blanco. En cuanto al cajero del Banco Arús, pensaba que el policía debía de tener las espaldas bien guardadas para atreverse a emplear públicamente tan desconsiderado lenguaje.

David intervino.

—Entonces, ¿usted qué haría para ganar la guerra?

Julio hizo rodar sobre la mesa el mechero-tapón de champaña y luego se acarició los muslos. Por fin contestó:

—Muy sencillo… Buscaría una persona, o dos, dispuestas a morir.

Todo el mundo quedó perplejo y Casal exclamó:

—¡Hay millares de personas dispuestas a morir!

Julio asintió con la cabeza.

—Ya lo sé… Pero yo me refiero al suicidio, que es una cosa más desagradable. ¡Escúchenme! Necesitaríamos alguien…, ¿cómo lo diré?, dispuesto a trasladarse a la otra zona y matar a Franco y a Mola. ¡Eso, señores, sería un golpe! Se lo digo yo. Un suicidio pero un golpe. Un golpe perfectamente factible… Eso, señores, sería paralizar a distancia los motores del enemigo.

Hubo un momento de estupor. Quien más quien menos admitió que aquello era el Evangelio. En efecto, si alguien se suicidaba para inmovilizar un tanque, ¿cómo nadie lo haría para…? ¡Curiosa coincidencia! Julio hablaba de este modo apenas una semana después de que Montesinos, en el Alto del León, a la luz del Petromax, insinuara algo parecido.

David miró con fijeza a Casal y luego se dirigió al policía.

—¿Por qué no se encarga usted de eso personalmente, Julio?

Julio no se inmutó. Negó con la cabeza, sonriendo.

—¡No, no! Por desgracia, no tengo pasta de héroe… Además, ¿qué diría mi mujer? No, de ningún modo. No puedo hacerle esa trastada. Sin contar con que… Franco y Mola son personas, ¿no? Son militares, pero personas. ¡Ah, si Teo no fuera exclusivamente fuerza bruta! —Julio se dirigió a Casal—. Por supuesto, la persona idónea debe reunir una serie de cualidades: inteligencia, entusiasmo, atractivo personal… —Al decir esto, como tocado por una idea repentina, se volvió en dirección a Olga—. Olga, ¿qué le parecería si…? ¿No podría usted encargarse de eso, Olga?

Olga se quedó rígida y entendió que aquello era una broma de mal gusto. No sabía si levantarse y salir del café, o si pegarle un bofetón a Julio. Por fin barbotó:

—Es usted un insolente.

Julio se multiplicó en los espejos.

—No sé por qué habla usted así, Olga. Al fin y al cabo, se trata de un servicio, ¿no? Y hay precedentes de mujeres heroicas…

David estaba hecho un basilisco. Iba a decir algo, sin duda algo enérgico, a juzgar por el temblor de su mentón; pero he ahí que Murillo, desde su silla arrinconada, terció inesperadamente en la conversación:

—¿Cree usted, señor Ciencias —le dijo a Julio, en tono socarrón—, que yo reuniría condiciones para este asunto?

Todo el mundo miró al discípulo de Trotsky. Murillo parecía hablar en serio. Era el jefe del POUM, y se había curtido en los frentes de Teruel y de Madrid.

Julio hizo un gesto. Luego devolvió al bolsillo el mechero francés y, por último, dijo:

—Lamento, amigo Murillo, contestarle que no, que no creo que reúna usted condiciones.

—¿Por qué?

—Porque para aterrizar en Salamanca hace falta ser valiente y usted no lo es. ¡Oh, no se sulfure! Un valiente —y perdone la alusión— no se dispara así mismo en la mano, como usted hizo en Madrid, para poder venirse al Neutral a tomarse unas copitas con los amigos.

Capítulo XXVII

La guerra larga repercutió también en los Alvear, lo mismo en la familia de Gerona que en la de Burgos, que en el último representante que quedaba de la de Madrid: José.

José Alvear se enteró de la muerte de su padre, Santiago, pero por más que hizo no pudo localizar el cadáver, sepultado junto con otros muchos en una zanja del frente de Madrid. El muchacho se enfureció, miró al cielo con ira —luego se preguntó quién había allá arriba, responsable de su orfandad— y por último decidió hacerse dinamitero. Él y el capitán Culebra habían visto por Madrid a unos hombres forzudos que llevaban una gran mecha amarilla cruzándoles el pecho y al preguntar por ellos supieron que eran «dinamiteros», nuevo tipo de combatiente surgido a raíz de la estabilización del frente de Madrid. Buena cosa le pareció a José ser dinamitero, habida cuenta de que ansiaba vengarse del mundo. Horadar la tierra y ¡pum! hacerla estallar. Fue admitido, junto con el capitán Culebra, y en el momento en que la yesca amarilla, amarillo de espiga, les cruzó el pecho, ambos se sintieron importantes.

Guerra de minas… El general Miaja había decidido abrir galerías subterráneas para hacer volar las posiciones enemigas de la Ciudad Universitaria. Mineros asturianos y extremeños se constituyeron en capataces e iniciaron la tarea. El alcantarillado de Madrid, la electricidad a pie de obra y el personal especializado en perforaciones facilitaron la labor. ¡Guerra de minas! Pronto José Alvear y el capitán Culebra avanzaron como topos por debajo de tierra, como si buscaran tesoros o vetas de felicidad. Los «nacionales» habían de tardar mucho en dar la réplica, en disponer de la técnica necesaria para abrir contragalerías. De momento no podían sino colocar en los lugares amenazados «soldados-escucha», cuya misión era oír… ¡y de pronto saltar hechos pedazos! Las escuadras que dichos soldados formaban fueron bautizadas «escuadras del sacrificio». En su mayor parte se componían de legionarios que se relevaban dramáticamente, y por sorteo, cada cuarto de hora.

Consecuencia de la guerra larga… Cuando una mina había volado, José Alvear se escupía en las manos y salía a la superficie. Allí, en compañía de sus camaradas ¡o de Canela, que a diario le hacía una visita! —desde el hospital podía ir al frente en tranvía—, se entretenía en criticar a los rusos hospedados en el Hotel Bristol, en ponerles motes a los monumentos de Madrid, tapados para protegerlos de los bombardeos —a la Cibeles la llamaban «la Pudorosa» y a Neptuno «el Emboscado»— o bien en distinguir con el estampido la procedencia de los morterazos. «Este es de Franco. Este es nuestro.»

Canela significaba para José Alvear la alegría. La muchacha nunca olvidaba llevarle un bocadillo —«¡puá! —exclamaba José—, ¿esto qué es: carne de rata o de fascista?»— ni darle un beso que mataba de celos a todos sus camaradas. El capitán Culebra le decía: «Deja a este mamarracho y vente conmigo. Pásate a mis
líneas
». Canela negaba con la cabeza. «Mientras lleves esa caja con tu asqueroso animalito, ni soñarlo.»

En Burgos, el desenlace de la batalla de Guadalajara había infundido nuevos ánimos a Paz Alvear. Ello y la noticia que le dio Venancio, su jefe inmediato: «Están al llegar quinientos bombarderos rusos. Los mandan por barco, desmontados. ¡Se armará la gorda!»

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