Un millón de muertos (91 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Capítulo XLI

Mateo, al salir de la Academia de Ávila, en la que aprobó con dignidad los cursillos de alférez, fue destinado al frente de Aragón, a la División de Muñoz Castellanos. Inmediatamente notó que el gorro de alférez pesaba más que el de soldado… Su llegada al frente coincidió con la festividad de la Inmaculada. Ello lo conmovió y lo incitó a realizar un proyecto antiguo que había ido demorando: prometió guardar castidad hasta el final de la guerra, implorando a cambio la salvación de su padre, don Emilio Santos, del que no tenía noticia alguna. Por otra parte, la fiesta de la Virgen le trajo a la memoria la anotación de Pilar en su libro de Historia: «Virgen Santa, Virgen pura, haced que me aprueben de esta asignatura».

En aquellos días, un cúmulo de acontecimientos zarandeaban el ánimo de Mateo. Además de su ingreso en el cuadro de oficiales del Ejército —¡extraño poder el de enviar hombres a la muerte!—, le llegó la noticia de que Octavio había caído prisionero de los «rojos» en una emboscada. Mateo bajó la cabeza y se tapó el rostro con una sola mano. ¡Octavio prisionero! Mateo no podía olvidar que el muchacho, ex funcionario de Hacienda, fue su primer camarada en Gerona. Entró en una capilla y rezó por su amigo: «Octavio, ¡que Dios te acompañe!», al tiempo que maldecía al miliciano o a los milicianos que, con toda probabilidad, en aquellos momentos habrían ya disparado contra él.

Otro acontecimiento: Montesinos y Mendizábal habían recobrado la libertad. Casi todos los falangistas detenidos a raíz del decreto de Unificación habían 'salido de la cárcel, exceptuando a Hedilla, el jefe, y a sus colaboradores más allegados. Se rumoreaba que Hedilla sería deportado a las Islas Canarias o a Baleares. Mateo se alegró de la suerte de sus camaradas del Alto del León; pero, considerando que la falta que cometieron fue grave, cerró la llave de los sentimientos y decidió repudiar a aquéllos por medio del silencio.

Por último, Ignacio le envió desde Valladolid primero un telegrama y luego una carta. Mateo tembló leyéndolos y salió radiante de la chabola como dispuesto a conceder a los soldados a sus órdenes rancho extraordinario. El telegrama informaba a Mateo de que Ignacio había llegado sano y salvo a la España «nacional» y la carta le ponía al corriente de la situación general en Gerona y de las andanzas personales del muchacho. Ignacio terminaba diciéndole: «Si no sintiera una innata aversión por la disciplina, te rogaría que me aceptaras a tu lado en calidad de asistente». ¡Ignacio asistente de Mateo! «A sus órdenes, mi alférez.» Sería chusco. Mateo pensó en Ignacio con dulce amistad. Recordó las horas y los días de estudio en casa del profesor Civil, las discusiones bajo los arcos de la Rambla. En una de éstas, Ignacio le había preguntado: «¿Cómo eliminar los partidos políticos? Solamente es posible creando uno solo, más despótico que las luchas entre los demás». En otra ocasión le dijo: «Exigís disciplina, peligro y alegría. En otras palabras, morir cantando. ¿Para qué? Hace muchos años que en España la gente muere cantando. Ahora lo que la mayoría quiere es poder cantar en vida, con los del Orfeón». ¡Ignacio…! ¿Estaría dispuesto a tomar un fusil? Tampoco aclaraba Ignacio la situación del padre de Mateo, don Emilio Santos. «Desde que se marchó de casa no volvimos a saber de él.» ¿Ocultaría alguna mala noticia? Respecto de Pilar., Ignacio escribía escuetamente: «Sólo piensa en ti, Mateo. Se pasa las horas mirando el Oñar, por si te ve aparecer nadando o al mando de una piragua».

Mateo no olvidaba a sus falangistas de Gerona, que combatían dispersos por la España «nacional». Quincenalmente les escribía y era correspondido. El despliegue de estos hombres lo halagaba. «Los formé yo.» ¡Y qué amor propio demostraban! Cada uno de ellos pretendía que el arma en que luchaban era la más peligrosa o la más eficaz…

Jorge de Batlle estimaba que lo más arriesgado era pilotar un avión. «Te crees un ángel y ¡pum!, derribado, es decir, muerto. Porque tirarse en paracaídas en territorio enemigo es peor que morir.» Jorge había soltado ya toneladas de bombas y una cosa no ofrecía dudas para él: los soldados de Infantería conocían sólo la guerra miniatura. No habían visto más que un par de trincheras en la cota tal o en la loma cual. Lo grandioso de la guerra era la aviación. Orientarse en el espacio, perforar las nubes, arrasar un poblado, convertir una estación en chatarra, un caballo en recuerdo…

En alta mar, ocupaba su puesto Sebastián Estrada, jubilosamente ingresado en la Falange Tradicionalista y de las JONS. Mateo se había llevado una sorpresa con el hijo menor del jefe de la CEDA en Gerona. Sebastián Estrada era de por sí tan miedoso, que Mateo pronosticó: «En cuanto vea pasar un banco de sardinas, sufrirá un colapso». Y no fue así. El chico se dejó tentar por el embrujo del agua. Servía en el crucero
Baleares
, donde cumplía como el mejor, convencido de que servir en la Marina era lo más duro de la guerra. Las grandes tormentas pertenecían a un orden más allá del pensamiento; y la calma, la calma del mar, a veces amenazaba con hacer añicos el cerebro. «¿Aviación? —clamaba Sebastián Estrada—. ¡Enchufados! Una hora de vuelo y tres días de descanso en la base, chupando naranjada con una Cañita. Y otro tanto cabe decir de Artillería e Infantería. ¡La tierra es firme, sostiene al hombre! Un barco en el océano es una cáscara de nuez, algo ridículo, que siempre cruje como si fuera a hundirse al minuto siguiente.»

El hermano de Sebastián Estrada, Alfonso Estrada, luchaba de nuevo en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, renacido éste con admirable brío después de las pérdidas sufridas en Belchite. El muchacho se había vuelto tan silencioso, que sus camaradas le llamaban
Sordina
, pues con su presencia parecía amortiguar los sonidos del mundo. Alfonso Estrada estimaba que lo peligroso y decisivo fue siempre y continuaría siendo la Infantería. «Los barcos avanzan a no sé cuántos nudos por segundo y los aviones no digamos. ¡Menuda bicoca! En Infantería, nada, clavados en tierra como espantapájaros. Además, pecho descubierto 0, lo que es peor, ofreciendo la espalda… ¡Para qué hablar! Mi hermano está hecho un tunante y a Jorge querría yo verlo con un machete senegalés a dos palmos de la barriga.»

Miguel Rosselló defendía con tesón las supremacías del SIFNE, del Servicio al que estuvo adscrito hasta el momento en que se le concedió un gigantesco camión del Cuerpo Móvil. Era el que más asiduamente escribía a Mateo. «¡Camamas! Lo verdaderamente espeluznante es el espionaje. Meterse en la boca del lobo. Ahí te quiero ver. Vas andando por Madrid tan tranquilo, y de pronto se te acerca un señor muy serio y te dice: “Por favor, ¿tendría usted la amabilidad de acompañarme a la checa de Riscal?” Y ni siquiera te llamas Rosselló. Te llamas Miguel Castillo y tienes en cualquier sitio una madre de mentirijillas que te adora.»

Mateo, en el frente de Aragón, en la División Muñoz Castellanos, seguía manejando los hilos de todos sus camaradas de Gerona. Su lema era éste: «No perder contacto». Cuerpos separados, pero ideal común y amistad. ¡Peligro, dureza de la campaña, perforar, machetes! ¡Bah! Nada tan temerario como ejercer de alférez provisional. ¡Se había hablado de ello tanto! Era preciso morir cuanto antes, so pena de convertirse en el hazmerreír, en el hazmellorar, en un desecho de hombre. Y luego, tierra y más tierra sobre la cara y el uniforme hasta quedar sepultado.

Mateo mandaba un pelotón de hombres castellanos. Se les impuso desde el primer momento por su integridad y por un imán que había conseguido y que actuaba de amuleto. Su tienda de campaña era triangular como el pañuelo picudo que algunas mujeres llevaban en la cabeza, y en su lona había escrito: «¡Arriba España!» A sus hombres les dijo: «Si tenéis alguna queja, nada de chismorreos. Me la exponéis y en paz». Su asistente se llamaba Morrotopo. Lo llamaban Morrotopo no se sabía por qué. «Mi alférez —le decía—, ¿por qué no me traspasa esa monada del Japón? Usted conseguiría otra cuando le pasara por las narices.» A Morrotopo le gustaba la japonesa porque en la fotografía tenía las pestañas largas y porque escribía las cartas en papel perfumado. Mateo objetaba: «Pero, ¡si no sabes escribir, Morrotopo!» «¿Cómo que no, mi alférez? La única letra que se me resiste es la H.»

* * *

Moncho no quería de ningún modo pasar las Navidades en zona «roja».

La Nochebuena en la guerra

no vale como Nochebuena.

A España le falta paz,

a España le sobran penas.

En cuanto Ignacio se hubo pasado, Moncho no paró ni veinticuatro horas en el Hospital Pasteur. Además de las intencionadas preguntas de Sigfrido: «¿Dónde está el capitán? ¿Se lo ha tragado la tierra?», le dio miedo el primo de Ignacio, José Alvear. «Si se arrepiente de lo hecho y se acuerda de que existo, se presenta aquí y me pega cuatro tiros.» Moncho escribió una postal a sus padres, que seguían en Lérida, y confiando en su experiencia montañera y andariega abandonó Madrid, con el milagroso salvoconducto que significaba llevar consigo un botiquín y, cosida en el antebrazo, una visible cruz roja. El instinto le aconsejó trasladarse al sector de Torrelodones, adonde llegó saltando de camión en camión. Se pasó allí dos días preguntando y husmeando el terreno. De noche, contemplaba las estrellas y el fantástico espectáculo que ofrecían las bengalas luminosas que la aviación “roja” seguía lanzando de vez en cuando, en paracaídas, para localizar los objetivos. ¡Qué hermosa era la noche decembrina, la gran noche invernal! Costaba admitir que uno era fugitivo. Todo parecía estar en su sitio, que ocupaba su sitio desde siglos remotos. ¿Huyendo no quebraría el ritmo establecido? ¿Era licito desplazarse, moverse? Moncho conocía la embriaguez del campo dilatado. Moncho amaba la paz y el firmamento.

Cuatro días después que Ignacio, al romper el alba, el anestesista del Hospital Pasteur dio el salto. Caminó agachado, pisando de modo tan leve que ni siquiera hubiera despertado a los insectos. El terreno por el que avanzó tenia más arrugas que sus pies. Fugitivo afortunado… Más afortunado que Ignacio, cayó en manos de una avanzadilla del Ejército «nacional» compuesta de un cabo y seis soldados, los cuales se aburrían mortalmente en la trinchera.

Sí, la odisea de Moncho distrajo a aquellos hombres, uno de los cuales, al registrarlo y ver el reloj de arena, le ofreció por él cinco latas de sardinas y una de calamares. Moncho rechazó con indulgencia. En cambio, obsequió a sus anfitriones con varios periódicos de Madrid, que fueron recibidos con estupor y curiosidad supersticiosos.

Después de almorzar y tomar café, Moncho fue conducido a presencia del comandante del sector, el cual, previa llamada telefónica a Valladolid, dejó al muchacho en libertad para trasladarse a la ciudad castellana y reunirse allí con sus amigos.

La noticia del paso de Moncho colmó de júbilo a Ignacio, entre otras cosas porque la oficina de reclutamiento le había comunicado al último que debería incorporarse en el plazo de cuarenta y ocho horas. Moncho se reuniría con él muy pronto. ¡Hurra! Precisamente Ignacio llevaba toda una tarde advirtiéndole a Marta y María Victoria: «Atención al teléfono, que sonará de un momento a otro».

Las muchachas estaban intrigadas con Moncho.

—¿Cómo es tu amigo?

—Medio aristócrata —había contestado Ignacio.

—¿Qué profesión tiene?

—Le faltan dos cursos para terminar Medicina.

Marta cedió a su reflejo condicionado y preguntó:

—¿Es de Falange?

—¿Quién? ¿Moncho? ¡Eso tiene gracia!

Moncho hizo el viaje en tren. Su padre le había hablado muchas veces de la meseta castellana, centro o cogollo de España. «No es verdad que los hombres rijan allí su vida por los refranes; pero sí que, en los pueblos, son más austeros que los de la periferia. El mar es sensual.» Llegado a Valladolid —vestía un viejo uniforme caqui que le regalaron al pasarse—, el muchacho se apeó en la estación y echó a andar, incómodo porque continuamente tenía que estar saludando a los oficiales con los que se cruzaba. «No nací yo para esto», se decía.

Dirigióse a casa de Marta y allí sorprendió la gran concentración familiar. María Victoria, al verlo, exclamó, mordiéndose el índice:

—¡Ay, este chico tiene la cabeza oblonga!

Moncho, ruborizado, miró a Ignacio; pero María Victoria se apresuró a añadir:

—No te preocupes, hombre. Yo la tengo de serrín, y tan contenta.

Marta recibió al chico con más solemnidad.

—Estaba muy impaciente por conocerte. Ignacio no ha hecho más que hablarnos de ti.

Los dos muchachos se abrazaron y en tanto Marta, ejemplar dueña de casa, preparaba una suculenta merienda —Ignacio siempre le preguntaba si se incluía ella en los repartos de Auxilio Social—, Moncho e Ignacio se contaron la respectiva odisea.

—Afiné mucho —informó Ignacio—. Fui a parar a una trinchera de moros y por poco me cortan en lonchas y me ofrecen en bandeja a Alá. Me salvó el oficial de guardia.

—Lo mío fue más fácil —comentó Moncho—. Me recibieron soldados del Ejército, una escuadra. Buenos chicos. ¡Nunca creí que los periódicos rojos les llamaran tanto la atención! Querían que me quedara allí, con ellos.

Ignacio advirtió que Moncho se había traído el estuche de aseo y una brújula.

—No podía fallar —rió Ignacio—. La manía de lavarte y de saber dónde estás.

La merienda transcurrió amigablemente. Moncho cautivó a María Victoria y a Marta. Ignacio no había exagerado: había en él algo contenido, el sello que «La Voz de Alerta» llamaba racial. El espigado color de sus cabellos, rubio de montaña, poetizaba sus ojos, por otra parte enérgicos. El escepticismo de que Ignacio habló había dibujado en su boca una sonrisa de indulgente comprensión. Era obvio que no resultaría fácil sacar de sus casillas a Moncho. Sin duda había influido mucho, en su serenidad, su profesión de anestesista. «Un poco de éter y todos iguales.» «Un poco de éter y se duermen las pasiones y el más soberbio se apea del caballo.» Por supuesto, mirándolo y oyéndolo, nadie hubiera adivinado que acababa de jugarse la vida, que dos días antes se encontraba en Madrid, solo, oprimido por un mundo hostil. Por si ello no bastaba, tenía una voz armoniosa y clara, pese a su marcado acento catalán.

Las dos muchachas se encandilaron oyéndole hablar. El padre de Marta había opinado siempre que los hombres que ejercían la Medicina eran más sabios que los demás hombres. Que establecían sin dificultad asociaciones de ideas que al resto de los mortales les estaban vedadas.

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