Un millón de muertos (58 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Pronto la casa fue un desfile constante de antiguas amigas de la madre de Marta, en su mayoría esposas de militares. Acudían a saludarla y a darle el pésame por su viudez. La madre de Marta lloriqueaba sin consuelo, pensando que, si en vez de pillarles el Movimiento en Gerona los hubiera sorprendido en Valladolid, en aquellos momentos su marido se encontraría luchando como un bravo en cualquier frente. La injusticia del azar y de la geografía era sabida, vieja historia, pero no por ello dañaba menos a quien la padecía en su carne. A Marta le dolían, quizá por encima de todo, las reticencias que observó en algunas preguntas alusivas al modo como se produjo la rendición en Gerona.

Cuando Marta se enteró de que la mandamás, o casi, de la Sección Femenina, era María Victoria, la novia de José Luis, se personó en la Jefatura, y en cuestión de quince minutos se encontró con el nombramiento de Delegada Provincial de Auxilio Social, con la misión de atender a las necesidades de la retaguardia, en tanto el frente Norte permaneciera quieto, y de trasladarse a primera línea cuando se iniciara la ofensiva, al parecer, inminente, sobre Bilbao. María Victoria le dijo: «No sabes la emoción que produce ir entrando en los pueblos liberados. Es un espectáculo inolvidable… incluso para mí, que me olvido de todo».

La jovialidad de María Victoria había de resultar refrescante para Marta. Su «futura cuñada» se comprometió a desarrugarle la frente en menos de un mes. «En menos de lo que dura un cursillo de alférez.» Para empezar, la peinó de otro modo, le colocó un par de brazaletes, le colgó del pecho, junto a las flechas bordadas, un minúsculo librito para autógrafos que era una preciosidad, y le dijo: «En la Sección Femenina tenemos reputación de feas, ya lo sé. Pero es un bulo que hace circular Stalin, un sabotaje. Demuestra por ahí que es un sabotaje y empieza por pintarte los labios con este lápiz llegado directamente de París».

María Victoria tenía los ojos verdes. Le cambiaban a cada instante, pero ella afirmaba que los tenía verdes. También Marta tuvo que pagar el tributo: María Victoria le pegó en el dorso de la mano el chicle que estaba masticando. El padre de María Victoria era militar, teniente coronel de Artillería. Andaba por Oviedo. Era un hombre tranquilo, apegado a lo tradicional. Si Ezequiel profetizaba, el padre de María Victoria hacía lo contrario: citaba constantemente el pasado. La chica le dijo una vez: «Papá, te contradices tan a menudo que contigo es más difícil adivinar el pasado que el futuro».

María Victoria quería mucho al hermano de Marta, a José Luis. Cuando Salazar y otros camaradas se reían de él y lo llamaban Kant porque no cesaba de estudiar, María Victoria se unía al coro, pero por dentro estaba convencida de que el muchacho llevaba en su interior una de esas fuerzas arrolladoras que no defraudan más que en caso de muerte. Lo quería tanto, que con la excusa de acompañar a Marta le dijo a ésta:

—Anda, vamos al Alto del León. Ese camión de ahí sale dentro de un cuarto de hora. Pero… ¡arréglate un poco, por favor! ¿A ver las uñas? Limpias, naturalmente. Pero ¿qué opinarías de un poquitín de esmalte, nada más que un poquitín? ¡Hale, obedéceme, que soy jerarca!

Prefirieron ir ellas al frente, mejor que esperar a que Mateo y José Luis obtuvieran permiso. La madre de Marta les dijo:

—Por lo menos, traedme a José Luis. Es el único varón que me queda…

El camión salió. Ruta castellana. «¡Alistaos en la Falange!» «¡Coñac Domecq!» Piedra gris, cielo lejano y el frente cerca. A la altura de los pájaros silbaba un viento helado que hacía exclamar al conductor del camión: «¡Contadme algo, chicas! ¡Algo subido de tono! Me estoy helando…» A María Victoria le gustaba viajar en la cabina de un camión. Por un rato la hacía sentirse hombre.

La llegada de las dos muchachas al Alto del León fue apoteósica. Quien más quien menos, toda la centuria llevaba allí unas semanas sin ver a una mujer. Un enjambre de astrosos, hediondos y barbudos moscardones rodearon en un instante el camión, y Marta temió que las mantearan.

—¡Pellízcame, que veo visiones!

—¡Oye, pinche! ¿Qué día es hoy?

—¿Las sorteamos o qué?

—Guapas…

—¡Reguapas…!

—¡Ay, María Victoria…! Que te conozco…

—¿Y la otra quién será?

La otra era Marta. Feliz porque a última hora se había aplicado un poquitín de esmalte en las uñas. Feliz porque aquellos hombres, en los que todo era auténtico, desde los lamparones del capote hasta el tufillo a paja quemada, y a sardinas de aceite, les hacían tanto caso. Feliz porque de pronto un gigante fofo se plantó ante ellas y cuadrándose les dijo: «Sin novedad, mis generales». Era Salazar, que llevaba ya ocho días reintegrado a su puesto sin haber dado la mínima explicación sobre el frustrado intento de liberar a José Antonio. Sus camaradas lo habían acosado en todas las formas imaginables y la respuesta del alférez había sido invariable: «No hubo suerte». Mateo había dicho: «Si supiera que es cierto lo de la borrachera en Sevilla, no me importaría pegarle un tiro».

Salazar se disponía a invitar a las dos chicas a tomar café en su feudo, pero no le dio tiempo. Los falangistas habían organizado un desfile en regla por delante de Marta y de María Victoria. Un cabo gastador abría la marcha, llevando un corneta a su lado. Después, la tropa, formada de a tres, marcando el paso y cantando: «
Si te quieres casar con las chicas de aquí, tendrás que irte a buscar capital a Madrid
».

—Vista a la derecha… ¡mar!

Terminado el desfile, fueron acompañadas a la posición avanzada que ocupaban José Luis y Mateo. Los dos hombres y las dos mujeres temblaron y luego se abrazaron con efusión. Las palabras no bastaban. Ni los ojos.

José Luis preguntó como pudo:

—Pero… ¿dónde está mamá?

—Mamá se ha quedado en casa —le informó Marta—. Hemos supuesto que te darían permiso para bajar con nosotras…

—Sí, supongo que sí.

Las preguntas se interferían. ¿Cómo estaba Pilar? ¿Cómo estaba Ignacio? ¿Y Gerona, y los Pirineos y el mundo? ¿Barco italiano? ¿Guatemala? ¿Tánger? Pero ¿qué diablos hicieron?

—No vale viajar tanto… Luego os pareceremos unos palurdos.

—Y que lo digáis… ¡He conocido a un italiano! Además, es guapo y se llama Salvatore…

—¡Vaya!

José Luis había rodeado con sus brazos el cuello de su novia, la hermosa María Victoria, y la apretaba contra sí. Mateo quería hacer lo propio con Marta, pero no se atrevía.

—Nada de palurdos —dijo Marta, después de una pausa—. Nada de eso. Al contrario. Nos parecéis los mejores hombres del mundo y luego os pediré vuestro autógrafo para un librito que me han regalado. Nos parecéis… ¡qué sé yo!

No quisieron emocionarse demasiado. Los dos muchachos procuraron hacerlas vivir en pocos minutos una síntesis de lo que era la parte activa del frente. Les facilitaron un casco a cada una. Marta tenía pequeña la cabeza y el casco se le hundió hasta el cuello. Luego, les dieron un fusil y las condujeron a las aspilleras, para que dispararan simbólicamente, por lo menos una vez. «Los rojos están allí, detrás de aquella loma. ¿Veis el humo?» María Victoria no acertaba a sincronizar la culata del fusil con su hombro, mientras que Marta acertó de buenas a primeras. «Mi padre me enseñó.» Luego les hablaron de la reducida, cerrada vida que llevaban allí. «La baraja, los candiles, el Petromax, el frío, el correo, el camión…» Marta añadió: «Las discusiones, los celos, la nostalgia, ¡las madrinas!» José Luis concluyó: «Y los pensamientos».

Las dos muchachas sentíanse como protegidas, vivían con rara plenitud la sensación de que alguien velaba por ellas y por España. De que aquellos hombres, en lo alto de aquel monte, se sacrificaban por un ideal que algún día sería grandioso, iluminador. «Arma al brazo y en lo alto las estrellas.»

—¿Un cigarrillo?

—¡Claro que sí!

María Victoria se sacó del bolsillo una minúscula pipa.

—No os asustéis. Me la regaló una chica alemana. Es estupenda.

Llegó Salazar y, al ver la pipa de María Victoria, sintió que su inmensa cachimba era ridícula y la escondió.

Las sombras llegaban al Alto del León, a toda la patria. Llegaban de no se sabía dónde y se ignoraba con qué finalidad. Lo mismo oscurecían los corazones que le permitían al hombre el necesario descanso. A ras de los pájaros el viento silbaba más y más, tanto más cuantas más sombras llegaban de no se sabía dónde.

Fueron llegando falangistas, más falangistas. Aquello era una conmoción. Pero ya no decían «guapas» ni proponían sortearse a María Victoria y a Marta. Y era que Mateo había encendido una hoguera a cuyo resplandor la vida de cada uno se incendiaba en deseos de ser útil. Las dos chicas echaron ramaje seco al fuego y éste subió con inmenso sufrimiento. Y ése fue el instante elegido por Salazar para iniciar el
Cara al Sol
. Y rompió a cantar. Y todos se le unieron. ¿Por qué, Señor, los ciegos no veían? Algo bailoteaba delante de los ojos. No se sabía si eran chispas de fuego, copos de nieve o el remordimiento de Salazar cortado en pedacitos.

* * *

Otra persona que no reía con
La Ametralladora
era Paz Alvear, domiciliada en Burgos, calle de la Piedra, 12, en cuya cabeza, pelada al rape, empezaba a asomar la pelusilla. Su novio era de Logroño y trabajaba en Telégrafos, como el padre de la chica. De ahí que, a veces, antes del 18 de julio, cuando todo en la tierra era felicidad y cuando el muchacho ardía en deseos de comunicarse con Paz, lo que hacía era enviarle un telegrama. El propio padre de la chica lo registraba sonriendo y acto seguido el repartidor salía zumbando con su bicicleta a llevárselo a Paz a domicilio.

Paz Alvear formaba parte del espionaje en zona «nacional» que «La Voz de Alerta» quería descoyuntar. También su madre. Hasta ese momento poca cosa pudieron hacer, aparte de lo propio del Socorro Rojo, especialmente repartos de víveres entre amigos de su padre, de la UGT, que estaban escondidos. Pero, de repente, su jefe inmediato en Burgos, que era un guarnicionero llamado Venancio, les dijo: «Es la ocasión». Y les propuso un trabajo para cada una. Paz podría salir con una cajita colgada del cuello a vender tabaco, cerillas, chicles, piedras de mechero, etcétera, sobre todo por los cafés frecuentados por militares y ESCUCHAR… Su madre debería procurar introducirse como mujer de limpieza en algún centro oficial o en el domicilio de algún jefe ¡y llevarse los papeles de las papeleras…!

—Los fascistas atacarán ahora Málaga y me temo que no podremos defender la plaza. Pero el Sur es secundario. Lo que importa es que se estrellen cuando intenten atacar a Bilbao. Así pues, alerta con todo lo que se refiera al frente Norte. —El guarnicionero se dirigió a Paz—. No olvides que te lo pedimos en memoria de tu padre.

Venancio se había enterado del sacrificio del agente de Zamora, del doble de Dionisio. Pero tampoco conocía a éste, al Dionisio real. Sólo sabía que era joven, que detestaba los Partidos políticos y que amaba los Sindicatos. En cuanto a las dos mujeres, sólo en Una ocasión habían oído hablar de Dionisio.

La madre de Paz tanteó el terreno, pero de momento fracasó. Las mujeres de limpieza debían ser de confianza… En cambio, Paz empezó en seguida con su trabajo, cuyos preparativos la emocionaron como si de la finura de sus oídos dependiera el futuro del mundo. «Bésame en las orejas, madre.» Se cubrió la cabeza con un pañuelo alegre y luego, delante del espejo, dudó entre maquillarse de niña boba o de chica frívola. Optó por esto último. «A los militares les gustan las cejas alargadas con lápiz y las pestañas con mucho
rimmel
.» ¡Adelante, pues! Paz se miraba. Se sabía atractiva, pero odiaba el sufrimiento. El lavabo en que se arreglaba era pobre como un dedo sin uña.

La cajita repleta, colgada del cuello por una correa larga que no le molestara en el pecho: «¿Estoy bien así?» Casi se rió. Su madre movió la cabeza. «Hija, qué barbaridad. Si pareces otra cosa…»

No importaba. Paz hacía aquello por su padre, por su novio, por el Socorro Rojo y la UGT, y para ganar la guerra. Bajó con cuidado la escalera. «¡Claro que ganaremos! Cuando los alemanes e italianos ataquen a Bilbao, se llevarán un susto de órdago.»

En cuanto Paz llegó a los cafés céntricos, su cerebro rompió a hablar:

—«No sé si serviré yo para eso… ¡Militares! Y falangistas y moros. Huelen a… “¡Tabaco, cerillas…! Sí, señor. Son diez con cuarenta…” Si alguien me reconoce… ¡Ametralladoras! ¿Qué están diciendo? Nada, no oigo… “¡Tabaco, hay tabaco!” Nada que hacer, alférez… Te crees guapo. Si te vieras como te veo yo… A ver si me entero de algo. Mi padre quiere que me entere de algo. “¿Falta tabaco? ¡Señores, hay chicles…!” ¡Bah, cuánto chismorreo! Que si el comandante, que si el coronel… ¡Claro que ganaremos! En Málaga, no; pero en Bilbao… “¡Tabaco!” Bueno, aquí no hay nadie. Me voy a… “¿Cómo? Sí, hay cerillas.” Retratos de Franco, retratos, retratos. Claro, los retratos que tenían preparados para la ocupación de Madrid. Empieza a refrescar. O será que no he tomado nada caliente… Aceite de ricino os querría yo vender.»

Al cabo de dos horas, Paz estaba agotada y muerta de frío. Entró en el café Colón. Se fue a los lavabos y allí, sola y rodeada de losetas blancas, se echó a llorar. Las gotas le caían sobre los paquetes de tabaco. Su turbación era grande y al no saber por qué lloraba, se entristecía más aún. Su padre fue cliente asiduo de aquel café. En aquellas mesas, sobre todo, en las del fondo, jugaba a menudo a las cartas. Paz salió del lavabo y en la puerta contigua, gemela, leyó
Caballeros
. Sin duda su padre había empujado muchas veces aquella puerta, pues cuando jugaba o cuando discutía se ponía muy nervioso. Paz sorteó las sillas y, saliendo a la calle, tomó la dirección de su casa. Se llevó a la boca un chicle de los que vendía, pareciéndole que el sabor inicial la mareaba.

Desde muy lejos vio su casa, el balcón humilde, las persianas. Aquélla era su calle, en ella transcurrió su infancia y por ella le llegaron todas las penas y también alguna que otra mariposa alegre. En las paredes de todas y cada una de aquellas fachadas, la niña había jugado a la pelota: «Regular, sin mover, sin reír, una mano, la otra…» ¿Por qué, ya siendo niñas, decían
sin reír
? ¿Lo dirían también las niñas de «los fascistas»?

Paz subió la escalera y entró en su casa. Estaba agotada. Su Madre había salido. Pasándose la correa por encima de la cabeza se liberó de la cajita, que dejó sobre una silla. Acercándose a un espejo pequeño que su padre utilizaba para afeitarse, Paz se quitó el negro de las cejas y el
rimmel
de las pestañas. ¡Si pudiera quitarse el negro del alma!

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